martes, 9 de julio de 2013

lglesia Ortodoxa (Olivier Clément)


V. La Iglesia ortodoxa.
Olivier Clément
Historia de las Religiones Siglo XXI. Volumen VII. Las Religiones constituidas en Occidente y sus contracorrientes I. Páginas 396-417.
Siglo XXI de España Editores S.A. Calle Plaza 5 Madrid 33.
Madrid 1984
 

Una de las tres grandes manifestaciones del cristianismo, la más antigua y, sin embargo, la peor conocida, la Iglesia ortodoxa (es preciso colocar el artículo singular como signo de unidad sacramental, doctrinal y carismática), cuenta con unos ciento sesenta millones de bautizados.  El gran trabajo misionero -interrumpido en Asia del Norte desde el siglo xiv hasta la revolución rusa- y la dispersión actual dan a esta Iglesia una innegable universalidad geográfica, que se extendería hasta Etiopía y hasta la India del Sur si triunfasen las negociaciones para la unión emprendidas favorablemente en 1964 con las Iglesias antecalcedonianas.

 

Actualmente, la situación geográfica de la ortodoxia dibuja sobre el globo una especie de cruz.  El brazo vertical se asienta en los lugares de la revelación bíblica con los ortodoxos árabes de los patriarcados apostólicos de Antioquía y Jerusalén: comunidades reducidas (alrededor de seiscientos mil) pero en absoluto residuales y con frecuencia en plena renovación.  Más al norte, en los mismos lugares de las visiones de San Juan y de la predicacíón de San Pablo, se encuentra la vigorosa ortodoxia griega, con cerca de diez millones de bautizados de las Iglesias autocéfalas de Grecia y Chípre y del patriarcado de Constantinopla, o «patriarcado ecuménico», que tiene una primacía de honor en el seno de las Iglesias hermanas, autocéfalas (es decir, que ellas mismas designan sus primados).  Todavía más al norte -y mencionando sólo de pasada, para subrayar la irreductible diversidad, las Iglesias de Albania y Georgia- el brazo vertical de la cruz pasa por la ortodoxia latina, quince millones de bautizados rumanos, cuyo destino de encuentro y de vínculo (entre Grecia y Rusia y también entre Oriente y Occidente) ha sido con frecuencia decisivo.  Finalmente, como un racimo, sobre el camino legendario del apóstol Andrés, las Iglesias eslavas (Servía, Bulgaria, Checoslovaquia, Polonia, Rusia), que cuentan de ciento veinte a ciento treinta millones de bautizados.

 

El brazo oriental de la cruz representa el camino histórico de la misión rusa: por la alta Asia hasta las Iglesias diseminadas en China, Japón, las Aleutíanas y Alaska, que es la primera presencia ortodoxa en América.  Comunidades frecuentemente residuales, tímidamente reanimadas hoy día por la diáspora (sobre todo la de América) y por Rusia y que apenas si reúnen cien mil fieles (por lo menos fuera de las fronteras de la URSS).

 

El brazo occidental se corresponde con las grandes dispersiones del siglo xx, relacionadas con el éxodo eslavo y mediterráneo hacia los países nuevos o con las revoluciones comunistas europeas.  Así nos encontramos con trescientos mil ortodoxos en Europa occidental (hay que añadir cerca de un millón de trabajadores griegos, la mayor parte en Alemania occidental), de los que cerca de la mitad están en Francia, y a los que se puede añadir los setenta mil fieles de la Iglesia autónoma de Finlandia (que mantiene una misión en Laponia).  Las principales comunidades de los más diversos orígenes están instaladas en América del Norte (cinco millones), sobre todo en los Estados Unidos, donde trabajan, con dificultades, en la unificación que les es indispensable al contar con un número importante de convertidos (algunos de rito occidental) y al utilizar cada vez más el inglés como lengua litúrgico (fenómenos análogos, más restringidos y más lentos, pueden observarse en Francia).

 

Finalmente, también hay que mencionar, fuera de esta gran área geográfica, na dispersión de comunidades ortodoxas en los continentes australes: una trayectoria diagonal sirio-líbanesa se extiende hacía Brasil a través de Africa; diversos asentamientos reforzados con la segunda emigración rusa (de 1945), en Argentina (quinientos mil) y Australia (quinientos mil); griegos separados del Egipto nasserista. , pero cada vez más numerosos, bajo la jurisdicción del patriarcado de Alejandría ; en el resto de Africa, finalmente, el desarrollo espontáneo, no por misión, sino por elección voluntaria de los interesado, de una ortodoxia negra todavía balbuciente en

Uganga y Kenía (treinta mil fieles).

 

 

1.         ESBOZO DE UN DESTINO

 

 Ortodoxia significa simultáneamente «verdadera doctrina» y «verdadera glorificación»: la ortodoxia es ortopraxis, palabra que .;e limita discretamente a sugerir una experiencia.  La dualidad occidental de la Escritura y de la Tradición se ve superada en la experiencia eclesial (personalmente interiorizada) de la Escritura por la Tradición: «Tanto vale la enseñanza de las Escrituras como la Tradición de los Padres, como nuestra humilde experiencia», dirá, en el siglo xiv, San Gregorio Palamas (PG 150, 1236A).  Contra cualquier intento de reducir la ortodoxia a un cisma medieval, hay que descubrir, con los mismos ortodoxos, la continuidad vivificante de una experiencia fundamental: la de la Resurrección, anunciada por los apóstoles Y hecha posible para todos por el Espíritu de Pentecostés.

 

Con esta perspectiva apostólica podremos distinguir, con Vladimir Losski, tres grandes ciclos: el crístológicoy hasta el siglo VIII; el pneumatológico, hasta el siglo Xv; el eclesiológico -Y siempre abierto-, hasta la época moderna.

 

El ciclo cristológico

 

A través de los esplendores imperiales de Bizancio heredados parcialmente por la liturgia,la ortodoxia, conserva la nostalgia de la época preconstantina como una exigencia de pobreza escatológico y de sencillez interior.  Humildad, dulzura, rechazo de la tentación de poder, comunismo escatológico de la primera comunidad, carácter natural de las persecuciones, van a ser los temas constantes de la sensibilidad ortodoxa.  La Iglesia permanecerá ante todo como una comunidad eucarística, y la espiritualidad, la del martirio, como una luminosa participación en la cruz vivíficante. el verdadero cristiano es el aphoberos thanatu, «el que no teme la muerte», el que da su sangre y recibe el Espíritu.

 

A partir de Constantino y de Teodosio existió el peligro de creer que se habían cumplido las promesas y de confudir el Reino de Dios con el Imperio universal convertido al cristianismo.

 

Sin embargo, pudo conservarse con el impulso inmenso del monaquismo que en sus formas primitivas es el triunfo de unos seres de fuego, de carismáticos ebrios de Dios que buscan transcender la historia, en la que parece querer instalarse la Iglesia del Imperio, para convertirse realmente en resucitados -una de las designaciones tradicionales del monje en la ortodoxia es precisamente «hombre resucitado»- y acelerar con el solo acto de su presencia, presencia que consume, la manifestacíón definitiva, a nivel cósmico, de la victoria de Cristo sobre la muerte.

 

Este realismo escatológico -debilitado a través del desarrollo del cenobismo, pero sin desaparecer nunca se comunicó al pueblo cristiano con la elaboración de la gran liturgia bizantino.  Con el alto Imperio bizantino -y éste fue el servicio incomparable del período justiniano- se desarrolla un helenismo supranacional que, en sus aciertos más notables, hace participar a los sencillos, por medio de un arte total, en la visión de fuego de los solitarios.  Colosal Y ligera, la cúpula de Santa Sofía

simboliza verdaderamente «el cielo sobre la tierra, definición ortodoxa de la liturgia.  Grandes poetas, casi todos monjes sirios, unen el sentido griego de la belleza  y el sentido semita de la persona, de la carne, del Dios patético.

 

Esta complicidad del monje y del pueblo triunfa poco a poco entre los siglos VI al VIII- sobre el cesaropapismo utilitario de los emperadores.  El verdadero contenido de la «sinfonía» bizantino será la tensión periódíca entre el Emperador y los clérigos cortesanos, por una parte, y por la otra, una Iglesia confesante, popular y monástico que se hace oír fácilmente por un episcopado que, desde el siglo VII, se recluta únicamente entre los monjes.  Gracias a ella se salvó la independencia profunda de la Iglesia.

