V. La Iglesia ortodoxa.
Olivier Clément
Historia de las Religiones Siglo XXI. Volumen VII. Las Religiones constituidas en Occidente y sus contracorrientes I. Páginas 396-417.
Siglo XXI de España Editores S.A. Calle Plaza 5 Madrid 33.
Madrid 1984
Una de las tres grandes manifestaciones del cristianismo,
la más antigua y, sin embargo, la peor conocida, la Iglesia ortodoxa (es
preciso colocar el artículo singular como signo de unidad sacramental,
doctrinal y carismática), cuenta con unos ciento sesenta millones de
bautizados. El gran trabajo misionero
-interrumpido en Asia del Norte desde el siglo xiv hasta la revolución rusa- y
la dispersión actual dan a esta Iglesia una innegable universalidad geográfica,
que se extendería hasta Etiopía y hasta la India del Sur si triunfasen las
negociaciones para la unión emprendidas favorablemente en 1964 con las Iglesias
antecalcedonianas.
Actualmente, la situación geográfica de la ortodoxia
dibuja sobre el globo una especie de cruz.
El brazo vertical se asienta en los lugares de la revelación bíblica con
los ortodoxos árabes de los patriarcados apostólicos de Antioquía y Jerusalén:
comunidades reducidas (alrededor de seiscientos mil) pero en absoluto
residuales y con frecuencia en plena renovación. Más al norte, en los mismos lugares de las
visiones de San Juan y de la predicacíón de San Pablo, se encuentra la vigorosa
ortodoxia griega, con cerca de diez millones de bautizados de las Iglesias
autocéfalas de Grecia y Chípre y del patriarcado de Constantinopla, o
«patriarcado ecuménico», que tiene una primacía de honor en el seno de las
Iglesias hermanas, autocéfalas (es decir, que ellas mismas designan sus
primados). Todavía más al norte -y
mencionando sólo de pasada, para subrayar la irreductible diversidad, las
Iglesias de Albania y Georgia- el brazo vertical de la cruz pasa por la
ortodoxia latina, quince millones de bautizados rumanos, cuyo destino de
encuentro y de vínculo (entre Grecia y Rusia y también entre Oriente y
Occidente) ha sido con frecuencia decisivo.
Finalmente, como un racimo, sobre el camino legendario del apóstol
Andrés, las Iglesias eslavas (Servía, Bulgaria, Checoslovaquia, Polonia,
Rusia), que cuentan de ciento veinte a ciento treinta millones de bautizados.
El brazo oriental de la cruz representa el camino
histórico de la misión rusa: por la alta Asia hasta las Iglesias diseminadas en
China, Japón, las Aleutíanas y Alaska, que es la primera presencia ortodoxa en
América. Comunidades frecuentemente residuales,
tímidamente reanimadas hoy día por la diáspora (sobre todo la de América) y por
Rusia y que apenas si reúnen cien mil fieles (por lo menos fuera de las
fronteras de la URSS).
El brazo occidental se corresponde con las grandes
dispersiones del siglo xx, relacionadas con el éxodo eslavo y mediterráneo
hacia los países nuevos o con las revoluciones comunistas europeas. Así nos encontramos con trescientos mil
ortodoxos en Europa occidental (hay que añadir cerca de un millón de
trabajadores griegos, la mayor parte en Alemania occidental), de los que cerca
de la mitad están en Francia, y a los que se puede añadir los setenta mil
fieles de la Iglesia autónoma de Finlandia (que mantiene una misión en
Laponia). Las principales comunidades de
los más diversos orígenes están instaladas en América del Norte (cinco
millones), sobre todo en los Estados Unidos, donde trabajan, con dificultades,
en la unificación que les es indispensable al contar con un número importante
de convertidos (algunos de rito occidental) y al utilizar cada vez más el inglés
como lengua litúrgico (fenómenos análogos, más restringidos y más lentos,
pueden observarse en Francia).
Finalmente, también hay que mencionar, fuera de esta gran
área geográfica, na dispersión de comunidades ortodoxas en los continentes
australes: una trayectoria diagonal sirio-líbanesa se extiende hacía Brasil a
través de Africa; diversos asentamientos reforzados con la segunda emigración
rusa (de 1945), en Argentina (quinientos mil) y Australia (quinientos mil);
griegos separados del Egipto nasserista. , pero cada vez más numerosos, bajo la
jurisdicción del patriarcado de Alejandría ; en el resto de Africa, finalmente,
el desarrollo espontáneo, no por misión, sino por elección voluntaria de los
interesado, de una ortodoxia negra todavía balbuciente en
Uganga y Kenía (treinta mil fieles).
1. ESBOZO DE
UN DESTINO
Ortodoxia
significa simultáneamente «verdadera doctrina» y «verdadera glorificación»: la
ortodoxia es ortopraxis, palabra que .;e limita discretamente a sugerir una
experiencia. La dualidad occidental de
la Escritura y de la Tradición se ve superada en la experiencia eclesial
(personalmente interiorizada) de la Escritura por la Tradición: «Tanto vale la enseñanza de las Escrituras como
la Tradición de los Padres, como nuestra humilde experiencia», dirá, en el
siglo xiv, San Gregorio Palamas (PG 150, 1236A). Contra cualquier intento de reducir la
ortodoxia a un cisma medieval, hay que descubrir, con los mismos ortodoxos, la
continuidad vivificante de una experiencia fundamental: la de la Resurrección,
anunciada por los apóstoles Y hecha posible para todos por el Espíritu de
Pentecostés.
Con esta perspectiva apostólica podremos distinguir, con
Vladimir Losski, tres grandes ciclos: el crístológicoy hasta el siglo VIII; el
pneumatológico, hasta el siglo Xv; el eclesiológico -Y siempre abierto-, hasta
la época moderna.
El ciclo cristológico
A través de los esplendores imperiales de Bizancio
heredados parcialmente por la liturgia,la ortodoxia, conserva la nostalgia de
la época preconstantina como una exigencia de pobreza escatológico y de
sencillez interior. Humildad, dulzura,
rechazo de la tentación de poder, comunismo escatológico de la primera
comunidad, carácter natural de las persecuciones, van a ser los temas
constantes de la sensibilidad ortodoxa.
La Iglesia permanecerá ante todo como una comunidad eucarística, y la
espiritualidad, la del martirio, como una luminosa participación en la cruz
vivíficante. el verdadero cristiano es el aphoberos thanatu, «el que no teme la
muerte», el que da su sangre y recibe el Espíritu.
A partir de Constantino y de Teodosio existió el peligro
de creer que se habían cumplido las promesas y de confudir el Reino de Dios con
el Imperio universal convertido al cristianismo.
Sin embargo, pudo conservarse con el impulso inmenso del
monaquismo que en sus formas primitivas es el triunfo de unos seres de fuego,
de carismáticos ebrios de Dios que buscan transcender la historia, en la que
parece querer instalarse la Iglesia del Imperio, para convertirse realmente en
resucitados -una de las designaciones tradicionales del monje en la ortodoxia
es precisamente «hombre resucitado»- y acelerar con el solo acto de su
presencia, presencia que consume, la manifestacíón definitiva, a nivel cósmico,
de la victoria de Cristo sobre la muerte.
Este realismo escatológico -debilitado a través del
desarrollo del cenobismo, pero sin desaparecer nunca se comunicó al pueblo
cristiano con la elaboración de la gran liturgia bizantino. Con el alto Imperio bizantino -y éste fue el
servicio incomparable del período justiniano- se desarrolla un helenismo supranacional
que, en sus aciertos más notables, hace participar a los sencillos, por medio
de un arte total, en la visión de fuego de los solitarios. Colosal Y ligera, la cúpula de Santa Sofía
simboliza verdaderamente «el cielo sobre la tierra,
definición ortodoxa de la liturgia.
Grandes poetas, casi todos monjes sirios, unen el sentido griego de la
belleza y el sentido semita de la
persona, de la carne, del Dios patético.
Esta complicidad del monje y del pueblo triunfa poco a
poco entre los siglos VI al VIII- sobre el cesaropapismo utilitario de los
emperadores. El verdadero contenido de
la «sinfonía» bizantino será la tensión periódíca entre el Emperador y los
clérigos cortesanos, por una parte, y por la otra, una Iglesia confesante,
popular y monástico que se hace oír fácilmente por un episcopado que, desde el
siglo VII, se recluta únicamente entre los monjes. Gracias a ella se salvó la independencia
profunda de la Iglesia.
