lunes, 27 de marzo de 2017

EL PARAÍSO (Gerard de Champeaux & Don Sébastien Sterck)

Gérard de Champeaux & Dom Sébastien Sterckx:

 EL PARAÍSO (1)

Entre los temas susceptibles de dar su profundidad a los simbolismos fundamentales expuestos hasta ahora, uno de los más importantes es el del paraíso. Nos interesa por  un doble motivo: primero, porque casi todas las tradiciones lo asimilan a la Montaña Santa, y, luego, porque corresponde a expresiones plásticas definidas que tienen sus equivalentes en la iconografía religiosa.

La Montaña Santa es una zona de bendiciones. Más que cualquier otro lugar recibe las lluvias, símbolo de favores celestiales; las distribuye a los cuatro puntos del universo por el canal de los ríos que de ella descienden y, de esta suerte, da la fecundidad a la tierra de alrededor. Es un ombligo primordial, su centro vital. Ella fue la primera que emergió de las aguas en la cosmogonía original; sobre ella apareció el primer hombre, y de ella descendió para ir a poblar el universo y darle vida con su actividad. A la inversa, esa montaña es el lugar hacia el que convergen los hombres y donde se reúnen en busca del paraíso que abandonaron o del que fueron expulsados. La aventura humana es un retorno laborioso hacia la Santa Montaña de los orígenes, proyectada hacia el porvenir de los últimos tiempos.

La localización del paraíso obsesiona al hombre desde que perdió su ruta. Mitos y leyendas se abren un camino en la jungla de los símbolos, a la búsqueda del lugar soñado. Dos sistemas principales se enfrentan o completan, porque la simbólica prescinde de las incoherencias aparentes. Para unos, el paraíso está localizado en el extremo-Norte, donde se alza la Montaña Santa, morada de los dioses y eje del cielo; es lo que  afirma, por ejemplo el libro de Henoc. "Si recordamos que los escritos henoquianos eran asiduamente leídos y copiados en el monasterio de Qumrân con el mismo título que otras obras tenidas como inspiradas y canónicas, es verosímil que, a la pregunta que atormenta al hombre desde hace cinco mil años: "¿dónde está el paraíso?", los esenios respondieran pronta y firmemente: "¡Al Norte, como está escrito en los libros de Henoc, el escriba de justicia!". Los difuntos, en espera del día de la resurrección, yacen con la cabeza al Sur, contemplando en el sueño de una dormición pasajera su futura patria. Cuando sean despertados, se levantarán de cara al Norte y caminarán derechamente hacia el paraíso, la Montaña Santa de la Jerusalén celeste. Todavía no se ha intentado explicar, al menos que yo sepa, la orientación Sur-Norte de las mil cien tumbas esenias de Qumrân. La solución que acabo de proponer me parece la única posible. Por otra parte, los demás judíos y los cristianos justificaban la disposición Este-Oeste de sus difuntos por la situación oriental que asignaban al paraíso" (J. T. Milik, "Revue biblique", 1958, p. 77). Paraíso al Norte, paraíso al Este... Hasta la época románica, el mundo, tal como lo representan los mapas simbólicos, adopta la forma de una pera puesta derecha; nos viene a la memoria la hermosa fórmula de Platón: "La tierra, nuestra nodriza, fuertemente apretada en derredor de su eje que lo atraviesa todo..." (Timeo, 40 b). En la punta de esa pera está situado el paraíso del Este. Cuando, después de muchas vacilaciones, el Este cartográfico gire para ocupar la derecha, el paraíso permanecerá la mayoría de las veces en la parte alta, tan fuerte es la necesidad simbólica que hace de él el lugar privilegiado de la tierra, unido a la vertical Sur-Norte y al eje del mundo.
El progreso de la cartografía y su evolución en el sentido de un mayor rigor en el trazado científico chocarán durante mucho tiempo con la incoercible resistencia del símbolo. El mapa del mundo de Gerardo Kremer, llamado Mercator (1512-1594), coloca ya tan exactamente los grandes conjuntos continentales que los planisferios más modernos sólo tendrán que precisar contornos y distancias. Se comprueba, sin embargo, con cierta sorpresa que el polo ártico está concebido todavía según el antiguo simbolismo del paraíso septentrional ocupado por la Montaña axial (Rupes nigra et altissima) que se alza bajo la Polar. Esta Roca se eleva en medio de un mar circular ambarino limitado por un ancho anillo de tierra cercado de montañas; las aguas de este mar primordial desembocan en los océanos conocidos a través de los cuatro brazos fluviales orientados hacia los cuatro puntos cardinales. Cinco siglos antes, los mapas del mundo habían impuesto esta división de la tierra, por la concepción que se tenía de los mares como anchos ríos, en cuatro partes simbólicas (a veces en tres, las tres grandes partes del mundo conocido: Europa, Asia y Africa); el paraíso original y el mundo que de él había salido se correspondían a través del tiempo y del espacio. El mapa de Mercator muestra la supervivencia de uno solo de estos dos homólogos, el polo-paraíso cuatripartito, en una época en que hubo que renunciar al otro como consecuencia de un mejor conocimiento de las grandes rutas por tierra y por mar.

Esto no quiere decir que la cuestión estuviese resuelta y que el descubrimiento del mundo que se proseguía a un ritmo acelerado, relegando el paraíso a las regiones inaccesibles, hubiera puesto fin a esa vieja nostalgia. La mentalidad de un Cristóbal Colón, que, un siglo antes (octubre de 1492), descubría un nuevo continente y, remontando el curso del Orinoco, esperaba en cada instante ver surgir, finalmente, la tierra de felicidad en que comienza el paraíso... permanece, y permanecerá durante mucho tiempo, inalterable. A medida que las regiones vírgenes del globo se abren a los viajeros y exploradores, se asiste a un frenesí de búsqueda en el que se mezclan las disciplinas y las preocupaciones más diversas, lo mejor y lo peor. Bástenos transcribir el texto de la Cosmografía universal de Sebastián Munster (editada en 1559 y, por consiguiente, contemporánea del mapa de Mercator); representa las tesis más científicas de la época: "Siendo nuestro propósito describir en este libro todo el círculo de la tierra, su apariencia física y las regiones habitadas, y siendo, por otra parte, el paraíso un lugar determinado de la tierra, no sin motivo haremos mención de él al comienzo de nuestra obra, para preguntarnos dónde se hallaba este jardín de delicias en tiempo de nuestros primeros padres y si existe aún en el mundo actual. En realidad, los sabios son de distinto parecer sobre este punto y apenas hay ninguno que no proponga un punto de vista particular. Algunos, en efecto, pretenden que el paraíso está situado hacia el Oriente, fuera del trópico de Capricornio y del trópico de Cáncer. Otros quieren colocarlo en la zona equinoccial, en un lugar templado. Otros, incluso, lo imaginan colocado en un lugar muy alto, separado de nuestro globo por una larga distancia y próximo al círculo lunar, al abrigo de todo accidente atmosférico, y donde no pueden llegar ni frío ni viento; afirman que Henoc y Elías viven allí con sus cuerpos. Un cuarto grupo escribe que este jardín ocupó antes del diluvio alguna región muy fértil de Oriente, como Siria, Damasco, Arabia o Egipto..."

En el reinado de Luis XIV (1638-1715), se ordenó a la Academia francesa que hiciera un estudio destinado a esclarecer lo más posible la situación geográfica de "este lugar de delicias lleno de árboles magníficos y de perfumes exquisitos". Daniel Huet, obispo de Avranches, miembro eminente de la docta corporación, fue el encargado de realizarlo; el desaliento parece haber invadido al poco afortunado, repetidas veces, ante la proliferación divergente de las soluciones presentadas. El obispo de Avranches concluyó su informe dando su parecer personal. Se limita, con sabiduría y prudencia, a seguir, lo más fielmente posible, los datos de la Biblia, interpretándolos al pie de la letra, al modo de su época. Esto le lleva a situar el paraíso "en el canal que forman el Tigris y el Eufrates unidos, entre el lugar de su unión y el de la separación que hacen de sus aguas antes de desembocar en el golfo Pérsico"; por consiguiente, en una especie de isla fluvial rodeada por los dos ríos mencionados en el libro del Génesis.

NOTAS:

1. Ext. de Gérard de Champeaux & Dom Sébastien Sterckx: "Le monde des Symboles", St. Léger Vauban, 1972.

domingo, 26 de marzo de 2017

EL OTRO BAUDELAIRE

(El Libro Negro de la Revolución Francesa  VV. AA. Paris 2008)

IX

EL OTRO BAUDELAIRE


Creen que Jesucristo era un gran hombre, que la Naturaleza
no enseña nada más que lo bueno, que la moral universal ha precedido  
los dogmas de todas las religiones, que el hombre puede todo,
que el vapor, el ferrocarril y el alumbrado a gas prueban
el eterno progreso de la humanidad. Todas estas viejas basuras
se tragan como sublimes golosinas…
Progreso, que llamo, yo, el paganismo de los imbéciles.
Es mi separación de la idiotez moderna.
¿Quizá se me comprenderá por fin? 1

¿Baudelaire? Se tienen ganas de decir: “He aquí el hombre” — aquél que creía en el malentendido “que lleva el mundo, y por el que todo se hace”, y  que, después de su muerte, el malentendido se venga, haciéndolo pasar por lo que no es. Como se equivoca de puerta, el ha entrado en ese siglo XIX que detestó, ese siglo XIX hijo de las Luces, salido directamente de 1789, pagado de certezas, establecido como un fondo de comercio burgués, como una razón social, que no pide más que prosperar, “ persistir” y proliferar, no en “su ser “, sino en su materia, y en sus ilusiones; ese siglo XIX de utopías que se han vuelto locas, grandes principios postizos, de la persecución del progreso - todo eso, bien fijado, bien colocado, bien establecido, en los terminales de sistemas destinados a encerrar el universo en una invariable geometría, en una cuadratura que deja nada al azar , y aún menos a la Divina providencia.

Raras son las voces que se elevaron en este desierto.