 

Sobre todo, la ontología existencias, conservada por la espiritualidad y la liturgia, permitió, en el encuentro inevitable del cristianismo con las filosofías helénicas, alcanzar una metamorfosis de los conceptos en el crisol de la revelación bíblica.  Entre el silencio de la contemplación y la alabanza litúrgico, el pensamiento de los padres luchó cada vez más abiertamente contra el espiritualismo helénico (incluido cierto platonismo), afirmando una antropología unitaria y la visión de un Dios  que transclende lo inteligible y lo sensible para que el hombre total pueda participar de El.  Su teología se encuentra en las decisiones de los siete concilios ecumé nicos, es decir, celebrados en el marco y con el apoyo del Imperio..  Apoyo comprometedor que convirtió en fatal, entre los siglos v al vii, el cisma de las viejas cristiandades de Egipto, Siria, Armenia Y Persia, deseosas de sacudiese la tutela o la alianza del imperio ortodoxo y hasta algunas de ellas pasivas o cómplices ante la invasión musulmana.  El pensamiento de los padres y los dogmas de los siete concilios definen la dialéctica propiamente ortodoxa que rechaza cualquier síntesis en el plano conceptual y que sitúa los términos opuestos en «distinciones-identidades» para crucificar al intelecto, abriéndolo al misterio.  En el siglo iv, los concilios de Nicea (325) y de Constantinopla (381) sugieren, para señalar la relación de Cristo con el Padre, el misterio de la persona, al mismo tiempo consubstancial una con otra y totalmente inconfundibles.  Desde el siglo v hasta el viii se insiste en la realidad teándrica (divinohumana) de Cristo, por lo tanto de la Iglesia y también del cristiano.  El acento pasa constantemente de la dualidad a la unidad y de la unidad a la dualidad para que lo humano no se separe de lo divino, ni sea abolido por ello, sino que se realice, deificándose.  Así Efeso (431) subraya la unidad personal de Cristo; Calcedonia (451), la dualidad de sus naturalezas; Constantinopla II (553) rehabilita el tema alejandrino de la carne crística deificante; Constantinopla III (681) sitúa la deificación en la unión de la voluntad divina y de la voluntad humana. Finalmente, Nicea Il (787) ensalza, con el culto de los iconos, la última consecuencia de la Encarnación: la santificación en Cristo de la materia, para nuestra libertad.

 

Casi desconocida en Occidente, la cristología energética de los tres últimos concilios (y la síntesis genial de Máximo el Confesor) subraya sobre todo en la Iglesia el misterio de deificación.  Cada comunidad local, como centro sacramental que es, constituye plenamente la Iglesia que rodea al obispo, el cual es testimonio de la presencia «pneumática» de Cristo.  La universalidad de la Iglesia se construye con la unicidad del sacramento a través del tiempo y del espacio y con la comuniónconciliar de la. fe y del episcopado.  Para ordenar la Iglesia, los concilios reagruparon las comunidades locales en rnetrópolis y las metrópolís en patriarcados (por orden honorífico: Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén).  En el vértice de la jerarquía , Roma goza una primacía de honor y un derecho de persuasión instigado en el conjunto de la Iglesia.  De todas formas, para el Oriente conciliar lo que cuenta es el contenido de la verdad y la libre recepción de esta verdad por las iglesias locales y las conciencias personales.

 

 

El ciclo pneumatológico-

 

El período que comienza al final del primer milenio y que termina con la caída de Constantinopla (1453) es de una riqueza y una complejidad que sólo muy tardiamepte hemos descubierto.  El cisma de una gran parte de la cristiandad africana y semítica Y luego la invasión del Islam, anegando sin destruirlos, los patriarcados apostóIicos del cercano Oriente, convierten a Constantinopla en el centro indiscutible del mundo ortodoxo, o mejor del Imperio, donde se desarrolla una cultura, si no dirigida por la Iglesia, sí inspirada por ella, con una perspectíva «sinfónicai.  Su centro, exclusivamente espiritual -de superación escatológico-, se situará en el Monte Atlhos donde San Atanasio funda en el 963 el gran monasterio de Laura- En el Monte Athos florecerán todas los las formas de vida monástico –incluso los benedictinos occidentales tendrán allí casa hasta el siglo XIII- Y será lugar de encuentro de todos los Pueblos ortodoxos.

 

Tres líneas evolutivas, las tres ligadas al tema pneumatológico, caracterizan esta época: el alejamiento de Occidente (cuya única causa verdadera proviene de dos visiones diferentes del Espíritu Santo» el desarrollo del universo ortodoxo litúrgicamente políglota y, por lo tanto, «pentecostal» y la elaboración directa de una importante pneumatología.

 

El cisma entre el Occidente y el Oriente cristianos proviene de un largo proceso de estrangement (expresión utilizada por el padre Congar) desarrollado entre los siglos xi al xiii.  En la historiografía occidental se ha insistido mucho en los factores no teológícos: se trataría, en resumen, de la oposición de dos civilizaciones cuyas formas más insignificantes hubiesen sido sacralizadas por la mentalidad medieval.  Este tipo de explicación, cuando se trata de problemas espirituales siempre actuales, no satisface totalmente.  En -realidad expresa, más o menos conscientemente, una visión «romana» de la historia del cristianismo y va a parar, a ese mismo nivel, a un contrasentido: se acusa al «cesaropapismo» bizantino, cuando en realidad los basileys, durante toda la Edad Medía, deseaban, por razones políticas, la unión con Roma (en 1054, y también en el Concilio de Florencia, en 1438); por el contrario, fueron los emperadores carolingios y después los germánicos quienes, para justificar el traslado del Imperio a Occidente, acusaron a los griegos de herejía y obligaron al papado, que actuó durante mucho tiempo de moderador, a añadir al símbolo de la fe en 1014, en la misma Roma, el discutible filioque.

 

En la Perspectiva ortodoxa, las causas duraderas del cisma son propiamente religiosas y todas conciernen, de manera diversa, a la persona y al Papel del Espíritu Santo.

 

El filioque -o mejor, los sistemas filioquistas desarrollados por la escolástica latina- aparece más bien como un síntoma.  Síntoma en primer lugar de una teología racíonalizante que pretende explicar el misterio y que, por lo tanto, se separa de la experiencia.  La antínomia trinitaria llega así a un encadenamiento de oposiciones -Padre I-lijo, Padre e Hijo (como un solo principío), Espíritu- que disipa parcialmente la diversidad de las personas en la unidad de su esencia (el «principio único»).

 

Síntoma también de la revolución gregoriana que amplía el aspecto institucional y clerical de la Iglesia, en detrimento de la libertad personal y del sacerdocio universal.  La primacía romana, que durante mucho tiempo había sido centro de coordinación y de unión para las Iglesias locales, se erige en poder jurídico absoluto sobre estas Iglesias.  Resulta que la economía del Espíritu, que es comunión libre, manifestación viva, en el pueblo de Dios, de carismas y de profecía, se encuentra ahora subordinada, en la perspectiva filioquista, a la jerarquía instaurada por Cristo.

 

Síntoma, finalmente, de un teísmo cerrado y de una independencia racionalista de la naturaleza.  El substancionalismo aristocrático encierra a Dios en su esencia convirtiendo en impensable la omnipresencia «pneumática» de las energías divinas.  A partir de ahora se trata menos de transfigurar el mundo que de dominarlo.  El papado se afirma como fuente de todo poder: una concepción sociológica de la Iglesia - correlativa con una responsabilidad civilizadora que la Iglesia nunca debió asumir en Bizancio, heredero laico de una gran cultura -reemplaza parcialmente en Occidente la concepción «mistérica».

 

No hay fecha fija que señale esta evolución.  Ya hemos citado 1014.  En 1054 fracasa un intento de unión y lo mismo pasará en 1062, 1072, 1089, cada vez más claramente por el problema del filioque: «Si los latinos, escribía -en 1054 el patriarca de Antíoquía, Pedro III, aceptasen suprimir la adición al símbolo, no exigiríamos más, quedando el resto como cosas indiferentes» (PG 120, 812-813).  En 1204, cuando los cruzados, no por accidente, sino como final del secular aumento del odio, saquean Constantinopla, con frenesí iconoclasta y profanador, todo se ha consumado.  La designación por  Inocencio III de un patriarca latino de Constantinopla inaugura, a costa del mundo ortodoxo, una especie de colonialismo eclesíástíco que sólo terminará en el siglo xx.  La designación acaba de, revelar a los bízantínos la nueva eclesiología latina, y que el criterio del poder y de la verdad no es exactamente el mismo en las dos Iglesias.

 

Desde 1204 a 1453, la presión del Islam turco y la de la cristiandad latina asfixiaron al Imperio bizantino.  Pero, durante el Período Pneumatológico, la Iglesia ortodoxa -aun permaneciendo vinculada a la noción de políteuma cristiano, cuyo símbolo es el emperador de Constantinopla- transciende cada vez más conscientemente el cuadro imperial, para extenderse en un vasto campo geográfico y animar las culturas más diversas.  En efecto, la misión ortodoxa convierte y civiliza a toda la Europa oriental, desde el Cáucaso a los Cárpatos y al círculo polar.  Un crecimiento lateral, apoyado en Georgia, funda al norte del Cáucaso las iglesias de Alania y de Zequía.  Sobre todo a partir de los siglos Ix y x crece la gran misión bizantitia -secundada y luego reemplazada por las nuevas iglesias- en el país eslavo.  Síguiendo la tradición políglota del Oriente cristiano, renovada por los apóstoles de los eslavos,Cirilo y Metodio, la Escritura y la liturgia se traducen a la lengua popular lo que Permite una cristianización profunda y el despertar de las culturas nacionales, a las que muchas veces los misioneros dieron la lengua escrita.  El testimonio en Moravia y Panonía de los santos Cirijo y Metodio no Produce fruto al estar estas regiones conquistados por el feudalismo germánico (que también en el siglo XIII rechazará a los misioneros rusos de los paises bálticos),pero sus discípulos terminan en Bulgaria la organización de una iglesia realmente eslava.  Los servíos y rumanos son cristianizados entre los siglos ix y x. La Rusia de Kiev recibe oficialmente el bautismo en el 987, fecha simbólica, ya que lo esencial es la lenta impregnación popular, en la que el relevo búlgaro parece haber jugado el papel principal.