Sobre todo, la ontología existencias, conservada por la
espiritualidad y la liturgia, permitió, en el encuentro inevitable del
cristianismo con las filosofías helénicas, alcanzar una metamorfosis de los
conceptos en el crisol de la revelación bíblica. Entre el silencio de la contemplación y la
alabanza litúrgico, el pensamiento de los padres luchó cada vez más
abiertamente contra el espiritualismo helénico (incluido cierto platonismo),
afirmando una antropología unitaria y la visión de un Dios que transclende lo inteligible y lo sensible
para que el hombre total pueda participar de El. Su teología se encuentra en las decisiones de
los siete concilios ecumé nicos, es decir, celebrados en el marco y con el
apoyo del Imperio.. Apoyo comprometedor
que convirtió en fatal, entre los siglos v al vii, el cisma de las viejas
cristiandades de Egipto, Siria, Armenia Y Persia, deseosas de sacudiese la
tutela o la alianza del imperio ortodoxo y hasta algunas de ellas pasivas o
cómplices ante la invasión musulmana. El
pensamiento de los padres y los dogmas de los siete concilios definen la dialéctica
propiamente ortodoxa que rechaza cualquier síntesis en el plano conceptual y
que sitúa los términos opuestos en «distinciones-identidades» para crucificar
al intelecto, abriéndolo al misterio. En
el siglo iv, los concilios de Nicea (325) y de Constantinopla (381) sugieren,
para señalar la relación de Cristo con el Padre, el misterio de la persona, al
mismo tiempo consubstancial una con otra y totalmente inconfundibles. Desde el siglo v hasta el viii se insiste en
la realidad teándrica (divinohumana) de Cristo, por lo tanto de la Iglesia y
también del cristiano. El acento pasa
constantemente de la dualidad a la unidad y de la unidad a la dualidad para que
lo humano no se separe de lo divino, ni sea abolido por ello, sino que se
realice, deificándose. Así Efeso (431)
subraya la unidad personal de Cristo; Calcedonia (451), la dualidad de sus
naturalezas; Constantinopla II (553) rehabilita el tema alejandrino de la carne
crística deificante; Constantinopla III (681) sitúa la deificación en la unión
de la voluntad divina y de la voluntad humana. Finalmente, Nicea Il (787)
ensalza, con el culto de los iconos, la última consecuencia de la Encarnación:
la santificación en Cristo de la materia, para nuestra libertad.
Casi desconocida en Occidente, la cristología energética
de los tres últimos concilios (y la síntesis genial de Máximo el Confesor)
subraya sobre todo en la Iglesia el misterio de deificación. Cada comunidad local, como centro sacramental
que es, constituye plenamente la Iglesia que rodea al obispo, el cual es
testimonio de la presencia «pneumática» de Cristo. La universalidad de la Iglesia se construye
con la unicidad del sacramento a través del tiempo y del espacio y con la
comuniónconciliar de la. fe y del episcopado.
Para ordenar la Iglesia, los concilios reagruparon las comunidades
locales en rnetrópolis y las metrópolís en patriarcados (por orden honorífico:
Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén). En el vértice de la jerarquía , Roma goza una
primacía de honor y un derecho de persuasión instigado en el conjunto de la
Iglesia. De todas formas, para el
Oriente conciliar lo que cuenta es el contenido de la verdad y la libre
recepción de esta verdad por las iglesias locales y las conciencias personales.
El ciclo pneumatológico-
El período que comienza al final del primer milenio y que
termina con la caída de Constantinopla (1453) es de una riqueza y una
complejidad que sólo muy tardiamepte hemos descubierto. El cisma de una gran parte de la cristiandad
africana y semítica Y luego la invasión del Islam, anegando sin destruirlos,
los patriarcados apostóIicos del cercano Oriente, convierten a Constantinopla
en el centro indiscutible del mundo ortodoxo, o mejor del Imperio, donde se
desarrolla una cultura, si no dirigida por la Iglesia, sí inspirada por ella,
con una perspectíva «sinfónicai. Su
centro, exclusivamente espiritual -de superación escatológico-, se situará en
el Monte Atlhos donde San Atanasio funda en el 963 el gran monasterio de Laura-
En el Monte Athos florecerán todas los las formas de vida monástico –incluso
los benedictinos occidentales tendrán allí casa hasta el siglo XIII- Y será
lugar de encuentro de todos los Pueblos ortodoxos.
Tres líneas evolutivas, las tres ligadas al tema
pneumatológico, caracterizan esta época: el alejamiento de Occidente (cuya
única causa verdadera proviene de dos visiones diferentes del Espíritu Santo»
el desarrollo del universo ortodoxo litúrgicamente políglota y, por lo tanto,
«pentecostal» y la elaboración directa de una importante pneumatología.
El cisma entre el Occidente y el Oriente cristianos
proviene de un largo proceso de estrangement (expresión utilizada por el padre
Congar) desarrollado entre los siglos xi al xiii. En la historiografía occidental se ha
insistido mucho en los factores no teológícos: se trataría, en resumen, de la
oposición de dos civilizaciones cuyas formas más insignificantes hubiesen sido
sacralizadas por la mentalidad medieval.
Este tipo de explicación, cuando se trata de problemas espirituales
siempre actuales, no satisface totalmente.
En -realidad expresa, más o menos conscientemente, una visión «romana»
de la historia del cristianismo y va a parar, a ese mismo nivel, a un
contrasentido: se acusa al «cesaropapismo» bizantino, cuando en realidad los
basileys, durante toda la Edad Medía, deseaban, por razones políticas, la unión
con Roma (en 1054, y también en el Concilio de Florencia, en 1438); por el
contrario, fueron los emperadores carolingios y después los germánicos quienes,
para justificar el traslado del Imperio a Occidente, acusaron a los griegos de
herejía y obligaron al papado, que actuó durante mucho tiempo de moderador, a
añadir al símbolo de la fe en 1014, en la misma Roma, el discutible filioque.
En la Perspectiva ortodoxa, las causas duraderas del
cisma son propiamente religiosas y todas conciernen, de manera diversa, a la
persona y al Papel del Espíritu Santo.
El filioque -o mejor, los sistemas filioquistas
desarrollados por la escolástica latina- aparece más bien como un síntoma. Síntoma en primer lugar de una teología
racíonalizante que pretende explicar el misterio y que, por lo tanto, se separa
de la experiencia. La antínomia
trinitaria llega así a un encadenamiento de oposiciones -Padre I-lijo, Padre e
Hijo (como un solo principío), Espíritu- que disipa parcialmente la diversidad
de las personas en la unidad de su esencia (el «principio único»).
Síntoma también de la revolución gregoriana que amplía el
aspecto institucional y clerical de la Iglesia, en detrimento de la libertad
personal y del sacerdocio universal. La
primacía romana, que durante mucho tiempo había sido centro de coordinación y
de unión para las Iglesias locales, se erige en poder jurídico absoluto sobre
estas Iglesias. Resulta que la economía
del Espíritu, que es comunión libre, manifestación viva, en el pueblo de Dios,
de carismas y de profecía, se encuentra ahora subordinada, en la perspectiva
filioquista, a la jerarquía instaurada por Cristo.
Síntoma, finalmente, de un teísmo cerrado y de una
independencia racionalista de la naturaleza.
El substancionalismo aristocrático encierra a Dios en su esencia
convirtiendo en impensable la omnipresencia «pneumática» de las energías
divinas. A partir de ahora se trata
menos de transfigurar el mundo que de dominarlo. El papado se afirma como fuente de todo
poder: una concepción sociológica de la Iglesia - correlativa con una
responsabilidad civilizadora que la Iglesia nunca debió asumir en Bizancio,
heredero laico de una gran cultura -reemplaza parcialmente en Occidente la concepción
«mistérica».
No hay fecha fija que señale esta evolución. Ya hemos citado 1014. En 1054 fracasa un intento de unión y lo
mismo pasará en 1062, 1072, 1089, cada vez más claramente por el problema del
filioque: «Si los latinos, escribía -en 1054 el patriarca de Antíoquía, Pedro
III, aceptasen suprimir la adición al símbolo, no exigiríamos más, quedando el
resto como cosas indiferentes» (PG 120, 812-813). En 1204, cuando los cruzados, no por
accidente, sino como final del secular aumento del odio, saquean
Constantinopla, con frenesí iconoclasta y profanador, todo se ha
consumado. La designación por Inocencio III de un patriarca latino de
Constantinopla inaugura, a costa del mundo ortodoxo, una especie de
colonialismo eclesíástíco que sólo terminará en el siglo xx. La designación acaba de, revelar a los
bízantínos la nueva eclesiología latina, y que el criterio del poder y de la
verdad no es exactamente el mismo en las dos Iglesias.
Desde 1204 a 1453, la presión del Islam turco y la de la
cristiandad latina asfixiaron al Imperio bizantino. Pero, durante el Período Pneumatológico, la
Iglesia ortodoxa -aun permaneciendo vinculada a la noción de políteuma
cristiano, cuyo símbolo es el emperador de Constantinopla- transciende cada vez
más conscientemente el cuadro imperial, para extenderse en un vasto campo
geográfico y animar las culturas más diversas.
En efecto, la misión ortodoxa convierte y civiliza a toda la Europa
oriental, desde el Cáucaso a los Cárpatos y al círculo polar. Un crecimiento lateral, apoyado en Georgia,
funda al norte del Cáucaso las iglesias de Alania y de Zequía. Sobre todo a partir de los siglos Ix y x
crece la gran misión bizantitia -secundada y luego reemplazada por las nuevas
iglesias- en el país eslavo. Síguiendo
la tradición políglota del Oriente cristiano, renovada por los apóstoles de los
eslavos,Cirilo y Metodio, la Escritura y la liturgia se traducen a la lengua
popular lo que Permite una cristianización profunda y el despertar de las
culturas nacionales, a las que muchas veces los misioneros dieron la lengua
escrita. El testimonio en Moravia y
Panonía de los santos Cirijo y Metodio no Produce fruto al estar estas regiones
conquistados por el feudalismo germánico (que también en el siglo XIII
rechazará a los misioneros rusos de los paises bálticos),pero sus discípulos
terminan en Bulgaria la organización de una iglesia realmente eslava. Los servíos y rumanos son cristianizados
entre los siglos ix y x. La Rusia de Kiev recibe oficialmente el bautismo en el
987, fecha simbólica, ya que lo esencial es la lenta impregnación popular, en
la que el relevo búlgaro parece haber jugado el papel principal.
