miércoles, 31 de julio de 2013

DOS CARTAS A RODOLFO MARTÍNEZ ESPINOSA (R.G.)


RENÉ GUÉNON:  DOS  CARTAS A  RODOLFO MARTÍNEZ  ESPINOSA
 

 

                                                                          El Cairo, 24 de agosto de 1930

 

 

Apreciado señor:

 

Debe haber pensado que no contestaría a su carta, que recibí en París hace ya casi un año. La verdad es que durante este tiempo he padecido mucho y que después diferentes traslados y ocupaciones de las más diver­sas me han obligado continuamente a aplazar la atención de cualquier co­rrespondencia que no fuese absolutamente urgente. El tiempo pasa muy rápido y nunca se llega a cumplir con todo lo que se quisiera. Aprovecho este momento en el que me encuentro bastante estabilizado para por fin escribirle, rogándole me disculpe por tan dilatada tardanza. Debo confe­sarle ante todo lo agradable que me ha resultado conocer el interés con que ha emprendido la lectura de mis libros. Es claro que el punto de vis­ta en el que se coloca es bastante particular y que no puede ser exacta­mente el mío, pero me alegra comprobar que él no le ha impedido des­pojarse del prejuicio antioriental, el que segun sus mismas afirmaciones dominaba también anteriormente en usted. Deseo que muchos otros, en Occidente, estén en un caso similar y que alcancen a comprender las vie­jas doctrinas orientales.

Se refiere al  Sr. Maritain. Personalmente siempre he mantenido con él relaciones amistosas. En lo referente a las ideas estamos de acuerdo principalmente en un punto de sentido negativo, o sea, en el sentido "anti­moderno". Respecto de otras cuestiones, lamentablemente, también él está colmado de prejuicios contra el Oriente; lo estaba al menos, puesto que parece que sus prevenciones se han atenuado desde hace un tiempo; pero, cosa extraña, existe en él como una especie de temor hacia cuanto no conoce, lo que es" de lamentar, pues esto le es obstáculo para ampliar sus puntos de vista.

Me permito indicarle, ya que lee todas mis obras, que después de La crisis del mundo moderno, se ha publicado otra, Autorité spirituelle et pouvoir temporel, aparecida el año pasado. En este momento preparo un volumen sobre Le symbolisme de la Croix que seguramente saldrá a la luz hacia el final del corriente año.

Discúlpeme la brevedad de la carta. Me gustaría de una vez por todas poner mi correspondencia casi al día.

Reciba, señor, la seguridad de mis sentimientos más distinguidos.

    

                          R. Guénon

 

Correos, Oficina Central, El Cairo (Egipto).

 

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                El Cairo, 23 de febrero de 1934

 

 

Distinguido señor:

 

Le pido disculpas por haberme demorado tanto también en esta opor­tunidad en responder a su carta, que tuve el gusto de recibir después de un silencio tan largo, pero me he sentido afectado de un cansancio visual bastante serio y su carta llegó a mis manos precisamen te en ese período, de manera que no la he podido leer sino mucho tiempo después. La canti­dad de asuntosde toda clase que se me han ido acumulando mientras que me encontraba inhabilitado para trabajar es de tal envergadura que desde entonces todavía no he conseguido superarlos y recuperar el tiempo per­dido.

 

Le agradezco cuanto me testimonia sobre el contenido de mis trabajos y pienso, efectivamente, que podemos estar plenamente de acuerdo, sobre todo, en lo que concierne al estado del mundo actual y a la necesi­dad de una vuelta a la tradición y a la espiritualidad, si, no obstante, ello resulta todavía posible para el Occidente, teniendo en cuenta los extre­mos a los que la situación ha llegado al presente. Aunque, viviendo lejos de Europa, no pueda quizás dar cuenta con exactitud de determinadas tendencias, debo confesar que no tengo una confianza excesiva en una "renovación" que, hasta donde tengo informaciones, es hasta ahora bas­tante superficial y más bien caótica. Existen sobre todo, salvo excepciones contadas, aspiraciones vagas y mal definidas y es muy difícil decir en qué terminara todo esto. Pero lo que resulta cierto es que se comprue­ba con suficiente generalidad que los hombres no están ya tan satisfechos de su "civilización" moderna y que comienzan a dudar del pretendido "progreso". Por poco que sea, al menos es algo...

En cuanto a as dificultades que me presenta en su carta, me permito decirle con franqueza que ellas me parecen provenir sobre todo de que usted no hace una distinción suficientemente clara entre el punto de vis­ta religioso, por un lado, y el punto de vista metafísico e iniciático, por otro. Cualesquieras puedan ser sus relaciones en algunos aspectos, jamás se los debe conflindir o mezclar, puesto que tienen que ver con dominios totalmente diferentes y no pueden, por lo tanto, perturbarse. Cuanto usted enuncia como verdades religiosas pertenece a lo que la doctrina hindú conoce como el conocimiento "no supremo"; es suficiente con colocar cada cosa en su lugar y en su orden para que sea imposible todo conflicto. Ante todo no se debe olvidar que el misticismo pertenece por entero a la esfera religiosa; por consiguiente no es posible establecer nin­guna comparación entre la mística y la metafísica. Ambas vías, dejando a un lado las diferencias bien conocidas de sus modalidades, no están con­formadas, en realidad, para alcanzar el mismo fin; y la "unión mística" no es idéntica a la "jivan mukta", como tampoco la "salvación" a la "Li­beración". Cuanto es religioso, comprendido en ello el misticismo, toca a las posibilidades individuales, en la extensión indefinida de las que son susceptibles, y no va más allá. Tal es, por otra parte, su razón de ser, co­mo, por el contrario, la de la realización metafísica consiste en ir más allá, y éste es precisamente el motivo por el que uno no puede servir de base al otro. Así ha sucedido en el esoterismo cristiano de la Edad Media y lo es siempre también en el esoterismo islámico. Le citaré de éste un aforismo que creo que se adapta perfectamente al tema: "En la medida en que un hombre desea el paraíso o teme al infierno, no puede aspirar al menor grado de iniciación".

 

Debo asimismo hacerle presente que la perspectiva religiosa está por necesidad relacionada a determinadas contingencias históricas, mientras que el punto de vista metafísico se refiere exclusivamente al orden prin­cipial. Si habla de "avataras múltiples", es porque se mantiene en el dominio de las apariencias; pero, eh la realidad absoluta, son "el mismo". El Cristo-principio no es varios, por más que lo puedan ser sus manifestacio­nes terrestres o de otro tipo. El "Mediador", según todas las tradiciones, es el "Hombre Universal", que es igualmente el Cristo, cualquiera sea el nombre que se le aplique, el hecho en sí nada" cambia y no percibo qué dificultad pueda haber en esto.

La vía "ascética", en su orden, podría compararse a la vía iniciática mejor que el misticismo, en vista de que aquélla sobreentiende un méto­do y un esfuerzo positivo. El misticismo se encuentra con preferencia en una situación opuesta, debido a su carácter pasivo. La vía ascética por lo tanto puede ser una preparación para una realización de otro orden, mu­cho más que la vía mística, que se presenta incluso como incompatible con ella. Pero tampoco creo que sea lícito sostener que todo lo que su­pera a la religión elemental esté abierto para todas las personas. El asce­tismo se adapta sólo a algunos y el misticismo a otros. En cuanto a lo que está más allá del dominio religioso se Presupone que se dirige incluso a un número mucho más pequeño. Quien encontró su satisfacción en un determinado plano cometería el mayor de los errores queriendo superarlo. Es este un asunto de jerarquía necesaria, contra el que nada pueden todos los sofismas del igualitarismo democrático del que tantos católicos desgraciadamente están hoy impregnados e incluso los que menos dudan de ello.

En Io que se refiere a la objeción que trata sobre el predominio de la intelectualidad pura ¿Es ésta ciertamente la que entra en cuestión? Aquí también debe hacerse una distinción esencial: los textos citados por us­ted se dirigen contra el saber profano, no contra el conocimiento sagrado y no es lícito confundir lo que es simplemente racional con lo que es puramente intelectual. Cuando digo saber profano, entiendo por ello, por supuesto, cuanto pertenece al ámbito de la filosofía. Mientras menos se tenga la mente atada por todas estas cosas, mucho mejor, con toda seguridad, y desde el punto de vista iniciático con mucha más razón que desde el religioso. Sería necesario incluso agregar a esto una buena por­ción de la teología, en la medida en que ella contiene muchas sutilezas inútiles y hasta semi-filosóficas. En todo caso, cuanto es discusión y controversia pertenece a una mentalidad íntimamente profana. Dicho esto debe agregarse que la intelectualidad pura escapa por su parte al dominio religioso. Este es algo diferente y, cae de suyo, que el sentimiento y la acción tienen en ello su parte. Aquí, una vez más, es necesa­rio dar a cada cosa el puesto que le corresponde, sin permitirles que se deslicen sobre dominios que no les corresponden

Finalmente, la intelectualidad pura es tan indiferente al orgullo co­mo a la humildad, puesto que estos dos términos opuestos son de nivel sentimental; quienes pretenden lo contrario muestran con claridad con ello que carecen de la menor idea de lo que es realmente la intelectualidad.