 

El patriarca de Constantinopla organiza las nuevas Iglesias en metrópolis autónomas (el metropolita es consagrado - en el caso de Rusia designado- por el patriarca ecuménico) y no duda en reconocer la autocefalía, es decir, la independencia (al primado lo elígen los obispos locales), cuando las vicisitudes políticas lo exígen, a pesar del símbolo del politeuma o gracias a su extrema flexibilidad.

 

Podemos apreciar toda la diversidad del mundo ortodoxo en la baja Edad Media.  Reducido a un pequeño estado griego, pero tierra de encuentros, de intercambios, de una gran cultura en continua renovación, el Imperio bizantino -continúa siendo el lugar privilegiado para la toma de conciencia y para la expresión doctrinal.  La ortodoxia humillada, puesta en gueto por el Islam, no cesa de extenderse.  Los patriarcados apostóIicos siguen siendo lugares de peregrinación fervorosa (al igual que el del fundador de la Iglesia 'de Servía, San Sava) y de piedad eucarística (el culto antioqueno de la Preciosísima Sangre), la cual tendrá tan importante papel en la síntesis final de la edad pneumatológica.  En Bulgaria y sobre todo en Servia, en el siglo xiii, cuanclo la ocupación latina de Costantinopla, se produce un fecundo encuentro con la cristiandad latina del que surge el arte menos hierático, más humanista de Boyana y de Sopokaní.  En lo que se refiere a Rusia, todo se lo debe al cristianismo en su forma ortodoxa, sobre todo a la tensión, tan- largo tiempo creadora, entre el maximalismo evangélico de los «locos de Cristo» y las costumbres, ordenadas por el rito, que estructuran toda la vida de] pueblo cristiano.

 

Después de la destrucción de la Rusia de Kiev por la invasión mongólica, es la Iglesia la que permite al pueblo ruso recuperarse en los claros de los bosques del nordeste y de unificarse alrededor de Moscú.  En el siglo xiv, el movimiento de los pustinniki traslada a la selva nórdica la exigencia carismática de los primeros monjes, que también se manifiesta, en la tradición basíliana, y sobre todo en Sergio de Radonege, con una gran labor de servicio social.  De esta forma, en la Rusia reeducada, que ha encontrado la capacidad de unirse y de liberarse, florece la iconografía de la transfiguración y de la luz increada – en Rublev y su escuela- que da al período Pneumatológico su expresión artística.

 

Los trabajos realizados durante más de treinta años dentro de lo que a veces se llama neopalamismo descubrieron la fecundidad teológico de un período que durante mucho tiempo Occidente denunció como estéril y que, sin embargo, parece que ha aportado a la historia doctrinal del cristianismo la única profundización real desde los tiempos Patrísticos.  Al desmoronarse temporalmente, Bizancio se centró sobre «lo único necesario», pero utilizando para describir la experiencia de la deifícación la inteligencia occidental.  En el célebre adagio patrístico «Dios se hizo hombre para que el hombre pudiese convertirse en dios» el período cristológico puso el acento sobre el Dios que se encarna, el período,, pneumatológico lo pone en el hombre que se deifica.

 

A partir del siglo ix, San Focio, sintiendo nacer el filioquismo, recuerda que «el Espíritu Procede únicamente del Padre».  Esta espontaneidad y soberanía del Espíritu tiene sus testigos en los grandes carismáticos del año mil, especialmente Simeón el Nuevo Teólogo; profetas de la experiencia personal y de la libertad contra cualquier institucionahsmo y cualquier sacramentalismio mecánico proclaman que el auténtico testimonio de la fe y la verdadera paternidad espiritual están en los hombres apostólicos» que realmente han «nacido del Espíritu» .

 

Este movimiento de zelotes y de hesicastas (silenciosos), amenazado por doctrinas análogas al catarismo occidental (el bogomilismo), corría el peligro de rechazar el misterio eclesial.  Por eso, a partir del siglo xiii, la pneumatología bizantina subraya la unión del carisma y del sacramento y que el lugar del Pentecostés y de la profecía es el soma pneumatikon de Cristo actualizado en la Eucaristía.  Aquí se encuentra ya purificado y asumido lo mejor del filioquismo, unido a un gran trabajo de traducción de Agustín y de los escolásticos occidentales.  Como respuesta al Concilio de Lyon (1274), que dogmatiza el fílioquismo («el Espíritu procede del Padre del Hijo como de un único principio»), el Concilio de Constantinopla (1285) subraya que la manifestación eterna de la luz divina se hace por el Espíritu a través del Hijo, es decir, a través de su cuerpo eclesial.

 

Toda esta elaboración culmina en la síntesis palamita, proclamada por el Tomo sinodal de 1351.  San Gregorio Palamas establece la «distinción-identídad» de la esencia y de las energías divinas: totalmente incognoscible en su esencia, el Inefable, por la cruz, se hace totalmente partícipable.  El hombre, injertándose en el «cuerpo de Dios», está llamado a transfigurar, en la luz increada, su cuerpo en toda la carne de la tierra.

 

La síntesis palamita se realiza con la readaptación y la reinserción sacramental del hesicasmo, que suscita -de 1350 a 1450 aproximadamente- una reforma global de la Iglesia.- los hesicastos, que llegan hasta los bosques del otro lado del Volga, renuevan parcialmente el episcopado -varias veces acceden al patriarcado ecuménico- y purifican la Iglesia en un sentido de pobreza, lo que les lleva a justificar la secularización por el estado de los bienes del clero.  De esta manera, en la ortodoxia, a pesar de la persistencia de otras tendencias (ritualismo, sacralización de lo social, ricas comunidades monásticas), el profetismo y la pobreza evangélica permanecerán ampliamente interiorízados en la Iglesia, que así podrá evitar el desgarramiento del siglo xvi y así podrá adaptarse más fácilmente a los regímenes socialistas de nuestra época.  Al mismo tiempo, el movimiento hesicasta extiende en el pueblo cristiano el gusto por la oración personal y comunitaria y la familiaridad con la Biblia.  Nicolás Cabasilas desarrolla una espiritualidad del laicado basada en la experiencia litúrgico y en la noción, tan dostoievskiana, de la salvación por el amor.  Por un momento, el movimiento esboza, con el renacimiento de los paleólogos, una transfiguración del humanismo.  Pero la caída, en el siglo xv, del Imperio griego acarrea el replegarse en una espiritualidad que se vive pero no se expresa.  En este contexto, el Concilio unificador de Florencia (1438) es un diálogo de sordos: la unión, lograda apresuradamente de forma provechosa para Roma, sobre todo por razones políticas (que no impedirán la caída de Constantinopla), es rechazada casi inmediatamente por el pueblo cristiano, que afirma así la necesidad de su consensos en cualquier decisión del magisterio.

 

 

Período eclesiológico

 

Desde la caída de Constantinopla (1453) hasta la publicacíón de la Fílocalia (1782) se extiende una especie de Edad Media ortodoxa: sin duda la única época en la que la ortodoxia coincidió casi por completo con un Oriente.  La dominación otomana en los Balcanes, el aislamiento y el arcaísmo de la Rusia moscovita hacen que reine una mentalidad misoneísta de sociedad cerrada (de ahí las desgracias rusas de Máximo el Griego, formado en la Italia del Renacimiento).  Sin embargo, la innegable grandeza de estos siglos reside en la impregnación de lo cotidiano, en la fe unánime del pueblo cristiano: desde el archipiélago griego hasta la estepa rusa, blancas iglesias transfiguran el espacio; el ritmo litúrgio rige el tiempo, se ilumina lo profano a través de costumbres emocionantes.  En todas partes, y sobre todo en Rumania, la ortodoxia asume y renueva el sentido arcaico de lo maravilloso, con su simbolismo cósmico y su nostalgia paradisíaco (lo que sirve para comprender en nuestra época la vocación de un Mircea Eliade).  El arte sagrado, que en Rusia pierde fuerza italianizándose por influencias occidentales, se convirtió en los Balcanes en un arte popular y patético que acentúa la humiIlación voluntaria de Cristo Y también resalta la ascesis viril (cuyo prototipo es San Juan Bautista), convirtiéndose en expresión artística de los resurgimientos periódicos del eremitismo hesicasto.  Arte popular, no sólo folklórico, sino capaz de crear vastos conjuntos como las asombrosas iglesias pintadas de Valaquia y de Moldavia.