El patriarca de Constantinopla organiza las nuevas
Iglesias en metrópolis autónomas (el metropolita es consagrado - en el caso de
Rusia designado- por el patriarca ecuménico) y no duda en reconocer la
autocefalía, es decir, la independencia (al primado lo elígen los obispos
locales), cuando las vicisitudes políticas lo exígen, a pesar del símbolo del
politeuma o gracias a su extrema flexibilidad.
Podemos apreciar toda la diversidad del mundo ortodoxo en
la baja Edad Media. Reducido a un
pequeño estado griego, pero tierra de encuentros, de intercambios, de una gran
cultura en continua renovación, el Imperio bizantino -continúa siendo el lugar
privilegiado para la toma de conciencia y para la expresión doctrinal. La ortodoxia humillada, puesta en gueto por
el Islam, no cesa de extenderse. Los
patriarcados apostóIicos siguen siendo lugares de peregrinación fervorosa (al
igual que el del fundador de la Iglesia 'de Servía, San Sava) y de piedad
eucarística (el culto antioqueno de la Preciosísima Sangre), la cual tendrá tan
importante papel en la síntesis final de la edad pneumatológica. En Bulgaria y sobre todo en Servia, en el siglo
xiii, cuanclo la ocupación latina de Costantinopla, se produce un fecundo
encuentro con la cristiandad latina del que surge el arte menos hierático, más
humanista de Boyana y de Sopokaní. En lo
que se refiere a Rusia, todo se lo debe al cristianismo en su forma ortodoxa,
sobre todo a la tensión, tan- largo tiempo creadora, entre el maximalismo
evangélico de los «locos de Cristo» y las costumbres, ordenadas por el rito,
que estructuran toda la vida de] pueblo cristiano.
Después de la destrucción de la Rusia de Kiev por la
invasión mongólica, es la Iglesia la que permite al pueblo ruso recuperarse en
los claros de los bosques del nordeste y de unificarse alrededor de Moscú. En el siglo xiv, el movimiento de los pustinniki
traslada a la selva nórdica la exigencia carismática de los primeros monjes,
que también se manifiesta, en la tradición basíliana, y sobre todo en Sergio de
Radonege, con una gran labor de servicio social. De esta forma, en la Rusia reeducada, que ha
encontrado la capacidad de unirse y de liberarse, florece la iconografía de la
transfiguración y de la luz increada – en Rublev y su escuela- que da al
período Pneumatológico su expresión artística.
Los trabajos realizados durante más de treinta años
dentro de lo que a veces se llama neopalamismo descubrieron la fecundidad
teológico de un período que durante mucho tiempo Occidente denunció como
estéril y que, sin embargo, parece que ha aportado a la historia doctrinal del
cristianismo la única profundización real desde los tiempos Patrísticos. Al desmoronarse temporalmente, Bizancio se
centró sobre «lo único necesario», pero utilizando para describir la
experiencia de la deifícación la inteligencia occidental. En el célebre adagio patrístico «Dios se hizo
hombre para que el hombre pudiese convertirse en dios» el período cristológico
puso el acento sobre el Dios que se encarna, el período,, pneumatológico lo
pone en el hombre que se deifica.
A partir del siglo ix, San Focio, sintiendo nacer el
filioquismo, recuerda que «el Espíritu Procede únicamente del Padre». Esta espontaneidad y soberanía del Espíritu
tiene sus testigos en los grandes carismáticos del año mil, especialmente
Simeón el Nuevo Teólogo; profetas de la experiencia personal y de la libertad
contra cualquier institucionahsmo y cualquier sacramentalismio mecánico
proclaman que el auténtico testimonio de la fe y la verdadera paternidad
espiritual están en los hombres apostólicos» que realmente han «nacido del
Espíritu» .
Este movimiento de zelotes y de hesicastas (silenciosos),
amenazado por doctrinas análogas al catarismo occidental (el bogomilismo),
corría el peligro de rechazar el misterio eclesial. Por eso, a partir del siglo xiii, la
pneumatología bizantina subraya la unión del carisma y del sacramento y que el
lugar del Pentecostés y de la profecía es el soma pneumatikon de Cristo
actualizado en la Eucaristía. Aquí se
encuentra ya purificado y asumido lo mejor del filioquismo, unido a un gran
trabajo de traducción de Agustín y de los escolásticos occidentales. Como respuesta al Concilio de Lyon (1274),
que dogmatiza el fílioquismo («el Espíritu procede del Padre del Hijo como de
un único principio»), el Concilio de Constantinopla (1285) subraya que la
manifestación eterna de la luz divina se hace por el Espíritu a través del
Hijo, es decir, a través de su cuerpo eclesial.
Toda esta elaboración culmina en la síntesis palamita,
proclamada por el Tomo sinodal de 1351.
San Gregorio Palamas establece la «distinción-identídad» de la esencia y
de las energías divinas: totalmente incognoscible en su esencia, el Inefable,
por la cruz, se hace totalmente partícipable.
El hombre, injertándose en el «cuerpo de Dios», está llamado a
transfigurar, en la luz increada, su cuerpo en toda la carne de la tierra.
La síntesis palamita se realiza con la readaptación y la
reinserción sacramental del hesicasmo, que suscita -de 1350 a 1450
aproximadamente- una reforma global de la Iglesia.- los hesicastos, que llegan
hasta los bosques del otro lado del Volga, renuevan parcialmente el episcopado
-varias veces acceden al patriarcado ecuménico- y purifican la Iglesia en un
sentido de pobreza, lo que les lleva a justificar la secularización por el
estado de los bienes del clero. De esta
manera, en la ortodoxia, a pesar de la persistencia de otras tendencias (ritualismo,
sacralización de lo social, ricas comunidades monásticas), el profetismo y la
pobreza evangélica permanecerán ampliamente interiorízados en la Iglesia, que
así podrá evitar el desgarramiento del siglo xvi y así podrá adaptarse más
fácilmente a los regímenes socialistas de nuestra época. Al mismo tiempo, el movimiento hesicasta
extiende en el pueblo cristiano el gusto por la oración personal y comunitaria
y la familiaridad con la Biblia. Nicolás
Cabasilas desarrolla una espiritualidad del laicado basada en la experiencia
litúrgico y en la noción, tan dostoievskiana, de la salvación por el amor. Por un momento, el movimiento esboza, con el
renacimiento de los paleólogos, una transfiguración del humanismo. Pero la caída, en el siglo xv, del Imperio
griego acarrea el replegarse en una espiritualidad que se vive pero no se
expresa. En este contexto, el Concilio
unificador de Florencia (1438) es un diálogo de sordos: la unión, lograda
apresuradamente de forma provechosa para Roma, sobre todo por razones políticas
(que no impedirán la caída de Constantinopla), es rechazada casi inmediatamente
por el pueblo cristiano, que afirma así la necesidad de su consensos en
cualquier decisión del magisterio.
Período eclesiológico
Desde la caída de Constantinopla (1453) hasta la
publicacíón de la Fílocalia (1782) se extiende una especie de Edad Media
ortodoxa: sin duda la única época en la que la ortodoxia coincidió casi por
completo con un Oriente. La dominación
otomana en los Balcanes, el aislamiento y el arcaísmo de la Rusia moscovita
hacen que reine una mentalidad misoneísta de sociedad cerrada (de ahí las
desgracias rusas de Máximo el Griego, formado en la Italia del
Renacimiento). Sin embargo, la innegable
grandeza de estos siglos reside en la impregnación de lo cotidiano, en la fe
unánime del pueblo cristiano: desde el archipiélago griego hasta la estepa
rusa, blancas iglesias transfiguran el espacio; el ritmo litúrgio rige el
tiempo, se ilumina lo profano a través de costumbres emocionantes. En todas partes, y sobre todo en Rumania, la
ortodoxia asume y renueva el sentido arcaico de lo maravilloso, con su
simbolismo cósmico y su nostalgia paradisíaco (lo que sirve para comprender en
nuestra época la vocación de un Mircea Eliade).
El arte sagrado, que en Rusia pierde fuerza italianizándose por influencias
occidentales, se convirtió en los Balcanes en un arte popular y patético que
acentúa la humiIlación voluntaria de Cristo Y también resalta la ascesis viril
(cuyo prototipo es San Juan Bautista), convirtiéndose en expresión artística de
los resurgimientos periódicos del eremitismo hesicasto. Arte popular, no sólo folklórico, sino capaz
de crear vastos conjuntos como las asombrosas iglesias pintadas de Valaquia y
de Moldavia.
