miércoles, 30 de noviembre de 2016

REALIZACIÓN ASCENDENTE Y DESCENDENTE (René Guenon)


CAPÍTULO XXXII

REALIZACIÓN ASCENDENTE Y DESCENDENTE

(René Guenon . Iniciación y realización espiritual (1952)

En la realización total de ser, hay lugar a considerar la unión de dos aspectos que corresponden en cierto modo a las dos fases de ésta, una «ascendente» y la otra «des-cendente». La consideración de la primera fase, en la que el ser, partiendo de un cier-to estado de manifestación, se eleva hasta la identificación con su principio no mani-festado, no puede suscitar ninguna dificultad, puesto que eso es lo que, por todas par-tes y siempre, se indica expresamente como el proceso y la meta esencial de toda iniciación, desembocando ésta en la «salida del cosmos», como lo hemos explicado en precedentes artículos, y, por consiguiente, en la liberación de las condiciones limi-tativas de todo estado particular de existencia. Por el contrario, en lo que concierne a la segunda fase, la de «descenso» a lo manifestado, parece que no se haya hablado de ella sino más raramente y, en muchos casos, de una manera menos explícita, a veces incluso, podríase decir, con una cierta reserva o una cierta vacilación, que, por lo demás, las explicaciones que nos proponemos dar aquí permitirán comprender; sin duda, ello se debe a que da lugar fácilmente a malentendidos, ya sea porque se mire erradamente esta manera de considerar las cosas como más o menos excepcionales, ya sea porque se equivoque el verdadero carácter del «redescenso» de que se trata.
Consideraremos primero lo que se podría llamar la cuestión de principio, es decir, la razón misma por la cual toda doctrina tradicional, provisto que se presente bajo una forma verdaderamente completa, no puede, en realidad, considerar las cosas de otro modo; y esta razón podrá comprenderse sin dificultades si uno se remite a la enseñanza del Vêdânta sobre los cuatro estados de Atmâ, tal como se describen con-cretamente en la Mândûkya Upanishad1. En efecto, no hay solo los tres estados que están representados en el ser humano por la vigilia, el sueño y el sueño profundo, y que corresponden respectivamente a la manifestación corporal, a la manifestación sutil y a lo no manifestado, sino que más allá de estos tres estados, y por tanto más allá de lo no manifestado mismo, hay un cuarto, que puede decirse «ni manifestado ni no manifestado», puesto que es el principio de uno y del otro, pero que también, por eso mismo, comprende a la vez lo manifestado y lo no manifestado. Ahora bien, aunque el ser alcanza realmente su propio «Sí mismo» en el tercer estado, el de lo no
1 Notes on the Katha Upanishad, 3ª parte.
2 Cf. Brihad-Aranyaka Upanishad, II, 3.
manifestado, sin embargo el término último no es éste, sino el cuarto, únicamente en el cual se realiza plenamente la «Identidad Suprema», pues Brahma es a la vez «ser y no ser» (sadasat), «manifestado y no manifestado» (vyaktâvyakta), «sonido y silencio» (shabdâshabda), sin lo cual no sería verdaderamente la Totalidad absoluta; y, si la realización se detuviera en el tercer estado, no implicaría más que el segundo de los dos aspectos, el que el lenguaje no puede expresar más que bajo una forma negativa. Así, como lo dice A. K. Coomaraswamy en un reciente estudio1, «hay que pasar más allá de lo manifestado (lo que se representa por el paso «más allá del Sol») para alcanzar lo no manifestado (la «oscuridad» entendida en su sentido superior), pero el fin último está aún más allá de lo no manifestado; el término de la vía no se alcanza mientras no se conoce a Atmâ a la vez como manifestado y no manifestado»; así pues, para llegar ahí, es menester pasar todavía «más allá de la oscuridad», o, como lo expresan algunos textos, «ver la otra cara de la oscuridad». Dicho de otro modo, Atmâ puede «brillar» en sí mismo, pero no «irradia»; es idéntico a Brahmâ, pero en una sola naturaleza, no en la doble naturaleza que está comprendida en Su esencia única2.
Aquí, es necesario prevenir una objeción posible: en efecto, se podría hacer observar que no hay ninguna medida común entre lo manifestado y lo no manifestado, de tal suerte que lo primero es como nada frente a lo segundo, y, además, que lo no manifestado, puesto que ya es en sí mismo el principio de lo manifestado, debe con-tenerlo ya de una cierta manera. Todo eso es perfectamente verdadero, ciertamente, pero no lo es menos que lo manifestado y lo no manifestado, mientras se consideren así, aparecen todavía en un sentido como dos términos entre los cuales existe una oposición; y esta oposición, incluso si no es más que ilusoria (como por lo demás toda oposición lo es en el fondo), por eso no debe menos ser finalmente resuelta; ahora bien, esta oposición no puede resolverse más que pasando más allá de uno y otro de sus dos términos. Por otra parte, si lo manifestado no puede decirse real en el sentido absoluto de esta palabra, por eso no posee menos en sí mismo una cierta realidad, relativa y contingente sin duda, pero que, sin embargo, es una realidad a algún grado, puesto que no es una pura nada, y puesto que sería incluso inconcebible que lo fuera, ya que eso lo excluiría de la Posibilidad universal. No se puede decir pues, en definitiva, que lo manifestado sea estrictamente desdeñable, aunque parezca tal en relación a lo no manifestado, y aunque sea eso, quizás, una de las razones por las

1 A propósito de esto, conviene agregar que algo semejante puede tener lugar también en un caso diferente del de los «estados místicos», caso que es el de una realización metafísica verdadera, pero que ha quedado incompleta y todavía virtual; la vida de Plotino ofrece un ejemplo de ello que es sin duda el más conocido. Se trata entonces, en el lenguaje del taçawwuf islámico, de un hâl o estado transitorio que no ha podido ser fijado y transformado en maqâm, es decir, en «estación» permanente, adquirida de una vez por todas, cualquiera que sea por lo demás el grado de realización al cual co-rresponde.

que, en la realización, todo lo que se refiere a ello puede encontrarse a veces menos en evidencia y como relegado a la sombra. En fin, si lo manifestado está comprendido en principio en lo no manifestado, es en tanto que conjunto de las posibilidades de manifestación, pero no en tanto que manifestado efectivamente; para que esté comprendido también bajo esta última relación, es menester remontar, como lo hemos dicho, al principio común de lo manifestado y de lo no manifestado, que es verdaderamente el Principio supremo del que procede todo y en el que está contenido todo; y es menester que ello sea así, como se verá mejor todavía después, para que haya realización plena y total del «Hombre universal».
Ahora bien, aquí se plantea otra cuestión: según lo que acabamos de decir, ahí se trata de etapas diferentes en el recorrido de una sola y misma vía, o, más exactamente, de una etapa y del término final de esta vía, y es bien evidente que ello debe ser así en efecto, puesto que es la realización la que se continúa así hasta su acabamiento último; ¿pero cómo se puede entonces hablar en eso, como lo hacíamos al comienzo, de una fase «ascendente» y de una fase «descendente»? No hay que decir que, si es-tas dos representaciones son legítimas, la una y la otra, deben, para no ser contradictorias, referirse a puntos de vista diferentes; pero, antes de ver como pueden conciliarse efectivamente, podemos destacar ya que, en todo caso, esta conciliación no es posible más que a condición de que el «redescenso» no se conciba en modo alguno como una suerte de «regresión» o de «vuelta atrás», lo que, por lo demás, sería in-compatible también con el hecho de que todo lo que es adquirido por el ser en el curso de la realización iniciática lo es de una manera permanente y definitiva. Así pues, aquí no hay nada comparable a lo que se produce en el caso de los «estados místicos» pasajeros, tales como el «éxtasis», después de los cuales el ser se encuentra pura y simplemente en la existencia humana terrestre, con todas las limitaciones individuales que la condicionan, no guardando de esos estados, en su consciencia actual, más que un reflejo indirecto y siempre más o menos imperfecto1. Apenas hay necesidad de decir que el «redescenso» en cuestión no es asimilable tampoco a lo que se designa como el «descenso a los Infiernos»; como se sabe, éste tiene lugar previa-