 

Pero también crece la tentación de una fe impersonal, legalista, con un ritualismo casi mágico, equilibrado durante mucho tiempo, es verdad, por las locuras

carismátícas de los «locos de Cristo», cuyo testimonio adquiere un matiz social en la Rusia del siglo xvi.  La liturgia se transforma parcialmente en espectáculo sagrado; la iconostasia se hipertrofia; la comunión, por un temor reverenciar, se convierte en excepcional.  En este contexto, el pueblo de Dios tiende a confundirse con la nacionalidad que la Iglesia protege (en el Imperio otomano) o exalta (en Rusia).  De esta manera va tomando cuerpo el mayor pecado histórico de la ortodoxia: el nacionalismo religioso. El patriarca de Constantinopla, considerado por los turcos como jefe responsable del pueblo cristiano - el etnarca-, se convierte en instrumento del helenismo en detrimento de los ortodoxos eslavos (cuyas autocefalias son abolidas en el territorio otomano) y árabes (los patriarcados de Antíoquía y de Jerusalén son ocupados por una jerarquía griega que en Jerusalén continúa hasta nuestros días).  En especial, el pueblo ruso se define por una vocación mesiánica que rodea al mito de «Moscú, tercera Roma», a pesar de que el patriarcado de Moscú, erigido en 1589 por la Iglesia madre de Constantinopla, sólo ocupa el quinto lugar en la taxís (orden honorífico) de los patriarcados ortodoxos.

 

El universo ortodoxo se cierra todavía más al recíbir los ataques de la Contrarreforma.  Roma renuncia a cualquier diálogo en un plano de igualdad y quiere hace retroceder a la ortodoxia con la violencia del brazo secular (tanto en Polonia-Lituania como en Austria) y con la creación de Iglesias uniatas.  Intelectualmente debilitada para poder resistir, la ortodoxia adoptará la problemátíca del adversario: en imagen de G. Florovsky, la teología vivirá una larga «cautividad de Babiliona».  A pesar de todo, la continuidad de la liturgia y de la espiritualidad salva lo esencial y el pueblo cristiano da testimonio, frecuentemente, de un verdadero instinto de ortodoxia.  En Ucrania y en Lituania, con el apoyo del patriarcado de Constantinopla, se organizan 'hermandades de laicos para luchar contra el uníatismo de algunos obispos y tomar conciencia -aunque en términos latinizantes- de los propios valores de la ortodoxia.  Los importantes concilios del siglo xvii (Iasy, 1642; Moscú, 1666-1667; Belén, 1672) esbozan una primera expresión del misterio eclesial: contra el calvinismo oriental de Cirilo Lukaris subrayan el aspecto sacramental de la Iglesia y contra el cristomonismo de influencia católica de los «artólatras» (adoradores del pan consagrado o del Santo Sacramento) subrayan el papel del Espíritu Santo en la actualización del sacramento.  Finalmente el gran Concilio de Moscú tiene el coraje de superar el nacionalismo religioso y el rítualismo mágico, que son las mayores tentaciones de la ortodoxia de esta época.  Con su condena de los «viejos creyentes»  hiere de muerte el mito de la tercera Roma.

 

Esta lucha, llevada con una violencia inútil que hace inevitable el Raskoi (o cisrna de los Viejos Creyentes),   agota a la Iglesia rusa.       En 1721 Pedro el Grande puede fácilmente someterla a su dominio, reemplazando al patriarca por un sistema sinodal de tipo luterano. La nueva élite rusa> seducida por el racionalismo de las luces y después por la teosofía masónica, parece, salvo algunas excepciones (Skovoroda), irremediablemente separada de la fe tradicional, El siglo XVIII se convierte en un período trágico para la ortodoxia, sometida en el sur al Islam (la administración otomana obliga a los obispos a la simonía), y en el norte al imperio ruso.

 

La renovación, inesperada, llega entre los siglos XVIII y xix, con una readaptación del hesicasmo, con el sentido de la universalidad ortodoxa y con el diálogo con Occidente.  Un atonita, San Nicodemo el Hagíorita (que traduce y adapta los grandes textos de la espiritualidad ignaciana), y el obispo de Corintio, Macario, componen una monumental antología de teología mística, la Filocalia, promoviendo al mismo tiempo, corno los hesicastas del siglo xiv, la purificación de la liturgia y la comunión frecuente.  Filocatía significa «amor de la belleza», lo que subraya la exigencia existencias, el recurso, frente a las luces de la razón práctica, de la experiencia de la luz.  Traducida al eslavo por un ucraniano asentado en Moldavia, Paissié VelitchkovskY, que practica y enseña la distincíón-identidad del corazón físico y del corazón espiritual (la búsqueda del «lugar del corazón», centro de integración del hombre total, para introducir en él la invocación, es uno de los aspectos principales de la ascesis hesicasta), la Fílocatia encuentra en Rusia un terreno preparado.  A la política opresiva y de secularizacíón responde con la renovación de la plegaría, con un movimiento de espiritualidad femenina, y la mística de la angustia de Tykkon de Zadonsk, testigo esencial de la «salvación por el amor», entre Cabasilas y Dostoievskí.  En el cruce entre el resurgir local y la corriente filocálíca se encuentra el gran transfigurado de la ortodoxia moderna, San Serafín de Sarov.  Los monasterios y la jerarquía dejan sitio al ministerio característico de los «ancianos» (startsi, en ruso; gerontés, en griego), «hombres apostólicos» cuya sabiduría popular atrae a las muchedumbres.  El renacimiento filocálico llena parcialmente el abismo entre la Iglesia y los intelectuales e intenta asumir con un conocimiento integral la lucidez crítica y el espíritu científico de Occidente.  El monasterio de Optino, con su estirpe de startsi, es el centro de la literatura y del pensamiento ruso del siglo xix.  Se traduce a los padres de la Iglesia; la misión, apoyada en un inmenso trabajo para inventariar y utilizar las lenguas locales, se extiende a través del norte de Asia, -hasta las Aleutianas y Japón.  En estrecha unión con los laicos, el episcopado ruso se afirma y convoca a partir de 1904 las comisiones preconciliares que preparan la supresión del régimen sinodal, Reunido en 1917-1918, en el íntervalo de dos ataques, el Concilío de Moscú, con igual número de laícos que de clérigos, consigue, antes de ser dispersado por los bolchevíques, restablecer el patriarcado y reformar la Iglesia rusa en el sentido de una completa responsabilidad del laicado.

 

Sin embargo, este renacimiento no ha llegado nunca a la síntesis a causa de extrañas discronías.  Dos problemas fundamentales siguen hoy día sin resolverse: el de la organización interno de la Iglesia y el de sus relaciones con la cultura.

 

La organización interna de la Iglesia

 

Durante el siglo xjx, el desmoronamiento del Imperio otomano trae consigo el retroceso ecuménico del patriarcado.  Las naciones cristianas de los Balcanes, una vez liberadas, crean iglesias nacionales, con el apoyo del Imperio ruso, cuya «política ortodoxa» permite también a los árabes cristianos dominar de nuevo el patriarcado de Antioquia.  Se establece así un sistema de autocefalías nacionales adaptado a las nuevas condiciones de la historia pero que hace muy difícil la expresión de la universalidad     de la Iglesia.  El desmoronamiento y el aíslamiento de la Iglesia rusa después de 1917 permite, entre las dos guerras, el aumento de la influencia de Constantinopla, que afirma, a veces con éxito, su jurisdicción sobre el conjunto de la dispersión ortodoxa.  Esta concepción es puesta en entredicho por la Iglesia restaurada durante la segunda guerra mundial, con lo que hubiera parecido que la ortodoxia quedaba prácticamente bicéfala y que esta dualídad sólo hacía traducir la oposición política entre Este y Oeste.  Sin embargo, después de 1960 parece ponerse de manifiesto la unidad profunda, sacramental y doctrinal de la Iglesia ortodoxa.  La renovación de la eclesiología tradicional (eucarística y universal y no nacional), el papel de superación que ha jugado la dispersión y en ciertas Iglesias del sudeste europeo, el diálogo ecuménico y la necesidad de hacer frente a los problemas planetarios son factores que, con otros, explican la elaboración inesperada de nuevas formas capaces de evitar a la vez la yuxtaposición de las Iglesias nacionales y la tentación de la centralización jurídica que no pertenece a la tradición ortodoxa: se reúnen periódicamente conferencias pan-ortodoxas, en las que se expresa de manera viva la colegialidad del episcopado (en Rodas, en 1961, 1963 y 1964; en Belgrado, en 1966, y en Chambesy, en 1968), y casi todos los patriarcas ortodoxos o sus más altos representantes se reunieron en Athos en junio de 1963 para celebrar el milenario de una república monástíca que, multinacional, ha dado un sorprendente ejemplo de unión en la libertad.  Parece que se camina hacia la creación de un sínodo permanente, órgano de la conciliaridad de la Iglesia, y hacia la reunión de un concilio general.  Estas iniciativas las toma el primado con el fraternal acuerdo de los jefes de todas las Iglesias autocéfalas.  Nunca se insistirá bastante sobre el papel jugado por el patriarca de Constantinopla, Atenágoras I, para esta unión de la ortodoxia.