Pero también crece la tentación de una fe impersonal,
legalista, con un ritualismo casi mágico, equilibrado durante mucho tiempo, es
verdad, por las locuras
carismátícas de los «locos de Cristo», cuyo testimonio
adquiere un matiz social en la Rusia del siglo xvi. La liturgia se transforma parcialmente en
espectáculo sagrado; la iconostasia se hipertrofia; la comunión, por un temor
reverenciar, se convierte en excepcional.
En este contexto, el pueblo de Dios tiende a confundirse con la
nacionalidad que la Iglesia protege (en el Imperio otomano) o exalta (en
Rusia). De esta manera va tomando cuerpo
el mayor pecado histórico de la ortodoxia: el nacionalismo religioso. El
patriarca de Constantinopla, considerado por los turcos como jefe responsable
del pueblo cristiano - el etnarca-, se convierte en instrumento del helenismo en
detrimento de los ortodoxos eslavos (cuyas autocefalias son abolidas en el
territorio otomano) y árabes (los patriarcados de Antíoquía y de Jerusalén son
ocupados por una jerarquía griega que en Jerusalén continúa hasta nuestros
días). En especial, el pueblo ruso se
define por una vocación mesiánica que rodea al mito de «Moscú, tercera Roma», a
pesar de que el patriarcado de Moscú, erigido en 1589 por la Iglesia madre de
Constantinopla, sólo ocupa el quinto lugar en la taxís (orden honorífico) de
los patriarcados ortodoxos.
El universo ortodoxo se cierra todavía más al recíbir los
ataques de la Contrarreforma. Roma
renuncia a cualquier diálogo en un plano de igualdad y quiere hace retroceder a
la ortodoxia con la violencia del brazo secular (tanto en Polonia-Lituania como
en Austria) y con la creación de Iglesias uniatas. Intelectualmente debilitada para poder
resistir, la ortodoxia adoptará la problemátíca del adversario: en imagen de G.
Florovsky, la teología vivirá una larga «cautividad de Babiliona». A pesar de todo, la continuidad de la
liturgia y de la espiritualidad salva lo esencial y el pueblo cristiano da
testimonio, frecuentemente, de un verdadero instinto de ortodoxia. En Ucrania y en Lituania, con el apoyo del
patriarcado de Constantinopla, se organizan 'hermandades de laicos para luchar
contra el uníatismo de algunos obispos y tomar conciencia -aunque en términos
latinizantes- de los propios valores de la ortodoxia. Los importantes concilios del siglo xvii
(Iasy, 1642; Moscú, 1666-1667; Belén, 1672) esbozan una primera expresión del
misterio eclesial: contra el calvinismo oriental de Cirilo Lukaris subrayan el
aspecto sacramental de la Iglesia y contra el cristomonismo de influencia
católica de los «artólatras» (adoradores del pan consagrado o del Santo
Sacramento) subrayan el papel del Espíritu Santo en la actualización del
sacramento. Finalmente el gran Concilio
de Moscú tiene el coraje de superar el nacionalismo religioso y el rítualismo
mágico, que son las mayores tentaciones de la ortodoxia de esta época. Con su condena de los «viejos creyentes» hiere de muerte el mito de la tercera Roma.
Esta lucha, llevada con una violencia inútil que hace
inevitable el Raskoi (o cisrna de los Viejos Creyentes), agota a la Iglesia rusa. En
1721 Pedro el Grande puede fácilmente someterla a su dominio, reemplazando al
patriarca por un sistema sinodal de tipo luterano. La nueva élite rusa>
seducida por el racionalismo de las luces y después por la teosofía masónica,
parece, salvo algunas excepciones (Skovoroda), irremediablemente separada de la
fe tradicional, El siglo XVIII se convierte en un período trágico para la
ortodoxia, sometida en el sur al Islam (la administración otomana obliga a los
obispos a la simonía), y en el norte al imperio ruso.
La renovación, inesperada, llega entre los siglos XVIII y
xix, con una readaptación del hesicasmo, con el sentido de la universalidad
ortodoxa y con el diálogo con Occidente.
Un atonita, San Nicodemo el Hagíorita (que traduce y adapta los grandes
textos de la espiritualidad ignaciana), y el obispo de Corintio, Macario,
componen una monumental antología de teología mística, la Filocalia,
promoviendo al mismo tiempo, corno los hesicastas del siglo xiv, la
purificación de la liturgia y la comunión frecuente. Filocatía significa «amor de la belleza», lo
que subraya la exigencia existencias, el recurso, frente a las luces de la
razón práctica, de la experiencia de la luz.
Traducida al eslavo por un ucraniano asentado en Moldavia, Paissié
VelitchkovskY, que practica y enseña la distincíón-identidad del corazón físico
y del corazón espiritual (la búsqueda del «lugar del corazón», centro de
integración del hombre total, para introducir en él la invocación, es uno de
los aspectos principales de la ascesis hesicasta), la Fílocatia encuentra en
Rusia un terreno preparado. A la
política opresiva y de secularizacíón responde con la renovación de la
plegaría, con un movimiento de espiritualidad femenina, y la mística de la
angustia de Tykkon de Zadonsk, testigo esencial de la «salvación por el amor»,
entre Cabasilas y Dostoievskí. En el
cruce entre el resurgir local y la corriente filocálíca se encuentra el gran
transfigurado de la ortodoxia moderna, San Serafín de Sarov. Los monasterios y la jerarquía dejan sitio al
ministerio característico de los «ancianos» (startsi, en ruso; gerontés, en
griego), «hombres apostólicos» cuya sabiduría popular atrae a las
muchedumbres. El renacimiento filocálico
llena parcialmente el abismo entre la Iglesia y los intelectuales e intenta
asumir con un conocimiento integral la lucidez crítica y el espíritu científico
de Occidente. El monasterio de Optino,
con su estirpe de startsi, es el centro de la literatura y del pensamiento ruso
del siglo xix. Se traduce a los padres
de la Iglesia; la misión, apoyada en un inmenso trabajo para inventariar y
utilizar las lenguas locales, se extiende a través del norte de Asia, -hasta
las Aleutianas y Japón. En estrecha
unión con los laicos, el episcopado ruso se afirma y convoca a partir de 1904
las comisiones preconciliares que preparan la supresión del régimen sinodal,
Reunido en 1917-1918, en el íntervalo de dos ataques, el Concilío de Moscú, con
igual número de laícos que de clérigos, consigue, antes de ser dispersado por
los bolchevíques, restablecer el patriarcado y reformar la Iglesia rusa en el
sentido de una completa responsabilidad del laicado.
Sin embargo, este renacimiento no ha llegado nunca a la
síntesis a causa de extrañas discronías.
Dos problemas fundamentales siguen hoy día sin resolverse: el de la
organización interno de la Iglesia y el de sus relaciones con la cultura.
La organización interna de la Iglesia
Durante el siglo xjx, el desmoronamiento del Imperio
otomano trae consigo el retroceso ecuménico del patriarcado. Las naciones cristianas de los Balcanes, una
vez liberadas, crean iglesias nacionales, con el apoyo del Imperio ruso, cuya
«política ortodoxa» permite también a los árabes cristianos dominar de nuevo el
patriarcado de Antioquia. Se establece
así un sistema de autocefalías nacionales adaptado
a las nuevas condiciones de la historia pero que hace muy difícil la expresión
de la universalidad de la
Iglesia. El desmoronamiento y el
aíslamiento de la Iglesia rusa después de 1917 permite, entre las dos guerras,
el aumento de la influencia de Constantinopla, que afirma, a veces con éxito,
su jurisdicción sobre el conjunto de la dispersión ortodoxa. Esta concepción es puesta en entredicho por
la Iglesia restaurada durante la segunda guerra mundial, con lo que hubiera
parecido que la ortodoxia quedaba prácticamente bicéfala y que esta dualídad
sólo hacía traducir la oposición política entre Este y Oeste. Sin embargo, después de 1960 parece ponerse
de manifiesto la unidad profunda, sacramental y doctrinal de la Iglesia ortodoxa. La renovación de la eclesiología tradicional
(eucarística y universal y no nacional), el papel de superación que ha jugado
la dispersión y en ciertas Iglesias del sudeste europeo, el diálogo ecuménico y
la necesidad de hacer frente a los problemas planetarios son factores que, con
otros, explican la elaboración inesperada de nuevas formas capaces de evitar a
la vez la yuxtaposición de las Iglesias nacionales y la tentación de la
centralización jurídica que no pertenece a la tradición ortodoxa: se reúnen
periódicamente conferencias pan-ortodoxas, en las que se expresa de manera viva
la colegialidad del episcopado (en Rodas, en 1961, 1963 y 1964; en Belgrado, en
1966, y en Chambesy, en 1968), y casi todos los patriarcas ortodoxos o sus más
altos representantes se reunieron en Athos en junio de 1963 para celebrar el
milenario de una república monástíca que, multinacional, ha dado un
sorprendente ejemplo de unión en la libertad.
Parece que se camina hacia la creación de un sínodo permanente, órgano
de la conciliaridad de la Iglesia, y hacia la reunión de un concilio
general. Estas iniciativas las toma el
primado con el fraternal acuerdo de los jefes de todas las Iglesias
autocéfalas. Nunca se insistirá bastante
sobre el papel jugado por el patriarca de Constantinopla, Atenágoras I, para
esta unión de la ortodoxia.