Me doy cuenta que distingue adecuadamente la incomprensión del P. Allo. Sería muy difícil encontrar una mente más limitada que la suya. Realmente, ¡qué hermosa forma de defender al cristianismo es esa de afe­rrarse en negar que su doctrina encierre un sentido superior a las vulgari­dades morales y sociales que corrientemente se conviene ver en él! No me explico para qué toda esta "mediocridad" necesitaría la intervención de un principio suprahumano. Felizmente, en lo que a mí respecta, tengo del Cristianismo una idea que es superior a la suya. Es triste comprobar que las personas de esta clase tratan de ensuciar todo lo que las supera; pero es trabajo inútil.

La Verdad es demasiado alta para recibir el mínimo gol­pe.

 

Tenga, señor, se lo ruego, la seguridad de mi más alta y distinguida consideración.

 

 

                               R. Guénon

 

(Publicadas en:  P.M. Sigaud, Dossier H: René Guénon y traducidas en García Bazán y otros, René Guénon o la Tradición viviente, Hastinapura, Buenos Aires, 1985).

: ALGUNAS CONSIDERACIONES ACERCA DE LA OBRA DE RENÉ GUÉNON


(EXTRACTO DE: J. C.: ALGUNAS CONSIDERACIONES ACERCA DE LA OBRA DE RENÉ GUÉNON)
 (Etudes Traditionnelles, nº Especial -293-294-295- dedicado a  R. Guénon,1951)   

   

    J. C.: RENÉ GUÉNON Y LA REENCARNACIÓN.

    1.- Ninguna otra cuestión parecería haber provocado más malentendidos y controversias que la de la reencarnación (aparte de aquella del Atman y de Ishwara), no porque ella presente dificultades excepcionales, sino más bien porque para exponerla correctamente en todos sus diversos aspectos serían necesarios desarrollos bastante extensos acerca de nociones que resultan   completamente extrañas a los occidentales.

    No podemos siquiera pensar en desarrollar aquí semejante exposición, y algunas explicaciones muy reducidas correrían el riesgo de aumentar aún más la confusión que impera en este dominio. No obstante nos parece que a pesar de tales inconvenientes no podemos dejar de presentar al menos algunas  consideraciones fundamentales sobre ciertos puntos esenciales.

    2.- Ante todo, debe subrayarse el hecho (cuya importancia exigiría un estudio especial) de que mientras que las religiones occidentales niegan la reencarnación, en cambio los pueblos orientales, particularmente aquellos que se vinculan con la civilización india, creen en una sucesión de existencias bajo formas humana, animal, etc. ... (los cinco destinos). Esta     oposición es del mismo tipo que la que parece existir entre las tradiciones aparentemente "creacionistas" y aquellas otras aparentemente "emanacionistas", o entre las tradiciones que consideran basado el origen de la existencia separada en la "Atracción Original" (Nahash), y aquellas que lo hacen nacer de Avidyâ, la ignorancia o ilusión.

    En efecto, como siempre sucede en estos casos, se trata de "puntos de vista" diferentes respecto a la "Realidad Total", la cual conlleva una "indefinidad" de los mismos, y no existe -ni puede existir- ninguna contradicción real entre ellos. Por el contrario, podría cometerse un grave error, si no se precisara a qué corresponde cada punto de vista especial, es decir, si no se establecen sus limitaciones (o sus límites) y sus relaciones  con los demás puntos de vista.

    3.- Tal como decíamos al comenzar este escrito, René Guénon tuvo como cometido fundamental el de la exposición metafísicamente exacta de las doctrinas tradicionales, abordando sólo en la medida en que resultaba estrictamente indispensable a esta finalidad la descripción cosmológica de la Manifestación Universal en sus relaciones con el devenir humano.

    Así es como, en su obra fundamental, "El hombre y su devenir según el Vêdânta", expuso completamente (si bien de manera abreviada) las diversas etapas que recorre aquello que es presentemente el hombre, cuando éste sigue uno de los caminos que conducen desde el estado humano a la Liberación; en   cambio, dejó de abordar, salvo por una alusión a la teoría de los ciclos, la exposición del devenir del Ser en el pasaje desde un estado individual humano a otro estado individual.

    4.- Desde luego que Guénon ha demostrado metafísicamente (Cap. VI de "El error espiritista") el carácter erróneo de lo que los occidentales entienden por "reencarnación", es decir, el pasaje de una misma substancia separada, de naturaleza espiritual, o alma (formando una especie de mónada), por una   sucesión de estados corporales (11).

    Por otra parte, debemos añadir de inmediato que no conocemos ningún texto canónico, ya sea oriental u occidental, dónde la reencarnación -entendida de esta forma- se halle mencionada, y esto simplemente por la razón suficiente de que no conocemos ninguno dónde la noción de alma, tal como la consideran los occidentales modernos (substancia + unitaria + espiritual + individual) (12), se encuentre asociada ya sea a la idea de retorno a un mismo estado, ya sea también a la idea de una supervivencia después de la muerte.

    Todo lo que ha sido dicho de contrario a esta afirmación descansa sobre errores de interpretación o de traducción, y es consecuencia de esta enfermedad de los hombres del Kali-Yuga que tanto les dificulta concebir las existencias sin formas o existencias que no se vean sostenidas por substancias separadas o irreductibles.

    Ahora bien, ni el Judaísmo (dónde ni Néfesh, ni Rúaj, ni Neshamá corresponden a lo que los modernos denominan alma y espíritu), ni en el Cristianismo (dónde San Pablo naturalmente se limitó a transponer estos términos hebraicos), ni en el Brahmanismo (donde Atman no tiene nada en común con el alma de los modernos) ni en el Bhagavad-Gîta (dónde la fórmula     utilizada en el capítulo II, 22, designa a la serie causal individual que engendra una continuidad de vidas sobre vidas a través de la corriente de las formas), ni mucho menos en el Budismo o en el Lamaísmo (dónde el Alaya Vîjnana corresponde a la fórmula del Bhagavad-Gîta), ni en el Islam esotérico; en una palabra, en ninguna de las formas ortodoxas, jamás existió   nada parecido, y la concepción moderna occidental es a las concepciones metafísicas de oriente lo que la devoción visceral al Sagrado Corazón es al ardor del amor informal del verdadero cristiano por el Verbo Supremo, encarnado (luego manifestado) en Jesucristo, Aquel que es para el cristiano la fuente por la cual se produce en el hombre todo aquello que es Amor y por el cual subsisten y se mueven, en el Cosmos, el Sol y las demás Estrellas.

    5- Pero, precisamente dado que las cuestiones propiamente metafísicas son tratadas ante todo en su rango primordial (ya sea que se trate del Mahâprajnâ Parâmita en el Lamaísmo, de los Brahma-Sûtras en el Brahmanismo, etc.), una sección importante de la enseñanza sagrada del oriente se refiere a la descripción cosmológica de la Manifestación Universal en sus relaciones   con el estado humano (Abidharma en el Lamaísmo, etc.) así como sobre los aspectos individuales y sobre las técnicas correspondientes (Tantras o Rgyud).

    Ahora bien, esta descripción puramente fenoménica pone en juego todos los procesos englobados sumariamente dentro de lo que los antiguos pitagóricos llamaban metempsicosis y de la cual quisiéramos tratar de brindar, aunque más no fuera, una somera idea.

    6.- El estado humano, caracterizado por la posesión de Manas (órgano mental)(simple participación, por lo demás, con el Manú cósmico) conlleva un cierto número de características psicológicas (13), entre las cuales figura la memoria.

    Por una parte, la serie interna de los estados que recorre un hombre durante el transcurso de su existencia individual engendra la determinación del estado de existencia que le sucederá a este estado humano.

    Por otra parte, la serie externa (correspondiente a la precedente) de sus actos durante el transcurso de la existencia presente ha engendrado, tanto en el mundo grosero como en el mundo sutil, una serie de causalidades, entre las cuales una gran parte pertenece a esos complejos psicomentales que nosotros tenemos la costumbre metafísicamente errónea de considerar como constitutivos del ser individual humano que conocemos (mientras que no son más que elementos físicos que durante el transcurso de la existencia entran en la composición del cuerpo grosero y después se retiran del mismo).

    Estas series de causalidades se despliegan después de la muerte, engendrando sucesiones de estados psicomentales, centralizados (o agregados) sobre una o más existencias individuales, que serán a éste respecto, dentro de este  límite y bajo esta forma, la continuación dentro del dominio psico-mental de la existencia psicológica del desaparecido.

    Así se constituyen las "reencarnaciones" del muerto, que no tienen en realidad nada que ver con la reencarnación, puesto que se trata exclusivamente de una metempsicosis.

    7.- Ésta es la oportunidad para indicar que, en ciertos casos, la concentración unificadora de la vida psicológica durante el transcurso de una existencia humana puede ser tal que casi todos los elementos psicológicos que estaban ligados a esta nueva existencia se ven conducidos a reagruparse dentro de una misma nueva existencia humana, de manera que tal continuidad serial así creada ofrece la ilusión de una transmisión    substancial.