1. Charles Baudelaire, Carta a Paul Nadar, en abril de 1864, (en la Correspondance, 2 vol., París, Gallimard, coll. “Biblioteca de la Pléyade”, 1972.
 
Hay una, sin embargo, que exclamó, se indignó: la del autor de las Flores del mal - esa que a fuerza de no querer escuchar, se terminó por reducir al silencio, a la afasia. Raros, en el siglo  siguiente, los que supieron oír el eco, recoger el resplandor, profundizar (es decir: prolongar) el grito. Entre los que, entre las dos guerras mundiales y algunas repeticiones generales de un apocalipsis demasiado previsto, desde hace tiempo fomentado a golpe de ideologías  de masa llevadas a la práctica de súbito, habrán  testimoniado de Baudelaire: una nota al vuelo de Barras: “Baudelaire, católico a menudo más cerca de Veuillot de lo que la vulgata querría dejar creer 1 “, algunos estudios de una alucinante penetración, en los planos literario, filosófico y religioso de Drieu el Rochelle 2 (incluido un “comentario de texto” visionario de las tan sobrestimadas Letanías de Satán), y un apasionante estudio de Stanislas Fumet Nuestro Baudelaire (publicada bajo los auspicios de Jacques Maritain y en su colección de la “Caña de oro”), muy aconsejable a los que toman aún al poeta de las Flores del mal por un satanista satisfecho y un diablillo de tintero.

El resto no es siquiera literatura.

Lo peor nos estaba reservado por la mala fe de Sartre 4, que se comprende estar especialmente interesado en hacer pasar por una neurosis de fracaso la desesperación profunda y probada de un artista, que habría vivido resintiendo y expresando, con toda su alma y con toda su carne, en un siglo que prefería ingenuamente creer en el  “buen salvaje” de Rousseau y en la mejora de la raza humana “por la invención de los lavabos y del agua corriente “(la palabra es de los Goncourt), la tragedia eterna de un mundo sujeto al pecado original, donde nada es reconciliable: ni la  “acción” al “sueño”, ni (¡menos aún !) el bien al mal — como lo creían los filántropos, cuyas buenas intenciones tendrán (como se debe) los peores efectos. Evidentemente, se comprende que el “caso” Baudelaire no se pueda, en el país de los Soviets, solucionar de otra manera que por el hospital psiquiátrico, y que no sea reducible al lecho de Procusto nacional, o internacional-materialista, del sistema marxista. 
La desesperación se lleva mal — y muy deliberadamente, mal entendida —, por poco que se sea lúcido, sobre todo a los ojos de los chantres del “paraíso

1. Maurice BARRÉS, Mes Cahiers, año 1910, París, Plon, 1929-1938 y 1949 -
1957.
2. Pierre Drieu La Rochelle, Sobre los escritores, estudios y distintos artículos, París,
Gallimard, coll. “Blanche”, rééd. 1962.
3. Stanislas Fumet, Nuestro Baudelaire, París, Plon, coll. “Le Roseau d’or”,
1926.
4. Jean-Paul Sartre, Baudelaire, 1947, París, Gallimard, coll. “Folio essais”,
1988.

sobre tierra “y “del mejor de los mundos”, adornado de todo la comodidad moderna - con campo de vacaciones rodeado de alambres de espinos, o de torres de vigilancia: Auschwitz o Gulag, donde terminarán por cumplirse, a través de la producción en cadena de la exterminación, los grandes fantasmas higienistas, eugenistas y colectivistas fomentados entre las líneas de la Declaración de los derechos humanos.

Resumamos: es, lógicamente, todo eso de lo que Sartre acusa a Baudelaire, lo que, a nuestros ojos, debe volverlo grande.A partir de ahí, las cosas se explican — en negativo.

Dejemos las palabras enterrar las palabras, y al malentendido el malentendido. Es siempre asombroso constatar cómo, desde hace uno o dos siglos, se leen mal a los poetas. La “ola de las pasiones” románticas ha pasado por allí, descendiente directa, ella también, del más turbio de entre los humos que carbonizaron de la lámpara de las Luces. Los ojos empañados de sentimentalismo, las brumas sobre los lagos, las sombras nocturnas importadas de Alemania — y mal aclimatadas en nuestras latitudes — no hicieron más que prolongar el error, favorecer la ilusión de óptica. La Revolución se ha iniciado, perennizada la peor de las confusiones, entre la razón política y la dictadura de la emoción. Se puede, mirándolo bien, tener 1789 y sus consecuencias por una clase de ataque de nervios, aumentada por un crimen pasional — un regicidio que se torna en parricidio original — de donde se desarrolla a continuación, lógicamente, una especie de aturdimiento asesino, de delirio legal, de orgía de la sangre, que (al igual que el siglo XIX , que desciende en hilo derecho) no buscará su imposible legitimación más que en la huida hacia adelante, el curso al abismo, Napoleón, este hombre en fuga, este meteoro que cruza el tiempo como una bala de cañón - y que, en el fondo,  se huye a sí mismo en  la conquista, luego en el hundimiento- es la consecuencia inevitable, ilusoriamente adornada de pompa, de púrpura, de laureles, en un teatro de operaciones militares cuyas nubes de humo son puñados de polvo a los ojos. Tuvo por otra parte la lucidez de reconocerlo un día, aceite afirmó a Caulaincourt: “¡Soy la Revolución francesa!  1“ . El la seguía, ciertamente – en tanto que él la era -, por sí solo, él la encarnaba, y él la proseguía… Además, a pesar de las ilusiones, los regímenes siguientes, a pesar de todos sus esfuerzos, no lograrán restaurar cualquier cosa que sea: no serán más que una colección de imposibles experiencias, molidas de crisis o de revoluciones. Es que las bases, los fundamentos no están allí ya. Todo desliza sobre un gran vacío, sobre una esencial ausencia: la de Dios, que se pasa fácilmente bajo silencio, y que se encuentra finalmente muy cómodo

1. Citado en CAULAINCOURT, Memorias, París, Plon, 1933; reanudada en
COLECTIVO, Napoleón moralista, París, Perrin, 2001.

de inscribir en la lista de abonados ausentes. Por otra parte ya que hablamos de literatura, esta ausencia encomiable arreglará muchos postulantes al título supremo, prestos a reescribirse la historia del mundo y los dos  Testamentos en pedagógicos alejandrinos, y alentará a un buen número de bizarros heresiarcas, fundadores, “en nombre del pueblo “o del  “bien común” de sectas barrocas, en el seno de las cuales les será fácil hacerse pasar por mesías de los  tiempos modernos… Se sabe que esta clase de delirio megalomaniaco fue la manía de Auguste Comte. Se podría fácilmente buscar piojos de la misma clase en la barba del padre Hugo, posando en Moisés vuelto del exilio y portador de las tablas de la Ley ante los republicanos tercera versión de 1875; antes de parecer un encarnación de Dios Padre, respecto a generaciones de laicos fanáticos que  se tallaron una especie de Evangelio sobre desmesura en las ahumadas contorsiones metafísico-socialístico-delirantes, y los kilómetros  rimados del Fin de Satán.

Con Baudelaire, el malentendido comienza, precisamente, si  se atiene a la lectura superficial, a la lectura “primer grado”, de su obra. Está ahí aún uno de los efectos, una de las fechorías del romanticismo (que pasará su antorcha de tenebrosos contrasentidos, de magia negra, de pases magnético- retóricos de fin de semana, a los surrealistas, irrigando, por su intermediario, todo el siglo XX  de sus más peligrosas ideas y absurdidades). Folclore, imaginería, anécdota, considerados como los fundamentos de todo arte poético: con estos tres vicios  de intención y forma, los descendientes de los melenudos de chaleco rojo de 1830 olvidarán que (como lo dirá Mallarmé, para escándalo de sus colegas parnasianos) “la poesía no se fabrica con hechos “, aún menos “con ideas”, sino  “con palabras” 1. Volver a dar este “sentido más puro a las palabras de la tribu “, eso suena grave, como una declaración de intención espiritual más que estético: para el autor del Golpe de dados, es volver a reanudar con la encarnación original del Verbo Creador, y es, también escandalosamente, remitir a su vana retórica, a su charlatana vacuidad de sueño-hueco, todos los manipuladores del discurso, de la prédica y de la lección de moral generalista, que han pateado el escenario, desde la generación de los activistas revolucionarios, todos, pequeños abogados en ruptura del Colegio de Abogados, que se han convertido en oradores de tribuna, embriagados y llevados por el mar mismo de su inagotable verborrea, floreciendo sus llamadas al asesinato o sus delirios utópicos como una disertación académica de impuesto en el tema.

1. Mallarmé a Degas, citado en Daniel HALÉVY, Degas habla, París, Éd. de Sirêne, 1923.

Por supuesto, está también la música; la de las palabras… Pero la música es también un arte riguroso y, lejos ser una vaga improvisación de sonidos, es según la definición de Stravinsky “la  matemática hecha carne “.

Así es necesario darse cuenta de que a la mirada misma de su autor, el carnaval satánico, el provocador “gran -guiñol” de novela negra que se encuentra a muchos lugares de las Flores del mal no constituyen de ninguna manera la parte fundamental. La blasfemia de Baudelaire, cuando ocurre que brote repentinamente su bengala de lava, no es una pose, una provocación gratuita. II no es ni inconsciente, ni sin consecuencias, es todo, excepto inocente. Además, nada es inocente, en el paraíso infernal de las Flores del mal. Sería demasiado simple que el vicio y la virtud fueran el resultado de una fisiología exenta de contradicciones, o de una química pura de toda mezcla. El escándalo, en Baudelaire, no está donde lo designaron los censores afanosos y los magistrados imperiales demasiado bien pensantes, que condenaron su libro a los limbos. No está en la pintura de las seducciones del mal, en el placer de la licencia y el defecto complacientemente, metódicamente mostrado a plena luz. Está en el mensaje de las profundidades que estalla, que remonta y explota finalmente como una bomba, en pleno medio de este siglo XIX  sentado sobre sus construcciones idealistas, sobre sus certezas ideológicas, venidas directamente de la gran colada, del gran lavado de almas y cerebros de
Revolución y, preparando ésta, las bien mal nombradas Luces.