Iglesia y cultura
En el siglo xix, el movimiento de los startsí hizo un
esbozo de síntesis -no compromiso, ni moralización, sino inspiración creadora
(según el viejo tema imperial de la «sinfonía»)- entre la Iglesia y la
cultura. Los eslavófilos (Komiakov,
Kireevski) desarrollan el tema, originalmente hesicasta, del conocimiento
integral e integrante, supranacional y supraindividual. Las reformas de Alejandro II - y sobre todo
la liberación de los siervos, anunciada por el metropolitano de Moscú,
Filarete, verdadero patriarca sin título- muestran la fecundidad social del
movimiento. Sin embargo, la síntesis no
se realiza. Las reformas sólo son
parciales, la ciencia y el eslavofilismo degeneran en la confusión (una vez
más) de lo religioso y de lo nacional sin fuerza escatológico.
Hacia 1900, cuando la inteligentsia sectaria pierde
terreno a nivel de la alta cultura y cuando surge un pensamiento creador que
busca por encima del marxismo, y a través del idealismo alemán, la superación
espíritual, la tradición hesicasta se desmorona (con la Filocalía rusa,
pietista e insípida, de Teófano el Recuso y
la decadencia de Optino) y entonces la gran aventura de la filosofía
religiosa rusa se desarrolla sin encontrar el apoyo de una auténtica gnosia ortodoxa. Resulta patético ver a un Solovíev, un
Florenski, un Bulgákov, ignorar casi a Palamas y reínventar, no sin riesgos,
bajo el nombre de sofiología (de Sophia, sabiduría divina presente en todas
partes) el tema de las energías divinas.
Resulta patético que, para asumir la cultura moderna, sólo pudiesen
descubrir el misterio de la omnipresencia con una mediocre herejía del
hesicasmo atónito, la onomolatría («aclaración del nombre que identifica al
mismo Dios con el nombre de Jesús, concebido como Portador de la energía divina
e invocado sin cesar en el método hesicasta).
En el terreno psícosocial, el impacto de la técnica y del pensamiento
revolucionario de Occidente provoca un amplio movimiento mesiánico donde la
sensibilidad ortodoxa se entremezcla confusamente con la de las sectas (la familia
imperial, que consideraba a Rasputín como un starets, se equivocó al igual que
muchos escritores que confundieron lo espiritual con lo oculto). Esta efervescencia culminó con la revolución
escatológico y dionisíaca de 1917, monopolizada en seguida, para salir del
caos, por los más impermeables a lo invisible, los comunistas, La inteligentsia
cristiana se vio entonces obligada al silencio o al exilio. Algunos de sus más grandes representantes
-Bulgákov, Berdiaev, Chestov- fecundaban la búsqueda occidental de temas
abierta o implícitamente ortodoxos- la libertad creadora del Espíritu Santo, la
comunión ontológica de las personas, la lucha contra las evidencias racionales,
las revelaciones de la muerte, la transfiguración de la cultura y del cosmos
por la luz del Resucitado, etc. Las
nuevas generaciones de la diáspora (Florovsky, Lossky, Meyendorff) vuelven a la
gran tradición patrística y palamita. Pero, lamentablemente, su escrupulosa
fidelidad se opone a la osadía, a menudo imprudente, de sus mayores, La
relación justa entre la tradición y la cultura
- de pobreza escatológico y de inspiración imperial- sólo se entrevé en
obras aisladas, como, por ejemplo, la de Evdokimov.
La revolución de 1917 y la destrucción, en 1945, de las
últimas monarquías ortodoxas (excepto la griega) encontraron a la ortodoxia
social y éticamente sin recursos pero preparada espiritualmente. Tenía por costumbre confiar al emperador (o
al rey) cristiano, cuya autoridad consagraba como de origen divino, las
estructuras y la cultura, además de su propia organización sociológica,
preservando, eso sí, celosamente la independencia espiritual. Cuando se encontró ante un poder ateo, y que
sobre aquellos que lo detentaban no tenía influencia alguna, no supo luchar
como lo hacen los cristianos occidentales (por ejemplo, en Polonia), en el
plano de las instituciones y del derecho.
Se dejó despojar de sus vestiduras sociales y culturales, se dejó
reducir a la libertad de culto (incluso sin poder hacer propaganda religiosa) y
se dejó a veces utilizar políticamente.
Pero profundizó en la oración y la fe, y esta actitud, a pesar (o a
través) de las ambigüedades de la humillación, la salvaron en los momentos más
difíciles (cualquier otro tipo de resistencia distinto a este abandono la
hubiese deshecho). Sin embargo, a partir
de 1927, el locum tenens del guardián del trono patriarcal, el metropolitano
Sergio, adopta una actitud leal y abierta con respecto a la sociedad soviética:
«si el Estado exige renunciar a la propiedad, ¿es necesario entregar la vida en
la obra común ... ? Pues eso es precisamente lo que la fe enseña a los
cristianos». Esta postura fructificará
durante la segunda guerra mundial: la Iglesia rusa participa hasta el
agotamiento en la reparación moral de la patria y el Estado le permite
reorganizarse. Sergio es elegido
patriarca y después de su muerte se elige a Alexis, el animoso obispo de
Leningrado (en el momento del terrible bloqueo). En 1959 hay treinta y dos mil iglesias
abiertas, sesenta y ocho monasterios y ocho seminarios. Pero de todas formas, después de 1960 la
esterilidad del pensamiento marxista, el vacío creado por la desestalinización,
la recuperación de la gran cultura rusa, impregnada de cristianismo, el
renacimiento religioso y el rejuvenecimiento de los dirigentes de la iglesia
crearon tal situación que los fanáticos de la antirreligión han entablado un
último combate. Valiéndose de la
tradicional sumisión de parte del episcopado y del desmoronamiento parcial el
pueblo cristiano (normal en una sociedad industrial, pero compensado por tomas
de conciencia más profundas, aunque menos numerosa) han conseguido en 1964, con
una persecución incruenta pero asfixiante, reducir a unas ocho mil el número de
iglesias abiertas, a diez el de los monasterios y a tres el de los
seminarios. Y no obstante, ninguna de
las dos partes ha dicho la última palabra: por un lado, mezclada con el
nihilismo, aumenta la sed de la libertad de espíritu en los intelectuales; por
otro, recientes encuestas sociológicas revelan un vigoroso pensamiento
cristiano, que ve en el ateísmo perseguidor un momento providencial de la
historia del cristianismo. En una
sociedad radicalmente secularizada desaparecerá lo religioso como esfera
aislada y el misterio eciesial se interiorizará con la aparición de hombres
litúrgícos capaces de «eciesializar» toda la vida.
Tampoco en Grecia se ha realizado la síntesis, emprendida
al final del último siglo por un gran pensador, Apostolos Makrakis hijo
espiritual de los gerontes del Megaspileón.
Al final degeneró en iluminismo antijerárquico y el movimiento se hizo
prudente, para luego debilitarse en una renovación de la ética y del
apostolado. Sus creadores buscan en el logos cósmico del paganismo,o en el
logos histórico de Marx el sentido del ser.
Seguramente el mejor esbozo de un encuentto creador con
la cultura contemporánea se haya dado en Rumania. Algunos espírítualístas, que también son
grandes intelectuales de formación occidental, como el P, Staniloae, han
emprendido la readaptación a nuestro siglo de la tradición hesicasta Y han
comenzado la Publicación de una Fílocaíía rumana que responde a las exigencias
y a la angustia del hombre contemporáneo, cuya actividad, reducida Por el
régimen a partir de 1959, ha vuelto a tomar fuerza con el resquebrajamiento del
bloque ,comunista.
Aunque la síntesis no se haya conseguido, el fermento
permanece. Ya se puede observar cómo los más grandes escritores rusos del
momento (Soljenitsín y Siniavski y antes Akhmatova y Pasternak) son de
inspiración cristiana. H2Y Una Prometedora
generación de jóvenes teólogos que está surgiendo en Grecía. Grandes obispos, en Ortodoxia árabe (Jorge
Khodre,Ignacio Hazim), dan a la, tradición mística una fuerza revolucionaría.
A través de la superación de estos problemas, las
conquistas del período eclesíológico residen en una cierta explicitación del
misterio de la Iglesia.
Los concílios del siglo xvII destacan con fuerza el
carácter teándrico, su realidad institucíonal, por mistérica, del cuerpo de
Cristo. De manera complementaria, el
pensamiento ortodoxo del siglo xix
muestra sobre todo a la Iglesia como Pueblo de Dios y templo del
Espíritu Santo. Es la respuesta al tema de la infalibilidad pontificia
dogmatizada en 1870 y especialmente al tormento de la época, a sus filosofías
del devnir colectivo (es conocida la influencia en Rusia del idealismo alemán),
a la antinomia de Marx y de Nietzsche, de la sociedad Y del individuo. San Serafín de Sarov, con su ejemplo y su
enseñanza, dice que «el fin de la vida cristiana es la adquisición personal del
Espíritu Santo. En el Espíritu Santo se
abre a cada persona, a su superacíón deificante, un espacio infinito. Y la Iglesia no tiene otro sentido e ser el
lugar espíritual en el que el hombre puede llegar a ser dios.