    Del mismo modo, en el arco iris, algunas gotas de agua entran dentro de la zona dónde la ilusión del color parece localizada para un observador, y después salen de la misma sin que en realidad haya ningún color que subsista allí dónde se lo veía, apoyado en alguna substancia colorida.

    8.-Por lo demás, en ciertos casos, la realización de un estado donde determinados elementos no-individuales, no-humanos, se manifiestan a través de la forma humana (ver lo que dijimos anteriormente a propósito de la realización metafísica) se acompaña precisamente de la realización de esta concentración unitaria que estábamos considerando. En este caso, la     continuidad serial considerada está acompañada por una análoga continuidad de la manifestación del elemento no-individual no-humano, y esto corresponde a lo que el Lamaísmo designa como Tûlkus (por ejemplo, el Dalai-Lama, Tûlku parcial de Soubhoti al mismo tiempo que de Avalokitêshwara, que continúa  además su existencia dentro de diversas formas y condiciones que corresponden a su definición y a sus funciones).

    Por otra parte, es necesario aclarar que semejante transmisión permanece sujeta a muchas incertidumbres, ya que ella está subordinada a las condiciones cósmicas generales, y los agregados de elementos que así se suceden seriadamente pueden soportar cambios por adiciones, sustracciones, o   incluso modificaciones correlativas a las modificaciones de la biología humana sobre el conjunto de la Tierra durante todo el transcurso de la duración.

    9.- Finalmente, para terminar con este tipo de cuestiones, debemos añadir que, tal como en nuestro mundo occidental muchos creyentes perfectamente incapaces de cualquier actividad propiamente intelectual toman al pie de la letra la terminología religiosa y, de hecho, adoran más o menos conscientemente algunas imágenes esculpidas o pintadas, o determinadas    imágenes psicomentales, también en oriente el vulgo poco dotado desde el punto de vista metafísico o poco instruido ve fácilmente en aquellos fenómenos de continuación serial que acabamos de describir lo que los ocultistas y neoespiritualistas de todo tipo entienden por reencarnación.

    Por lo demás, el potente esfuerzo de occidentalización del oriente, al que nos referíamos al comienzo de este estudio, se ejerce naturalmente sobre este punto tanto como en todos los otros, en el sentido más apropiado para destruir todo lo que constituye el espíritu tradicional, de manera tal de hacer posible, allí como en todas partes, la conquista del poder terrestre para todo aquello que hay de más bajo y más opuesto al orden jerárquico de los valores reales.

    V. CONCLUSIÓN.

    A modo de conclusión, insistiremos todavía sobre la extraordinaria potencia de sugestión, incesantemente creciente, de ese poder de engaño que llegará a dominar completamente al mundo exterior antes del final del ciclo. Sabemos que llegará un momento en el que cada uno, solo, privado de cualquier  contacto material que pueda ayudarlo en su resistencia interior, deberá encontrar en sí mismo la forma de adherirse firmemente, a través del centro mismo de su existencia, al Señor de Toda la Verdad. No se trata de una imagen literaria sino de la descripción de un estado de cosas que quizás no esté tan lejano. Que cada uno pueda prepararse y armarse de una tal rectitud  interior para que todas las potencias de la ilusión y la corrupción carezcan de poder para hacerlo desviar. Y nada mejor que la obra de René Guénon para facilitar a los occidentales esta preparación.

   

   

    

    © 1997, Grupo de Estudios Tradicionales de Valencia

    Ap. de Correos 10.198 - 46080 - Valencia (España)

   

   

 

Algunas consideraciones sobre el hermetismo (R.G.)


RENÉ GUÉNON: ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE EL HERMETISMO

   

   

    Hemos dicho anteriormente que los Rosacruces eran propiamente seres que habían alcanzado el término efectivo de los "pequeños misterios", y que la iniciación rosacruciana, inspirada por ellos, era una forma particular vinculada al hermetismo cristiano; relacionando esto con lo que acabamos de explicar, se debe poder comprender ya que el hermetismo, de manera general, pertenece al dominio de lo que es designado como la "iniciación real". No obstante, será bueno ofrecer aún algunas precisiones sobre este tema, pues, aún aquí, se han introducido muchas confusiones, y la propia palabra "hermetismo" es empleada por muchos de nuestros contemporáneos de una forma muy vaga e incierta; no queremos hablar únicamente de los ocultistas, con     respecto a los cuales la cosa es muy evidente, sino también de otros que, estudiando la cuestión de una manera más seria, parecen, quizá a causa de ciertas ideas preconcebidas, no haberse dado cuenta muy exactamente de aquello de lo que se trata en realidad.

    Es preciso observar en principio que la palabra "hermetismo" indica que se trata de una tradición de origen egipcio, revestida después de una forma helenizada, sin duda en la época alejandrina, y transmitida bajo esta forma, en la Edad Media, a la vez al mundo islámico y al mundo cristiano, y, añadiremos, al segundo en gran parte por mediación del primero(2), como lo prueban los numerosos términos árabes o arabizados adoptados por los hermetistas europeos, comenzando con la propia palabra "alquimia" (el-kimyâ)(3). Sería entonces completamente abusivo extender esta denominación a otras formas tradicionales, tanto como lo sería, por ejemplo, llamar "Kábala" a algo distinto al esoterismo hebreo(4); por supuesto, no es que no existan equivalentes, y existen al igual que la ciencia tradicional que es la alquimia(5) tiene su exacta correspondencia en doctrinas como las de la India, el Tíbet y China, aunque con modos de expresión y métodos de realización naturalmente muy diferentes; pero, desde el momento en que se pronuncia la palabra "hermetismo", se especifica con ello una forma claramente determinada, cuya procedencia no puede ser sino greco-egipcia. En efecto, la doctrina así designada está relacionada con Hermes, en tanto que éste era considerado por los griegos como idéntico al Thot egipcio; esto presenta por otra parte a esta doctrina como esencialmente derivada de una enseñanza sacerdotal, pues Thot, en su papel de conservador y transmisor de la tradición, no es sino la representación misma del antiguo sacerdocio egipcio, o, más bien, hablando más exactamente, del principio de inspiración "supra-humana" del cual éste tenía su autoridad y en nombre del cual formulaba y comunicaba el conocimiento iniciático. No se debería ver la menor contradicción en el hecho de que esta doctrina pertenezca propiamente al dominio de la iniciación real, pues debe quedar entendido que, en toda tradición regular y completa, es el sacerdocio el que, en virtud de su función esencial de enseñanza, confiere igualmente ambas iniciaciones, directa o indirectamente, y el que asegura así la legitimidad efectiva de la propia iniciación real, vinculándola con su principio superior, de la misma manera que el poder temporal no puede obtener su legitimidad sino de una consagración recibida de la autoridad espiritual(6).

    Dicho esto, la principal cuestión que se plantea es esta: lo que se ha conservado bajo el nombre de "hermetismo", ¿puede ser considerado como constituyendo una doctrina tradicional completa en sí misma? La respuesta no puede ser sino negativa, pues no se trata aquí estrictamente más que de un conocimiento de orden no metafísico, sino solamente cosmológico, entendiendo esta palabra en su doble aplicación "macrocósmica" y "microcósmica", pues es evidente que, en toda concepción tradicional, existe siempre una estrecha correspondencia entre estos dos puntos de vista. No es entonces admisible que el hermetismo, en el sentido que esta palabra ha tomado desde la época alejandrina y mantenido constantemente hasta ahora, represente, aunque no sea sino a título de "readaptación", la integridad de la tradición egipcia, tanto más cuanto que esto sería claramente contradictorio con el papel esencial desempeñado en ésta por el sacerdocio y que acabamos de indicar; aunque, a decir verdad, el punto de vista cosmológico parece haber sido particularmente desarrollado, al menos en la medida en que todavía es posible actualmente saber algo un poco preciso, y es en todo caso lo más aparente en todos los vestigios que subsisten, ya se trate de textos o de monumentos, no debe olvidarse que jamás puede ser más que un punto de vista secundario y contingente, una aplicación de la doctrina principial dirigida al conocimiento de lo que podemos denominar el "mundo intermedio", es decir, del dominio de la manifestación sutil donde se sitúan las prolongaciones extra-corporales de la individualidad humana, o las posibilidades cuyo desarrollo concierne propiamente a los "pequeños misterios"(7).