Musset (según Chateaubriand) se había contentado, un poco superficialmente, de hacer remontar el drama y la falta “original” al ateísmo de Voltaire (“duerme contento, Voltaire, y tu repelente sonreír/revolotea aun sobre tus huesos descarnados/ “). Chateaubriand había visto más lejos, añadiendo a Rousseau a sus listas negras, y afirmando, en las Memorias de ultratumba: “Con este nombre  de naturaleza, la civilización ha perdido todo. 2 “  Lo que contempla exactamente, y que lo aclara, retrospectivamente, sobre el sentido que revestirá el apólogo del artífice, para Baudelaire, chantre de todas las modernidades y sirviendo de culto del Ángel de lo extraño. Allí donde Rousseau y los idealistas del “progreso” presuponen el peligroso fantasma “del estado de naturaleza “(considerado como “pureza”, como “bondad” quintaesencial del hombre), Baudelaire  opone lo contrario, y no ve en la idolatría “natural”, o “naturista”, más que un cómodo medio, precisamente, de desnaturalizar la parte fundamental: la naturaleza del hombre

1. Alfred de MUSSET, Rolla (parte IV), en Primeras Poesías. Poesías nuevas, París, Gallimard, coll. “Poesía/Gallimard”, 1999.
2. François-René de Chateaubriand, Memorias de ultratumba, París, LGF- Libro de bolsillo, coll. “El Pochotàque”, 1998.

y la humana condición; identifica un hábil pretexto, apuntando a substituir un peligroso y crédulo optimismo en la Humanidad (palabra que odia) a una lúcida meditación sobre la desgracia de la Caída, las vías de   la Redención, y el eterno problema del mal. Ni buena, ni mala, la naturaleza es, según él, no un pretexto para conjeturas “filosóficas”, sino una misteriosa, una extensa y divina evidencia que conviene, no tomar en rehén de especulaciones intelectuales o ideológicas, sino de descifrar, como un libro que ocultaría, en sus páginas, algún secreto sobrenatural. Ningún falso pretexto edénico, a sabiendas (y científicamente) desviado, a fin evacuar lo esencial y alimentar la esperanza de un posible retorno a la edad de oro, del acceso a un paraíso, no prometido más allá, en la eternidad, sino aquí abajo, según una datación milenarista. Ningún culto de la Madre Naturaleza tutelar, diosa benévola o Diana pechugona de Éfeso, de las  “grandes leyes de armonía universal”, los planes concertados de casualidad y determinismo sustituirían convenientemente la Providencia divina — y cuyo  imperio excusará al hombre de tener ninguna cuenta a rendir o  tener, en cuanto a su responsabilidad o a su conciencia. Se siente por otra parte todo el menosprecio posible para lo que su siglo (intencionalmente) ha recuperado del rousseaunismo, en las afirmaciones “contranatura”, arriba proclamadas y reivindicadas, del Baudelaire que deja caer: “El fruto, para , comienza en el frutero “ 1, “no quiere el agua  más que cautiva de brocales de las cuencas, o de los piedras de los canales 2 “; el Baudelaire que, en una carta definitivamente excedida, expedida de Bruselas como un último arreglo de cuentas, reconoce por fin: “Usted me pide versos para su pequeño volumen, versos sobre la naturaleza, ¿ no es así? Sobre los bosques, los grandes robles, el verdor, los insectos, ¿el sol, sin duda? Pero sabe bien que soy incapaz de enternecerme con los vegetales… Yo no creeré nunca, entiéndame que el alma de dioses vive en  las plantas, y si a pesar de todo habitara allí, me preocuparía mediocremente y consideraría la mía como de  más alto precio que la de las verduras santificadas 3. “

Baudelaire irá mucho más lejos que sus predecesores en la crítica y la condena de estos intelectuales (rousseaunianos y volterianos confundidos) que han evacuado la resolución católica (o, al menos: espiritual, religiosa) del problema de los orígenes y de los fines. El desalojará su peligrosa impostura, revelando sus intenciones ocultas, previendo las consecuencias de su doctrina,

 l. Ch. BAUDELAIRE, Carat a Poulet-Malassis,Bruselas, 1865, en Corres-
pondance.
 2. Ibid.
 3. Ibid.

con su bagaje, no sólo de poeta sino también de pensador, uno se pregunta por qué insistió con tanta obstinación ante Poulet-Malassis para llevar a cabo el proyecto de su antología literaria de los “pequeños maestros ” del siglo XVIII, y sobre todo para incluir allí, además de los libertinos, incluso de los pornógrafos de antes de 1789, los “iluminados” (que, por lo demás - excepto Sade, lo que no es una casualidad -, son a menudo los mismos). ¿Qué interés encuentra (único en su tiempo, antes de que los Goncourt se volvieran seriamente sobre el tema) en excavar las partes inferiores oscuras de ese siglo llamado de las Luces, del que la opinión común, tendencia Bouvard y Pécuchet, o Diccionario de los prejuicios, sólo se propone perpetuar la parte supuestamente “razonable”, “humanista” y “positiva”? Es que, tras la creencia en el futuro radiante y en la asunción terrestre, universal del hombre privado de transcendencia, ve el mal en el trabajo, con todos sus prestigios, con su cortejo de ilusiones, y de ilusionismos. Discierne un sospechoso charlatanismo, el escamoteo de un prestidigitador que pretendería hacer desaparecer, en un sombrero, el aplomo del Espíritu Santo, y salir, en su lugar, extrañas alegorías o artefactos, más próximos al homonculus faustien soñado por Goethe, o con la criatura del doctor Frankenstein pesadilla tenida por Mary Shelley. El analiza  la inversión, la catabasis, el proceso de conjuración, la brujería en acción, el aparato de las dudosas metafísicas, de los magnetismos mesmerianos: toda esta obscura mecánica de los fluidos e instintos que, a través de la doctrina de un Swendenborg, las iluminaciones de los martinistas, los convulsionaban sobre la tumba del diácono Pâris, acabarán (pasando por la extraña conexión místico politica de Robespierre y de la “santa” Catherine Théot) en los trances colectivos de 1848, en los éxtasis socialistas de los saint-simonianos, en los turbios  sincretismos de Michelet y de Auguste Comte, en las mesas-derviches de Guernsey, dictando a Hugo sumas de alejandrinos precolectivistas… hasta los sangrientos Sabats de la Comuna. A guisa de explicación de estas curiosidades, que lo llevan  en plena conciencia, a inclinarse, como un Dante moderno (o como su “hermano espiritual” Edgar Poe), sobre el pozo sin fondo de los infiernos. Baudelaire lanzará este hueso a roer a los críticos y a los espectadores, siempre inclinados a cegarse ante la clarividencia de los inspirados, a pagarse de fórmulas y de explicaciones ya hechas, a dar a la fe de las  razones clinicas: “Cultivé mi histeria con pasión. ” Con este término de enfermedad de anfiteatro (que hará pronto los bellos días de

1. Ch. BAUDELAIRE, Carta a Mdame la generala Aupick, Bruselas, 1865,
en Correspondence.

Salpêtriêre de Charcot), contentará, lo sabe, un siglo enamorado de clasificaciones y de etiquetado que, como Renan en su memorable  sintomática Vida de Jesús, intenta reducir la Gracia a la anécdota, la “locura de la Cruz” a la razón positiva, el misterio de la Pasión al materialismo histórico… (o,¿ justamente, sería necesario decir, al materialismo histérico?).

Con Baudelaire, las buenas almas devotas del pensamiento correcto llamado “de izquierda” caen desnudas. Poner la nariz en Fussés, en Mi corazón puesto al desnudo, es descubrir una evidencia que al lector atento designaban, dejaban entrever algunos atisbos, aflorando entre las líneas de las Flores del mal: al mismo tiempo que en uno de los más grandes encantadores  “de las letras francesas”, nos enfrentamos, con este poeta quien Verlaine calificó de “maldito, porque absoluto”, a un moralista severo, del temple de los más lúcidos visionarios, de los más intransigentes metafísicos y de los más insuperables doctores de la fe. Un cierto puritanismo intelectual, irrigado por el novlengua de lo “políticamente correcto”, se ofusca hoy, en tanto que, antaño, la virtud de los burgueses de 1857, ante la verdad muy cruda expresada por ciertos aforismos, cuyo tono exasperado no tiene por fin  (oh cuán saludable) más que  destrozar los lugares comunes, desnudar en público las ilusiones de las que hace gárgaras su época. Todo pasa allí, y, al fin de cuentas, el pretencioso, el pomposo, el pontificante siglo XIX se encuentra desnudado en la plaza, designado, como en el cuento de Andersen, por el dedo  cruel despiadada del niño que grita: “¡El rey está desnudo! ” Y el poeta añade: “está desnudo, y ni siquiera tiene, como la Verdad, la excusa de ser bello. “ Un Juvenal sin complacencia que examinaría las avenidas de los Graneros de Port-Royal, un Suetonio sin concesiones en sotana de Monsignor ultramontano: Baudelaire es efectivamente eso, en su siglo, del que no  soporta literalmente el optimismo absurdo, la criminal ceguera, la dimisión espiritual, del que no soporta ni la fealdad, ni la pesadez, que se tiene por la gravedad, ni el aspecto de bien-pensante  y puritana conmiseración,  forzada y estudiada y, que querría hacerse pasar por una expresión de pensador.  

Nadie, más que, el esteta absoluto, el dandy reivindicado, está, en el fondo, más alejado de la estéril gratuidad del arte por el arte, a la que se querría, demasiado fácilmente, reducir su estética. Ahí donde Gautier, perfecto romántico de formación y origen, hombre y artista de su tiempo, que habrá integrado la “muerte de Dios” (reemplazado, teniendo horror del vacío la naturaleza, por el culto absoluto del arte), será significativamente cualificado, según los términos de la dedicatoria de las Flores del mal, de perfecto mago, Baudelaire visará, él, a ser, en sentido fuerte, un verdadero alquimista. No para, esta vez, divertirse ingenuamente con juegos de manos con la materia, y soñar, como Cagliostro en otros tiempos, en reflotar las finanzas del Reino fabricando, en el fondo de las bodegas de la Prisión, la moneda de     simio, o de sueño, sino para efectuar, en la lengua, y con las palabras, una verdadera operación de purificación quintaesenciada - se podría decir incluso de transustanciación, apta para  redorar el blasón del símbolo, y dar a la lengua su divino prestigio de Verbo.

