Giovanni Bocaccio
MELQUIADES Y LOS TRES ANILLOS
EL DECAMERÓN.
PRIMERA JORNADA. NARRACIÓN TERCERA
El judío Melquiades, con un
cuento sobre tres anillos, elude un
peligro que Saladino le
aprestaba.
* * *
Alabada por todos la narración de
Neifile, cuando ésta calló,
Filomena, con licencia de la reina, comenzó a
hablar de esta guisa:
-El relato de Neifile me trae a la memoria otro
espinoso caso
antaÑo acaecido a un judío. Ya se ha dicho bastante acerca de
Dios y
de la verdad de nuestra fe, y por ello no desdecirá el descender a
los
lances y actos de los hombres con una narración que acaso, después
de oída, os haga más cautos en las respuestas a las preguntas que os
formularen. Debéis saber, amadas compaÑeras, que así como la
necedad
nunca aporta dicha, y aun pone en grandísima miseria, así el
buen sentido
saca de grandísimos peligros al sabio y le reporta grande
y seguro reposo. Y
como el hecho de que la necedad conduce a muchos de
buen estado a miseria,
es cosa que por hartos ejemplos se ve, no hace el
caso que los relatemos,
puesto que en mil ejemplos aparece ello
manifiesto. Pero que el buen juicio
puede dar consuelo, como es de
razón, en un cuentecillo, como os prometí,
mostraré concisamente.
Saladino, cuyo valor fue tal que le elevó de
hombre pequeÑo a
sultán de Babilonia, haciéndole obtener muchas victorias
sobre
sarracenos y cristianos, había, en diversas guerras y muchísimas
magnificencias, consumido su tesoro; y haciéndole falta una buena
cantidad de dinero y no viendo de dónde sacarla tan prestamente como
la
necesitaba, acudióle a la memoria un judío llamado Melquiades,
que prestaba
con usura en Alejandría. Pero era tan avaro, que por
voluntad propia nunca
habría prestado a Saladino, y éste no quería
forzarle. Mas, apretándole la
necesidad, aplicóse por entero a
hallar el modo de que el judío le sirviese,
y resolvióse a hacerle
fuerza, aunque coloreándola de alguna apariencia de
razón. Y,
habiéndole hecho llamar y recibiéndole familiarmente, mandóle
sentar y le dijo:
-Hombre de pro, por muchas personas he sabido
que eres muy sabio y
muy entendedor en las cosas de Dios; y por ello me
placería saber de
ti cuál de las tres religiones reputas mejor: la
sarracena, la judía
o la cristiana.
El judío, que era, en efecto,
sabio, comprendió bien que
Saladino quería atraparle en lo que dijese para
buscarle alguna
dificultad, y también pensó que, si loaba alguna de las tres
religiones más que las otras, Saladino advertiría su intención. Y
como
necesitaba respuesta en que no pudieran cogerle, aguzó el ingenio
y a poco,
ocurriéndosele lo que decir debía, manifestó:
-SeÑor, buena es la
pregunta que me habéis hecho, y para deciros
lo que siento, me convendrá
contaros y haceros oír un cuentecillo.
Si no yerro, recuerdo muchas veces
haber oído hablar que un hombre
poderoso y rico tenía entre las más
preciosas joyas de su tesoro un
anillo valioso y bellísimo. Y queriendo
honrarlo por su valor y
belleza y dejarlo perpetuamente a sus descendientes,
ordenó que aquel
de sus hijos a quien después de muerto él, se le encontrara
el
anillo, fuese tenido por su heredero y por todos, como mayor, fuera
reverenciado y honrado. Aquel a quien el anillo se legó tomó igual
medida con sus descendientes, obrando como lo hiciera su predecesor. Y,
en resolución, el anillo pasó de mano en mano a muchos sucesores, y
últimamente a las de uno que tenía tres hijos virtuosos y buenos y
muy
obedientes a su padre, por lo que éste amaba a los tres por igual.
Y los
mancebos, conocedores de la historia del anillo y deseando cada
uno ser más
honrado entre los suyos, rogaban todos a su padre, que era
viejo ya, que
cuando muriese, aquella joya le dejase. El buen hombre,
que a todos amaba lo
mismo, no sabía a quién elegir para legársela
y, habiéndola prometido a
todos, quiso satisfacer a los tres. Así,
secretamente encargó a un artífice
que hiciera dos anillos tan
semejantes al primero que él mismo, que los
encargara, apenas sabía
distinguir el verdadero. Y, a punto de muerte, y en
secreto, dio uno a
cada uno de sus hijos. Éstos, tras la muerte del padre,
quisieron
todos adquirir la herencia y el honor y, negándoselos uno al otro,
los
tres, en testimonio de su derecho, sacaron sus respectivos anillos. Y
halláronlos tan parecidos entre sí, que no se podía conocer cuál
fuese
el verdadero, por lo que la cuestión de cuál debía ser el
verdadero heredero
del padre quedó en suspenso, y aún en suspenso
está. Y por eso os digo,
seÑor, que respecto a esta cuestión que
me propusisteis sobre las tres leyes
dadas a los tres pueblos por Dios,
su padre, he de contestaros que cada uno
tiene su herencia y su
verdadera ley, cuyos mandamientos se cree obligado a
cumplir, pero, como
en los anillos, aún sigue en suspenso la
cuestión.
Saladino comprendió cuán perfectamente había escapado aquel
hombre de la trampa que a los pies le había tendido, y resolvió
exponerle abiertamente su necesidad y ver si quería servirle. Y así
lo
hizo, explicándole lo que en su ánimo se había propuesto hacer
si
discretamente no le hubiera su colocutor respondido. El judío
ofreció
libremente servir a Saladino en lo que éste hubiera
menester, y Saladino,
más adelante, pagóle íntegramente, además
de lo cual le colmó de grandísimos
dones y siempre por amigo le
tuvo.
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