    Podría ser interesante, aunque sin duda muy difícil, investigar cómo esta parte de la tradición egipcia ha podido encontrarse en cierto modo aislada y conservarse de una manera aparentemente independiente, para después incorporarse al esoterismo islámico y al esoterismo cristiano de la Edad Media (lo que por otra parte no hubiera podido hacer una doctrina completa), hasta el punto de convertirse verdaderamente en parte integrante de ambos, y de suministrarles todo un simbolismo que, por una transposición adecuada, ha podido incluso servir a menudo de vehículo para verdades de un orden más elevado(8). No deseamos entrar aquí en consideraciones históricas demasiado complejas; sea como sea esta cuestión particular, recordaremos que las ciencias del orden cosmológico son efectivamente las que, en las civilizaciones tradicionales, han sido especialmente el patrimonio de los Kshatriyas o de sus equivalentes, mientras que la metafísica pura era propiamente, como ya hemos dicho, el de los Brâhmanes. Por este motivo, mediante un efecto de la revuelta de los Kshatriyas contra la autoridad espiritual de los Brâhmanes, se han podido constituir a veces corrientes tradicionales incompletas, reducidas a estas únicas ciencias separadas de su principio trascendente, e incluso, tal como hemos indicado más arriba, desviadas en sentido "naturalista", por la negación de la metafísica y el     desconocimiento del carácter subordinado de la ciencia "física"(9), así como (estando ambas cosas estrechamente unidas, como deben hacer comprender suficientemente las explicaciones que ya hemos dado) del origen esencialmente sacerdotal de toda enseñanza iniciática, incluso de las más particularmente destinadas al uso de los Kshatriyas. Esto no significa, con seguridad, que el hermetismo constituya en sí mismo tal desviación o que implique algo ilegítimo, lo que evidentemente habría tornado imposible su incorporación a formas tradicionales ortodoxas; pero es preciso reconocer que se puede prestar fácilmente a ello por su propia naturaleza, si se le presentan circunstancias favorables a esta desviación(10), y éste es por lo demás, muy generalmente, el peligro de todas las ciencias tradicionales, cuando son cultivadas en cierto modo por sí mismas, lo cual hace que se exponga a perder de vista su vinculación con el orden principial. La alquimia, a la que se podría definir como siendo la "técnica" del hermetismo, es realmente "un arte real", entendiendo con ello un modo de iniciación más especialmente apropiado a la naturaleza de los Kshatriyas(11); pero incluso esto indica precisamente su lugar exacto en el conjunto de una tradición regularmente constituida y, además, no deben confundirse los medios de una realización iniciática, sean cuales puedan ser, con su objetivo, que, en definitiva, es siempre de puro conocimiento.

    Por otra parte, es necesario desconfiar de cierta asimilación que a veces se tiende a establecer entre el hermetismo y la "magia"; incluso si se quiere entonces tomar a ésta en un sentido diferente al que de ordinario tiene, es muy de temer que esto, que es en suma un abuso del lenguaje, no pueda sino provocar confusiones más bien molestas. La magia, en su sentido propio, no es en efecto, como ampliamente hemos explicado, sino una de las más inferiores entre todas las aplicaciones del conocimiento tradicional, y no vemos que pueda tener la menor ventaja evocar esta idea cuando en realidad se trata de cosas que, incluso siendo todavía contingentes, son de un nivel notablemente más elevado. Por lo demás, puede que aquí haya algo distinto a una simple cuestión de terminología mal aplicada: la palabra "magia" ejerce sobre algunos, en nuestra época, una extraña fascinación, y, como ya hemos hecho notar, la preponderancia otorgada a tal punto de vista, aunque no sea más que de intención, está unida a la alteración de las ciencias tradicionales separadas de su principio metafísico; sin duda éste es el principal escollo con el cual corre el riesgo de tropezar toda tentativa de reconstitución o de restauración de tales ciencias, si no se comienza por lo que verdaderamente es el inicio bajo todos los aspectos, es decir, por el principio mismo, que es también, al mismo tiempo, el fin con vistas al cual todo el resto debe estar normalmente ordenado.

    Otro punto sobre el cual hay lugar para insistir es la naturaleza puramente "interior" de la verdadera alquimia, que es propiamente de orden psíquico cuando se la toma en su aplicación más inmediata, y de orden espiritual cuando se la transpone en su sentido superior; esto es, en realidad, lo que le da todo su valor desde el punto de vista iniciático. Esta alquimia no tiene entonces absolutamente nada que ver con las operaciones materiales de una "química" cualquiera, en el sentido actual de la palabra; casi todos los modernos sienten un raro desprecio por este asunto, tanto aquellos que han querido erigirse en defensores de la alquimia como quienes, por el contrario, se han hecho sus detractores; y este desprecio es aún menos excusable entre los primeros que entre los segundos, quienes, al menos, ciertamente jamás han pretendido la posesión de un conocimiento tradicional cualquiera. Sin embargo es fácil ver en qué términos los antiguos hermetistas hablan de los "sopladores" y "quemadores de carbón", en los cuales es necesario reconocer a los verdaderos precursores de los químicos actuales, por poco lisonjero que sea para estos últimos; e, incluso todavía en el siglo XVIII, un alquimista como Pernéty no deja de señalar en toda ocasión la diferencia entre la "filosofía hermética" y la "química vulgar".

    De este modo, como ya muchas veces hemos afirmado al mostrar el carácter de "residuo" que tienen las ciencias profanas con respecto a las ciencias tradicionales (aunque éstas son cosas de tal manera extrañas a la mentalidad actual que nunca se acaba de insistir sobre ello), lo que ha dado nacimiento a la química moderna no es la alquimia, con la cual no tiene en suma ninguna relación real (no más que con la "hiperquímica" imaginada por algunos ocultistas contemporáneos)(12); es solamente una deformación o una desviación, surgida de la incomprensión de quienes, profanos desprovistos de

toda cualificación iniciática e incapaces de penetrar en cualquier medida el verdadero sentido de los símbolos, lo toman todo al pie de la letra, según la acepción más exterior y vulgar de los términos empleados, y, creyendo por consiguiente que no se trataba en todo ello más que de operaciones materiales, se lanzaron a una experimentación más o menos desordenada, y en todo caso muy poco digna de interés en más de un aspecto(13). Igualmente en el mundo árabe, la alquimia material ha sido siempre muy poco considerada, a menudo incluso asimilada a una especie de hechicería, mientras que, por el contrario, se honraba mucho a la alquimia "interior" y espiritual, frecuentemente designada con el nombre de kimyâ es-saâdah o "alquimia de la     felicidad" (14).

    No significa esto decir, por otra parte, que se deba negar la posibilidad de las transmutaciones metálicas, que representan a la alquimia ante los ojos del vulgo; pero es preciso reducirlas a su justa importancia, que no es en suma mayor que la de cualquier otra experiencia "científica", y no confundir cosas que son de orden totalmente diferente; no se ve a priori por qué no podrían tales transmutaciones ser realizadas mediante procedimientos pertenecientes simplemente a la química profana (y, en el fondo, la "hiperquímica" a la que hace un momento aludimos no es más que una tentativa de este género)(15). No obstante hay otro aspecto de la cuestión: el ser que ha llegado a la realización de ciertos estados interiores puede, en     virtud de la relación analógica entre el "microcosmos" y el "macrocosmos", producir exteriormente efectos correspondientes; es entonces perfectamente admisible que aquel que ha alcanzado un cierto grado en la práctica de la alquimia "interior" sea capaz por ello de efectuar transmutaciones metálicas u otras cosas del mismo orden, pero ello a título de consecuencia por completo accidental, y sin recurrir a ninguno de los procedimientos de la pseudo-alquimia material, sino únicamente mediante una especie de proyección al exterior de las energías que lleva en sí mismo. Hay que hacer todavía aquí, por otra parte, una distinción esencial: puede que no se trate sino de una acción de orden psíquico, es decir, de la actuación de influencias sutiles pertenecientes al dominio de la individualidad humana, y entonces se trata aún de alquimia material, aunque operando a través de medios por completo diferentes a los de la pseudo-alquimia, que se refieren exclusivamente al dominio corporal; o bien, para un ser que haya alcanzado un grado de realización más elevado, puede tratarse de una acción exterior de verdaderas influencias espirituales, como la que se produce en los "milagros" de las religiones y de los cuales ya hemos hablado anteriormente.

    Entre ambos casos, hay una diferencia comparable a la que separa la "teúrgia" de la magia (aunque, repitámoslo, no sea de magia de lo que aquí propiamente se trata, de modo que no indicamos esto más que a título de similitud), puesto que esta diferencia es, en suma, la que hay entre el orden espiritual y el orden psíquico; si los efectos aparentes son a veces los mismos en ambos casos, las causas que los producen no dejan de ser total y profundamente diferentes. Añadiremos además que quienes realmente poseen tales poderes(16) se abstienen cuidadosamente de hacer gala de ellos para asombrar a los demás, e incluso no hacen generalmente ningún uso de los mismos, al menos fuera de ciertas circunstancias particulares donde su ejercicio se encuentra legitimado por otras consideraciones (17).

    Sea como sea, lo que jamás hay que perder de vista, y que está en la base misma de toda enseñanza verdaderamente iniciática, es que toda realización digna de este nombre es de orden esencialmente interior, incluso aunque sea susceptible de tener repercusiones de cualquier género en el exterior. El hombre no puede encontrar los principios sino en sí mismo, y puede porque lleva en él la correspondencia de todo lo que existe, pues no debe olvidarse que, según una fórmula del esoterismo islámico, "el hombre es el símbolo de la Existencia universal"(18); y, si alcanza a penetrar hasta el centro de su propio ser, alcanzará con ello el conocimiento total, con todo lo que por añadidura implica: "aquel que conoce a su Sí conoce a su Señor" (19), y conoce entonces todas las cosas en la suprema unidad del Principio, en el cual está contenida "eminentemente" toda realidad.