¿Quiénes, de entre sus contemporáneos, de entre sus lectores, verá (raros son los poco numerosos a ser bastante finos para eso) cuánto la lengua misma de Baudelaire no debe nada a la hinchazón “romántica”, sino que al contrario es tan seca, precisa, concisa como la de Chamfort, Laclos, Rivarol, y antes de ellos, del grandes los clásicos del siglo XVII? Sainte-Beuve y Proust, los primeros, sentirán, en la escritura misma de Baudelaire, esta calidad que lo vincula, por su estricta observancia de la forma, en su concentración retórica del sentido, al más puro clasicismo “de antes de la caída” (si se puede decir) - la caída que es, en este caso, esta vez, la “revolución semántico-romántica “que “puso el gorro rojo al viejo diccionario “. Sainte-Beuve, en primer lugar, que con su falsa y zalamera ingenuidad, pedirá al “querido niño terrible”: “Porqué vuestros versos no están escritos más bien en latín, o en griego? Tienen, incluso en lo horrible, ese tono preciso y precioso de lo  antiguo 1. “A continuación, Proust, quién escribirá en su prólogo a las Tendres Stoks de Paul Morand, tomando como ejemplo la “pieza condenada” titulada Delphine y Hippolyte: “Algunos versos  de este cuadro de vicio rinden la misma pureza que los alejandrinos de Racine… Siempre, con Baudelaire, el clasicismo de la lengua parece aumentar en proporción de la licencia de las imágenes 2. “El “caro viejo malvado sujeto” Barbey d` Aurevilly, entre todos su “similar, su hermano”, habrá dado, sobre la cuestión, su opinión definitiva de católico y moralista atormentado, él también por el desgarramiento de las almas y jugando a los funámbulos de la línea del corazón  sobre el filo de la navaja de afeitar, entre Gracia y condenación: “Baudelaire es Blaise Pascal, agarrado por las angustias y por la inquietud de nuestro tiempo.3

Pero está, contra eso, el remedio de la Gracia, la certeza profunda que la Verdad ha sido dicha, de una vez por todas, y, traducida, legada, a través del mensaje de las Escrituras. Sin división, definitivamente Baudelaire cree. ¿Por qué? Es así: le es imposible

1. Carta de Augustin Sainte-Beuve a CH. Baudelaire, 1857, cité en Marcel
PROUST, Prólogo a Tendre stoks, París, Gallimard, coll. “El lmaginaire”, 1996.
2. Sr. PROUST, Prólogo a Tendre stoks.
3. Cité en S. Fumet, Nuestro Baudelaire.

, inconcebible no creer. ¿Se quiere la prueba? Ella se nos da, a través del grito de la más áspera sinceridad, empujado a lo más agudo del sufrimiento y la crisis. Se encuentra en la carta que escribe, hacia 1847, à Ancelle, para anunciarle que, la vida habiéndosele vuelto insoportable, tomó, razonablemente, en su alma y conciencia, y pesando bien la gravedad esta de solución
, la decisión de acabar. “Me mato, confesó (sabiendo muy bien el irremediable pecado que puede, respecto a la religión, constituye una muerte voluntaria, tal como lo prevé), porque creo en la inmortalidad del alma y la espero... “Esto no es la palabra de un hombre que bromea, que juega con su elegante mal del siglo, como un pequeño Werther que tendría el suicidio por la más novedosa de las últimas elegancias a la moda. No está ahí la pose sentimental de corazón seco, repentinamente agarrado por el vicio de las lágrimas, aquélla, por ejemplo, de los héroes de esta Nueva Héloisa (que tanto trastornaba a Robespierre y al joven Bonaparte), donde  Saint- Preux y Julie tienen el aire, en todas las páginas, de querer hacer desbordar el  Léman con sus excesos de llantos… No es ni la confesión de un cobarde, ni el suspiro frío de uno de esos desengañados fin de siglo, añadiendo al problema y al “mal del siglo” la lucidez congelada del análisis intelectual -uno de aquéllos que Barras designarán y llamarán con el nombre español de desengaños.

Es necesario, en efecto, si se quiere descubrir el verdadero Baudelaire – ese cuya cara hace muecas menos de blasfemia o condenación eterna que de menosprecio y aversión para este “estúpido siglo XIX ” que estigmatizará León Daudet -, no buscarlo en las solas Flores del mal. Aún que sea tonto no considerar (por muy excepcionales que sean su calidad literaria y su importancia puramente poética) esta obra “maestra” más que como una “recopilación de versos”. Ninguna de las joyas que lo componen ha sido gratuitamente tallada o engastada; además de la delicadeza artística del cincel, llevan cada una los entallados más conmovedores de la  existencia misma. El estilo muerde aquí como el ácido. Cada pieza nos parece, tanto como una demostración de arte, un despojo de carne y vida, aún toda empapada y sangrando de su desolladura. Y, si las Contemplaciones son llamadas por Hugo “las Memorias de un alma”, las Flores del mal merecerían la denominación de “Breviario de una consciencia”.

Pero, sobre todo, está Fussés . Está Mi corazón al desnudo. Está incluso, si se los sabe leer y descifrar más allá del panfleto de circunstancias, toda la suma de las notas tomadas al vuelo sobre Bélgica, salidas

1. Ch. BAUDELAIRE, Carta “testamento” a Narcisse Ancelle, París, en mayo de 1845,
en Correspondencia.

de un barril parecido, o de un tintero parecido, lleno de amargo vinagre y de hiel - de un vinagre y de una hiel cuya época (y los hombres de la época) os habrían obligado a gustar la amargura empapando una esponja tendida al cabo de una lanza, o de una pluma.
En estas obras no acabadas, la empresa “autobiográfica” es clara - deliberada. Lo que quiere realizar el autor de las Flores del mal es la anti- Confesiones de Rousseau. Allí donde, como buen ciudadano de Ginebra frotada de calvinismo, el autor la Nueva Eloísa no repugnaba a la exposición pública, Baudelaire, él, empujará al final el arte ignaciano del ejercicio espiritual. Este católico romano que no dejará, con orgullo, con una forma de desafío, de reclamarse por tal, no cree que exponer la ropa sucia en público baste a lavarse, en alma y conciencia, de toda falta, y de todo pecado. Es necesita el confesionario, el aparato de la Gracia, de la Redención, en el respeto de las jerarquías celestes. No amará para nada ese barroco flamenco, descubierto en Bélgica (la única cosa que lo seducirá, por otra parte, en Bruselas, luego en Namur), que designará, muy lógica y generalmente, desde el punto de vista de la historia, de la estética y de la moral subyacente, bajo la palabra de “estilo jesuita “. Casuista atormentado y lúcido, Baudelaire siente, sabe que entregándose así “todo desnudo, todo crudo”, se expone sobre todo a la mirada y al juicio de Dios, y no a las solas curiosidades de su público. No se pondrá, complacientemente, en escena, como el hecho Rousseau, a través de la anécdota (por otra parte más o menos escabrosa). Desde que el peligro de la autobiografía apunta , cambia de tema; ese “miserable montón pequeños secretos” no tienen que nada ver con la moral, aún menos, a sus ojos, con la dignidad del arte y la literatura. La “soledad” del paseante Rousseau siente el contenido, la ropa dudosa del soltero (¿qué dijo, con maldad, — Montherlant, o R. Peyrefitte — que, similar al complaciente e hipócrita narcisismo extendido por Gide en su Diario, mencionaba “el fondo de orina en un orinal “?). El de Baudelaire es un exilio voluntario. Respira el aire raro, la pureza quemante de las altitudes. Es la negligencia del condenado, o el eremitismo del santo, no teniendo, en todo caso, nada de estas tibiezas que Dios, se dice, vomita. Anuncia y prefigura los feroces aristocratismos nietzscheanos: es una elección desesperada, un elitismo concebido, vivido y sufrido como una incoercible vocación, un irresistible determinismo, una inevitable fatalidad. Su “Discurso del Método” — método espiritual — es una disección practicada sobre sí mismo, sin falsas apariencias, ni anestesia. Lo que tiene por objeto mostrar, no es el hombre desnudo: es el espíritu, la conciencia, cortado, despellejado en vivo. El desnudo será esta vez, será el desollado. He aquí una obscenidad que la púdica virtud, el encolerizado puritanismo de los revolucionarios no sabría tolerar la audacia; sobre todo si el proceso de desolladura, además de desvestir  el cuerpo de las falsas apariencias de su sobre carnal, va así hasta despellejar el alma de su piel. De su ojo crítico al que nada escapa sobre todo (sobre todo no los bajos morales de la estética, y los desafíos  a niveles espirituales del arte), Baudelaire ha visto el lado macabro de las desnudeces “heroicas” de David, este gran imaginero comprometido (hasta jactarse, en 1792, de votar el regicidio),  ilustrador, en pintura, de la nueva moral cívica predicada y enseñada por la Revolución. Ha  juzgado, por lo que son y para lo que ellos quieren exaltar, esos cuadros, donde el pathos reemplaza a la expresión, donde el énfasis hincha el sentimiento, hasta aumentarlo a los límites de lo monstruoso, donde los corazones y las almas parecen congelados bajo un glacis de carnes lisas como el mármol. En vez de exaltar (como era el caso en Homero y en los Griegos, en general) la divina imperfección del héroe, su debilidad, contrapunto indisociable de su valor, en vez de mover del fallo en la coraza, los ideólogos de 1789 propusieron, como modelos inhumanos (en el sentido de que están privados de humanidad), estos “grandes cuerpos pálidos, agitándose en una luz de morgue o de anfiteatro 1“: encarnaciones de una virtud esterilizada, de un imperativo moral almidonado, de un deber de ciudadanía forzado.