1 El recorrido de una tal vía «descendente», con todas las consecuencias que implica, no puede si-quiera considerarse efectivamente, en toda la medida en que es posible, más que en el caso extremo de los awliyâ es-Shaytân (cf. El Simbolismo de la Cruz, p. 186 de la edición francesa).

mente al comienzo mismo del proceso iniciático propiamente dicho, y, al agotar algunas posibilidades inferiores del ser, juega un papel «purificador» que ya no tendría manifiestamente ninguna razón de ser después, y sobre todo en el nivel al que se refiere aquello de lo que se trata al presente. Para no pasar bajo silencio ninguno de los equívocos posibles, agregaremos todavía que ahí no hay absolutamente nada en común con lo que se podría llamar una «realización al revés», que no tendría sentido más que si tomara esta dirección «descendente» a partir del estado humano mismo, pero cuyo sentido, entonces, sería propiamente «infernal» o «satánico», y que, por consecuencia, no podría depender más que del dominio de la «contra-iniciación»1.
Dicho eso, deviene fácil comprender que el punto de vista donde la realización aparece toda entera como el recorrido de una vía en cierto modo «rectilínea» es el del ser mismo que la cumple, puesto que, para este ser, jamás podría tratarse de volver de nuevo atrás y de reentrar en las condiciones de algunos de los estados que ya ha pasado. En cuanto al punto de vista donde esta misma realización toma el aspecto de dos fases «ascendente» y «descendente», no es en suma más que aquel bajo el cual puede aparecer a los demás seres, que la consideran permaneciendo ellos mismos encerrados en las condiciones del mundo manifestado; pero uno puede preguntarse todavía cómo un movimiento continuo puede revestir así, aunque no sea más que exteriormente, la apariencia de un conjunto de dos movimientos sucediéndose en direcciones opuestas. Ahora bien, existe una representación geométrica que permite hacerse una idea de ello tan clara como es posible: si se considera un círculo coloca-do verticalmente, el recorrido de una de las mitades de la circunferencia será «ascen-dente», y el de la otra mitad será «descendente», sin que el movimiento deje jamás de ser continuo; además, en el curso de este movimiento, no hay ninguna «vuelta atrás», puesto que no vuelve a pasar por la parte de la circunferencia que ya ha sido recorrida. En eso hay un ciclo completo, pero, si se recuerda que no podrían existir ciclos realmente cerrados, así como lo hemos explicado en otras ocasiones, uno se da cuenta, por eso mismo, de que no es más que en apariencia que el punto de conclusión coincide con el punto de partida o, en otros términos, que el ser vuelve de nuevo al estado manifestado del cual había partido (apariencia que existe para los demás seres, pero que no es la «realidad» de ese ser); y, por otra parte, esta consideración del ciclo es aquí tanto más natural cuanto lo que se trata tiene su correspondencia
«macrocósmica» exacta en las dos fases de «aspir» y de «expir» de la manifestación universal. En fin, se puede destacar que una línea recta es el «límite», en el sentido matemático de este término, de una circunferencia que crece indefinidamente; y al estar la distancia recorrida en la realización (o más bien lo que se figura por una distancia cuando se emplea el simbolismo espacial) verdaderamente más allá de toda medida asignable, no hay en realidad ninguna diferencia entre el recorrido de la circunferencia de que acabamos de hablar y el de un eje que permanece siempre vertical en todas sus partes sucesivas, lo que acaba de reconciliar las representaciones que corresponden respectivamente a los dos puntos de vista «interior» y «exterior» que hemos distinguido.
Por estas diversas consideraciones, pensamos que se puede desde ahora comprender suficientemente el verdadero carácter de la fase «descendente» o aparente-mente tal; pero queda todavía preguntarse lo que puede ser, bajo la relación de la jerarquía iniciática, la diferencia entre la realización detenida en la fase «ascendente» y la que comprende además la fase «descendente», y sobre todo es esto lo que tendremos que examinar más particularmente a continuación.
Mientras que el ser que permanece en lo no manifestado ha cumplido la realización únicamente «para sí mismo», el que «redesciende» después, en el sentido que hemos precisado precedentemente, tiene desde entonces, con relación a la manifestación, un papel que expresa el simbolismo de la «irradiación» solar por la que todas las cosas son iluminadas. En el primer caso, como ya lo hemos dicho, Atmâ «brilla» sin «irradiar»; pero, aquí todavía, es menester disipar un equívoco: a este respecto, se habla con demasiada frecuencia de una realización «egoísta», lo que es una verdadera sinrazón, puesto que ya no hay más ego, es decir, individualidad, ya que las limitaciones que constituyen la individualidad como tal han sido abolidas necesariamente, y de una manera definitiva, para que el ser pueda «establecerse» en lo no manifestado. Una tal equivocación implica evidentemente una confusión grosera entre el «Sí mismo» y el «mí mismo»; hemos dicho que ese ser ha realizado «para sí mismo», y no «para él mismo», y eso no es una simple cuestión de lenguaje, sino una distinción completamente esencial en cuanto al fondo mismo de lo que se trata. Hecha esta pre-cisión, por eso no permanece menos, entre los dos casos, una diferencia cuyo verda-dero alcance puede comprenderse mejor refiriéndose a la manera en la que diversas tradiciones consideran los estados que se les corresponden, ya que, incluso si la realización «descendente», en tanto que fase del proceso iniciático, no está generalmente indicada más que de una manera más o menos velada, no obstante se pueden en-

1 El caso del Pratyêka-Buddha es uno de aquellos a los cuales los intérpretes occidentales aplican de buena gana este término de «egoísmo» cuya absurdidad acabamos de señalar.