   

NOTAS:

    1. Cap. XLI de Aperçus sur l'Initiation.

    2. Esto se relaciona con lo que hemos dicho acerca de los contactos que tuvo el Rosacrucianismo, en su origen, con el esoterismo islámico.

    3. La palabra es árabe en su forma, pero no en su raíz; probablemente deriva del nombre kêmi o "Tierra negra" dado al antiguo Egipto, lo que indica también su origen.

    4. El significado de la palabra Qabbalah es exactamente el mismo que el de la palabra "tradición"; pero, siendo esta palabra hebrea, no hay ninguna razón, cuando se emplea una lengua distinta al hebreo, para aplicarla a otras formas tradicionales que aquella a la cual propiamente pertenece, y esto sólo podría dar lugar a confusiones. También la palabra Taçawwuf, en árabe, puede ser tomada para designar todo lo que tiene un carácter esotérico e iniciático, en la forma tradicional que sea; pero, cuando nos servimos de otra lengua, conviene reservarla a la forma islámica, a la que pertenece por su origen.

    5. Digamos desde ahora que no se deben confundir o identificar pura y simplemente alquimia y hermetismo: propiamente hablando, éste es una doctrina, y aquella solamente una aplicación.

    6. Cf. Autorité spirituelle et pouvoir temporel, cap. II.

    7. El punto de vista cosmológico comprende también, por supuesto, el conocimiento de la manifestación corporal, pero lo considera especialmente en tanto que se vincula con la manifestación sutil como su principio inmediato, en lo cual difiere completamente del punto de vista profano de la física moderna.

    8. Tal transposición es en efecto siempre posible, desde el momento en que el vínculo con un principio superior y verdaderamente trascendente no está roto, y hemos dicho que la "Gran Obra" hermética puede ser considerada como una representación del proceso iniciático en su conjunto; únicamente que no se trata entonces de hermetismo en sí mismo, sino en tanto que puede servir de base a algo de otro orden, de una forma análoga a aquella en que el propio exoterismo tradicional puede ser tomado como base de una forma iniciática.

    9. Es evidente que tomamos aquí la palabra en su sentido antiguo y  estrictamente etimológico.

    10. Tales circunstancias se han presentado especialmente, en occidente, en la época que señala el paso de la Edad Media a los tiempos modernos, y esto es lo que explica la aparición y la difusión, que señalábamos antes, de ciertas desviaciones de este género durante el período del Renacimiento.

    11. Hemos dicho que el "arte real" es propiamente la aplicación de la iniciación correspondiente; pero la alquimia tiene en efecto el carácter de una aplicación de la doctrina, y los medios de la iniciación, si se los considera situándose bajo un punto de vista en cierto modo "descendente", son evidentemente una aplicación de su principio, mientras que a la inversa, desde el punto de vista "ascendente", son el "soporte" que permite acceder a éste.

    12. Esta "hiperquímica" es más o menos, con respecto a la alquimia, lo que es la astrología moderna llamada "científica" con respecto a la verdadera astrología tradicional (Cf. Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, cap. X).

    13. Existen aún aquí y allá pseudo-alquimistas de esta especie, y nosotros hemos conocido a algunos, tanto en oriente como en occidente; pero podemos asegurar que jamás hemos encontrado a ninguno que haya obtenido cualquier resultado que merezca la suma prodigiosa de esfuerzos dispensados en investigaciones que terminaban por absorber toda su vida.

    14. Existe un tratado de El-Ghazâli que lleva este título.

    15. Recordaremos a propósito de esto que los resultados prácticos obtenidos por las ciencias profanas no justifican ni legitiman en modo alguno el punto de vista de estas ciencias, al igual que no prueban el valor de las teorías formuladas por éstas y con las cuales no tienen en realidad sino una relación puramente "ocasional".

    16. Puede aquí emplearse sin abuso la palabra "poderes", ya que se trata de consecuencias de un estado interior adquirido por el ser.

    17. Se encuentran en la tradición islámica ejemplos muy claros de lo que indicamos: así, Seyidnâ Ali tenía, se dice, un perfecto conocimiento de la alquimia en todos sus aspectos, comprendiendo el que se refiere a la producción de efectos exteriores tales como las transmutaciones metálicas, aunque se negó siempre a hacer el menor uso de ello. Por otra parte, se cuenta que Seyidi Abul-Hassan Esh-Shâdili, durante su estancia en Alejandría, transmutó en oro, a petición del sultán de Egipto que tenía entonces una urgente necesidad, una gran cantidad de metales vulgares; pero lo hizo sin haber recurrido a ninguna operación de alquimia material ni a ningún medio de orden psíquico, y únicamente por efecto de su barakah o influencia espiritual.

    18. El-insânu ramzul-wujûd.

    19. Este es el hadîth que anteriormente hemos citado: Man arafa nafsahu faqad arafa Rabbahu.

 

 

 

El Graal y la búsqueda iniciática (René Guenon)


                          RENÉ GUÉNON: EL ESOTERISMO DEL GRIAL

 

 

Cuando hablamos del esoterismo del Grial, no entendemos sólo por ello que, co­mo todo simbolo verdaderamente tradicio­nal, presenta un lado esotérico, es decir, que a su significado exterior y generalmente conocido se superpone otro significado de un orden más profundo, que no es accesible mas que para aquellos que han accedido a un cierto grado de comprensión. En reali­dad, el símbolo del Grial, con todo lo que se relaciona con él, es de aquellos cuya mis­ma naturaleza es esencialmente esotérica e iniclatica; esto es lo que explica muchas de sus particularidades que de otro modo apa­recerían como enigmas insolubles, y la difu­sión exterior que tuvo la leyenda del Grial, en una determinada época y en determinadas circunstancias, no cambia nada este carác­ter. Esto requiere algunas explicaciones; pe­ro, en principio, debemos destacar que esta difusión se sitúa enteramente en un período muy breve, que, sin duda, apenas sobrepasa medio siglo; parece tratarse, por consiguien­te, de la súbita manifestación de alguna co­sa que no intentaremos definir de una ma­nera precisa, y que habría entrado luego, no menos súbitamente, en la sombra; cua­lesquiera que hubieran podido ser las razo­nes para ello, tenemos aquí un problema his­tórico del que nos asombramos que parez­ca que nunca se haya pensado en exami­narlo con la atención que merecería.