En 1848, como respuesta al papado que pide el
reconocimiento de su infalibilidad, una gran encíclica de los patriarcas y de
los sínodos orientales (Constantinopla, Aleíandría, Antíoquía, Jerusalén)
proclama que, en la tradícíón ortodoxa tan largo tiempo común a Oriente y Occidente,
«la salvaguardia de la verdad reside en el cuerpo entero de la Iglesia, es
decir, en el Pueblo». El texto encuentra
un gran eco en Rusia, donde Komiakov está elaborando la eclesíología de la
Yobornost (de la palabra eslava que, en el Credo, significa católica),
catolicidad viva de las conciencias personales unidas por el Espíritu Santo más
allá de sus limitaciones individuales, con una evidencia hecha posible por la
experiencia del amor. En una superación
simultánea del individualismo de los protestantes y del autoritarismo jurídico
de los católicos, el pensamiento ortodoxo, con los eslavófilos del siglo xix y
los filósofos religiosos del xx, exalta la libertad personal que se realiza en
la comunión, en la experiencia eclesial de la consubstancialídad de las
personas, a imagen de la Trinidad.
Para terminar, el siglo xx ortodoxo ha insistido en el
tema de la omnipresencia divina y sobre la esperanza ecuménica. Por una parte, la filosofía religiosa rusa
buscaba una nueva conciencia religiosa, orientada hacia la transfiguración
escatológico del acto creador y del trabajo común de los hombres (Fedorov,
Berdiaev) y hacia el descubrimiento, en el Resucitado, de la sacralidad del
eros y de toda la carne de la tierra (Merejkovski, Rozanov, Vychestlavtsev). Para
los sofiólogos Vladimir Soloviev, Paul Florenski, Serge Bulgákov, la Iglesia,
en el fondo, representa a la humanidad y al cosmos, en vía de deificación: la
historia secreta -la del Espíritu Santo y la de la libertad- va del Dios hombre
al Dios humanidad. También la
neopatrística (y sobre todo V. Lossky)
señala la reciprocidad que une en la Iglesia el sacramento y la profecía,
relación análoga a la del Hijo y el Espíritu en la teología trinitaria. Es el esbozo de una «Ontología del misterio»
que podría integrar al momento protestante y al momento católico del
cristianismo.
Tal elaboración no se limita al campo del
pensamiento. La prueba es la importancia
que alcanzan en la ortodoxia contemporánea las cofradías o movimientos en los
que el laicado se expresa proféticamente para renovar el apostolado, la vida
litúrgico y hasta la predicación (en Grecia, por ejemplo, está confiada
frecuentemente a teólogos laicos). Si
bien tales organizaciones son actualmente imposibles en los países del Este,
preciso es señalar de este lado del telón de acero al Movimiento de la juventud
Ortodoxa del Patriarcado de Antíoquía, las cofradías griegas (Zoi, Actinis, las
Uniones Cristianas, etc.) y la Acción Cristiana de los Estudiantes Rusos en
Europa Occidental. Todos estos movimientos
tienen un punto de unión a escala panortodoxa en el marco de una especie de
federación llamada Syndesmos. Los
seminarios y las academias de teología de los países del Este envían ya
representantes a los congresos de Syndesmos.
Sin embargo, uno de los problemas de la ortodoxia contemporánea es el de
reconciliar plenamente estos movimientos con el episcopado y con la gran
tradición monástico, fundamentalmente contemplativo.
2. ALGUNAS POSTURAS
Las indicaciones históricas anteriores nos muestran cómo
la Iglesia ortodoxa no ha gustado dogmatizar y cómo, cuando lo ha hecho, ha
sido más bien de forma negativa, para salvaguardar el realismo experimental de
la salvación. La teología patrística,
palamita, filocálica, en su resurgir contemporáneo, no busca convertirse en
ciencia. Tampoco se refugia en el antirracionalísmo, sino una inteligencía
crucificada y renovada que promueve el misterio por medio de la negación, la
antinomia, el símbolo y la alabanza. Conocer
es vivir en Cristo para convertirse en Espíritu, según el dicho: «es teólogo el
que tiene la oración pura”. La palabra
teológica es el aspecto intelectual (y poético) de un arte de la vida toda, que
es arte del silencio en los contemplativos, del amor al prójimo en los «locos
de Cristo, de la fiesta sacríficial y liberadora en la liturgia.
Las verdades fundamentales
Cuando un ortodoxo hace el signo de la cruz, pliega dos
dedos y une los otros tres; cuando un obispo bendice al pueblo, cruza dos
candelabros: uno con dos velas cuyas luces se confunden, otro con tres cuyas
llamas terminan, también, siendo una.
Dos en Uno: la dívino-humanidad; Tres en Uno: la
Trinidad. Son las verdades fundamentales
de la ortodoxia.
La divino-humanidad
La alegría de la Pascua es el centro de la fe
ortodoxa. En la cruz vivificadora,
Cristo se deja penetrar por el infierno y la muerte, contracreaciones de los
ángeles y de los hombres con su libertad trágica, y que hay que comprender como
modos de existencia. Al permitírselas la
entrada quedan consumidos en el abismo de amor de su divinidad. Este acto liberador es un acto de curación,
una nueva creación. En el cuerpo
glorioso del Resucitado, la humanidad y el cosmos se transfiguran
secretamente. Los cristianos son
llamados, por la unión, la sinergia del Espíritu Santo y de su libertad, a
preparar la manifestación definitiva, en todo y en todos, del Cuerpo glorioso
que, desde ahora, viene a ellos en la Iglesia como misterio. La santidad acelera el retorno de Cristo, la
Parusía, concebida a la vez como catástrofe (para las raíces de muerte y de
mentira de este mundo) y como transfiguración (para toda realidad
viviente). Esta obra de «cristifícación»
concebida con una perspectiva fundamentalmente ascética por la tradición
también ha sido, en la filosofía religiosa rusa, inspiración creadora en todos
los campos de la actividad humana.
La Trinidad
El Dios que la teología negativa se niega a objetivar y
alcanzar es revelado como Trinidad por la adquisición del Espíritu Santo y por
la vida en Cristo.
Trinidad, revelación de la persona y del amor. Aquí el Tres designa la plenitud de la
existencia personal, la absoluta diversidad de las personas en su absoluta
unidad. En el Espíritu Santo, donde se
opera la superación eterna de cualquier oposición, la Trinidad transciende su
propia transcendencia según la marcha natural de las energías divinas, por
medio de las cuales quiere Dios hacer posible la participación total en
El. Creados a imagen de Dios, llamados a
ser sus iguales, los hombres son también inobjetivables y consustanciales. Esta antropología trinitaria, rota por la
caída y restablecida en Cristo, se nos ofrece en los misterios de la Iglesia, a
través de los cuales las energías trinitarias nos penetran.
Si bien la unidad divino-humana transfigurará el cosmos,
es el energismo trinitario el fermento de las relaciones humanas («nuestro
programa social es el dogma de la Trinidad», decía Nicolai Fedorov). Por eso los grandes maestros espirituales
ortodoxos rezan para que todos se salven, ya que la salvación no es más que la
realización, a imagen de la Trinidad, de la total comunión humana. Y no una apocatastasia (restablecimiento
universal) mecánica, condenada con el origenismo, sino combate de amor, de esperanza
sin límites. San Isaac Siríaco rezaba
«incluso por los demonios».
A pesar de la opacidad y de la traición de los
cristianos, la Iglesia es santa en la medida en que se abre por el
arrepentimiento y la invocación (la epiclesia) a la presencía fiel de Dios que
en Cristo, del que somos miembros, nos comunica su Espíritu, dándonos ya aquí
abajo la virtud eterna. Por epiclesía
entendemos la oración pronunciada por el sacerdote y ratificada por el pueblo,
existente en toda acción sacramental. Es
la súplica a Dios para que envíe su Espíritu que actualizará, por el sacramento
y la comunión de los fieles, la presencia y la fuerza del Resucitado.
.
La Iglesia está en Cristo
La Iglesia es «el Cristo total con su cabeza y su cuerpo»
(San Agustín). Esta unidad orgánica,
entendida por los padres en el sentido más realista, es una unidad
eucarística. La Iglesia loca que integra
«mistéricamente» a los fieles en el cuerpo de Cristo, manifiesta a la Una
Sancta en su plenitud. Todas las
iglesias locales se reconocen en la misma fe y se identifican en la misma vida:
la del Resucitado. El sacerdocio del
obispo, imagen del «Gran pastor de ovejas», dispensador de la Palabra y de los
Misterios, ampliado a través del presbyterium (colegio de sacerdotes), se
postula en esta realidad «mistérica». Su
unidad en el tiempo y en el espacio, a través de la sucesión apostólica,
atestigua la unicidad de la eucaristía y la continuidad de la fe. Instituido por Cristo la noche de su
resurrección (Juan, 20,19-23), encuentra su plenitud en el Espíritu de
Pentecostés, dentro y al servicio de la comunidad a la que alimenta con la
Sangre de Cristo. El sacerdocio es algo
distinto pero no separado, lo cual abre la posibilidad de ordenar sacerdotes a
los hombres casados.