Las consideraciones estéticas de Baudelaire no son, tampoco, nunca anodinas, ni neutrales. Toma más que seriamente su responsabilidad de cronista de los distintos Salones - y como consecuencia: “La crítica, afirmará, toca en cada instante a la metafísica “(consideración que prolonga y amplía la palabra de Stendhal: “La pintura no es más que la moral construida 3”).

Aún conviene (es el caso de Baudelaire) no confundir “moral” y “lección de moral” (como el romanticismo, demasiado a menudo, ha confundido “idealismo” e “ideología”). Su culto de las imágenes no es la idolatría. A sus ojos, la imagen no representa, simplemente. No se contenta con ilustrar. En sentido fuerte (una vez más: teológico), es una emanación de la presencia real. No da, únicamente, a ver: ella encarna. De ahí, se puede fácilmente penetrar la obsesión intelectual y estética que Baudelaire fijará en Delacroix - y la obstinación con la cual él no consintió, incluso contra su propio deseo, en reconocer las incuestionables virtudes artísticas de lngres. Visualmente

1. Ch. BAUDELAIRE, Ingres, recogido en Crítica de arte, París, Gallimard, coll.
“Folio pruebas”, 1989.
2. Ibid.
3. STENDHAL, Salones, París, Gallimard, coll. “El Paseante”

, no podría satisfacerse con la probidad de la línea, de la perfección formal, caras al maestro  de Montauban. En cuanto a lo que disfrazan, a la mirada de Baudelaire, los glacis, los envueltos, la pureza armoniosa del gesto y  de la pose…. Ingres admite todo, en Dampierre, cuando pinta en el muro de la galería, para el duque de Luynes, su gran máquina de la Edad de oro: descendiente de David y de su neoclasicismo “realista-terrorista”, el pintor fomenta un sueño peligroso de humanidad perfecta, de humanidad reconciliada con la naturaleza, de “paraíso encontrado”… Todas las cosas que no puede concebir Baudelaire, sabiendo muy bien a que conduce eso. El sueño de “el hombre ideal” es el principio de todos los totalitarismos. Mientras que, en Delacroix, ve al hombre caído, al pecador; él reconoce el drama atormentado de violentos colores y de trágicos claroscuros que es la vida. “Aquí, escribirá, un artista que no teme mostrar, bajo la carne, las sombras de la descomposición, es decir de mostrarnos el hombre tal cual es 1.”

Que se no se engañe: no es en absoluto preocupación del  naturalismo… Sino preocupación de Verdad. Lo que para un cristiano significa otra cosa.

Se sabe que toda la empresa de las Luces fue precisamente evacuar al hombre, como individuo (o incluso de erradicarlo), en el nombre, vago y generalista, de la Humanidad. La ley del colectivo contra el individuo: he aquí cuál fue la ambición, reconocida o no, consciente o no, de los redactores de la Enciclopedia — y también de todos los idealistas (rápidamente recuperados por la ideología), que elaboraron y redactaron los galimatías de su alquimia al revés, entre los años 1730 y la realización de 1789. El Hombre, hasta allí, sentía aún demasiado el hombre, es decir, los humores, el sudor; llevaba aún demasiado en él el olor del cadáver futuro, el olor del putrefacción de las carnes: todo lo que recordaba su perecedera, corruptible y corrompida condición de pecador. Una humanidad por fin corregida de sus defectos debía de ser , por fin, desembarazada de estas chiquilladas, purgada de lo humano, demasiado humano de la falta original, de esta mancha ancestral, indigna por el mundo ideal, por la sociedad futura, donde la muerte misma ya no sería vencida por el Cristo, sino por la ciencia…

¿Los verdugos de 1793 no fueron, también, entusiastas higienistas? La propia guillotina no era, (según las palabras de los filántropos que propusieron su uso a Luis XVI), un “progreso” en el humanitarismo, un beneficio en “la edulcoración  “del aplicación de la pena? “Al contacto de la hoja
1. Ch. BAUDELAIRE, Eugêne Delacroix, retomada en Crítica de arte.

afilada de la cuchilla, el ejecutado no creerá sentir, afirmaban, sin encontrarse ridículos, ni monstruosos, más que soplo delicioso corriendo de una corriente de aire sobre su nuca 1.“
¡Que de tiempo, de comodidad, y de precisión ganados! Se cree soñar, y se delira por adelantado sobre las razones que se han convertido en locas de estos Estados todopoderosos, que pretenderán establecer, por fuerza y autoridad, para todos sus ciudadanos, este “mejor de los mundos” pretendidamente “puro”, propio, esterilizado e igualitario volviendo la existencia intolerable, y el planeta inhabitable.

Como Sade, Baudelaire se reirá muy fuerte, y muy amargamente, de esas lágrimas de cocodrilo que se ve gotear en  los ojos de los verdugos filántropos o de los ejecutores de masa, exterminando a sus semejantes en nombre del buen derecho, según los arcanos de un irreal y Misterioso “bien” común, así como de una “necesidad”, cómodamente calificada de superior”. El uno y el otro, el autor de las Flores del mal y el de este otro ajuste de cuentas anti-rousseauniano que es La Filosofía en el Tocador, se juntan, por otra parte, a fin de  “cortar” (si se osa decir l) sobre la cuestión de la pena de muerte. Sobre este punto “delicado”, Baudelaire permanece también un enigma para las almas ingenuas y los moralistas de poca monta sentimental, susceptibles de ofuscarse, desde que se olvida el tono de predica humanista a ras de tierra, para tender a la elevación metafísica del debate. Entre víctima y verdugo, Baudelaire ve inmediatamente lo que se juega - más allá de simple comedia “social” de la designación del “chivo expiatorio“y de la expiación colectiva. Tras el ritual, ve el sentido religiosos del acto, que, como lo escribirá, “exige la plena conciencia, la perfecta adhesión espiritual y el perfecto consentimiento del uno y del otro de los protagonistas al papel que tienen en la economía de la Providencia “. Ahora bien, allí aún, la Revolución, con sus masacres planeadas, sus ejecuciones de masa, empobrecieron la simbólica de la ejecución capital. Devenida macabra pantomima, pobre “representación”, ella ha, por tanto, perdido su razón, su sentido sacrificial, su dimensión metafísica, su justificación mística. Se verá que Joseph de Maistre, uno de los “maestros de mal pensar” (de pensar contra la evidencia burguesa de su tiempo) de Baudelaire, uno de estos “exploradores”, de estos “faros” espirituales que lo ayudarán a testimoniar contra las Luces, no dirá otra cosa, sobre el tema. Allí también, la Revolución habrá acelerado las cosas. La muerte ¿no ha devenido la cosa más abstracta del mundo? La igualdad ante

1. Memoria de doctor Louis Guillotin a S.M. el rey Louis XVI sobre los medios mecánicos de humanizar la ejecución y los sufrimientos de los condenados a muerte, 1788.
2. Ch. BAUDELAIRE,Fussées/Mi corazón al desnudo/Bélgica desnudada, París, Gallimard, coll. “Folio clásico”, 1996.

los fines últimos de los antiguas danzas macabras, que expresaba el sentido religioso de una parábola, ha sido mudado, por los terroristas republicanos , en derecho a condenar y exterminar sin juicio, al nombre de un comunitarismo  “ciudadano”, donde cualquier individuo vale apenas más que su intercambiable peso de carne humana. La guillotina “máquina para igualar” (y a hacer caer el intolerable orgullo  de las cabezas que sobrepasan) es el entre todos instrumento que simboliza la instauración de la muerte en cadena, de la muerte industrial - de la que el siglo XX  hará tan prolífico uso. Aquí ya que se perfila el taylorismo de la exterminación, que será la razón de ser, la razón (a vez “pura” y “práctica”) de todos los totalitarismos establecidos al nombre de la libertad, en la raíz de los “generosos” (y generales) “principios de 89 “, tan fácilmente cambiados en terrorismo del año II. Toda la empresa del siglo XIX ratifica este extenso proyecto de aseptización de lo humano, de negación del hombre, en nombre (muy cómodo, ya que muy vago) de la Humanidad. Reúne la clave del fondo del asunto, que solo (como por casualidad) Sade, antes del Baudelaire, había sabido descubrir.
Solo él, el autor de Justine, que los terroristas y los masacradores  de la libertad de 1793 tendrán por principal preocupación (porque su libertinaje de espíritu realmente libre hace desorden, en el cuadro de la Virtud exterminatriz) de volver a poner inmediatamente en el calabozo, sin otra forma de proceso, ha sabido leer a Rousseau entre líneas, y entre sus lágrimas de verdugo sentimental. Toda democratización - incluso la del suplicio — hace  perder su sentido a este aristocratismo del que se reclaman Baudelaire y Sade: condición del hombre superior, de espíritu libre, donde se intercambian perpetuamente los papeles, donde se es, a veces, víctima elegida entre todos, y verdugo predestinado. Ambos libertarios, libertinos (“libertarianos”, se diría hoy), son condenables, inmediatamente, por adelantado, por todos los aquéllos que, para contribuir a la “liberación” del Hombre, pretenden limitar, o incluso destruir la libertad responsable del individuo.