Las condiciones en las que se produjo esta manifestación requieren algunas obser­vaciones importantes; en efecto, las novelas del Grial parecen, a primera vista, contener elementos bastante entremezclados, y algu­nos, sin llegar no obstante hasta negar la existencia de un significado de orden es­piritual, han creído poder hablar de este res­pecto de «invenciones de poetas». A decir verdad, estas invenciones, cuando se en­cuentran en cosas de este orden, lejos de refe­rirse a lo esencial, no hacen más que disi­mularlo, voluntariamente o no, bajo las apa­riencias engañosas de una «ficción» cual­quiera; y en ocasiones lo llegan a disimular incluso demasiado bien, porque, cuando ellas se hacen demasiado usurpadoras, acaba por llegar a ser casi imposible descubrir el sentido profundo y original. Este peligro es de temer, sobre todo, cuando el mismo poeta no tiene conciencia del valor real de los símbolos, porque es evidente que este ca­so puede presentarse; el apólogo del «asno que lleva las reliquias» se aplica aquí como en tantas otras cosas; y el poeta, entonces, podrá transmitir sin saberlo datos iniciáticos cuya auténtica naturaleza se le escape. La cuestión se plantea aquí muy particular­mente: ¿fueron de éstos, los autores de las novelas del Grial, o, al contrario, fueron conscientes, en un grado u otro, del sentido profundo de lo que expresaban? Desde luego no es fácil responder a ello con certeza, porque las apariencias pueden engañar: en presencia de una mezcla de elementos insig­nificantes o incoherentes uno está tentado de pensar que el autor no sabia lo que ha­blaba; sin embargo, no es forzosamente así, porque ocurre a menudo que las obscuri­dades e igualmente las contradicciones son perfectamente intencionadas, y los detalles inútiles tienen expresamente por fin desviar la atención de los profanos, de la misma manera que un símbolo puede ser disimulado intencionadamente en un motivo de orna­mentación más o menos complicado; en la Edad Media, sobre todo, abundan los ejemplos de este tipo, como ocurre con Dante y los «Fieles de Amor». El hecho de que el significado superior trasluzca menos en Chré­tien de Troyes, por ejemplo, que en Robert de Boron, no prueba pues, necesariamente, que el primero fuera menos consciente del mismo que el segundo; y aún menos habría que concluir que este significado estuviese ausente en sus escritos, lo que sería un error comparable a aquel que consiste en atribuir a los antiguos alquimistas preocupaciones de orden únicamente material, por la única razón que ellos no juzgaron conveniente es­cribir con todas las letras que su ciencia era en realidad de naturaleza espiritual. Por lo demás, la cuestión de la «iniciación» de los autores de las novelas tiene quizá menos importancia de lo que se podría creer en un principio, porque, de todas formas, no cam­bia nada los aspectos bajo los cuales el tema es presentado; puesto que se trata de una «exteriorización» de datos esotéricos, pero que, por otra parte, en modo alguno puede ser una «vulgarización», es fácil  com­prender que deba ser así. Iremos más lejos: un profano puede muy bien, igualmente, por una «exteriorización» así, haber servido de portavoz de una organizacion iniciatica, que lo habría escogido a este efecto simplemente por sus cualidades de poeta o de escritor, o por cualquier otra razón contingente. Dan­te escribía con perfecto conocimiento de cau­sa; Chrétien de Troyes, al igual que Robert de Boron y tantos otros, fueron probable­mente mucho menos conscientes de lo que expresaban, y, quizá incluso, algunos de ellos no lo fueron en absoluto; pero poco importa en el fondo, porque, si había detrás de ellos una organización iniciática, cual­quier que fuese, el peligro de una deforma­ción debida a su incomprensión quedaba, por ello mismo, descartado; esta organiza­ción podía guiarlos constantemente sin que ellos mismos ni siquiera se enterasen, ya fue­se por que algunos de sus miembros les suministrasen los elementos a poner en la obra, ya fuese por las sugerencias o por in­fluencias de otro tipo, más sutiles y menos «tangibles», pero no por ello menos reales ni menos eficaces. Por otra parte, esto no es más que un aspecto de la cuestión: por el he­cho de que la leyenda del Grial se presente bajo una forma propiamente cristiana, en la que sin embargo, se encuentran elemen­tos de otra procedencia y cuyo origen es ma­nifiestamente anterior al Cristianismo, se ha querido a veces considerar estos elementos de alguna manera como «accidentales», co­mo si se hubieran añadido a la leyenda «des­de fuera» y que no poseyeran más que un carácter simplemente «folklórico». A este respecto, debemos decir que la concepción misma del «folklore», como más habitual­mente se la entiende en nuestra época, des­cansa sobre una idea radicalmente falsa, la idea de que existen «creaciones populares», productos espontáneos de la masa popular; es evidente que esta concepción está estrecha­mente ligada a ciertos prejuicios modernos, y no insistiremos aquí en todo lo que hemos dicho al respecto en otras ocasiones. En rea­lidad, cuando se trata, como ocurre casi siempre, de elementos tradicionales, en el verdadero sentido de la palabra, por más deformados, menguados o fragmentados que puedan estar a veces, y de cosas poseedoras de valor simbólico real, aunque, a menudo, disimulado bajo una apariencia más o menos «mágica» o «fantástica», todo esto, lejos de tener un origen popular, no es, en definitiva, ni siquiera de origen humano, porque la tradición se define precisamente, en su misma esencia, por su carácter suprahuma­no. Lo que puede ser popular es únicamente el hecho de la «supervivencia», cuando estos elementos pertenecen a formas tradicionales desaparecidas; y, a este respecto, el término «folklore» adquiere un significado bastante próximo al de «paganismo», teniendo sólo en cuenta la etimología de este último y qui­tándole la intención polémica e injuriosa. El pueblo conserva así, sin comprenderlos, los residuos de tradiciones antiguas, que se remontan incluso a veces a un pasado tan lejano que sería imposible determinarlo exac­tamente y que nos contentamos con remitir, por esta razón, al terreno nebuloso de la «prehistoria»; cumple en esto la función de una especie de memoria colectiva, más o menos «subconsciente», cuyo contenido proviene manifiestamente de otra parte. Lo que puede parecer más asombroso es que, cuando se va al fondo de las cosas, se comprueba que lo que se ha conservado de ese modo con­tiene sobre todo, bajo una forma más o me­nos velada, una suma considerable de datos de orden propiamente esotérico, es decir, precisamente lo que es menos popular por naturaleza. De este hecho sólo existe una explicación plausible: cuando una forma tra­dicional está a punto de extinguirse, sus úl­timos representantes pueden muy bien con­fiar voluntariamente a esta memoria colec­tiva de la que acabamos de hablar lo que de otro modo se perdería irremisiblemente; éste es, en suma, el único modo de salvar lo que puede serlo en una cierta medida; y, al mis­mo tiempo, la incomprensión natural de la masa es una garantía suficiente de que lo que poseía un carácter esotérico no por ello será desposeído del mismo, permaneciendo solamente, como una especie de testimonio del pasado, para aquellos que, en otros tiem­pos, serán capaces de comprenderlo.

Dicho esto, no vemos por qué se atribuiría indistintamente al «folklore», sin un examen más amplio, todos los elementos «precris­tianos», y más particularmente célticos, que se encuentran en la leyenda del Grial, pues la distinción que conviene hacer a este res­pecto es la de las formas tradicionales desa­parecidas y las que están vivas actualmente, y, por consiguiente, la pregunta que se debe­ría hacer es la de saber si la tradición cél­tica había realmente cesado de vivir cuando se constituyó la leyenda de que se trata. Esto es, cuando menos, dudoso: por una parte, esta tradición pudo mantenerse por más tiempo de lo que de ordinario se cree, con una organización más o menos oculta, y, por otra parte, esta misma leyenda, en sus elementos esenciales, puede ser mucho más antigua de lo que piensan los «crí­ticos», no porque hubiera forzosamente tex­tos hoy en día desaparecidos, sino, antes bien, por una transmisión oral que puede haber durado varios siglos, lo que está lejos de ser un hecho excepcional. Por nuestra parte vemos ahí la señal de una «unión» entre dos formas tradicionales, una antigua y otra entonces nueva, la tradición céltica y la tradición cristiana, unión por la cual, lo que debía conservarse de la primera fue, de alguna forma, incorporado a la segunda, modificándose sin duda hasta cierto punto, por adaptación y asimilación, pero no hasta el extremo de transponerse sobre otro plano como lo quisieran algunos, pues existen equi­valencias entre todas las tradiciones regula­res. Tenemos pues aquí algo muy distinto que una simple cuestión de «fuentes», en el sentido en que lo entienden los eruditos. Sería quizá difícil precisar exactamente el lu­gar y la fecha en que se produjo esa unión, pero esto no posee más que un interés secun­dario y casi únicamente histórico; es fácil, además, concebir que estas cosas son de aquellas que no dejan vestigios en «docu­mentos» escritos. El punto importante para nosotros, y que no nos parece de ningún modo dudoso, es que los origenes de la le­yenda del Grial deben relacionarse con la transmisión de ciertos elementos tradiciona­les, de orden más propiamente iniciático, del Druidismo al Cristianismo; habiéndose efectuado esta transmisión regularmente, y, fueran cuales fueren, por otra parte, sus modalidades, esos elementos formaron des­de entonces parte integrante del esoterismo cristiano. La existencia de éste en el Medievo es absolutamente cierta; abundan pruebas de todo tipo para quien sepa verlas, y las negaciones, debidas a la incomprensión mo­derna, ya provengan de partidarios o adver­sarios del Cristianismo, nada prueban contra este hecho. Conviene fijarse bien en que de­cimos «esoterismo cristiano» y no «Cristia­nismo esotérico»; porque no se trata, en absoluto, de una forma especial de Cris­tianismo, se trata de la vertiente «interior» de la tradición cristiana, y es fácil comprender que en ello hay más que una simple dife­renciación. Además, cuando conviene dis­tinguir en una forma tradicional dos facetas, una exotérica y otra esotérica, debe enten­derse bien que ellas no se refieren al mismo terreno, de modo que no puede haber entre ellas conflicto u oposición de ningún tipo; en particular, cuando el exoterismo reviste un carácter específicamente religioso, como es aquí el caso, el esoterismo correspondiente, aun teniendo necesariamente en él su base y su apoyo, no tiene en sí mismo nada que ver con el terreno religioso, y se sitúa en un orden totalmente distinto. De esto resulta inmediatamente que ese esoterismo no puede en ningún caso ser representado por «Igle­sias» o «sectas» cualesquiera, las cuales, por definición misma, son siempre religiosas, luego exotéricas; bien es verdad que algunas «sectas» han podido nacer de una confusión entre la dos esferas y de una «exteríorización» errónea de datos esotéricos mal com­prendidos y mal aplicados; pero las organi­zaciones iniciáticas verdaderas, mantenién­dose estrictamente en el terreno que les es propio, permanecen forzosamente ajenas a tales desviaciones, y su misma «regularidad» las obliga a no reconocer más que lo que pre­senta un carácter de rigurosa ortodoxia, aun­que sólo fuera en el aspecto exotérico. Se puede estar bien seguro por este motivo que aquellos que quieren relacionar con «sectas» lo que concierne al esoterismo o a la ini­ciación, Siguen un camino equivocado y no pueden mas que perderse; no es necesario examinar las cosas de más cerca para descartar toda hipótesis de este tipo, y, si en algunas «sectas» se encuentran elementos que parecen ser de naturaleza esotérica, hay que concluir de ello de que de ningún modo tienen en ellas su origen, si no que, bien al contrario, han sido desviados en ellas de su verdadero significado. Puesto que esto es así, algunas aparentes dificultades a las que hacía alusión al princi­pio se encuentran al punto resueltas, o, mejor dicho, se aprecia que son inexistentes: no hay motivos para preguntarse, por ejem­plo, cual puede ser la situación con relación a la ortodoxia cristiana, entendida en su sen­tido ordinario, de una línea de transmisión al margen de la «sucesión apostólica», como aquella que encontramos en algunas versio­nes de la leyenda del Grial; se trata aquí de una jerarquía iniciática, la jerarquía religio­sa o eclesiástica no puede de ninguna manera ser afectada por su existencia, que no le con­cierne, y que, por otra parte, ella no tiene por qué conocer «oficialmente», si podemos de­cirlo así, porque ella misma no tiene compe­tencia y no ejerce jurisdicción legítima más que en el terreo exotérico. Igualmente, cuan­do se trata de una fórmula secreta relaciona da con ciertos ritos, hay una singular inge­nuidad en preguntarse si la pérdida u omi­sión de esta fómrula no corre el riesgo de im­pedir que la celebración de la misa pueda ser contemplada como válida; la misa, tal como es, es un rito religioso, mientras que en aquel caso, se trata de un rito iniciático, lo que indica suficientemente su carácter secreto; cada uno es válido dentro de su orden, e in­cluso, si uno y otro tienen en común un ca­rácter «eucarístico», como ocurre también en el caso de la cena rosacruciana, esto no cambia nada de esta distinción esencial, co­mo tampoco el hecho de que un mismo sím­bolo pueda ser interpretado a la vez desde los dos puntos de vista, exotérico y esotéri­co, no impide que éstos sean profundamente distintos y se refieran. como ya lo hemos dicho, a terrenos completamente diferentes; cualesquiera que puedan ser a veces las se­mejanzas exteriores, que se explican, por otra parte, por algunas correspondencias reales, el alcance y la finalidad de los ritos iniclatico son completamente distintos que los de los ritos religiosos.