El Espíritu Santo descansa en el Cuerpo de Cristo
Por eso la inserción en ese Cuerpo, a través del
bautismo, viene seguida inmediatamente por el sacramento del crisma -«señal del
don del Espíritu Santo»-, que transforma potencialmente al laikos (laico,
miembro del laos -pueblo- de Dios) en pneumatóforo (portador del
Espíritu). La infalibilidad de la verdad
- es decir, la recepción de la verdad en el Espíritu Santo en toda la vida de
la Iglesia, definición ortodoxa de la Tradición- sólo puede manifestarse en el
acuerdo libre de las conciencias personales, en su comunión inseparablemente
sacramental y comunitaria. El pueblo de
Dios, en la unidad de la fe, y del amor, unidad renovada constantemente por la
acción de los padres y de los profetas, está llamado a «salvaguardar la verdad»
(encíclica de1848). El papel de los laicos en la reflexión y la enseñanza
teológico siempre ha sido) importante.
Es cierto que por derecho divino corresponde al
magisterio autentificar la expresión eclesial de la verdad. No obstante, y la historia nos ofrece muchos
ejemplos, un obispo, un patriarca, un papa y hasta un concilio, aun ecuménico,
pueden errar. Sólo el asentimiento vivo
del pueblo de Dios, dentro de un proceso histórico que no puede objetivarse en
normas canónicas, testimonia que los que llevan la carga episcopal responden
realmente a su carisma.
La catolicidad como analogía trinitaria
«La catolicidad es el vínculo que une a la Iglesia con
Dios, que se le revela como Trinidad y que le confiere el modo de existencia
propio de la uni-diversidad, es decir, un orden de vida a imagen de la
Trinidad» (VI. Lossky). Esta catolicidad fundamental (que Komiakov
llamaba sobornost para distinguirla de la simple universalidad geográfica)
busca, por una parte, la restauración en Cristo de la total
«consubstancialidad» humana y, por otra parte, la consagración, por las lenguas
de fuego de Pentecostés, de la no menos absoluta diversidad de las
personas. La analogía trinitaria es
también el fundamento de la comunión de las iglesias locales y, por tanto, de
la colegialidad del episcopado.
Esta permanente conciliaridad de la Iglesia puede
manifestarse en concilios universales o regionales. Con frecuencia, se realiza a través de un
testimonio o iniciativa inspirados, recibidos por el conjunto de las Iglesias y
por todo el pueblo de Dios.
Para la buena marcha . eclesiástica, la comunión de las
iglesias locales se organiza alrededor de centros de primacía, formando una
especie de federación de iglesias hermanas donde cada una es autocéfala, es
decir, que designa libremente al primado.
Generalmente lleva el nombre de «patriarca», es elegido por los obispos
locales y, de acuerdo con el sínodo que los representa, ejerce su derecho de
control y de apoyo. En algunas iglesias
(sobre todo en la Iglesia rusa), la centralización administrativa es muy
grande; los obispos sufren cambios frecuentes, mientras que en la gran
tradición ortodoxa, conservada mejor en los patriarcados del Cercano Oriente, y
restaurada parcialmente en la Iglesia griega, la unión del obispo con su pueblo
es indisoluble. Es algo que en la
antigua Iglesia quedaba subrayado por la elección del obispo, lo cual todavía
subsiste parcialmente en Chipre y en el patriarcado de Antioquía. En la Iglesia rusa se restableció en el
concilio de 1917, pero las condiciones históricas no permitieron que se llevase
a la práctica a no ser en algunas fracciones de la diáspora, Las cofradías
griegas están deseando poder llevarla a cabo.
En fin, que si
bien la eclesiología ortodoxa tradicional supone la existencia de un centro de
acuerdo universal -en la actualidad, el patríarcado de Constantinopla-, sin
embargo la reacción ante la presión del poder romano, que coincide con el
desarrollo de las autocefalias nacionales, ya hemos visto cómo han oscurecido
esta noción.
De manera rica y compleja, la noción de la sucesión de
Pedro dentro de la Iglesia ortodoxa se va concretando. Por la fe, todos los
creyentes son sucesores de Pedro. Por el
ministerio, cualquier obispo y todos los obispos juntos manifiestan el misterio
personal de Pedro, portavoz de la fe apostólica y presidente de la asamblea
eucarística en la iglesia arquetipo de Jerusalén antes de la dispersión de los
apóstoles, Es decir, que en virtud de la relación que existe entre el colegio
episcopal y el círculo apostólico, el primado universal constituye una analogía
de Pedro, como icono y como órgano de la colegialidad. En este plano, la ortodoxia venera el papel
tradicional de Roma, pero considera que el dogma de 1870 cambió la misma
naturaleza de la primacía. Desde hace
algunos años se observa, sin embargo, una convergencia progresiva de las dos
confesiones, buscando la ortodoxia la expresión de la unidad transcendente de
la Iglesia, y el catolicismo su diversidad.
Espírítualidad
La teología ortodoxa está hecha para ser vivida. En primer lugar por la liturgia, que no es
sólo el anuncio del Reino, sino la participación en su presencia por medio de
un arte total, de belleza no individual y contemplativa. La liturgia utiliza,
sacralizándola, la lengua popular. Sin
embargo, la inercia histórica, tan frecuente en el mundo ortodoxo, ha dejado
envejecer excesivamente algunas lenguas litúrgicas, como es el caso del eslavo
en sus iglesias.
La comunión, que durante mucho tiempo fue un hecho raro
por respeto reverenciar a lo sagrado, se está convirtiendo en semanal, En Rusia
de manera espontánea y popular y en otras partes por efecto de los movimientos
de renovación. Todos los fieles,
incluidos los niños, comulgan con el pan y el vino.
La eucaristía es el sacramento de la unidad, por eso sólo
hay un altar por iglesia y un culto eucarístico diario (el domingo sigue siendo
algo especial, identificado con la Pascua).
Sí varios sacerdotes celebran al mismo tiempo, necesariamente deben de
concelebrar. Los oficios del sábado por
la tarde y los de las vísperas de las fiestas (de ahí el nombre de vigilias),
tan ricos desde el punto de vista teológico, juegan también un papel importante
en la piedad. De ellos podemos decir,
con Brice Parain (en De fíl en aiguille): «En la Iglesia rusa se vive envuelto
en un canto que sólo se detiene para comenzar de nuevo y que casi se limita a
repetir "gracias", “ten piedad".
Se está allí, se está bien, se puede ir y venir, se puede estar
tranquilo o estar molesto, según el lugar que uno ocupe; por debajo la vida
continúa y sigue siendo cálida.»
El cristianismo es la religión de los semblantes. Semblante de Dios en el hombre y semblante
del hombre en Dios. Por eso el icono
forma parte integrante de la liturgia.
Los verdaderos iconos nunca son naturalistas; pintados con Proyección
transfigurativa, simbolizan la luz increada, la resurrección de la carne y
muestran a la persona santificada como sacramento del mundo futuro. Por la comunión de los santos, nos introducen
en la circulación mayor de la energía divina.
«Dios se hizo hombre para que el hombre pueda hacerse
Dios», repiten los padres. Los misterios
alimentan una mística personal, sobria y viril.
Hay que guardar la gracia bautismal en lo más profundo del cuerpo
purificando el intelecto, uniéndolo al corazón, de forma que todo el hombre se
unifique en el crisol del «corazón inteligente». El camino a seguir es el de las
Bíenaventuranzas, la humildad, el amor a los enemigos, la sed de justicia y
toda nuestra fuerza pasional, transformada, Por la penitencia y la confianza,
en dolorosa dulzura, en una ternura no sentimental, sino de todo el ser, como
la que muestra y comunica la Madre de Dios.
La ortodoxia nos transmite, pues, una ascesis compleja,
verdadera contrapartida cristiana del yoga: el hesicasmo, «arte de las artes y
ciencia de las ciencias», que utiliza los grandes ritmos corporales (ya que la
gracia penetra en el cuerpo igual que en el alma) Y cuyo centro es la
invocación del nombre de Jesús.
Sí Dios lo quiere, es una invocación que sale del corazón
y se convierte en espontánea. Así
vivida, la oración es un estado en el que el hombre reencuentra su
verdadera naturaleza convirtiéndose en hombre apostólico,
capaz de leer en los corazones y de decir la palabra queque inquieta o que
cura.
El nuevo encuentro entre la ortodoxia Y Occidente está en
camino. Todas las iglesias ortodoxas, a
partir de los años sesenta, forman
parte, con protestantes y anglicanos , del Consejo Ecuménico de las
Iglesias. Todas aceptan que algunas de
ellas, y en Primer lugar Constantinopla, hayan emprendido con Roma un diálogo
en un plano de igualdad según el deseo de las conferencias panortodoxas de 1963
y 1964. Es un ecumenismo difícil al
estar hecho sobre el modelo del pensamiento occidental, cuya superioridad
cultural no admite duda. Es un
ecumenismo fecundo, en el que la ortodoxia puede encontrar los elementos para
una toma de conciencia y para una reforma interior, al mismo tiempo que puede
mostrar a los protestantes que es posible ser católico sin ser estrictamente
romano, y a los católicos que se puede ser evangélico sin ser negativamente
protestante.
