miércoles, 10 de julio de 2013

Reconocer a los falsos apóstoles


Paracelso

 

RECONOCER A LOS FALSOS APÓSTOLES (1)

 

 

El verano se da a conocer por signos. Por ellos se sabe que está próximo, que ya llega. Todas las cosas están igualmente marcadas por signos, por los que se puede conocer lo que sucederá, lo que nos va a suceder. Así como el verano no puede llegar sin que broten las hojas en los árboles, igualmente, nada nos llega sin signos precursores, ya sean favorables o desfavorables. La nube presagia la lluvia, el trueno, la tempestad. Es necesario, al igual que sabemos reconocer el verano, saber reconocer los falsos apóstoles y distinguirlos de los verdaderos.

 

Para llegar a ello se tiene que juzgar el conjunto, y no detenerse en el detalle como hicieron los fariseos. Ya que el calor no es el signo del verano, sino el verdor, el crecimiento y todo lo que le acompaña; en efecto, puede ser que haga calor también en invierno.

 

Fijaos, toda gran transformación representa un reino, una monarquía. Un descubrimiento importante constituye una monarquía de este tipo, en tanto haga sentir sus efectos -importa poco el ámbito de la misma: ya sea en el mundo intelectual, político, o espiritual. David inaugura la monarquía de los profetas. Adán la monarquía de las generaciones hasta el fin de los tiempos, Cristo la monarquía de la redención, César la monarquía de los emperadores, Melquisedec la monarquía de los sacerdotes, Salomón el reino de la sabiduría, san Juan Bautista el reino de la predicación y la penitencia, san Juan Evangelista la monarquía de los profetas del Nuevo Testamento- y así todos los demás, cada uno en su ámbito, en el mal como en el bien.

 

Sin embargo, no existe ninguna monarquía, grande o pequeña, que no esté marcada por signos que se relacionan con su desarrollo y transformación futura. Por lo que respecta a la monarquía de Adán, los seis días de la creación del Paraíso representan el anuncio de que el mundo fue creado para él -incluso antes de que él mismo fuera creado. La serpiente ha sido el signo precursor de la tentación y del pecado del hombre, ya que de lo contrario no habría ninguna razón para que entrara en el Paraíso y hablara. Así, cuando una acontecimiento se aparta del curso natural de las cosas, se convierte en el signo de que algo nuevo va a hacer su aparición en la historia de los hombres.

 

En consecuencia, es importante que nos ejercitemos en el conocimiento de los signos. Entonces nos volveremos hábiles como el campesino en su campo, y previsores; hábiles para distinguir los signos: sean los de la floración y de los frutos, sean los de la caída de las hojas -los signos de la primavera y los signos del Otoño, ya que nada llega sin signos precursores, agradables o desagradables. La espada constituye el signo precursor de la herida, la envidia y el odio el signo de los efectos que de ellos nacen. Estemos atentos al comienzo y al desarrollo de las cosas; a partir de ello, podemos prever lo que va a suceder después.

 

Sin embargo, aquel que busca conocer las cosas a partir de su final debe ir a la áspera escuela, si no quiere dejar escapar los signos que están aquí para nuestra advertencia. Ya que aquello que no ves, lo que dejas escapar, estará perdido para ti, estará perdido para el conocimiento de lo que va a suceder. El deseo de luchar es el signo de las armas; las armas son un signo precursor de la guerra y de la muerte.

 

Notad, el discípulo no es perfecto, aprende. Cuando se haya vuelto como su maestro, será perfecto. Así pues, si alguien me predica sobre Dios, también quisiera ver en él la perfección. ¿Cuál es esta perfección? Ser como el maestro, y el maestro es Cristo. El que anuncia su palabra tiene que caminar sobre sus pasos, venir en nombre del Señor -de lo contrario, viene en su propio nombre. Si no sabe curar los cuerpos ¿cómo podrá querer curar el alma?

 

Decir que el hombre debe ser perfecto hiere daño a quien no lo es. Por eso Cristo nos ha enseñado los signos por los que podemos reconocer a los verdaderos y a los falsos profetas. En aquel que actúa en nombre del Señor, la palabra y la obra están unidas, como lo están el marido y la mujer en el matrimonio; si, al contrario, están separadas, y damos fe a palabras que no están acompañadas por obras, entonces estamos equivocados, ya que la palabra que viene de Dios nunca va sin las obras. Sin el Espíritu, la palabra está sin fuerza; al contrario, incluso es el principio del mal; pronunciar la palabra de Dios, está bien; pero si el Espíritu de Dios no está en ella, desencadena error y engaño.

 

El hombre se ha puesto en el lugar de Dios; dice: créeme, cree en mi palabra y en mi interpretación. Pero esto es contrario al mandamiento, ya que es por el Espíritu de Dios que seremos iluminados, y no por el espíritu del hombre. No obstante, la palabra de Dios pasa por el hombre.

 

Por eso, no hay que añadir nada a la palabra de Dios, ni predicar nuestro discurso al lado o en lugar de la palabra de Dios. El diablo, si tuviera forma humana, se presentaría de la misma manera que estos falsos profetas y estos falsos predicadores.

 

1. Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenheim, conocido como Paracelso, nació en Einsiedeln, Suiza, en 1493. Sus conocimientos abarcaban todos los ámbitos del saber, aunque su principal dedicación fue el estudio de la medicina y de la alquimia. El presente texto forma parte de una selección de C. del Tilo aparecida en la revista "La Puerta" (mayo de 1998 [c/ Isaac Peral, 13B, 08397, Pineda de Mar, Barcelona]), dedicada al Cristianismo y a la Filosofía Oculta. Tal término debe ser entendido en el sentido en que Agrippa (1486-1535) lo definió, es decir, como el reencuentro entre el Cristianismo, la Cábala y el Hermetismo. La traducción del fragmento es de Lluïsa Vert.

 

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