Ahora bien, que los escritos que conciernen a la leyenda del Grial emanaran, directa o indirectamente, de una organización iniciá­tica, esto no quiere decir, en absoluto, que constituyan un ritual de iniciación, como al­gunos lo han supuesto bastante caprichosa­mente; y es curioso notar que nadie ha emi­tido jamás una hipótesis semejante, por lo menos que sepamos, para obras que, sin em­bargo, describen de forma mucho más ma­nifiesta un proceso iniciátíco, como la Divina Comedia o el Roman de la Rose; es bien evidente que todos los escritos que pre­sentan un carácter esotérico no por ello son rituales. En el presente caso, esta suposición tropieza con cierto número de inverosimilitu­des: tal es, en particular, el hecho de que el pretendido candidato tenga que formular una pregunta, en lugar de tener, por el con­trario, que responder a las preguntas del ini­ciador, como ocurre en general; las divergen­cias que existen entre las diferentes versio­nes son igualmente incompatibles con el ca­rácter de un ritual, que tiene necesariamente una forma fija y bien definida; pero creemos poco útil insistir más sobre este punto. Por otro lado, cuando hablamos de organizacio­nes iniciáticas, debe quedar bien claro que no hay que imaginárselas en modo alguno, siguiendo un error muy extendido que a me­nudo hemos tenido que señalar, como sien­do, más o menos, lo que hoy día se deno­mína «sociedades», con todo el aparato de formalidades exteriores que esta palabra im­plica; si algunas de entre ellas, en Occidente, han llegado a tomar tal forma, esto no es más que el efecto de un tipo de degeneración muy moderno. Allí donde nuestros contem­poráneos no encuentran nada que se asemeje a una «sociedad», muy a menudo parecen no ver otra posibilidad que la de una cosa vaga e indeterminada, que no tiene más que una existencia simplemente «ideal», es decir, en suma, para quien no se para en palabras, puramente imaginaria; pero las realidades iniciáticas no tienen nada en común con es­tas concepciones nebulosas, y, al contrario, son algo muy «positivo». Lo que interesa saber ante todo es que ninguna iniciación puede existir fuera de toda organización y de toda transmisión regular; y, precisamente, si se quiere saber donde se encuentra verdade­ramente lo que se ha llamado a veces el «se­creto del Grial», hace falta referirse a la constitución de los centros espirituales de donde emana toda iniciación, porque, bajo la cobertura de los relatos legendarios, de es­to es esencialmente de lo que se trata en rea­lidad.

Hemos expuesto en nuestro estudio sobre el Roi du Monde las consideraciones que se refieren a esta cuestión y no podemos hacer aquí otra cosa que resumirías; pero conviene que indiquemos al menos lo que es el simbo­lismo del Grial en si mismo, dejando de la­do los detalles secundarios de la leyenda, por significativos que puedan ser. A este respec­to, debemos decir en primer lugar que, aun­que hayamos hablado hasta aquí de la tra­dición céltica y de la tradición cristiana, porque ellas son las que nos conciernen di­rectamente cuando se trata del Grial, el símbolo de la copa o del vaso es, en realidad, de los que bajo una forma u otra, se en­cuentran en todas las tradiciones y de los que se puede decir que pertenecen verdade­ramente al simbolismo universal. También nos hace falta precisar que, a pesar de lo que puedan pensar aquellos que se atienen a un punto de vista exterior y exclusivamen­te histórico, esta comunidad de símbolos, entre las formas tradicionales más diversas y más alejadas unas de otras, en el espacio y en el tiempo, de ningún modo es debida a «préstamos», que, en muchos casos, serían completamente imposibles; la verdad es que estos símbolos son universales porque pertenecen ante todo a la tradición primordial de la que todas estas formas diversas han derivado, directa o indirectamente. Las asi­milaciones que algunos «historiadores de las religiones» han contemplado respecto al «vaso sagrado», son, pues, completamente jus­tificadas en sí mismas; pero lo que hay que rechazar es, por una parte, sus explicaciones de la «migración de los símbolos», que pre­tenden que no hacen referencia más que a simples contingencias históricas, y también, por la otra, las interpretaciones «naturalis­tas» que no son debidas más que a la in­comprensión moderna del simbolismo y que no podrían ser válidas para ninguna tradición. Es particularmente importante llamar aquí la atención sobre este último punto, porque algunos, aceptando sin discusión tal interpretación para el «vaso de abundancia» de las tradiciones antiguas, céltica y otras, han creído que en ellas no había ninguna vinculación real con el significado «eucarístico» de la copa en el Cristianismo, de ma­nera que la similitud establecida entre uno y otra en la leyenda del Grial no seria más que uno de esos elementos supuestamente «folklóricos» que ellos consideran como sobreañadidos y cuyo carácter y alcance desconocen enteramente; por el contrario, para quien comprende bien el simbolismo, no solamente no hay aquí ninguna diferencia radi­cal, sino que, incluso puede decirse que en el fondo es exactamente la misma cosa. En to­dos los casos, aquello de que se trata es siem­pre el recipiente que contiene el alimento o la bebida de la inmortalidad, con todos los sig­nificados que están implicados en ello, com­prendido aquel que lo asimila al conoci­miento tradicional mismo, en cuanto éste es el «pan bajado del cielo», conforme a la afir­mación evangélica según la cual «no sólo de pan -terreno- vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios», es decir, de una manera general, que emana de un origen suprahumano, y que, bajo cual­quier forma exterior con que se revista, es siempre y en definitiva una expresión o una manifestación del Verbo divino. Por esto es por lo que, por otra parte, el Grial no es sólo una copa, sino que aparece también al­gunas veces como un libro, que es propia­mente el «Libro de Vida», o el prototipo celeste de todas las Escrituras sagradas; am­bos aspectos pueden incluso encontrarse reu­nidos, pues, en algunas versiones, el libro es reemplazado por una inscripción trazada sobre la copa por un ángel o por Cristo mismo. Recordaremos también a este respec­to el lapsit exilis de Wolfram von Eschen­bach, la piedra caída del Cielo sobre la que aparecían en determinadas circunstancias inscripciones de origen asimismo «no huma­no»; pero no podemos insistir más sobre estos aspectos, menos conocidos general­mente que aquel en el que el Grial es re­presentado bajo la forma de una copa. Se­ñalaremos únicamente, para mostrar que, a pesar de las apariencias, estos diferentes as­pectos no son de ningún modo contradicto­rios entre sí, que incluso cuando es una copa, el Grial es también, al mismo tiempo, una piedra, e incluso una piedra caída del Cielo, porque, según la leyenda, habría sido tallada por los ángeles de una esmeralda despren­dida de la frente de Lucifer cuando su caída. Este origen es particularmente destacable, porque esta esmeralda frontal se identifica con el «tercer ojo» de la tradición hindú, que representa el «sentido de la eternidad», lo que nos devuelve, por lo demás, a la idea del «alimento de inmortalidad», pues es evi­dente que la verdadera inmortalidad está esencialmente vinculada a la posesión de ese «sentido de la eternidad»; y, como éste vie­ne dado por el conocimiento efectivo de la verdad tradicional, vemos que todo esto es en realidad perfectamente coherente.