En esta toma de conciencia, o más bien en esta “revelación “a sí mismo de lo que era necesario pensar de la Revolución y del siglo que estaba generando en las convulsiones, Baudelaire tuvo un revelador único, que fue Joseph de Maistre. Encontró allí lo que buscaba - lo que ya sabía. La reflexión de Maistre sobre el sentido providencial del cataclismo de 1789 fue una indispensable piedra de toque. Cuando éste designa la Revolución francesa como “fenómeno esencialmente, de principio a fin satánico 1 “, Baudelaire levanta inmediatamente la oreja. Eso se une

1. José de MAISTRE, Tardes de San Petersburgo o Conversaciones sobre el Gobierno temporal de la Providencia, Lyon, Louis Lesne, 1842.

a lo que había observado sobre las barricadas de 1848, cuando él definía la “voluptuosidad del motín” como “Satán, completamente desbridado, en este instinto de asesinato que es lo natural del hombre 1 “. Que la historia se someta a la razón superior de la metafísica, que se pueda juzgar de un acontecimiento ocurrido en el tiempo humano con el criterio de la teología, no hablando ya solamente de “casualidad” y de “determinismo”, sino de Providencia, he ahí lo que interesa, he ahí lo que desencadena en él una súbita “sinestesia” intelectual. Como Poe o Wagner, en la esfera estética, Maistre le habla; hace resonar, hasta en sus más secretos ecos, las “profundas avenidas de su sensibilidad”. Confirmando lo que le ha hecho entrever el ejercicio de su conciencia de cristiano, él le aporta la demostración lógica de una intuición probada, la explicación de él sospechaba: que su siglo y su tiempo están fundamentalmente interesados a la inversión de los valores y leyes - interesados, en el mismo sentido en que él llama a George Sand, erigida en parangón de la histeria de bondad colectiva que agarra el siglo, interesado en  “no creer en el Infierno “. Muchas almas caritativas han reprochado como un crimen a Baudelaire las carretas de insultos que vertió sobre la autora de Lélia. Pero, según su punto de vista, Sand, inagotable predicadora de fraternidad universal, la cabeza y los sentidos vuelta por su prurito de amor, “no escuchando más  que su gran buen corazón” sin distinguir qué intenciones indeterminadas inspiran esa generosidad militante, confundiendo el desorden de los sentidos y la modorra de sus vapores socializantes, el embeleso de alcoba y la embriaguez revolucionaria, ¿no encarna ella, por si sola, a la diosa Razón de los robespierristas, vuelta loca, corriente, faldas levantadas, a la vez la aventura  “literaria” en la alcoba, la acrobacia pasional en la habitación y el disparo sobre el adoquín? El Diablo, como Júpiter, vuelve loco aquéllos que quiere perder. Ahora bien, la “locura” de Sand, es posesión de este cuerpo perdido, de esta alma extraviada, de este corazón distraído, por una idiotez superlativa, enorme , tanto más nociva cuanto que ingenua, inspirada por estas mismas “buenas intenciones” que, se dice, pavimentan el infierno: abierta idiotez, prospera y orgullosa de sí misma con toda buena fe, que es también la de sus contemporáneos, de los  que Baudelaire no soporta casi su  devoción desespiritualizada, la ceguera beata ante las esperanzas vilmente terrestres, la práctica de una caridad envilecida en vago humanismo , el ejercicio de una fe reducida a la utopía social y a la profesión política.
Ciertamente llega Baudelaire (que no cree decididamente, y de todas formas en  la bondad intrínseca de la naturaleza humana) a mostrase

1. Ch. BAUDELAIRE, Fussées/Mi corazón puesto al desnudo/ Bélgica desnudada.

malvado, y más a menudo aún cruel (aunque no lo es sin remordimientos , y siempre con conocimiento de causa). Es, a fuerza de humano sufrimiento, de humana empatía no pagada en retorno; por los excesos de una caridad de la cual se siente pleno, pero que sabe devenida sin objeto (porque incomprendida, véase desplazada), ante una humanidad que, ella, mucho más que él mismo, renunció a toda calidad humana; es decir, renunciado a todo sentido religioso, a todo sentido de lo sagrado, a todo  hábito, a toda aptitud a la elevación espiritual. Cogida por cuantas transferencias, por cuantos deslizamientos perversos de una categoría a otra, la “modernidad” empobreció la representación del mundo  laicizándolo. La introspección, ese ejercicio espiritual, ¿no ha sido, para la mayoría de sus colegas escritores, ventajosamente sustituida por la psicología? Del mismo modo, a la religión se ha substituido una credulidad mucho más peligrosa - cuando no es propiamente risible - y de la que Baudelaire es uno del raros en juzgar para lo que es: un oscurantismo dominador, que no deja al hombre ninguna latitud, ninguna libertad, ninguna de las tablas de salvación que le tendía el catolicismo, a través de sus virtudes teologales de fe, caridad y esperanza. Hugo, bajo sus Niágaras torrenciales de alejandrinos, bajo su Himalaya de vaga religiosidad “humanitarista” y “progresista”, habrá parecido ahogarse, llevar o aplastar, a primera vista, todas las contradicciones, obstruir todas las disidencias, hacer callar todas las voces del siglo que, en vez de tararear a su séquito la prédica indiscutible de lo sagrado  del Hombre, han discordado, en medio de este concierto de buenas intenciones y de optimismo papamoscas. El padre proscrito de Guernsey no dejó de inventar, a su uso y al de una “Humanidad” cuya felicidad se dedica a querer (aunque sea contra su voluntad y sin consultar su dictamen), trinidades de sustitución, del sabor de la “libertad-igualdad-fraternidad” de 1789 (divisa a sus ojos fundadora de todo catecismo digno y “moderno”). Durante este tiempo, Baudelaire ríe sarcásticamente y llora, como un exiliado del interior, repitiéndose a sí mismo los versos “terribles” (porque verdaderos) de este Byron que se tiene, como él, un poco demasiado fácilmente y ultrajadamente  “satanizado”: “The Science  is never the human Happiness/ And the Tree of Life is not the Tree of Knowledge 1. “Mientras que Hugo se sube la cabeza sobre los “días siguientes que cantan” (y que, por supuesto, cantarán al ritmo de sus alejandrinos), Baudelaire, él, cava el abismo, en la agotadora empresa que concibe de sondear los riñones, las almas y los corazones. Para este “enemigo de las leyes “, nada de más estúpido que esa confitura de buenos sentimientos

1. Gordon BYRON, Childe Harold' s Pilgrimage (canto VI), en Complete
Works of Lord G. Byron. Londres 1843

y de utopía cientifista, que el oye perpetuamente repetir por los molinos de oraciones  del “clan Hugo”, los amigos y la familia del autor de Los Miserables, que encuentra en Bruselas. Tanta pretenciosa ingenuidad de finalidades sociales lo excede; tanto y tan bien que la palabra de fin estalla, en una carta expedida del hotel del Espejo, después de una de esas tardes, en que Adêle y sus comensales, imitando a su esposo y maestro quedado en su isla, piden a los fantasmas de las mesas giratorias justificar, a diestro y siniestro, la invención del ferrocarril, el socialismo erotómano- ésotérico del bien llamado nombrado Padre Enfantin y el proyecto de “educación universal” de las masas, que debe hacer caer “los últimas bastillas de la ignorancia, del fanatismo y de obscurantismo 1. “ “¡Sé que tengo al menos tanta genio como Hugo…  y sé que no seré nunca tan estúpido como él 2! “ Baudelaire ha dicho todo, y no podría expresarlo mejor que en este tono: scandalosamente, como si nada. Por lo demás, se guarda bien de expedir este dictamen en público. El duda que fuera inmediatamente detenido, amordazado — ¿quien sabe? lapidado; era, en su tiempo, mucho más difícil, o incluso peligroso,  poner en entredicho la vulgata legada por los continuadores de Voltaire y Rousseau que expectorar un escupitajo sobre la Santa Faz. ¿Se cree que exageramos? Para juzgar hasta qué punto, por su simple presencia en su siglo, por lo que esta presencia podía testimoniar contra sus contemporáneos, por lo que molestaba de sus obstinadas certezas, Baudelaire ha llegado excitar su incoercible odio, basta con extraer algunas perlas de un artículo aparecido en 1867, en el Diario socialista La Rue , donde Jules Vallis da un relato particuliàrement significativo de una visita que rindió, en su habitación de dolor, al moralista fulminado de Mi corazón puesto al desnudoa: “Había en él el sacerdote, la vieja mujer y el actor. Era sobre todo un  actor. Nacido burgués, jugó las fulminaciones acongojantes  toda su vida; dejó su razón, era justicia: no se bromea impunemente y tan descaradamente como lo hizo con ciertas leyes fatales que no es necesario sufrir cobardemente, pero que no es necesario desafiar tampoco. […] Ah! ¡no valía mejor vivir simplemente de un trabajo conocido, simple mortal, más bien que correr tras las rimas extrañas y los títulos fúnebres! Era poner de manifiesto que él no tenía la nariz muy larga emprender similar campaña en la fecha en que Baudelaire la comenzó. 3

Bajo la pluma del revolucionario profesional, del heredero convencido de las Locuras-Dramáticas de 1789, es todo el siglo XIX ,

1. Victor Hugo citadoen CH. BAUDELAIRE, Carta a la Sra. Paul Meurice, Bruxelles, 1866, en Correspondencia.
2. Ibid.
3. Jules VALLÉS, “Visita a Charles Baudelaire”, en Calle, París, 1867.

con sus antecedentes “filosóficos”, sus fuentes claras u obscuras, su genealogía de prejuicios, su sistema de imperativos categóricos, que habla, acusa, condena sin apelación. Es el procurador del Comité de Salud Pública de 1793 quien anatemiza, con más  de setenta años de distancia, lo que la tribu ha designado como chivo emisario. “Salud pública” — salud del pueblo —, salud de la sociedad que se arroja, como un solo hombre, sobre contraventor, el agitador. El socialismo, el bien común, el comunismo, es sin duda también, sin duda sobre todo eso: por la voz de un único acusador, toda una masa indiferenciada, toda una colectividad soldada por el mismo crimen fundador, la misma impostura original, la misma mentira consentida, que se venga, designando por víctima al que osa desmontar dichas certezas, desalojar la impostura, revelar el crimen, taladrar la mentira a la luz del día.