contrar fácilmente ejemplos que la suponen muy claramente y sin ninguna duda posible.
Para tomar primero el ejemplo quizás más conocido, aunque no el mejor comprendido habitualmente, la diferencia de que se trata es, en suma, la que existe entre el Pratyêka-Buddha y el Bodhisattwa1; y es particularmente importante a este res-pecto, destacar que la vía que tiene por término el primero de esos dos estados se designa como una «pequeña vía» o, si se quiere, como una «vía menor» (hînayâna), lo que implica que no está exenta de un cierto carácter restrictivo, mientras que es la que conduce al segundo estado la que se considera verdaderamente como la «gran vía» (mahâyâna), y por tanto la que es completa y perfecta bajo todas las relaciones. Esto permite responder a la objeción que podría sacarse del hecho de que, de una manera general, el estado de Buddha se considera como superior al de Bodhisattwa; en el caso del Pratyêka-Buddha, esta superioridad no puede ser más que aparente, y se debe sobre todo al carácter de «impasibilidad» que, aparentemente también, no tiene el Bodhisattwa; decimos aparentemente, porque es menester distinguir en eso entre la «realidad» del ser y el papel que tiene que desempeñar en relación al mundo manifestado, o, en otros términos, entre lo que él es en sí mismo y lo que parece ser para los seres ordinarios; por lo demás, encontraremos que hay que hacer la misma distinción en casos pertenecientes a otras tradiciones. Es verdad que, exotéricamente, al Bodhisattwa se lo representa como teniendo que efectuar todavía una última etapa para alcanzar el estado de Buddha perfecto; pero, si decimos exotéricamente, es por-que, precisamente, eso corresponde a la manera en que aparecen las cosas cuando se consideran desde el exterior; y es menester que ello sea así para que el Bodhisattwa pueda desempañar su función, en tanto que ésta es mostrar la vía a los demás seres: él es «el que ha ido así» (tathâ-gata), y así deben ir aquellos que pueden llegar como él a la meta suprema; así pues, para ser verdaderamente «ejemplar», es menester que la existencia misma en la que cumple su «misión» se presente en cierto modo como una recapitulación de la vía. En cuanto a pretender que se trata realmente de un esta-do todavía imperfecto o de un menor grado de realización, eso equivale a perder enteramente de vista el lado «transcendente» del ser del Bodhisattwa, lo que es quizás conforme con algunas interpretaciones «racionales» corrientes, pero hace perfecta-mente incomprensible todo el simbolismo que concierne a la vida del Bodhisattwa y que le confiere, desde su comienzo mismo, un carácter propiamente avatârico, es
1 Se podría decir también que un tal ser, cargado de todas las influencias espirituales inherentes a su estado transcendente, deviene el «vehículo» por el cual estas influencias son dirigidas hacia nuestro mundo; este «descenso» de las influencias espirituales está indicado bastante explícitamente en el nombre de Avalokitêshwara, y es también una de las significaciones principales y «benéficas» del triángulo invertido. — Agregamos que es precisamente con esta significación como el triángulo inver-tido se toma como símbolo de los grados más altos de la Masonería escocesa; en ésta, por lo demás, puesto que el grado 30º se considera como nec plus ultra, por eso mismo debe marcar lógicamente el término de la «escalada», de suerte que los grados siguientes no pueden referirse propiamente más que a un «redescenso», por el cual son aportadas a toda la organización iniciática las influencias des-tinadas a «vivificarla»; y los colores correspondientes, que son respectivamente el negro y el blanco, son todavía muy significativos bajo la misma relación.
2 El rasûl manifiesta el atributo divino de Er-Rahmân en todos los mundos (rahmatan lil-âlamîn), y no solo en un cierto dominio particular. — Se puede destacar que, en otras partes, la designación del Bodhisattwa como «Señor de compasión» se refiere también a un papel similar, puesto que la «com-pasión» extendida a todos los seres no es en el fondo más que otra expresión del atributo de rahmah.
3 Remitiremos aquí a lo que ha sido dicho sobre la noción del barzakh, lo que permite compren-

decir, le muestra efectivamente como un «descenso» (es el sentido propio de la pala-bra avatâra) por el que un principio, o un ser que representa a éste porque se identifica con él, se manifiesta en el mundo exterior, lo que, evidentemente no podría alterar de ninguna manera la inmutabilidad del principio como tal1.
En la tradición islámica, lo que acabamos de decir tiene su equivalente en una amplia medida, teniendo en cuenta la diferencia de los puntos de vista que son naturalmente propios a cada una de las diversas formas tradicionales: este equivalente se encuentra en la distinción que se hace entre el caso del walî y el del nabî. Un ser puede ser walî sólo «para sí mismo», si es permisible expresarse así, sin manifestar nada al exterior; por el contrario, un nabî sólo es tal porque hay una función que des-empeñar con respecto de los demás seres; y, con mayor razón, la misma cosa es ver-dad del rasûl, que es también nabî, pero cuya función reviste un carácter de universalidad, mientras que la del simple nabî puede estar más o menos limitada en cuanto a su extensión y en cuanto a su meta propia2. Podría parecer incluso que aquí no de-be haber la ambigüedad aparente que hemos visto hace un momento a propósito del Bodhisattwa, puesto que la superioridad del nabî en relación al walî se admite gene-ralmente e incluso se considera como evidente; y sin embargo a veces se ha sosteni-do también que la «estación» (maqâm) del walî es, en sí misma, más elevada que la del nabî, porque implica esencialmente un estado de «proximidad» divina, mientras que el nabî, por su función misma, está necesariamente vuelto hacia la creación; pe-ro, también aquí, eso no es ver más que una de las dos caras de la realidad, la cara exterior, y no comprender que ella representa un aspecto que se agrega a la otra sin destruirla ni afectarla verdaderamente3. En efecto, la condición del nabî implica pri-

der sin esfuerzo cómo deben entenderse estas dos caras de la realidad; la cara interior esta vuelta hacia El-Haqq, y la cara exterior hacia El-khalq; y el ser cuya función es de la naturaleza del barzakh debe unir necesariamente en él estos dos aspectos, estableciendo así un «puente» o un «canal» por el que las influencias divinas se comunican a la creación.

mero en sí misma la del walî, pero es al mismo tiempo algo más; hay pues, en el caso del walî, una suerte de «carencia» bajo un cierto aspecto, no en cuanto a su naturaleza íntima, sino en cuanto a lo que se podría llamar su grado de universalización, «carencia» que corresponde a lo que hemos dicho del ser que se detiene en el estado no manifestado sin «redescender» hacia la manifestación; y la universalidad alcanza su plenitud efectiva en el rasûl, que así es verdadera y totalmente el «Hombre universal».
En casos tales como los que acabamos de citar, se ve claramente que el ser que «redesciende» tiene, frente a la manifestación, una función cuyo carácter en cierto modo excepcional muestra bien que no se encuentra en ella en una condición comparable a la de los seres ordinarios; estos casos son también los de aquellos seres que se pueden decir «enviados» en el verdadero sentido de esta palabra. En un cierto sentido, se puede decir también que todo ser manifestado tiene su misión, si por ello se entiende simplemente que debe ocupar su sitio propio en el mundo y que es así un elemento necesario del conjunto del cual forma parte; pero no hay que decir que no es de esta manera como lo entendemos aquí, y que se trata de una «misión» de un alcance completamente diferente, que procede directamente de un orden transcendente y principial y que expresa en el mundo manifestado algo de ese mismo orden. Como el «redescenso» presupone la «escalada» previa, así también una tal «misión» presupone necesariamente la perfecta realización interior; no es inútil insistir en ello, sobre todo en una época donde tantas gentes se imaginan muy fácilmente tener «mi-siones» más o menos extraordinarias, que a falta de esta condición esencial, no pue-den ser más que puras ilusiones.
Después de todas las consideraciones que hemos expuesto hasta aquí, debemos insistir todavía sobre un aspecto del «redescenso» que nos parece explicar, en muchos casos, el hecho de que este tema haya pasado bajo silencio o haya sido rodeado de reticencias, como si hubiera algo ahí de lo que no se quiere hablar claramente: se trata de lo que se podría llamar su aspecto «sacrificial». Ante todo, debe entenderse bien que, si empleamos aquí la palabra «sacrificio», no es en el sentido simplemente «moral» que se le da vulgarmente, y que no es más que uno de los ejemplos de la degeneración del lenguaje moderno, que empequeñece y desnaturaliza todas las co-
1 Tenemos que precisar que lo que decimos aquí señala al punto de vista específicamente moder-no de la «moral laica»; incluso cuando ésta no hace en cierto modo, como ocurre frecuentemente a pesar de sus pretensiones, más que «plagiar» preceptos tomados de la religión, ella los vacía de toda significación real, suprimiendo todos los elementos que permitían ligarlos a un orden superior y, más allá del exoterismo simplemente literal, transponerlos como signos de verdades principiales; y a veces incluso, aunque parece guardar lo que se podría llamar la «materialidad» de estos preceptos, esa mo-ral, por la interpretación que da de ellos, llega hasta «volverlos» verdaderamente en un sentido anti-tradicional.
2 A propósito de esto, podemos hacer incidentalmente una precisión que no carece de importan-cia: la vida de algunos seres, considerada según las apariencias individuales, presenta hechos que están en correspondencia con los del orden cósmico y que son en cierto modo, bajo el punto de vista exterior, una imagen o una reproducción de éstos; pero, bajo el punto de vista interior, está relación debe ser invertida, ya que, siendo estos seres realmente el Mahâ-Purusha, son los hechos cósmicos los que verdaderamente se modelan sobre su vida o, para hablar más exactamente, sobre aquello de lo cual esta vida es una expresión directa, mientras que los hechos cósmicos en sí mismos no son más que su expresión por reflejo. Agregaremos que es eso también lo que funda en la realidad y hace váli-dos los ritos instituidos por seres «enviados», mientras que un ser que no es nada más que un indivi-duo humano, por su propia iniciativa, jamás podrá más que inventar «pseudoritos» desprovistos de toda eficacia real.