 

Iglesia y cultura

 

En el siglo xix, el movimiento de los startsí hizo un esbozo de síntesis -no compromiso, ni moralización, sino inspiración creadora (según el viejo tema imperial de la «sinfonía»)- entre la Iglesia y la cultura.  Los eslavófilos (Komiakov, Kireevski) desarrollan el tema, originalmente hesicasta, del conocimiento integral e integrante, supranacional y supraindividual.  Las reformas de Alejandro II - y sobre todo la liberación de los siervos, anunciada por el metropolitano de Moscú, Filarete, verdadero patriarca sin título- muestran la fecundidad social del movimiento.  Sin embargo, la síntesis no se realiza.  Las reformas sólo son parciales, la ciencia y el eslavofilismo degeneran en la confusión (una vez más) de lo religioso y de lo nacional sin fuerza escatológico.

 

Hacia 1900, cuando la inteligentsia sectaria pierde terreno a nivel de la alta cultura y cuando surge un pensamiento creador que busca por encima del marxismo, y a través del idealismo alemán, la superación espíritual, la tradición hesicasta se desmorona (con la Filocalía rusa, pietista e insípida, de Teófano el Recuso y  la decadencia de Optino) y entonces la gran aventura de la filosofía religiosa rusa se desarrolla sin encontrar el apoyo de una auténtica gnosia ortodoxa.  Resulta patético ver a un Solovíev, un Florenski, un Bulgákov, ignorar casi a Palamas y reínventar, no sin riesgos, bajo el nombre de sofiología (de Sophia, sabiduría divina presente en todas partes) el tema de las energías divinas.  Resulta patético que, para asumir la cultura moderna, sólo pudiesen descubrir el misterio de la omnipresencia con una mediocre herejía del hesicasmo atónito, la onomolatría («aclaración del nombre que identifica al mismo Dios con el nombre de Jesús, concebido como Portador de la energía divina e invocado sin cesar en el método hesicasta).  En el terreno psícosocial, el impacto de la técnica y del pensamiento revolucionario de Occidente provoca un amplio movimiento mesiánico donde la sensibilidad ortodoxa se entremezcla confusamente con la de las sectas (la familia imperial, que consideraba a Rasputín como un starets, se equivocó al igual que muchos escritores que confundieron lo espiritual con lo oculto).  Esta efervescencia culminó con la revolución escatológico y dionisíaca de 1917, monopolizada en seguida, para salir del caos, por los más impermeables a lo invisible, los comunistas, La inteligentsia cristiana se vio entonces obligada al silencio o al exilio.  Algunos de sus más grandes representantes -Bulgákov, Berdiaev, Chestov- fecundaban la búsqueda occidental de temas abierta o implícitamente ortodoxos- la libertad creadora del Espíritu Santo, la comunión ontológica de las personas, la lucha contra las evidencias racionales, las revelaciones de la muerte, la transfiguración de la cultura y del cosmos por la luz del Resucitado, etc.  Las nuevas generaciones de la diáspora (Florovsky, Lossky, Meyendorff) vuelven a la gran tradición patrística y palamita. Pero, lamentablemente, su escrupulosa fidelidad se opone a la osadía, a menudo imprudente, de sus mayores, La relación justa entre la tradición y la cultura  - de pobreza escatológico y de inspiración imperial- sólo se entrevé en obras aisladas, como, por ejemplo, la de Evdokimov.

 

La revolución de 1917 y la destrucción, en 1945, de las últimas monarquías ortodoxas (excepto la griega) encontraron a la ortodoxia social y éticamente sin recursos pero preparada espiritualmente.  Tenía por costumbre confiar al emperador (o al rey) cristiano, cuya autoridad consagraba como de origen divino, las estructuras y la cultura, además de su propia organización sociológica, preservando, eso sí, celosamente la independencia espiritual.  Cuando se encontró ante un poder ateo, y que sobre aquellos que lo detentaban no tenía influencia alguna, no supo luchar como lo hacen los cristianos occidentales (por ejemplo, en Polonia), en el plano de las instituciones y del derecho.  Se dejó despojar de sus vestiduras sociales y culturales, se dejó reducir a la libertad de culto (incluso sin poder hacer propaganda religiosa) y se dejó a veces utilizar políticamente.  Pero profundizó en la oración y la fe, y esta actitud, a pesar (o a través) de las ambigüedades de la humillación, la salvaron en los momentos más difíciles (cualquier otro tipo de resistencia distinto a este abandono la hubiese deshecho).  Sin embargo, a partir de 1927, el locum tenens del guardián del trono patriarcal, el metropolitano Sergio, adopta una actitud leal y abierta con respecto a la sociedad soviética: «si el Estado exige renunciar a la propiedad, ¿es necesario entregar la vida en la obra común ... ? Pues eso es precisamente lo que la fe enseña a los cristianos».  Esta postura fructificará durante la segunda guerra mundial: la Iglesia rusa participa hasta el agotamiento en la reparación moral de la patria y el Estado le permite reorganizarse.  Sergio es elegido patriarca y después de su muerte se elige a Alexis, el animoso obispo de Leningrado (en el momento del terrible bloqueo).  En 1959 hay treinta y dos mil iglesias abiertas, sesenta y ocho monasterios y ocho seminarios.  Pero de todas formas, después de 1960 la esterilidad del pensamiento marxista, el vacío creado por la desestalinización, la recuperación de la gran cultura rusa, impregnada de cristianismo, el renacimiento religioso y el rejuvenecimiento de los dirigentes de la iglesia crearon tal situación que los fanáticos de la antirreligión han entablado un último combate.  Valiéndose de la tradicional sumisión de parte del episcopado y del desmoronamiento parcial el pueblo cristiano (normal en una sociedad industrial, pero compensado por tomas de conciencia más profundas, aunque menos numerosa) han conseguido en 1964, con una persecución incruenta pero asfixiante, reducir a unas ocho mil el número de iglesias abiertas, a diez el de los monasterios y a tres el de los seminarios.  Y no obstante, ninguna de las dos partes ha dicho la última palabra: por un lado, mezclada con el nihilismo, aumenta la sed de la libertad de espíritu en los intelectuales; por otro, recientes encuestas sociológicas revelan un vigoroso pensamiento cristiano, que ve en el ateísmo perseguidor un momento providencial de la historia del cristianismo.  En una sociedad radicalmente secularizada desaparecerá lo religioso como esfera aislada y el misterio eciesial se interiorizará con la aparición de hombres litúrgícos capaces de «eciesializar» toda la vida.

 

Tampoco en Grecia se ha realizado la síntesis, emprendida al final del último siglo por un gran pensador, Apostolos Makrakis hijo espiritual de los gerontes del Megaspileón.  Al final degeneró en iluminismo antijerárquico y el movimiento se hizo prudente, para luego debilitarse en una renovación de la ética y del apostolado. Sus creadores buscan en el logos cósmico del paganismo,o en el logos histórico de Marx el sentido del ser.

 

Seguramente el mejor esbozo de un encuentto creador con la cultura contemporánea se haya dado en Rumania.  Algunos espírítualístas, que también son grandes intelectuales de formación occidental, como el P, Staniloae, han emprendido la readaptación a nuestro siglo de la tradición hesicasta Y han comenzado la Publicación de una Fílocaíía rumana que responde a las exigencias y a la angustia del hombre contemporáneo, cuya actividad, reducida Por el régimen a partir de 1959, ha vuelto a tomar fuerza con el resquebrajamiento del bloque ,comunista.

 

Aunque la síntesis no se haya conseguido, el fermento permanece. Ya se puede observar cómo los más grandes escritores rusos del momento (Soljenitsín y Siniavski y antes Akhmatova y Pasternak) son de inspiración cristiana.  H2Y Una Prometedora generación de jóvenes teólogos que está surgiendo en Grecía.  Grandes obispos, en Ortodoxia árabe (Jorge Khodre,Ignacio Hazim), dan a la, tradición mística una fuerza revolucionaría.

 

A través de la superación de estos problemas, las conquistas del período eclesíológico residen en una cierta explicitación del misterio de la Iglesia.

 

Los concílios del siglo xvII destacan con fuerza el carácter teándrico, su realidad institucíonal, por mistérica, del cuerpo de Cristo.  De manera complementaria, el pensamiento ortodoxo del siglo xix  muestra sobre todo a la Iglesia como Pueblo de Dios y templo del Espíritu Santo. Es la respuesta al tema de la infalibilidad pontificia dogmatizada en 1870 y especialmente al tormento de la época, a sus filosofías del devnir colectivo (es conocida la influencia en Rusia del idealismo alemán), a la antinomia de Marx y de Nietzsche, de la sociedad Y del individuo.  San Serafín de Sarov, con su ejemplo y su enseñanza, dice que «el fin de la vida cristiana es la adquisición personal del Espíritu Santo.  En el Espíritu Santo se abre a cada persona, a su superacíón deificante, un espacio infinito.  Y la Iglesia no tiene otro sentido e ser el lugar espíritual en el que el hombre puede llegar a ser dios.