La consecuencia de la acusación nos aclara mejor aún, la confesión está dejada ; y, de nuevo, se comprende claramente a donde quiere llegar, por medio de Vallés, todos los abogados de la mala causa — désignada como la única que sea, paradójicamente, la de la defensa de la verdad, del bien, del progreso, de las Luces y la libertad: “Es qué, verá usted, este fanfarrón de inmoralidad, él era en el fondo un religiosero, en absoluto  un escéptico; no era un demoledor, sino un creyente; no era más que el ñam-ñam de un misticismo simplón y triste […] Satán, era el diablillo, anticuado, acabado, que se había impuesto la tarea de cantar, adorar y de bendecir. ¿Por qué pues? ¡Mal momento este siglo, para los biblistas de sacristía o de cabaret! Época sonriente  y desconfiada, la nuestra, y que no detienen mucho tiempo el relato de las pesadillas y el espectáculo de los éxtasis l. ¡“Subestimar el Diablo! Este fue  el “gran juego” (que se puede, sin duda, entender en el sentido ocultista) del siglo - y era, ya, la principal preocupación de los pensadores que le prepararon el terreno, antes y después de la línea de división de la sangre de 1789. Maistre, Bonald no fueron los únicos en descifrar algo de la “cifra de la Bestia “en los acontecimientos revolucionarios. No escribía Cazotte, desde 1791, más allá del Canal de la Mancha, a su colega novelista Mathurill Lewis, famoso inventor de la “novela negra” inglesa, y precursor de Edgar Poe en el género del horror fantástico: “Si desea a ver a qué excesos pueden librarse el hombre cuando se deja a su ignorancia invadir por los prestigios del Demonio, venga en este
1. Ibid.

momento a instruirse a París 1. “Al respecto, el siglo de Baudelaire arrojará un púdico velo, no quiere, en lo que a él se refiere, ni ver, ni saber; el hombre del siglo XIX no puede tolerar tener que arreglar cuentas con Dios para ponerse a creer en el Diablo, tiende, desde las Luces, a tomar las huellas de estos espíritus fuertes, demasiado astutos para que se les declare la guerra , y a tomar el aire de decir: “Vamos, somos gente demasiado seria para dar crédito a estas chiquilladas. “Allí también, Baudelaire , lúcidamente, le explicará (en vano!) su error, poniéndole en guardia : “El supremo truco del Diablo, es hacer creer que no existe. 2“ Y Dios sabe que el Diablo ha triunfado ahí, con casi todos los “grandes hombres” a quienes la patria agradecida a expedido una invitación para la entrada póstuma en su morgue oficial (ese Panteón cuya cúpula levantada evoca irresistiblemente  el hueso pelado de un cráneo), con todos los que han “hecho” el espíritu enciclopedista, luego la Revolución, luego el siglo XIX : tragi-comedia-farsa en tres actos para marionetas de la que la Potencia de las Tinieblas se ocupa de tirar los hilos, en un gran vudú de la Luz, del progreso y del ateísmo desencadenados; todos esos ,de los que se puede enumerar la cohorte: Voltaire el deicida, Rousseau el ecolo depurador, Hugo el socialo-necromante y siempre la “mujer Sand”, la peor, la verdadera poseída y del “gran buen corazón” , todos ellos, en fin, de los que Baudelaire no querrá, ni podrá más oir hablar, sin que la indignación le suba a los labios con la espuma de un espasmo de aversión, en su habitación solitaria de Bruselas, entre dos tomas de píldoras al mercurio, o de pociones barrocas de decocción de liquen - tratamientos recomendados por médicos que, sobre su caso, habían terminado por renunciar resolver… (“por el diagnóstico, escribe a Poulet-Malassis, doy, como se dice, mi lengua a los perros 3 “). ¿Y qué remedio de este mundo (él
lo sabía bien) le habría podido cuidarle, cuando su mal venía de esta extraña desgracia que era la suya: poseer un alma, y ocuparse de cuidarla?

“Sea, parece decir  Baudelaire, puesto que parece que se quiere así, soy ¡Expiatorio! “, para parafrasear la Palabra crística, murmura, para sí mismo, en sí mismo, la suprema fórmula de aceptación: “Señor, me vuelvo a poner entre Vuestras manos. ” No teniendo ya nada que perder aquí abajoa (sabe que para él, las cosas esenciales no pueden más que jugarse en otra parte, en el  plano que Maistre llama el de las “Leyes

1. Jacques CAZOITE, Carta a Mathurin Lewis, en junio de 1791; citada en Paul
MORAND, Monplaisir en literature, París, Gallimard, 1967.
2. Ch. BAUDELAIRE, Fussés/Mi corazón al desnudo/la Bélgica desnudada.
3. Ch. BAUDELAIRE, Carta a Poulet-Malassis, Bruselas, 1865, en Corres-
pondance.

no escritas “), porqué se privaría en adelante, de decir todo. Para insertar el clavo, y concluir sobre el “caso Hugo” (quien, no habiendo resumido las Flores del mal  más que con la expresión y la aparición de un “escalofrío nuevo” en la literatura, prueba a su autor que no ha  sabido leer, ni capatar de la verdadera calidad moral y espiritual de su libro): “Conozco, añade  Baudelaire en otra carta datada en Bruselas, con respecto a una dedicatoria virgiliana que le ha hecho gracia el signatario de los muy recientes Castigos, los sobrentendidos del latín del Sr. Hugo. Jungamus dextras, eso no quiere solamente decir: apretémonos las manos, sino: unámoslas, con el fin de trabajar juntos en la felicidad de la Humanidad. Lo que Hugo no sabe, es que me burlo bien de esta Humanidad, tanto como la suerte que pueda hacerla 1! “

Las generalizaciones, es cierto, son más fáciles que el estudio del caso por caso; está allí todo lo que separa eI humanitarismo sin cara de los que compran dos con buena conciencia por un saco de arroz, y la caridad que compromete al cuerpo a cuerpo, no con una alejada, ideal y fantástica ilusión de hombre, sino con su prójimo. Es individualmente, en el caso por caso como Baudelaire, este psycólogo duplicado de confesor y de  consejero espiritual, toma los seres, y como circunscribe los caracteres. La utopía de una “naturaleza humana “universal le parece un pernicioso espejismo. La generosidad beata, el apresuramiento afanoso de los humanistas le hacen, por su parte, bostezar…hasta el punto de hacerle decir (en contradicción absoluta con las ambiciones bien terrestres de todos los Sres. Prudhomme y los Sres Homail que encumbran la época) ” debe ser una cosa bien horrible ser un hombre útil…2 “ La lucidez
Le conviene mejor: es, en el fondo, su verdadero martirologio de elección: tiene de esas puntas, estos filos crueles que empujan al examen de conciencia hasta la cirugía sin anestesia de las almas, y la  confesión hasta la operación al escalpelo. Si a él le hubiera bastado detenerse, como sus colegas, en hacer rimar el uno con el otro los versos, en desarrollar las figuras retóricas, en disponer en orden de marcha, y hacer avanzar, al paso redoblado, grandes ejércitos de “grandes flamencos de alejandrinos” – por sublimes que sean ellos -, Baudelaire no sería más que un hombre de letras. Ahora bien, es, también, un hombre del  ser. Su moral consiste en sudar su tinta, como se suda la sangre, como se exuda el sudor de angustia de todos los “Lama sabact'ani” la verdad sólo lo interesa desesperada, o terrible: mucho menos viable, con su mirada aturdiente y petrificante de Medusa, que la

1. Ibid.
2. Ch. BAUDELAIRE, Fussées/Mi corazón al desnudo/la Bélgica desnudada.

pálida  y clorótica diosa de sonrisa triste soñada por Renan de sus demasiado raros momentos de inquietud.

En los perdita tempora, en los tiempos terribles de la “modernidad” desencadenada, de la huida hacia adelante en la escalada del desorden, del trastorno de los órdenes establecidos o de destrucción de los usos y leyes ancestrales, los defensores de la tradición son  rápidamente acusados de desviación cuando no es de herejía. A este respecto, Baudelaire pudo parecer extraño, extranjero a numersos fieles de su propio campo, y él que, simbólicamente, se derrumbará, afectado por la apoplejía, al pie de la cadena esculpida de la iglesia Santo-Loup de Namur, en la pose  de orante petrificado por la Gracia, perdió a menudo, en cuanto a las apariencias de su devoción, hasta los sirvientes de su propia capilla. Osemos una explicación: la excentricidad por la que Baudelaire se distingue - hasta el dolor - ¿no está , en el fondo, sostenida por una voluntad “de ponerse a parte”, “de retirarse al desierto “ aunque estuviera  en medio del mundo, y de ponerse en licencia de sus hermanos de elección mismos, con el fin de librarse solo, como un santo ermitaño, o un místico, al ejercicio agudo, peligroso , entero de su relación a Dios; y ¿no reconoció, en dos versos de las Flores del mal, esta tentación que compartieron , antes él, Pythagore el pagano o el cristiano San Juan de la Cruz: “Quiero, para componer castemente mis églogas/vivir solo, cerca del cielo, como los astrologues “ 1? El sentido de las provocaciones de las que el es habitual  es no obstante  bastante claro  para que éstas no puedan calificarse de actos gratuitos. En Bruselas, en plena Bélgica rabiosa  de anticlericalismo y de “libre-pensamiento” (escribirá: “pretrofobia”, antes de prestar sencillamente al “bárbaro Nervien”  las costumbres “prêtrofagas” !), este raro feligrés tomará, por volverse al oficio, y por exhibir su misal, la voluptuosidad que gusta un matador al pinchar  la vacuna furia de la “idiotez de frente cornuda”. El  habrá comprendido que se choca menos en pretenderse (como confiesa haberlo hecho) “pederasta”, “parricida” o “confidente” de la policía , que mostrase “jesuita”, o simplemente católico creyete. El burgués siglo XIX, ya dispuesto a avalar del todo las provocaciones e imposturas que sorberá su descente directo del siglo XX, está dispuesto a digerir no importa que  en el dominio de lo inconmensurable, de lo  incalificable o de lo  absurdo, solo Dios no pasa, y le queda el estómago. La farsa es buena, y bromea, para ser “belga” es sin embargo desoladora - y ella no hubiera seguramente hecho reir mucho a Victor Hugo, que creía bueno, al mismo tiempo, disculparse ante Michelet, de haber estado tentado,
1. Ch. BAUDELAIRE, Las Flores del mal, en (Euvres complêtes, 2 vol., París,
Gallimard, coll. “Bibliothàque de la Pléyade”, 1975-1976.