. sas para rebajarlas a un nivel puramente humano y hacerlas entrar en los cuadros convencionales de la «vida ordinaria». Por el contrario, tomamos esta palabra en su sentido verdadero y original, con todo lo que ésta implica de efectivo e incluso de esencialmente «técnico»; en efecto, no hay que decir que el papel de seres tales como los que se trata en los casos que hemos citado precedentemente no podría tener nada en común con el «altruismo», el «humanitarismo», la «filantropía» y otras pequeñeces «ideales» celebradas por los moralistas, y que no sólo están evidentemente des-provistas de todo carácter transcendente o suprahumano, sino que incluso están perfectamente al alcance del primer profano que llegue1
Una vez que el ser ha realizado su identidad con Atmâ, y no siendo efectivamente su «redescenso» a la manifestación, o lo que aparece como tal bajo el punto de vista de ésta, más que la plena universalización de esta identidad misma, ese ser no es entonces otro que «el “Atmâ” incorporado en los mundos», lo que equivale a decir que el «redescenso» no es en realidad, para él, nada diferente del proceso mismo de la manifestación universal. Ahora bien, precisamente, a este proceso se le describe con frecuencia tradicionalmente como un «sacrificio»: en el símbolo vêdico, es el sacrificio del Mahâ-Purusha, es decir, del «Hombre universal», al cual, según lo que ya hemos dicho, el ser de quien se trata es efectivamente idéntico; y este sacrificio primordial no solo debe entenderse en el sentido estrictamente ritual, y no en una acepción más o menos vagamente «metafórica», sino que es esencialmente el prototipo mismo de todo rito sacrificial2 .
1 Es menester observar también que lo que se trata no tiene ninguna relación con el uso que algu-nos místicos hacen de buena gana de la palabra «víctima» o de «inmolación»; incluso en los casos donde lo que ellos entienden por eso tiene una realidad propia y no se reduce a simples ilusiones «subjetivas», siempre posibles en ellos en razón de la «pasividad» inherente a su actitud, es una reali-dad cuyo alcance no rebasa en modo alguno el orden de las posibilidades individuales.
2 Rig-Vêda, X, 51.
3 Esta expresión tiene también su aplicación, en otro orden, en el «rechazo de los poderes»; pero, mientras que esta actitud está no solo justificada, sino que es incluso la única enteramente legítima, para el ser que, no teniendo ninguna «misión» que desempeñar, no tiene que aparecer al exterior, es evidente que, por el contrario, una «misión» sería inexistente como tal si no fuera manifestada exte-riormente.
4 Recordaremos, como «ilustración» de lo que acaba de ser dicho, un hecho cuyo carácter históri-co o legendario importa poco bajo nuestro punto de vista, ya que nos no entendemos darle más que un

El «enviado», en el sentido en el que hemos tomado esta palabra precedentemente, es pues literalmente una «víctima»; por lo demás, entiéndase bien que esto no implica en modo alguno, de una manera general, que su vida deba terminarse por una muerte violenta, puesto que en realidad, es esta vida misma, en todo su conjunto, la que es ya la consecuencia del sacrificio1. Se podrá destacar inmediatamente que es en eso donde reside la explicación profunda de las vacilaciones y de las «tentaciones» que, en todos los relatos tradicionales, y cualquiera que sea la forma más especial que revistan según los casos, se atribuyen a los Profetas, e incluso a los Avatâras, cuando se encuentran en cierto modo en presencia de la «misión» que tienen que cumplir. En el fondo, estas vacilaciones no son otras que las de Agni a aceptar devenir el conductor del «carro cósmico»2, así como lo dice A. K. Coomaraswamy en el estudio que ya hemos citado, que vincula así todos estos casos al del «Avatâra eterno», con el cual no forman más que uno en su «verdad» más interior; y, ciertamente, la tentación de permanecer en la «noche» de lo no manifestado se comprende sin esfuerzo, ya que nadie podría contestar que, en este sentido superior, «la noche es mejor que el día»3. A. K. Coomaraswamy explica también de este modo, y con justa razón, el hecho de que Shankarâchârya se esfuerce siempre visiblemente en evitar la consideración del «redescenso», inclusive cuando comenta textos cuyo sentido lo implica bastante claramente; en efecto, sería absurdo, en un caso como ese, atribuir una tal actitud a una falta de conocimiento o a una incomprensión de la doctrina; así pues, su actitud no puede comprenderse más que como una suerte de retroceso ante la perspectiva del «sacrificio», y, por consecuencia, como una voluntad consciente de no levantar el velo que disimula «la otra cara de la oscuridad»; y, generalizando sobre todo lo precedente, esa es la razón principal de la reserva que se guarda habitualmente sobre esta cuestión4. Por lo demás, puede agregarse a eso, a título de razón

valor exclusivamente simbólico: se cuenta que Dante no sonreía jamás, y que las gentes atribuían esta tristeza aparente a que «volvía del Infierno»; ¿no habría sido menester ver más bien la razón de ello en que había «redescendido del Cielo»?

secundaria, el peligro de que esta consideración, mal comprendida, sirva de pretexto a algunos para justificar, ilusionándose ellos mismos sobre su verdadera naturaleza, un deseo de «permanecer en el mundo», cuando no se trata en absoluto de permanecer en él, sino, lo que es completamente diferente, de volver a él después de haber salido ya, y cuando esta «salida» previa no es posible más que para el ser en el que ya no subsiste ningún deseo, como tampoco ningún otro apego individual cualquiera; es menester tener buen cuidado de no equivocarse sobre este punto esencial, a falta de lo cual se correría el riesgo de no ver diferencia alguna entre la realización última y un simple comienzo de realización detenido en un estado que no rebasa siquiera los límites de la individualidad.