Detrás de todo está sin duda un porvenir para un
cristianismo que, en sus expresiones más altas, no es ideología ni activismo,
sino locura de amor y método de deíficación.
Es un papel que no tiene nada de espectacular y que está hecho de acto
de presencia y de gratuidad. Como
escribía San Juan Clímaco-. «El poder, para un rey, está en la riqueza y en la
cantidad; el poder, para el silencioso, está en la abundancia de oración» (PG,
88, 1118B).
3. CISMAS Y SECTAS
El cristianismo ortodoxo no ha vivido nada comparable a
las grandes dislocaciones del cristianismo occidental. Las sectas nacidas
dentro de su campo espiritual apenas
abarcan hoy diez millones de personas. Surgen a partir de
dos rasgos fundamentales -por una parte, una pneumatología desarraigada y, por
otra, un ritualismo legalista y sacralizante- que corresponden, aunque aisladas
e hipertrofiadas, a dos tendencias normalmente en equilibrio (o en tensión)
dentro de la ortodoxia. En la Edad Media
surgieron, por un lado, el bogomilismo y, por otro, los movimientos
judaizantes. El primero, análogo al
catarismo occidental, sobrevivió en Bulgaria hasta el siglo xviii y marcó
profundamente la religiosidad popular en los Balcanes y en Rusia. Ha sido hasta hoy el sedimento de las sectas
espiritualistas, dualistas y antisociales.
El movimiento judaizante (surge en el siglo xii por la influencia de los
cátaros convertidos al judaísmo y adquiere nueva fuerza en el siglo xv, en
Novgorod, por influencia de las tendencias ocultistas y cabalistas de la Europa
central) reaparece al final del siglo xvii con la secta de los subbotniki
(sabataístas), que aún existe. Su
sensibilidad es visible en muchas sectas ritualistas o moralizadoras.
En la época moderna, las sectas se forman, sobre todo en
Rusia, en los dos momentos en que se rompe la historia del país: a finales del
siglo xvii, con el desmoronamiento de la santa Rusia, y en el siglo. xx, con la
revolución apocalíptico de 1917.
En el siglo xvii, la Rusia moscovita se aislaba en la
sacralización de un orden total, simbiosis del tercer Imperío y de la tercera
Roma. Cuando, hacia 1650, el patriarca
Nicon reincorporó brutalmente la Iglesia rusa al ecumenismo ortodoxo,
reformando gestos y textos litúrgicos según las costumbres contemporáneas de
los despreciados griegos, provocó una oposición violenta por parte de los
Viejos Creyentes. A partir de 1667, en
medio de una sociedad que se desequilibra y seculariza, el Raskol (el cisma) se
encierra en un cristianismo mágico en el que la nostalgia de la santa Rusia se
une a la del paraíso perdido. (La blanca Kitega anegada por las aguas del lago
Svetloiar.)
Perseguidos con dureza por el Estado desde entonces fue
para ellos instrumento del Anticrísto-, los Viejos Creyentes responden primero
con los holocaustos colectivos de la «Muerte Roja», que transforma pueblos
enteros en hogueras voluntarias, y luego -réplica de una minoría tolerada pero
maltratada (hasta 1905) con el éxito de los grandes comerciantes, cuyo papel
fue considerable en la cultura rusa de principios de siglo.
El Estado soviético reconoció a los Viejos Creyentes
(divididos en «sin sacerdotes» y en «presbiterianos»), que han hecho llegar
hasta nosotros el viejo canto llano ruso e iconos admirables. Pero su fe, más que nada ritual, sufre una
erosión intensa, no agrupando actualmente más de dos o tres millones de fieles.
Un cisma de espíritu parecido al de los Viejos Creyentes
rusos se produjo en 1924 en la iglesia griega, cuando adoptó el calendario
gregoriano. Los paleoestilistas
-partidarios del antiguo calendario- se negaron a esta modificación (que, por
ejemplo, cambia la cuaresma de los Santos Apóstoles). Hoy son más de un millón.
Los grandes trastornos, de los que el Raskol y la
secularízación petrina son muestras, también han permitido el surgir de una
pneumatología desarraigada, con dos formas principales: una mística y otra más
racionalista,
de un moralismo evangélico-
La secta de los Kblysty u «hombres de Dios» fue la más
importante. Centrada en la experiencia
sensible del Espíritu Santo, de acuerdo con los esquemas gnósticos y métodos
orgiásticos cercanos a las técnicas de éxtasis del chamanismo (alternando con
una ascesis estricta, antisocial y antifamiliar, que ha llegado hasta la
castración de los miembros emparentados, los skoptsy, «castrados», «blancas
palomas», «encarnación» del Espíritu Santo).
Estas sectas, prohibidas en la actualidad, quedan
sólo en estado residual.
Las sectas racíonalistas y moralizado ras: dukhobors,
«luchadores del Espíritu»l y molokanos (de moloko, leche, es decir, los que
beben leche durante la cuaresma o los que dan la «leche espiritual» de la que
habla San Pablo), surgieron durante el siglo xvil, bajo las influencias
occidentales del tipo de los cuáqueros, masones y protestantes. Rechazan la Iglesia y la divino-humanidad de
Cristo, acentuando un moralismo evangélico hecho de comunitarismo y
pacifismo. Actualmente están perdiendo
partidarios en favor de los bautistas,
cuyos prin-
cipales dirigentes son
antiguos molokanos.
La Revolución rusa
fue la culminación (también en cierto modo una confiscación) de un poderoso
movimiento mesiánico nacido del
subsuelo espiritual de Rusia, cuando la técnica y la ciencia llegadas de
Occidente pusieron en peligro definitivamente las estructuras tradicionales. Este movimiento, que renovó el pensamiento
ortodoxo, también reactívó las antiguas sectas y provocó la aparición de otras
nuevas, todas del tipo pneumatológico.
Unas, en la línea del moralismo evangélico (tolstoianas), con aparición
de grupos protestantes de origen occidental (cristianos evangélicos y
bautistas). Otras, de tipo místico
(presentan entre los intelectuales complejas influencias occidentales: la
antroposofía de Steiner, el dionisismo de Nietzsche, el «tercer reino» de
Joaquín de Fiore). Entre ellas hay
algunas que veneran nuevas encarnaciones del Verbo o del Espíritu (joanistas,
innokentievtsy) y otras que aumentan de mala manera los aspectos de la mística
ortodoxa tradicional («Glorificadores del Nombre» de Jesús-, que sería Dios -
«sin muerte», para los cuales sólo se muere por falta de fe en el Resucitado).
Estos partidarios de las sectas eran revolucionarios
religiosos, dualistas (en el sentido bogomilista) con reláci6n a la sociedad
actual, pero monistas en su espera milenaria, Durante el período revolucionario
y la NEP, el nuevo régimen los ha favorecido, admitierido la objeción de
conciencia, invitando a los bautistas a fundar, como tales, koljós ejemplares,
favoreciendo en la Iglesia ortodoxa un cisma progresista, el de la Iglesia viva
(que autorizó el casamiento de los obispos y permitió el nuevo matrimonio de
los sacerdotes viudos, que rusificó Y modernizó la liturgia). De todas formas a partir de 1928 con la
llegada del estalinismo una represión terrible cayó sobre las sectas y los
cismas, lo que no les impidió proliferar, pero con otras perspectivas.
Durante el período estalinista, el terror y la
persecución han conseguido la multiplicación clandestina de las sectas
apocalípticas antisociales, que espetan el fin inminente del mundo y denuncian
al régimen como el Anticristo, el Dragón del Apocalipsis. Estas sectas, llamadas justamente del «dragón
rojo», han ido poco a poco desapareciendo en favor de dos grupos salidos de la
Iglesia ortodoxa y que forman a veces una verdadera Iglesia de las catacumbas:
la «Verdadera Iglesia ortodoxa» y los «Verdaderos cristianos ortodoxos». Las -sectas místicas perseguidas y las sectas
de origen occidental (algunos pentecostistas Y los testigos de jehová, de gran
influencia en estos grupos) han venido a unirse a este vasto movimiento
apocalíptico y dualista -
Después de la desestalinización y de la relativa
líberalización del régimen, los grupos apocalíptícos están perdiendo
importancia. Las recientes dificultades
de la Iglesia ortodoxa, la racionalización del hombre soviético, su deseo de
una experiencia personal de la verdad y de una práctica concreta de la ayuda
mutua, la exigencia también de fuertes estructuras éticas, traen consigo el
desarrollo de un verdadero protestantismo ruso que se sitúa en la línea,
tradicional en Rusia, del moralismo evangélico.
Se trata sobre todo de bautistas que acentúan la santificación por el
trabajo y declaran profesar las grandes virtudes del comunismo. Conservan la mayor parte de las fiestas
ortodoxas (también las marianas) y abarcan a unos tres millones de personas.
Olivier CLEMENT
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Tomado de:
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Siglo XXI de España Editores S.A. Calle Plaza 5 Madrid
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Madrid 1984
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