 

En 1848, como respuesta al papado que pide el reconocimiento de su infalibilidad, una gran encíclica de los patriarcas y de los sínodos orientales (Constantinopla, Aleíandría, Antíoquía, Jerusalén) proclama que, en la tradícíón ortodoxa tan largo tiempo común a Oriente y Occidente, «la salvaguardia de la verdad reside en el cuerpo entero de la Iglesia, es decir, en el Pueblo».  El texto encuentra un gran eco en Rusia, donde Komiakov está elaborando la eclesíología de la Yobornost (de la palabra eslava que, en el Credo, significa católica), catolicidad viva de las conciencias personales unidas por el Espíritu Santo más allá de sus limitaciones individuales, con una evidencia hecha posible por la experiencia del amor.  En una superación simultánea del individualismo de los protestantes y del autoritarismo jurídico de los católicos, el pensamiento ortodoxo, con los eslavófilos del siglo xix y los filósofos religiosos del xx, exalta la libertad personal que se realiza en la comunión, en la experiencia eclesial de la consubstancialídad de las personas, a imagen de la Trinidad.

 

Para terminar, el siglo xx ortodoxo ha insistido en el tema de la omnipresencia divina y sobre la esperanza ecuménica.  Por una parte, la filosofía religiosa rusa buscaba una nueva conciencia religiosa, orientada hacia la transfiguración escatológico del acto creador y del trabajo común de los hombres (Fedorov, Berdiaev) y hacia el descubrimiento, en el Resucitado, de la sacralidad del eros y de toda la carne de la tierra (Merejkovski, Rozanov, Vychestlavtsev). Para los sofiólogos Vladimir Soloviev, Paul Florenski, Serge Bulgákov, la Iglesia, en el fondo, representa a la humanidad y al cosmos, en vía de deificación: la historia secreta -la del Espíritu Santo y la de la libertad- va del Dios hombre al Dios humanidad.  También la neopatrística (y sobre todo V.  Lossky) señala la reciprocidad que une en la Iglesia el sacramento y la profecía, relación análoga a la del Hijo y el Espíritu en la teología trinitaria.  Es el esbozo de una «Ontología del misterio» que podría integrar al momento protestante y al momento católico del cristianismo.

 

Tal elaboración no se limita al campo del pensamiento.  La prueba es la importancia que alcanzan en la ortodoxia contemporánea las cofradías o movimientos en los que el laicado se expresa proféticamente para renovar el apostolado, la vida litúrgico y hasta la predicación (en Grecia, por ejemplo, está confiada frecuentemente a teólogos laicos).  Si bien tales organizaciones son actualmente imposibles en los países del Este, preciso es señalar de este lado del telón de acero al Movimiento de la juventud Ortodoxa del Patriarcado de Antíoquía, las cofradías griegas (Zoi, Actinis, las Uniones Cristianas, etc.) y la Acción Cristiana de los Estudiantes Rusos en Europa Occidental.  Todos estos movimientos tienen un punto de unión a escala panortodoxa en el marco de una especie de federación llamada Syndesmos.  Los seminarios y las academias de teología de los países del Este envían ya representantes a los congresos de Syndesmos.  Sin embargo, uno de los problemas de la ortodoxia contemporánea es el de reconciliar plenamente estos movimientos con el episcopado y con la gran tradición monástico, fundamentalmente contemplativo.

 

 

 

2. ALGUNAS POSTURAS

 

Las indicaciones históricas anteriores nos muestran cómo la Iglesia ortodoxa no ha gustado dogmatizar y cómo, cuando lo ha hecho, ha sido más bien de forma negativa, para salvaguardar el realismo experimental de la salvación.  La teología patrística, palamita, filocálica, en su resurgir contemporáneo, no busca convertirse en ciencia. Tampoco se refugia en el antirracionalísmo, sino una inteligencía crucificada y renovada que promueve el misterio por medio de la negación, la antinomia, el símbolo y la alabanza.  Conocer es vivir en Cristo para convertirse en Espíritu, según el dicho: «es teólogo el que tiene la oración pura”.  La palabra teológica es el aspecto intelectual (y poético) de un arte de la vida toda, que es arte del silencio en los contemplativos, del amor al prójimo en los «locos de Cristo, de la fiesta sacríficial y liberadora en la liturgia.

 

Las verdades fundamentales

 

Cuando un ortodoxo hace el signo de la cruz, pliega dos dedos y une los otros tres; cuando un obispo bendice al pueblo, cruza dos candelabros: uno con dos velas cuyas luces se confunden, otro con tres cuyas llamas terminan, también, siendo una.

Dos en Uno: la dívino-humanidad; Tres en Uno: la Trinidad.  Son las verdades fundamentales de la ortodoxia.

 

La divino-humanidad

 

La alegría de la Pascua es el centro de la fe ortodoxa.  En la cruz vivificadora, Cristo se deja penetrar por el infierno y la muerte, contracreaciones de los ángeles y de los hombres con su libertad trágica, y que hay que comprender como modos de existencia.  Al permitírselas la entrada quedan consumidos en el abismo de amor de su divinidad.  Este acto liberador es un acto de curación, una nueva creación.  En el cuerpo glorioso del Resucitado, la humanidad y el cosmos se transfiguran secretamente.  Los cristianos son llamados, por la unión, la sinergia del Espíritu Santo y de su libertad, a preparar la manifestación definitiva, en todo y en todos, del Cuerpo glorioso que, desde ahora, viene a ellos en la Iglesia como misterio.  La santidad acelera el retorno de Cristo, la Parusía, concebida a la vez como catástrofe (para las raíces de muerte y de mentira de este mundo) y como transfiguración (para toda realidad viviente).  Esta obra de «cristifícación» concebida con una perspectiva fundamentalmente ascética por la tradición también ha sido, en la filosofía religiosa rusa, inspiración creadora en todos los campos de la actividad humana.

 

La Trinidad

 

El Dios que la teología negativa se niega a objetivar y alcanzar es revelado como Trinidad por la adquisición del Espíritu Santo y por la vida en Cristo.

 

Trinidad, revelación de la persona y del amor.  Aquí el Tres designa la plenitud de la existencia personal, la absoluta diversidad de las personas en su absoluta unidad.  En el Espíritu Santo, donde se opera la superación eterna de cualquier oposición, la Trinidad transciende su propia transcendencia según la marcha natural de las energías divinas, por medio de las cuales quiere Dios hacer posible la participación total en El.  Creados a imagen de Dios, llamados a ser sus iguales, los hombres son también inobjetivables y consustanciales.  Esta antropología trinitaria, rota por la caída y restablecida en Cristo, se nos ofrece en los misterios de la Iglesia, a través de los cuales las energías trinitarias nos penetran.

 

Si bien la unidad divino-humana transfigurará el cosmos, es el energismo trinitario el fermento de las relaciones humanas («nuestro programa social es el dogma de la Trinidad», decía Nicolai Fedorov).  Por eso los grandes maestros espirituales ortodoxos rezan para que todos se salven, ya que la salvación no es más que la realización, a imagen de la Trinidad, de la total comunión humana.  Y no una apocatastasia (restablecimiento universal) mecánica, condenada con el origenismo, sino combate de amor, de esperanza sin límites.  San Isaac Siríaco rezaba «incluso por los demonios».

 

A pesar de la opacidad y de la traición de los cristianos, la Iglesia es santa en la medida en que se abre por el arrepentimiento y la invocación (la epiclesia) a la presencía fiel de Dios que en Cristo, del que somos miembros, nos comunica su Espíritu, dándonos ya aquí abajo la virtud eterna.  Por epiclesía entendemos la oración pronunciada por el sacerdote y ratificada por el pueblo, existente en toda acción sacramental.  Es la súplica a Dios para que envíe su Espíritu que actualizará, por el sacramento y la comunión de los fieles, la presencia y la fuerza del Resucitado.

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La Iglesia está en Cristo

 

La Iglesia es «el Cristo total con su cabeza y su cuerpo» (San Agustín).  Esta unidad orgánica, entendida por los padres en el sentido más realista, es una unidad eucarística.  La Iglesia loca que integra «mistéricamente» a los fieles en el cuerpo de Cristo, manifiesta a la Una Sancta en su plenitud.  Todas las iglesias locales se reconocen en la misma fe y se identifican en la misma vida: la del Resucitado.  El sacerdocio del obispo, imagen del «Gran pastor de ovejas», dispensador de la Palabra y de los Misterios, ampliado a través del presbyterium (colegio de sacerdotes), se postula en esta realidad «mistérica».  Su unidad en el tiempo y en el espacio, a través de la sucesión apostólica, atestigua la unicidad de la eucaristía y la continuidad de la fe.  Instituido por Cristo la noche de su resurrección (Juan, 20,19-23), encuentra su plenitud en el Espíritu de Pentecostés, dentro y al servicio de la comunidad a la que alimenta con la Sangre de Cristo.  El sacerdocio es algo distinto pero no separado, lo cual abre la posibilidad de ordenar sacerdotes a los hombres casados.