Ahora, para volver a la idea del sacrificio, debemos decir que implica todavía otro aspecto, que es incluso el que expresa directamente la etimología de la palabra: «sacrificar», es propiamente «sacrum facere», es decir, «hacer sagrado» lo que es objeto del sacrificio. Este aspecto no conviene menos aquí que el que se considera más ordinariamente, y que hemos tenido en vista primeramente al hablar de la «víctima» como tal; en efecto, es el sacrificio el que confiere a los «enviados» un carácter «sagrado», en el sentido más completo de este término. Este carácter no solo es evidentemente inherente a la función de la que su sacrificio es verdaderamente la investidura; sino que todavía, ya que eso también está implícito en el sentido original del término «sagrado», es eso lo que hace de ellos seres «aparte», es decir, esencialmente diferentes a la vez del común de los seres manifestados y de los que, habiendo llegado a la realización del «Sí mismo», permanecen pura y simplemente en lo no manifestado. Su acción, incluso cuando es exteriormente semejante a la de los seres ordinarios, no tiene en realidad ninguna relación con ella que llegue más lejos que esta simple apariencia exterior; en su «verdad», ella es necesariamente incomprensible a las facultades individuales, pues procede directamente de lo inexpresable. Así mismo, este carácter muestra bien que se trata como ya lo hemos dicho, de casos excepcionales, y de hecho, en el estado humano, los «enviados» no son ciertamente más que una ínfima minoría en relación a la inmensa multitud de los seres que no podrían pretender a un tal papel; pero, por otra parte, puesto que los estados del ser son en multiplicidad indefinida, ¿cuál razón puede haber que impida admitir que, en un estado o en otro, todo ser tenga la posibilidad de llegar a este grado supremo de la jerarquía espiritual? 

martes, 29 de noviembre de 2016

De la esfera al cubo (René Guenon)

RENÉ GUÉNON, EL REINO DE LA CANTIDAD Y LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XX
De la esfera al cubo

Después de haber dado algunas «ilustraciones» de lo que hemos designado como la «solidificación» del mundo, nos queda que hablar todavía de su representación en el simbolismo geométrico, donde puede ser figurada por un paso gradual de la esfera al cubo; y en efecto, en primer lugar, la esfera es propiamente la forma primordial, porque es la menos «especificada» de todas, al ser semejante a ella misma en todas las direcciones, de suerte que, en un movimiento de rotación cualquiera alrededor de su centro, todas sus posiciones sucesivas son siempre rigurosamente superponibles las unas a las otras1. Así pues, se podría decir, es la forma más universal de todas, que contiene de alguna manera a todas las demás, que saldrán de ella por diferenciaciones que se efectúan según ciertas direcciones particulares; y es por eso por lo que esta forma esférica es, en todas las tradiciones, la del «Huevo del Mundo», es decir, lo que representa el conjunto «global», en su estado primero y «embrionario», de to-das las posibilidades que se desarrollarán en el curso de un ciclo de manifestación2. Por lo demás, hay lugar a destacar que ese estado primero, en lo que concierne a nuestro mundo, pertenece propiamente al dominio de la manifestación sutil, en tanto que ésta precede necesariamente a la manifestación grosera y es como su principio inmediato; y es por lo que, de hecho, la forma esférica perfecta, o la forma circular que se le corresponde en la geometría plana (como sección de la esfera por un plano de una dirección cualquiera) no se encuentra nunca realizada en el mundo corporal3.

1 Ver El Simbolismo de la Cruz, cap. VI y XX.
2 Esta misma forma se encuentra también en el comienzo de la existencia embrionaria de cada in-dividuo incluido en este desarrollo cíclico, puesto que el embrión individual (pinda) es el análogo microcósmico de lo que es el «Huevo del Mundo» (Brahmânda) en el orden macrocósmico.
3 Se puede dar aquí como ejemplo el movimiento de los cuerpos celestes, que no es rigurosamente circular, sino elíptico; la elipse constituye como una primera «especificación» del círculo, por desdoblamiento del centro en dos polos o «focos», según un cierto diámetro que desempeña desde entonces un papel «axial» particular, al mismo tiempo que todos los demás diámetros se diferencian entre sí en cuanto a su longitud. Agregaremos de pasada a este propósito que, puesto que los planetas describen
elipses de las que el sol ocupa uno de los focos, uno podría preguntarse a qué corresponde el otro foco; como ahí no se encuentra efectivamente nada corporal, debe haber algo que no puede referirse más que al orden sutil; pero éste no es el lugar de examinar más esta cuestión, que estaría completamente fuera de nuestro tema.

Por otra parte, el cubo es al contrario la forma más «fijada» de todas, si se puede expresar así, es decir, la que corresponde al máximo de «especificación»; esta forma es también la que se atribuye, entre los elementos corporales, a la tierra, en tanto que ésta constituye el «elemento terminal y final» de la manifestación en este estado corporal1; y, por consiguiente, corresponde también al fin del ciclo de la manifestación, o a lo que hemos llamado el «punto de detención» del movimiento cíclico. Así pues, esta forma es en cierto modo la del «sólido» por excelencia2, y simboliza la «estabilidad», en tanto que ésta implica la detención de todo movimiento; por lo demás, es evidente que un cubo que reposa sobre una de sus caras es, de hecho, el cuerpo cuyo equilibrio presenta el máximo de estabilidad. Importa destacar que esta estabilidad, al término del movimiento descendente, no es y no puede ser nada más que la inmovilidad pura y simple, cuya imagen más aproximada, en el mundo corporal, nos está da-da por el mineral; y esta inmovilidad, si la misma pudiera ser enteramente realizada, sería propiamente, en el punto más bajo, el reflejo inverso de lo que es, en el punto más alto, la inmutabilidad principial. La inmovilidad, o la estabilidad así entendida, representada por el cubo, se refiere pues al polo substancial de la manifestación, del mismo modo que la inmutabilidad, en la que están comprendidas todas las posibilidades en el estado «global» representado por la esfera, se refiere a su polo esencial3; y es por eso por lo que el cubo simboliza también la idea de «base» o de «fundamento», que corresponde precisamente a este polo substancial4. Señalaremos también desde

1 Ver Fabre d´Olivet, La Langue hébraïque testituée.
2 No es que la tierra, en tanto que elemento, se asimile pura y simplemente al estado sólido como algunos lo creen equivocadamente, sino que ella es más bien el principio mismo de la «solidez».
3 Por eso es por lo que la forma esférica, según la tradición islámica, se refiere al «Espíritu» (Er-Rûh) o a la luz primordial.
4 En la Kabbala hebraica, la forma cúbica corresponde, entre las Sephiroth, a Iesod, que es en efecto el «fundamento» (y, si se objetara a este respecto que Iesod no es sin embargo la última Sep-hirah, sería menester responder a eso que después de ella no hay más que Malkuth, que es propiamente la «sintetización» final en la que todas las cosas son reducidas a un estado que corresponde, a otro nivel, a la unidad principial de Kether); en la constitución sutil de la individualidad humana según la tradición hindú, esta forma se refiere al chakra «básico» o mûlâdhâra; esto está igualmente en relación con los misterios de la Kaabah en la tradición islámica; y, en el simbolismo arquitectónico, el cubo es