Se ha dicho también que el Grial fue con­fiado a Adán en el Paraíso terrenal, pero que, después de su caída, Adán lo perdió a su vez, pues no pudo llevárselo consigo cuando fue expulsado del Edén; con el signi­ficado que acabamos de indicar, esto se comprende inmediatamente. En efecto, el hombre, separado de su centro original, des­de entonces se encontraba encerrado en la esfera temporal; ya no podía, por consi­guiente, alcanzar el punto único desde el que todas las cosas son contempladas bajo el aspecto de la eternidad. En otras palabras, esta posesión del «sentido de la eternidad», del que acabamos de hablar, pertenece, pro­piamente dicho, a lo que todas las tradicio­nes denominan el «estado primordial», cuya restauración constituye el primer estadio de la verdadera iniciación, siendo la condición previa para la conquista efectiva de los esta­dos suprahumanos, pues la comunicación con éstos no es posible más que a partir del punto central del estado humano; bien enten­dido que lo que representa el Paraíso terre­nal no es otra cosa que el «Centro del Mun­do». Así, el Grial corresponde, al mismo tiempo, a dos cosas, una doctrina tradicio­nal y un estado espiritual, que son estrecha­mente solidarios una de otro: aquel que posee íntegramente la tradición primordial y que ha llegado al grado de conocimiento efecti­vo que implica esencialmente esta posesión queda, en efecto, por ello mismo, reintegra­do en la plenitud del «estado primordial», lo que equivale a decir que, en lo sucesivo, estará restituido en el «Centro del Mundo». Por otro lado, la copa es, por ella misma, uno de los símbolos cuyo significado es esencialmente «central», al igual que la lanza que acompaña al Grial, que es, de algún mo­do, complementaria de éste, siendo una de las representaciones tradicionales del «Eje del Mundo», el cual, pasando por el punto central de cada estado, une entre sí todos los estados del ser. Este significado de la copa resulta inmediatamente de su asimilación simbólica con el corazón; no deja de tener interés señalar, a este respecto, que en los antiguos jeroglíficos egipcios el corazón mis­mo era representado por un vaso; por otra parte, el corazón y la copa tienen, tanto el uno como la otra, por esquema geométrico el triángulo, cuya punta está dirigida hacia abajo, tal como se encuentra, en particular, en algunos yantras de la India. Por lo que se refiere más particularmente al Grial, bajo la forma específica cristiana de la leyenda, su conexión con el corazón de Cristo, cuya sangre contiene, es demasiado evidente para que sea necesario insistir más en ello. En todas las tradiciones, «Corazón del Mundo» y «Centro del Mundo» son expresiones equi­valentes; no habiendo aquí, por otra parte, nada contradictorio con lo que hemos dicho antes respecto del «tercer ojo», pues, en la medida en que el corazón es considerado como centro del ser, es también en él donde reside realmente «el sentido de la eternidad». Pero naturalmente no podemos pensar en ex­tendernos aquí sobre la concordancia de es­tos diversos símbolos, ni sobre su relación con ciertas «localizaciones» que se corres­ponden con diferentes grados o estados espi­rituales del ser humano.

Hemos de hablar todavía un poco de la «demanda del Grial», que se vincula también a un simbolismo muy general, pues, en casi todas las tradiciones, se alude a un algo que, a partir de una determinada época, ha­bría sido perdido o cuando menos ocultado, y que la iniciación debe permitir encontrar de nuevo; este «algo» puede ser representa do de muy diferentes formas según los casos, pero, en el fondo, el sentido es siempre el mismo. Cuando se dice que Set logró volver a entrar en el Paraíso terrenal y pudo así recuperar el precioso vaso que otros poseye­ron después de él, debe comprenderse que se trata del establecimiento de un centro espíritual destinado a reemplazar al Paraíso per­dido, y que era como una imagen de éste; y entonces esta posesión del Grial representa la conservación íntegra de la tradición pri­mordial en un centro espiritual así. La pérdi­da del Grial o de alguno de sus equivalentes simbólicos es, en suma, la pérdida de la tra­dición con todo lo que ésta comporta; por otra parte, a decir verdad, esta tradición está oculta más que perdida, o al menos, no pue­de nunca estar perdida más que para algu­nos centros secundarios, cuando éstos dejan de estar en relación directa con el Centro Su­premo. En cuanto a este último, conserva siempre intacto el depósito de la tradición y no es afectado por los cambios que ocurren en el mundo exterior en el transcurso del desarrollo del ciclo histórico; pero, al igual que el Paraíso terrenal se ha vuelto inaccesible, el Centro Supremo, que es, en suma, su equivalente, puede, en el transcurso de un cierto período, no ser manifestado exterior­mente, y entonces se puede decir que la tra­dición estará perdida para el conjunto de la humanidad, pues ella no se conserva más que en algunos centros rigurosamente  ce­rrados, y el grueso de la humanidad, aunque reciba todavía de ella ciertos reflejos por me­diación de las formas tradicionales particula­res, que han derivado de ella, ya no partí­cipa de ella de un modo consciente y efecti­vo, contrariamente a lo que tenía lugar en el estado original. La pérdida de la tradición puede ser entendida en este sentido general, o bien ser relacionada con el obscurecimiento del centro espiritual secundario que regía, más o menos visiblemente, los destinos de un pueblo en particular o de una civilización determinada; por consiguiente, hace falta, cada vez que se encuentre un simbolismo que se relacione con ella, examinar si debe ser interpretado en uno o en otro de estos dos sentidos. Además, hay que significar que la constitución misma de los centros secun­darios, correspondientes a formas tradicio­nales particulares, cualesquiera que sean, indica ya un primer grado de oscurecimiento respecto de la tradición primordial, pues­to que el Centro Supremo, desde entonces, deja de estar en contacto directo con el exte­rior y el vínculo sólo se mantiene a través de los centros secundarios, que son los únicos que se conocen; por este motivo es por el cual encontramos a menudo cosas «substi­tuidas», que pueden ser palabras u objetos simbólicos. Por otra parte, si un centro se­cundario llega a desaparecer, se puede decir que, de alguna manera, es reabsorbido en el Centro Supremo, del que no es más que una emanación; aquí, como en el caso del obscu­recimiento general que se produce conforme a las leyes cíclicas, hay además que advertir grados: puede darse el caso de que un centro así pase a ser sólo más oculto y más cerrado, lo cual puede ser representado por el mismo simbolismo que su desaparición completa, pues, todo alejamiento del exterior es, al mismo tiempo, y en una medida equivalente, un retorno al Principio. Queremos hacer alu­sión aquí, más particularmente, al simbolis­mo de la desaparición final del Grial: que éste fuera arrebatado al Cielo, según algunas versiones, o transportado al «Reino del Pres­te Juan», según otras, esto significa exacta­mente lo mismo, aun cuando los «críticos», que ven contradicciones por todas partes, sin duda ni lo sospechan. Se trata siem­pre de esta misma retirada del exterior ha­cia el interior, en razón del estado del mun­do en una determinada época o, para hablar más exactamente, de esa parte del mundo que está en relación con la forma tradicional considerada; esta retirada no se aplica aquí, por otra parte, más que al lado esotérico de la tradición, mientras el lado exotérico, en un caso como el del Cristianismo, perma­nece sin ningún cambio aparente; pero es precisamente por el lado esotérico por el que se establecen y mantienen los vínculos efec­tivos con el centro supremo, por cuanto estos vínculos implican necesariamente la con­ciencia de la unidad esencial de todas las tradiciones; lo cual no puede ser competencia del exoterismo, cuyo horizonte está siempre limitado exclusivamente a una forma par­ticular. Que subsista, no obstante, cierta re­lación con el Centro Supremo, pero de alguna manera invisible e inconscientemente, mien­tras la forma tradicional considerada perma­nece viva, esto debe darse, forzosamente, a pesar de todo; pues si fuera de otro modo, esto equivaldría a decir que el «espíritu» se habría retirado enteramente de la misma y que ella ya no es verdaderamente más que un cuerpo muerto. Se ha dicho que el Grial ya no fue visto más como antes, pero no se dice que nadie lo viera más; cierto es, al menos en principio, que siempre está presen­te para aquellos que están «calificados»; pero, de hecho, éstos son cada vez más es­casos, hasta el punto de no constituir más que una ínfima excepción; y, desde la época en la que se dice que los verdaderos rosa­cruces se retiraron a Asia, es decir, sin duda, también simbólicamente, al «Reino del Pres­te Juan», ¿qué posibilidades de llegar a la iniciación afectiva pueden todavía encontrar abiertas antes ellos en el mundo occidental?

 

Publicado en "Cahiers du Sud": Lumière du Graal, Paris, 1950. Traducido en "Cielo y     

Tierra": El Graal y la búsqueda iniciática, Barcelona, 1985.