 

El Espíritu Santo descansa en el Cuerpo de Cristo

 

Por eso la inserción en ese Cuerpo, a través del bautismo, viene seguida inmediatamente por el sacramento del crisma -«señal del don del Espíritu Santo»-, que transforma potencialmente al laikos (laico, miembro del laos -pueblo- de Dios) en pneumatóforo (portador del Espíritu).  La infalibilidad de la verdad - es decir, la recepción de la verdad en el Espíritu Santo en toda la vida de la Iglesia, definición ortodoxa de la Tradición- sólo puede manifestarse en el acuerdo libre de las conciencias personales, en su comunión inseparablemente sacramental y comunitaria.  El pueblo de Dios, en la unidad de la fe, y del amor, unidad renovada constantemente por la acción de los padres y de los profetas, está llamado a «salvaguardar la verdad» (encíclica de1848). El papel de los laicos en la reflexión y la enseñanza teológico siempre ha sido) importante.

 

Es cierto que por derecho divino corresponde al magisterio autentificar la expresión eclesial de la verdad.  No obstante, y la historia nos ofrece muchos ejemplos, un obispo, un patriarca, un papa y hasta un concilio, aun ecuménico, pueden errar.  Sólo el asentimiento vivo del pueblo de Dios, dentro de un proceso histórico que no puede objetivarse en normas canónicas, testimonia que los que llevan la carga episcopal responden realmente a su carisma.

 

La catolicidad como analogía trinitaria

 

«La catolicidad es el vínculo que une a la Iglesia con Dios, que se le revela como Trinidad y que le confiere el modo de existencia propio de la uni-diversidad, es decir, un orden de vida a imagen de la Trinidad» (VI.  Lossky).  Esta catolicidad fundamental (que Komiakov llamaba sobornost para distinguirla de la simple universalidad geográfica) busca, por una parte, la restauración en Cristo de la total «consubstancialidad» humana y, por otra parte, la consagración, por las lenguas de fuego de Pentecostés, de la no menos absoluta diversidad de las personas.  La analogía trinitaria es también el fundamento de la comunión de las iglesias locales y, por tanto, de la colegialidad del episcopado.

 

Esta permanente conciliaridad de la Iglesia puede manifestarse en concilios universales o regionales.  Con frecuencia, se realiza a través de un testimonio o iniciativa inspirados, recibidos por el conjunto de las Iglesias y por todo el pueblo de Dios.

 

Para la buena marcha . eclesiástica, la comunión de las iglesias locales se organiza alrededor de centros de primacía, formando una especie de federación de iglesias hermanas donde cada una es autocéfala, es decir, que designa libremente al primado.  Generalmente lleva el nombre de «patriarca», es elegido por los obispos locales y, de acuerdo con el sínodo que los representa, ejerce su derecho de control y de apoyo.  En algunas iglesias (sobre todo en la Iglesia rusa), la centralización administrativa es muy grande; los obispos sufren cambios frecuentes, mientras que en la gran tradición ortodoxa, conservada mejor en los patriarcados del Cercano Oriente, y restaurada parcialmente en la Iglesia griega, la unión del obispo con su pueblo es indisoluble.  Es algo que en la antigua Iglesia quedaba subrayado por la elección del obispo, lo cual todavía subsiste parcialmente en Chipre y en el patriarcado de Antioquía.  En la Iglesia rusa se restableció en el concilio de 1917, pero las condiciones históricas no permitieron que se llevase a la práctica a no ser en algunas fracciones de la diáspora, Las cofradías griegas están deseando poder llevarla a cabo.    

 

 En fin, que si bien la eclesiología ortodoxa tradicional supone la existencia de un centro de acuerdo universal -en la actualidad, el patríarcado de Constantinopla-, sin embargo la reacción ante la presión del poder romano, que coincide con el desarrollo de las autocefalias nacionales, ya hemos visto cómo han oscurecido esta noción.

 

De manera rica y compleja, la noción de la sucesión de Pedro dentro de la Iglesia ortodoxa se va concretando. Por la fe, todos los creyentes son sucesores de Pedro.  Por el ministerio, cualquier obispo y todos los obispos juntos manifiestan el misterio personal de Pedro, portavoz de la fe apostólica y presidente de la asamblea eucarística en la iglesia arquetipo de Jerusalén antes de la dispersión de los apóstoles, Es decir, que en virtud de la relación que existe entre el colegio episcopal y el círculo apostólico, el primado universal constituye una analogía de Pedro, como icono y como órgano de la colegialidad.  En este plano, la ortodoxia venera el papel tradicional de Roma, pero considera que el dogma de 1870 cambió la misma naturaleza de la primacía.  Desde hace algunos años se observa, sin embargo, una convergencia progresiva de las dos confesiones, buscando la ortodoxia la expresión de la unidad transcendente de la Iglesia, y el catolicismo su diversidad.

 

Espírítualidad

 

La teología ortodoxa está hecha para ser vivida.  En primer lugar por la liturgia, que no es sólo el anuncio del Reino, sino la participación en su presencia por medio de un arte total, de belleza no individual y contemplativa. La liturgia utiliza, sacralizándola, la lengua popular.  Sin embargo, la inercia histórica, tan frecuente en el mundo ortodoxo, ha dejado envejecer excesivamente algunas lenguas litúrgicas, como es el caso del eslavo en sus iglesias.

 

La comunión, que durante mucho tiempo fue un hecho raro por respeto reverenciar a lo sagrado, se está convirtiendo en semanal, En Rusia de manera espontánea y popular y en otras partes por efecto de los movimientos de renovación.  Todos los fieles, incluidos los niños, comulgan con el pan y el vino.

 

La eucaristía es el sacramento de la unidad, por eso sólo hay un altar por iglesia y un culto eucarístico diario (el domingo sigue siendo algo especial, identificado con la Pascua).  Sí varios sacerdotes celebran al mismo tiempo, necesariamente deben de concelebrar.  Los oficios del sábado por la tarde y los de las vísperas de las fiestas (de ahí el nombre de vigilias), tan ricos desde el punto de vista teológico, juegan también un papel importante en la piedad.  De ellos podemos decir, con Brice Parain (en De fíl en aiguille): «En la Iglesia rusa se vive envuelto en un canto que sólo se detiene para comenzar de nuevo y que casi se limita a repetir "gracias", “ten piedad".  Se está allí, se está bien, se puede ir y venir, se puede estar tranquilo o estar molesto, según el lugar que uno ocupe; por debajo la vida continúa y sigue siendo cálida.»

 

El cristianismo es la religión de los semblantes.  Semblante de Dios en el hombre y semblante del hombre en Dios.  Por eso el icono forma parte integrante de la liturgia.  Los verdaderos iconos nunca son naturalistas; pintados con Proyección transfigurativa, simbolizan la luz increada, la resurrección de la carne y muestran a la persona santificada como sacramento del mundo futuro.  Por la comunión de los santos, nos introducen en la circulación mayor de la energía divina.

 

«Dios se hizo hombre para que el hombre pueda hacerse Dios», repiten los padres.  Los misterios alimentan una mística personal, sobria y viril.  Hay que guardar la gracia bautismal en lo más profundo del cuerpo purificando el intelecto, uniéndolo al corazón, de forma que todo el hombre se unifique en el crisol del «corazón inteligente».  El camino a seguir es el de las Bíenaventuranzas, la humildad, el amor a los enemigos, la sed de justicia y toda nuestra fuerza pasional, transformada, Por la penitencia y la confianza, en dolorosa dulzura, en una ternura no sentimental, sino de todo el ser, como la que muestra y comunica la Madre de Dios.

 

La ortodoxia nos transmite, pues, una ascesis compleja, verdadera contrapartida cristiana del yoga: el hesicasmo, «arte de las artes y ciencia de las ciencias», que utiliza los grandes ritmos corporales (ya que la gracia penetra en el cuerpo igual que en el alma) Y cuyo centro es la invocación del nombre de Jesús.

 

Sí Dios lo quiere, es una invocación que sale del corazón y se convierte en espontánea.  Así vivida, la oración es un estado en el que el hombre reencuentra su

verdadera naturaleza convirtiéndose en hombre apostólico, capaz de leer en los corazones y de decir la palabra queque inquieta o que cura.

 

El nuevo encuentro entre la ortodoxia Y Occidente está en camino.  Todas las iglesias ortodoxas, a partir de  los años sesenta, forman parte, con protestantes y anglicanos , del Consejo Ecuménico de las Iglesias.  Todas aceptan que algunas de ellas, y en Primer lugar Constantinopla, hayan emprendido con Roma un diálogo en un plano de igualdad según el deseo de las conferencias panortodoxas de 1963 y 1964.  Es un ecumenismo difícil al estar hecho sobre el modelo del pensamiento occidental, cuya superioridad cultural no admite duda.  Es un ecumenismo fecundo, en el que la ortodoxia puede encontrar los elementos para una toma de conciencia y para una reforma interior, al mismo tiempo que puede mostrar a los protestantes que es posible ser católico sin ser estrictamente romano, y a los católicos que se puede ser evangélico sin ser negativamente protestante.