ahora que las caras del cubo pueden ser consideradas como respectivamente orienta-das dos a dos según las tres dimensiones del espacio, es decir, como paralelas a los tres planos determinados por los ejes que forman el sistema de coordenadas al que este espacio es referido y que permite «medirle», es decir, realizarle efectivamente en su integralidad; como, según lo que hemos explicado en otra parte, los tres ejes que forman la cruz de tres dimensiones deben ser considerados como trazados a partir del centro de una esfera cuya expansión indefinida llena el espacio todo entero (y los tres planos que determinan esos ejes pasan también necesariamente por este centro, que es el «origen» de todo el sistema de coordenadas), esto establece la relación que existe entre esas dos formas extremas de la esfera y del cubo, relación en la que lo que era interior y central en la esfera se encuentra en cierto modo «vuelto del revés» para constituir la superficie o la exterioridad del cubo1.
Por lo demás, el cubo representa la tierra en todas las acepciones tradicionales de esta palabra, es decir, no solo la tierra en tanto que elemento corporal así como lo hemos dicho hace un momento, sino también un principio de orden mucho más universal, el que la tradición extremo oriental designa como la Tierra (Ti) en correlación con el Cielo (Tien): las formas esféricas o circulares son referidas al Cielo, y las formas cúbicas o cuadradas a la Tierra; como estos dos términos complementarios son equivalentes de Purusha y de Prakriti en la doctrina hindú, es decir, como no son más que otra expresión de la esencia y de la substancia entendidas en el sentido universal, se llega también aquí exactamente a la misma conclusión que precedentemente; y es evidente que, como las nociones mismas de esencia y de substancia, el mismo simbolismo es siempre susceptible de aplicarse a niveles diferentes, es decir, tanto a los principios de un estado particular de existencia como a los del conjunto de la manifestación universal. Al mismo tiempo que esas formas geométricas, también se refieren al Cielo y a la Tierra los instrumentos que sirven para trazarlas respectivamente, es decir, el compás y la escuadra, tanto en el simbolismo de la tradición extremo
propiamente la forma de la «primera piedra» de un edificio, es decir, de la «piedra fundamental», pues-ta en el nivel más bajo, sobre la cual reposará toda la estructura de ese edificio y que asegurará así su estabilidad.
1 En la geometría plana, se tiene manifiestamente una relación similar considerando los lados del cuadrado como paralelas a dos diámetros rectangulares del círculo, y el simbolismo de esta relación se corresponde directamente con lo que la tradición hermética designa como la «cuadratura del círculo», de la que diremos algunas palabras más adelante.

 oriental como en el de las tradiciones iniciáticas occidentales1; y las correspondencias de estas formas dan lugar naturalmente, en diversas circunstancias, a múltiples aplicaciones simbólicas y rituales2.
Otro caso en el que la relación de estas mismas formas geométricas se pone también en evidencia, es el del simbolismo del «Paraíso terrestre» y de la «Jerusalén celeste», del que ya hemos tenido ocasión de hablar en otra parte3; y este caso es particularmente importante desde el punto de vista donde nos colocamos al presente, puesto que se trata precisamente de las dos extremidades del ciclo actual. Ahora bien, la forma del «Paraíso terrestre», que corresponde al comienzo de este ciclo, es circular, mientras que la de la «Jerusalén celeste», que corresponde a su fin, es cuadrada4; y el recinto circular del «Paraíso terrestre» no es otra cosa que el corte horizontal del «Huevo del Mundo», es decir, de la forma esférica universal y primordial5. Se podría decir que es este mismo círculo el que se cambia finalmente en un cuadrado, puesto que las dos extremidades deben reunirse o más bien (puesto que el ciclo no está nunca

1 En algunas figuraciones simbólicas, el compás y la escuadra están colocados respectivamente en las manos de Fo-hi y de su hermana Niu-koua, del mismo modo que, en las figuras alquímicas de Basi-le Valentin, están colocados en las manos de las dos mitades masculina y femenina del Rebis o Andró-gino hermético; se ve por eso que Fo-hi y Niu-koua son en cierto modo asimilados analógicamente, en sus papeles respectivos, al principio esencial o masculino y al principio substancial o femenino de la manifestación.
2 Es así, por ejemplo, como las vestiduras rituales de los antiguos soberanos, en China, debían ser de forma redonda por arriba y cuadrada por abajo, el soberano representaba entonces el tipo mismo del Hombre (Jen) en su función cósmica, es decir, el tercer término de la «Gran Triada», que ejerce la función de intermediario entre el Cielo y la Tierra y que une en él las potencias del uno y de la otra.
3 Ver El Rey del Mundo, pp. 128-130 de la ed. francesa, y también El Simbolismo de la Cruz, cap. IX.
4 Si se aproxima esto a las correspondencias que hemos indicado hace un momento, puede parecer que haya ahí una inversión en el empleo de las dos palabras «celeste» y «terrestre», y, de hecho, aquí no convienen más que bajo una cierta relación: al comienzo del ciclo, este mundo no era tal como es actualmente, y el «Paraíso terrestre» constituía en él la proyección directa, entonces manifestada visiblemente, de la forma propiamente celeste y principial (por lo demás, estaba situado en cierto modo en los confines del cielo y de la tierra, puesto que se dice que tocaba la «esfera de la Luna», es decir, el «primer cielo»); al final, la «Jerusalén celeste» desciende «del cielo a la tierra», y es únicamente al término de este descenso cuando aparece bajo la forma cuadrada, porque entonces el movimiento cíclico se encuentra detenido. 5 Es bueno destacar que este círculo está dividido por la cruz que forman los cuatro ríos que parten de su centro, y que dan así exactamente la figura de la que hemos hablado cuando señalábamos la relación del círculo y del cuadrado.


 realmente cerrado, lo que implicaría una repetición imposible) corresponderse exactamente; la presencia del mismo «Árbol de la Vida» en el centro en los dos casos, indica bien que no se trata en efecto más que de dos estados de una misma cosa; el cuadrado figura aquí el acabamiento de las posibilidades del ciclo, que estaban en germen en el «recinto orgánico» circular del comienzo, y que son entonces fijadas y estabilizadas en un estado en cierto modo definitivo, al menos en relación a este ciclo mismo. Este resultado final puede ser representado también como una «cristalización», lo que responde siempre a la forma cúbica (o cuadrada en su sección plana): se tiene entonces una «ciudad» con un simbolismo mineral, mientras que, en el comienzo, se tenía un «jardín» con un simbolismo vegetal, donde la vegetación representa la elaboración de los gérmenes en la esfera de la asimilación vital1. Recordaremos lo que hemos dicho más atrás sobre la inmovilidad del mineral, como imagen del término hacia el que tiende la «solidificación» del mundo; pero hay lugar a agregar que aquí se trata del mineral considerado en un estado ya «transformado» o «sublimado», ya que son piedras preciosas las que figuran en la descripción de la «Jerusalén celes-te»; es por eso por lo que la fijación no es realmente definitiva más que en relación al ciclo actual, y, más allá del «punto de detención», esta misma «Jerusalén celeste», en virtud del encadenamiento causal que no admite ninguna discontinuidad efectiva, debe devenir el «Paraíso terrestre» del ciclo futuro, puesto que el comienzo de éste y el fin del que le precede no son propiamente más que un solo y mismo momento vis-to desde dos lados opuestos2.
Por ello no es menos verdad, que si uno se limita a la consideración del ciclo actual, llega finalmente un momento en el que la «rueda cesa de girar», y, aquí, como siempre, el simbolismo es perfectamente coherente: en efecto, una rueda es también una figura circular, y, si se deformara de manera de devenir finalmente cuadrada, es evidente que entonces no podría sino detenerse. Es por eso por lo que el momento de que se trata aparece como un «fin del tiempo»; y es entonces cuando, según la tradición hindú, los «doce Soles», brillarán simultáneamente, ya que el tiempo es medido efectivamente por el recorrido del Sol a través de los doce signos del Zodiaco, que

1 Ver El Esoterismo de Dante, pp. 91-92 de la ed. francesa.
 2 Este momento es representado también como el de la «inversión de los polos», o como el día en que «los astros saldrán por Occidente y se pondrán por Oriente», ya que un movimiento de rotación, según se le vea desde un lado o desde el otro, parece efectuarse en dos sentidos contrarios, aunque no sea siempre en realidad más que el mismo movimiento que se continúa desde otro punto de vista, correspondiente a la marcha de un nuevo ciclo.

constituyen el ciclo anual, y, al estar detenida la rotación, los doce aspectos correspondientes se fundirán por así decir en uno solo, entrando así en la unidad esencial y primordial de su naturaleza común, puesto que no difieren más que bajo la relación de la manifestación cíclica que entonces estará terminada1. Por otra parte, el cambio del círculo en un cuadrado equivalente2, es lo que se designa como la «cuadratura del círculo»; aquellos que declaran que éste es un problema insoluble, aunque ignoran totalmente su significación simbólica, se encuentra que tienen razón de hecho, puesto que esta «cuadratura», entendida en su verdadero sentido, no podrá ser realizada más que en el fin mismo del ciclo3.
De todo eso resulta también que la «solidificación» del mundo se presenta en cierto modo con un doble sentido: considerada en sí misma, en el curso del ciclo, como la consecuencia de un movimiento descendente hacia la cantidad y la «materialidad», tiene evidentemente una significación «desfavorable» e incluso «siniestra», opuesta a la espiritualidad; pero, por otro lado, por ello no es menos necesaria para preparar, aunque de una manera que se podría decir «negativa», la fijación última de los resultados del ciclo bajo la forma de la «Jerusalén celeste», en la que estos resultados de-vendrán de inmediato los gérmenes de las posibilidades del ciclo futuro. Únicamente, no hay que decir que, en esta fijación última misma, y para que sea así verdadera-mente una restauración del «estado primordial», es menester una intervención inmediata de un principio transcendente, sin lo cual nada podría ser salvado y el «cosmos» se desvanecería pura y simplemente en el «caos»; es está intervención la que produce el «vuelco» final, ya figurado por la «transmutación» del mineral en la «Jerusalén celeste», y que conduce seguidamente a la reaparición del «Paraíso terrestre» en el mundo visible, donde habrá en adelante «nuevos cielos y una nueva tierra», puesto que será el comienzo de otro Manvantara y de la existencia de otra humanidad.
1 Ver El Rey del Mundo, p. 48 de la ed. francesa. —Los doce signos del Zodiaco, en lugar de estar dispuestos circularmente, devienen las doce puertas de la «Jerusalén celeste», de las que tres están situadas en cada lado del cuadrado y los «doce Soles» aparecen en el centro de la «ciudad» como los doce frutos del «Árbol de Vida».
2 Es decir, de la misma superficie si uno se coloca en el punto de vista cuantitativo, pero éste no es más que una expresión completamente exterior de aquello de lo que se trata en realidad.
3 La fórmula numérica correspondiente es la de la Tétraktys pitagórica: 1+2+3+4 = 10; si se toman los números en sentido inverso: 4+3+2+1, se tienen las proporciones de los cuatro Yugas, cuya suma forma el denario, es decir, el ciclo completo y acabado.




 RENÉ GUÉNON, EL REINO DE LA CANTIDAD Y LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS

lunes, 28 de noviembre de 2016

domingo, 27 de noviembre de 2016

Ritos y ceremonias (René Guenon)