 

Detrás de todo está sin duda un porvenir para un cristianismo que, en sus expresiones más altas, no es ideología ni activismo, sino locura de amor y método de deíficación.  Es un papel que no tiene nada de espectacular y que está hecho de acto de presencia y de gratuidad.  Como escribía San Juan Clímaco-. «El poder, para un rey, está en la riqueza y en la cantidad; el poder, para el silencioso, está en la abundancia de oración» (PG, 88, 1118B).

 

 

3. CISMAS Y SECTAS

 

El cristianismo ortodoxo no ha vivido nada comparable a las grandes dislocaciones del cristianismo occidental. Las sectas nacidas dentro de su campo espiritual apenas

abarcan hoy diez millones de personas. Surgen a partir de dos rasgos fundamentales -por una parte, una pneumatología desarraigada y, por otra, un ritualismo legalista y sacralizante- que corresponden, aunque aisladas e hipertrofiadas, a dos tendencias normalmente en equilibrio (o en tensión) dentro de la ortodoxia.  En la Edad Media surgieron, por un lado, el bogomilismo y, por otro, los movimientos judaizantes.  El primero, análogo al catarismo occidental, sobrevivió en Bulgaria hasta el siglo xviii y marcó profundamente la religiosidad popular en los Balcanes y en Rusia.  Ha sido hasta hoy el sedimento de las sectas espiritualistas, dualistas y antisociales.  El movimiento judaizante (surge en el siglo xii por la influencia de los cátaros convertidos al judaísmo y adquiere nueva fuerza en el siglo xv, en Novgorod, por influencia de las tendencias ocultistas y cabalistas de la Europa central) reaparece al final del siglo xvii con la secta de los subbotniki (sabataístas), que aún existe.  Su sensibilidad es visible en muchas sectas ritualistas o moralizadoras.

 

En la época moderna, las sectas se forman, sobre todo en Rusia, en los dos momentos en que se rompe la historia del país: a finales del siglo xvii, con el desmoronamiento de la santa Rusia, y en el siglo. xx, con la revolución apocalíptico de 1917.

 

En el siglo xvii, la Rusia moscovita se aislaba en la sacralización de un orden total, simbiosis del tercer Imperío y de la tercera Roma.  Cuando, hacia 1650, el patriarca Nicon reincorporó brutalmente la Iglesia rusa al ecumenismo ortodoxo, reformando gestos y textos litúrgicos según las costumbres contemporáneas de los despreciados griegos, provocó una oposición violenta por parte de los Viejos Creyentes.  A partir de 1667, en medio de una sociedad que se desequilibra y seculariza, el Raskol (el cisma) se encierra en un cristianismo mágico en el que la nostalgia de la santa Rusia se une a la del paraíso perdido. (La blanca Kitega anegada por las aguas del lago Svetloiar.)

 

Perseguidos con dureza por el Estado desde entonces fue para ellos instrumento del Anticrísto-, los Viejos Creyentes responden primero con los holocaustos colectivos de la «Muerte Roja», que transforma pueblos enteros en hogueras voluntarias, y luego -réplica de una minoría tolerada pero maltratada (hasta 1905) con el éxito de los grandes comerciantes, cuyo papel fue considerable en la cultura rusa de principios de siglo.

 

El Estado soviético reconoció a los Viejos Creyentes (divididos en «sin sacerdotes» y en «presbiterianos»), que han hecho llegar hasta nosotros el viejo canto llano ruso e iconos admirables.  Pero su fe, más que nada ritual, sufre una erosión intensa, no agrupando actualmente más de dos o tres millones de fieles.

Un cisma de espíritu parecido al de los Viejos Creyentes rusos se produjo en 1924 en la iglesia griega, cuando adoptó el calendario gregoriano.  Los paleoestilistas -partidarios del antiguo calendario- se negaron a esta modificación (que, por ejemplo, cambia la cuaresma de los Santos Apóstoles).  Hoy son más de un millón.

 

Los grandes trastornos, de los que el Raskol y la secularízación petrina son muestras, también han permitido el surgir de una pneumatología desarraigada, con dos formas principales: una mística y otra más racionalista,

de un moralismo evangélico-                 

 

La secta de los Kblysty u «hombres de Dios» fue la más importante.  Centrada en la experiencia sensible del Espíritu Santo, de acuerdo con los esquemas gnósticos y métodos orgiásticos cercanos a las técnicas de éxtasis del chamanismo (alternando con una ascesis estricta, antisocial y antifamiliar, que ha llegado hasta la castración de los miembros emparentados, los skoptsy, «castrados», «blancas palomas», «encarnación» del Espíritu Santo).  Estas sectas, prohibidas en la actualidad, quedan

sólo en estado residual.

 

Las sectas racíonalistas y moralizado ras: dukhobors, «luchadores del Espíritu»l y molokanos (de moloko, leche, es decir, los que beben leche durante la cuaresma o los que dan la «leche espiritual» de la que habla San Pablo), surgieron durante el siglo xvil, bajo las influencias occidentales del tipo de los cuáqueros, masones y protestantes.  Rechazan la Iglesia y la divino-humanidad de Cristo, acentuando un moralismo evangélico hecho de comunitarismo y pacifismo.  Actualmente están perdiendo partidarios     en favor de los bautistas, cuyos prin-

cipales dirigentes    son antiguos molokanos.

 

La Revolución         rusa fue la culminación (también en cierto modo una confiscación) de un poderoso movimiento mesiánico       nacido del subsuelo espiritual de Rusia, cuando la técnica y la ciencia llegadas de Occidente pusieron en peligro definitivamente las estructuras tradicionales.  Este movimiento, que renovó el pensamiento ortodoxo, también reactívó las antiguas sectas y provocó la aparición de otras nuevas, todas del tipo pneumatológico.  Unas, en la línea del moralismo evangélico (tolstoianas), con aparición de grupos protestantes de origen occidental (cristianos evangélicos y bautistas).  Otras, de tipo místico (presentan entre los intelectuales complejas influencias occidentales: la antroposofía de Steiner, el dionisismo de Nietzsche, el «tercer reino» de Joaquín de Fiore).  Entre ellas hay algunas que veneran nuevas encarnaciones del Verbo o del Espíritu (joanistas, innokentievtsy) y otras que aumentan de mala manera los aspectos de la mística ortodoxa tradicional («Glorificadores del Nombre» de Jesús-, que sería Dios - «sin muerte», para los cuales sólo se muere por falta de fe en el Resucitado).

 

Estos partidarios de las sectas eran revolucionarios religiosos, dualistas (en el sentido bogomilista) con reláci6n a la sociedad actual, pero monistas en su espera milenaria, Durante el período revolucionario y la NEP, el nuevo régimen los ha favorecido, admitierido la objeción de conciencia, invitando a los bautistas a fundar, como tales, koljós ejemplares, favoreciendo en la Iglesia ortodoxa un cisma progresista, el de la Iglesia viva (que autorizó el casamiento de los obispos y permitió el nuevo matrimonio de los sacerdotes viudos, que rusificó Y modernizó la liturgia).  De todas formas a partir de 1928 con la llegada del estalinismo una represión terrible cayó sobre las sectas y los cismas, lo que no les impidió proliferar, pero con otras perspectivas.



 

Durante el período estalinista, el terror y la persecución han conseguido la multiplicación clandestina de las sectas apocalípticas antisociales, que espetan el fin inminente del mundo y denuncian al régimen como el Anticristo, el Dragón del Apocalipsis.  Estas sectas, llamadas justamente del «dragón rojo», han ido poco a poco desapareciendo en favor de dos grupos salidos de la Iglesia ortodoxa y que forman a veces una verdadera Iglesia de las catacumbas: la «Verdadera Iglesia ortodoxa» y los «Verdaderos cristianos ortodoxos».  Las -sectas místicas perseguidas y las sectas de origen occidental (algunos pentecostistas Y los testigos de jehová, de gran influencia en estos grupos) han venido a unirse a este vasto movimiento apocalíptico y dualista -

 

 

 

Después de la desestalinización y de la relativa líberalización del régimen, los grupos apocalíptícos están perdiendo importancia.  Las recientes dificultades de la Iglesia ortodoxa, la racionalización del hombre soviético, su deseo de una experiencia personal de la verdad y de una práctica concreta de la ayuda mutua, la exigencia también de fuertes estructuras éticas, traen consigo el desarrollo de un verdadero protestantismo ruso que se sitúa en la línea, tradicional en Rusia, del moralismo evangélico.  Se trata sobre todo de bautistas que acentúan la santificación por el trabajo y declaran profesar las grandes virtudes del comunismo.  Conservan la mayor parte de las fiestas ortodoxas (también las marianas) y abarcan a unos tres millones de personas.

 

Olivier CLEMENT

 

 

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Tomado de:

Historia de las Religiones Siglo XXI. Volumen VII. Las Religiones constituidas en Occidente y sus contracorrientes I. Páginas 396-417.

 

Siglo XXI de España Editores S.A. Calle Plaza 5 Madrid 33.

 

Madrid 1984

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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