Capítulo XIX: RITOS Y CEREMONIAS
(René Guenon, Apreciaciones sobre la Iniciación)
Después de haber esclarecido, tanto como nos ha sido posible, las principales cuestiones referentes
a la verdadera naturaleza del simbolismo, podemos retomar ahora lo concerniente a los ritos: todavía
nos quedan, sobre este tema, algunas enojosas confusiones por disipar. En nuestra época, las
afirmaciones más extraordinarias son posibles e incluso se aceptan corrientemente, estando
afectados quienes las emiten y quienes las aceptan de una misma falta de discernimiento; el
observador de las diversas manifestaciones de la mentalidad contemporánea tiene que comprobar, a
cada instante, tantas cosas de este género, en todos los órdenes y en todos los dominios, que
debería llegar a no asombrarse de nada. Sin embargo, es a pesar de todo difícil guardarse de cierta
estupefacción cuando se ve a pretendidos “instructores espirituales”, a los que algunos incluso creen
encargados de “misiones” más o menos excepcionales, parapetarse tras su “horror a las ceremonias”
para rechazar indistintamente todos los ritos, de la naturaleza que sean, declarándose incluso
resueltamente hostiles a éstos. Este horror es, en sí mismo, algo perfectamente admisible, incluso
legítimo si se quiere, a condición de tener en cuenta una cuestión de preferencias individuales y de no
querer que todos la compartan forzosamente; en todo caso, en cuanto a nosotros, la comprendemos
sin el menor esfuerzo; pero jamás hemos dudado, ciertamente, que algunos ritos puedan ser
asimilados a “ceremonias”, ni que los ritos en general deban ser considerados como teniendo en sí
mismos tal carácter. Es aquí donde reside la confusión, verdaderamente extraña para quienes tienen
alguna pretensión más o menos reconocida de servir de “guías” al prójimo en un dominio donde,
precisamente, los ritos poseen un papel esencial y la mayor importancia, en tanto que “vehículos”
indispensables de las influencias espirituales sin las cuales no podría plantearse el menor contacto
efectivo con realidades de orden superior, sino solamente con aspiraciones vagas e inconsistentes,
“idealismo” nebuloso y especulaciones en el vacío.
No nos demoraremos en buscar cuál puede ser el origen de la palabra “ceremonia”, que parece
oscuro y sobre el cual los lingüistas están lejos de ponerse de acuerdo (1); está claro que la tomamos
en el sentido que constantemente tiene en el lenguaje actual, y que es suficientemente conocido de
todo el mundo como para que se deba insistir sobre él: se trata en suma siempre de una
manifestación que conlleva un despliegue más o menos grande de pompa exterior, sean cuales sean
las circunstancias que proporcionan la ocasión o el pretexto en cada caso particular. Es evidente que
puede ocurrir, y a menudo de hecho ocurre, especialmente en el orden exotérico, que los ritos estén
rodeados de tal pompa; pero entonces la ceremonia constituye simplemente algo sobreañadido al
propio rito, luego accidental y no esencial con respecto a éste; deberemos volver en otro momento
sobre este punto. Por otra parte, no es menos evidente que existe también, y en nuestra época más
que nunca, una multitud de ceremonias que no tienen sino un carácter puramente profano, luego que
no están en absoluto unidas al cumplimiento de un rito cualquiera, si es que no se les ha decorado
con el nombre de ritos, por uno de esos prodigiosos abusos del lenguaje que frecuentemente hemos
denunciado, y esto se explica, por otro lado, en el fondo por el hecho de que hay, en todas estas
cosas, una intención de instituir en efecto “pseudo-ritos” destinados a suplantar a los verdaderos ritos
religiosos, pero que, naturalmente, no pueden imitar a éstos sino de una forma totalmente exterior, es
decir, precisamente por su sola parte “ceremonial”. El rito mismo, del cual la ceremonia no es en
cualquier forma sino una simple envoltura, es desde entonces completamente inexistente, pues no
podría haber un rito profano, lo que sería una contradicción en los términos; y se puede uno preguntar
si los inspiradores conscientes de estas falsificaciones groseras cuentan simplemente con la
ignorancia y la incomprensión generales para hacer aceptar una semejante sustitución, o si las
comparten ellos mismos en cierta medida. No intentaremos resolver esta última cuestión, y solamente
recordaremos, a quienes se extrañen de lo que ello pueda suponer, que el conocimiento de las
realidades propiamente espirituales, en el grado que sea, está rigurosamente cerrado a la “contrainiciación”
(2); pero todo lo que nos importa por el momento es el hecho mismo de que existan
ceremonias sin ritos, tanto como ritos sin ceremonias, lo que es suficiente para demostrar hasta qué
punto es erróneo querer establecer entre ambas cosas una identificación o una asimilación
cualquiera.
A menudo hemos dicho que, en una civilización estrictamente tradicional, todo tiene verdaderamente
un carácter ritual, incluidas las propias acciones de la vida cotidiana; ¿debería entonces suponerse
por ello que los hombres deben vivir, si puede decirse así, en estado de ceremonia perpetua? Esto es
literalmente inimaginable, y no hay sino que formular así la cuestión para hacer resaltar
inmediatamente toda su absurdidad; es preciso decir más bien que es todo lo contrario a tal
suposición lo que es cierto, pues siendo entonces los ritos algo completamente natural, y no teniendo
en grado alguno el carácter de excepción que parecen presentar cuando la conciencia de la tradición
se debilita y el punto de vista profano toma nacimiento y se difunde en la misma proporción que este
debilitamiento, cualquier ceremonia que los acompañase, subrayando en cualquier forma ese carácter
excepcional, no tendría con seguridad ninguna razón de ser. Si nos remontamos a los orígenes, el rito
no es otra cosa que “lo que es conforme al orden”, según la acepción del término sánscrito rita (3); es
entonces lo único realmente “normal”, mientras que la ceremonia, por el contrario, da inevitablemente
siempre la impresión de algo más o menos anormal, fuera del curso habitual y regular de los
acontecimientos que ocupan el resto de la existencia. Esta impresión, digámoslo de pasada, podría
quizá contribuir por un lado a explicar la manera tan singular en que los occidentales modernos, que
casi no saben separar la religión de las ceremonias, consideran a la primera como algo
completamente aislado, sin ninguna relación real con el conjunto de las demás actividades a las
cuales “consagran” su vida.
Toda ceremonia tiene un carácter artificial, incluso convencional si se quiere, porque no es, en
definitiva, sino el producto de una elaboración completamente humana; incluso si está destinada a
acompañar a un rito, este carácter se opone al del rito mismo, que, por el contrario, conlleva
esencialmente un elemento “no humano”. Quien cumple un rito, si ha alcanzado un cierto grado de
conocimiento efectivo, puede y debe incluso tener consciencia de que hay ahí algo que le sobrepasa,
que no depende en modo alguno de su iniciativa individual; pero, en cuanto a las ceremonias, por
mucho que puedan imponerse a quienes asisten a ellas, y que se encuentran reducidos al papel de
simples espectadores más bien que al de “participantes”, está claro que aquellos que las organizan y
que regulan su ordenación saben perfectamente a qué atenerse y se dan cuenta de que toda la
eficacia que pueda alcanzarse está completamente subordinada a las disposiciones tomadas por
ellos mismos y a la manera más o menos satisfactoria en que sean ejecutadas. En efecto, esta
eficacia, al no tener nada que no sea humano, no puede ser de un orden verdaderamente profundo, y
no es en suma sino puramente “psicológica”; he aquí el por qué puede decirse que se trata de
impresionar a los asistentes o de imponérsele con toda clase de medios sensibles; e, incluso en el
lenguaje ordinario, ¿no es justamente uno de los mayores elogios que pueden hacerse de una
ceremonia el calificarla de “imponente”, sin que por otra parte el verdadero sentido de este epíteto sea
generalmente comprendido? Señalemos todavía, a propósito de esto, que quienes no quieran
reconocer a los ritos sino efectos de orden “psicológico” los confunden también por ello, quizá sin
darse cuenta, con las ceremonias, puesto que desconocen su carácter “no humano”, en virtud del
cual sus efectos reales, en tanto que ritos propiamente dichos e independientemente de toda
circunstancia accesoria, son por el contrario de un orden totalmente diferente.
Sin embargo, podría plantearse esta cuestión: ¿por qué razón juntar así las ceremonias a los ritos,
como si lo “no humano” tuviera necesidad de esta ayuda humana, cuando debería más bien
permanecer tan desprendido como fuera posible de semejantes contingencias? La verdad es que
ésta es simplemente una consecuencia de la necesidad que se impone de tener en cuenta las
condiciones de hecho de la humanidad terrestre, al menos en tal o cual período de su existencia; se
trata de una concesión hecha a cierto estado de decadencia, desde el punto de vista espiritual, en los
hombres que son llamados a participar en los ritos; son estos hombres, y no los ritos, quienes tienen
necesidad del auxilio de las ceremonias. No podría ser en absoluto cuestión de reforzar o intensificar
el efecto de los ritos en su propio dominio, sino únicamente de hacerlos más accesibles a los
individuos a los que se dirigen, de preparar a éstos, tanto como se pueda, colocándolos en un
apropiado estado emotivo y mental; esto es todo lo que pueden hacer las ceremonias, y debe
reconocerse que están lejos de ser inútiles bajo este aspecto, y que, para la generalidad de los
hombres, desempeñan en efecto muy bien este cometido. Este es también el motivo de que no
tengan verdaderamente razón de ser mas que en el orden exotérico, que se dirige indistintamente a
todos; si se trata del orden esotérico o iniciático todo es distinto, pues éste debe quedar reservado a
una élite que, por definición, no tiene necesidad de estas “ayudas” exteriores, implicando
precisamente su cualificación que esté por encima del estado de decadencia de la mayoría; además,
la introducción de ceremonias en este orden, si no obstante, a veces se produce, no puede explicarse
sino por cierta degeneración de las organizaciones iniciáticas donde tal hecho tiene lugar.
Lo que acabamos de decir define el papel legítimo de las ceremonias; pero, aparte de esto, también
hay abuso y peligro: como lo que es puramente exterior es además, por la fuerza de las cosas, lo que
hay de más inmediatamente aparente, es siempre de temer que lo accidental haga perder de vista a
lo esencial, y que las ceremonias tomen, a ojos de quienes son sus testigos, mucha más importancia
que los ritos, a los que éstas disimulan en cierto modo bajo una acumulación de formas accesorias.
Puede incluso ocurrir, lo que todavía es más grave, que este error sea compartido por quienes tienen
como función cumplir los ritos en calidad de representantes autorizados de una tradición, si ellos
mismos son alcanzados por esta decadencia espiritual general de la que hemos hablado; y resulta
entonces que, habiendo desaparecido la verdadera comprensión, todo se reduce, al menos
conscientemente, a un “formalismo” excesivo y sin razón, que se aplicará de buen grado
especialmente a mantener el brillo de las ceremonias y a exagerarlo más de la cuenta, teniendo casi
como algo despreciable al rito, que sería reducido a lo esencial, y que es no obstante lo único que
debería realmente contar. Esta es, para una forma tradicional, una especie de degeneración que
limita con la “superstición” entendida en sentido etimológico, puesto que el respeto a las formas
sobrevive a su comprensión, y así la “letra” asfixia completamente al “espíritu”; el “ceremonialismo” no
es la observancia del ritual, sino más bien el olvido de su valor profundo y de su significado real, la
materialización más o menos grosera de las concepciones de su naturaleza y su papel, y, finalmente,
el desconocimiento de lo “no-humano” en provecho de lo humano.
NOTAS:
(1). La palabra proviene de las fiestas de Ceres entre los romanos, o bien, como otros han supuesto,
 del nombre de una antigua villa de Italia llamada Ceré. Poco importa en el fondo, pues este origen,
 en todo caso, puede, como el de la palabra "místico" del cual hemos hablado anteriormente, no tener 
sino muy poca relación con el sentido que la palabra ha adoptado en el uso corriente y que es el único en el cual es actualmente posible emplearla.
(2). Véase Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, caps. XXXVIII y XL.
(3). Cf. Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, caps. III y VIII.
Primera versiónl publicada en "Etudes Traditionnelles", febrero de 1937.