después de la muerte de Léopoldine, de buscar un consuelo en la religión, y de haber testimoniado en las  Contemplaciones por un cuarteto (por otra parte conmovedor ) titulado: Escrito al pie de uno crucifijo, que ha puesto a mucha gente en inquietud “(sic): “Vosotros que lllorais /venid a este Dios, ya que llora. /Vosostros que sufrís, venid a él, ya que cura. /Vosotros que lloráis, venid a él, ya que sonríe /Vosotros que pasaís / venid a él, ya que permanece. 1 “La justificación de este extravío momentáneo “por su autor vale por otra parte que se extraigan los más jugosos fragmentos: “Aquél del que quise hablar, este no es el  Dios Jesucristo, del que se sirven los sacerdotes que aturden la inteligencia y machacan los cerebros, sirviéndose del crucifijo como de una porra. Este es Jesús el hombre y el revolucionario de Galilea, él mismo que fue condenado al suplicio por los sacerdotes de su tiempo [...] Y más que nunca, repito con vosotros: el enemigo, es la lnfame que es necesario seguir aplastando. 2

Baudelaire, al menos, no consentirá nunca en imponerse el ejercicio que consiste en dar prendas al espíritu del tiempo, librándose  a ese género de deshonrosasa de “enmiendas honorables”, que recuerdan a la vez las dementes sesiones de autoacusación a las cuales los métodos expeditivos del Tribunal revolucionario y el arte de tortura psicológica de Fouquier-Tinville llegaban a obligar  a los reos más inocentes de todo crimen, pero que no son sin oler, por adelantado, su hedor de autocrítica obligatoria, tal como se la practicará en Moscú en el gran tiempo de las purgas estalinistas. Léon Bloy, otro grande extraviado en un siglo sin nombre y sin fe, terminará por indicar un catolicismo vuelto sospechoso a sus hermanos católicos  mismos, a través de excesos de intransigencia literal… tanto como “literario”. A fuerza de no señalar más que las contradicciones o los excesos de toda conducta, se omite demasiado fácilmente la parte fundamental, que solo debe importar, respecto a un director de conciencia: el dibujo general de una línea de vida espiritual, la constancia y la firmeza de un compromiso que, por fallar en muchos lugares, no permanece meno firme, inquebrantable, en  la duración de una existencia. Era demasiado tentador, por lo tanto, en el caso de Baudelaire, minimizar el escándalo de la fe, hablando de herejía. Pongamos pues la cuestión: ¿Baudelaire, hereje? Admitamos, sin mebargo entonces, como Bloy también es “herético” (y sobre el fondo estrictamente canónico de la ortodoxia de interpretación del dogma, habría aún más que  acusar al imprécador de Femme Pauvre, que a

1. V. HUGO, Las Contemplaciones, 2ª Parte, Hoy día, París, Gallimard, coll.
“Poesía/Gallimard”, 2006.
2. V. HUGO, Carta a Jules Michêlet, citado en Philippe MURAY, el siglo XIX
a través las edades, París, Denoél, 1984

el autor de las Letanías de Satán); pero si son tales, el uno y el otro, es que lo son al revés, no del catolicismo, sino de la Iglesia de su tiempo, y, digamoslo , especialmente: de Ia Iglesia galicana de su tiempo que, perturbada por la estricta y saludable impavididez que Roma se obstina en indicar en la tormenta, aún traumatizada por la violación que los revolucionarios hicieron de su independencia, obligando la “clero juramentado” al compromiso, consiente  — creyendo absurdamente conciliársele — en ceder cada vez más terreno al enemigo. Los tres estados más dignos, a los ojos de Baudelaire (antes de que lo sean , también , por la opinión de Nietzsche): el poeta, el sacerdote y el guerrero no tienen sentido de ser, de aparecer, de encaranarse como tales más que en una sociedad de orden y jerarquía, fundada, no sobre el Comedia humana de las precedencias sociales, sino sobre una organización aristocrática. ¿Se llegará hasta decir: teocrático? En verdad, la “locura de la Cruz” también está muy desplazada, invivible — infrecuentable incluso — como la locura del arte, en un siglo donde no es a guisa  de inútil palabra, ni de broma, como Baudelaire llamará los hombres de su tiempo, inventores del alumbrado nocturno de las ciudades con las claridades mates y pálidas del gas: “asesinos de claros de luna”. Con la luna, han asesinado el sueño, el espíritu, el alma de los seres y las cosas. Han estrangulado el imaginario, los prestigios de lo invisible, que es el alimento de toda creación. Sin poesía, ¿cómo testimoniar de lo que es más allá, de lo que permanece Verdad indiscernible al ojo desnudo? Y, después de todo, ¿el arte no es un sacerdocio que compromete tanto, y de manera tan paradójica, en el extremismo hasta extremo, en la exigencia de un Absoluto sin concesiones, como el “credo quia absurdum” de san Agustin?

Como la de los místicos, la concepción que Baudelaire se hace del tiempo es, ante todo, no lineal. Rechaza, por consiguiente, plegarse a la doctrina “positiva” (que se volverá positivista con Auguste Comte) del “sentido de la historia. El adivina, por supuesto, que lo es aún por uno sus retorcidos y favoritos trucos que los nuevos ideólogos, purgadores de religión bajo toda forma, han substituido al dogma católico del “fin de los tiempos “- del Apocalipsis – el , “laico y obligatorio de la “marcha del Progreso” y, esto es justemente porque olfateó bien la impostura de esta manipulación que el vomita, este idolatría de sustitución, que quiere  imponer, de manera totalitaria e indiscutible, la fe en los beneficios de la técnica de la mecanización general. Uno de los “pedazos de valentía” de los Fussées (Baudelaire lo llama un fuera de serie) desarrolla esta carga visionaria del porvenir  de las sociedades occidentales. Para defenderse y burlarse immédiatemente el mismo, Baudelaire toma aquí súbitamente el tono de “profeta” (afirma con todo, para romper los sabueso, que el mide lo grotesco de esta postura – sin duda piensa no hundirse en el mismo ridículo que Hugo, envuelto en su grandes aires de proscrito a la boca de la sombra, “escuchando Dios” y las tablas giratorias, encaramado sobre su escollo). El texto en cuestión es uno de los fragmentos más desarrollados de esta recopilación de “pensamientos”, lo que prueba hasta qué punto Baudelaire (que siempre ha pretendido no saber “dar la medida”, ni en la novela, ni en el discurso teórico), implicado repentinamente por su santa cólera y su indignación, se encuentra repentinamente inspirado por su sujeto Este “cuadro de humanidad futura “es de un inquietante, molesta presciencia. A través del  exceso de materialismo, de consumismo, Baudelaire anuncia aquí el retorno próximo de una barabarie “dotada de toda el confort moderno”, fundada en un comunismo de la estandarización mercantil y de la superproducción (Drieu La Rochelle resumirá la idea, único en distinguir, en su época, que el capitalismo no constituye, ni más ni menos, que un “socialismo del consumo”). Y, para terminar - en directa descendencia de la célebre profecía, en la cual Cazotte entreveía, a consecuencia de la Revolución, las edades futuras de la humanidad -, anuncia una especia de “reino de los objetos”, sobre una tierra desértica donde el hombre se habrá reducido a nada, vuelto a su porción descartable de nada. No habrá más que Nietzsche para osar a pintar ese “último hombre” (que los optimistas sueñan, en su tiempo, como una especie de Prometeo desencadenado, o de Lucifer reconciliado), bajo las miserables apariciones de lo que podría ser devenido,  al término de un siglo XX  fértil en imposturas: un insecto que da saltitos en un desierto: a elegir, mosquita sobre una carroña, o larva agitándose sin cola ni cabeza, en la tumba. Baudelaire que, paradójicamente, inventa el término de “modernidad” (o, al menos, teoriza la “nobleza” estética) rechaza, en su concepción del tiempo, de la historia, como en arte, “el movimiento que desplaza las líneas “. Este contemplativo no sueña más que inercia: “orden, calma y voluptuosidad “. Lo contrario de esta humanidad de agitados de boquilla que, desde 1789, ponen su inflamación retórica de notarios agarrados por la doctrina, su energía de arribistas del “progreso”, en esforzarse, excitarse, desgastarse a grandes gritos, discursos y arengas, en grandes y “bonitos” gestos de molinos de viento, en la construcción de “mundos mejores” y otras “sociedades futuras” Este estruendo, esta agitación (duplicada del estropicio de industrialización que la acompña) aturden a Baudelaire, como darán la jaqueca a Nietzsche. Ellas infligen modorra, comunican vértigo. Sensaciones que el poeta resentirá, que sufrirá, por otra parte, físicamente  - como un místico a quien la carne se convierte en la placa sensible del alma, el espejo estigmatizado de la vida espiritual.
El debate entre atracción y repulsión por la existencia y el “mundo” - típicos de un alma impresa de religiosidad -“doble aspiración” entre Cielo y Abismo, entre placer del “nuevo escalofrío “y retorno sobre sí en la meditación estalla, en Baudelaire: en primer lugar en la ambigüedad de actitud frente al mundo réal, las seducciones del universo sensible y  las apariciencias visibles (fascinación y rechazo, o, como lo dirá más amargamente: “Voluptuosidad de vivir y, al mismo tiempo, horror de la vida  1“). Pero, más irá a contracorriente, en reacción, más se mostrará su ruptura con este siglo  resultante del “crimen original” de lesa divinidad y de lesa espiritualidad de 1789; y más se amplificará (antes de reducirse, sintomáticamente, al último juramento: ¡“Creo! ”) en invectiva, en descarga sin retorno, en lluvia de mofas, en andanada de odio declarado. Alcanza su hiperbólico apogeo, en esta obra inacabada, donde dirá que el insulto no tiene ya tiempo de retomar aliento, que, a  elección, debía intitularse: Bélgica desnudada, o también: ¡Pobre Bélgica! , y del que no nos quedan , realizados, más que los despiadados “poemas” de circunstancia de Amoenitates Belgicae.

El secreto, se ha dicho muy pertinentemente  y hecho remarcar, consiste, para descifrar el sentido oculto de esta despiadada carga, para que él que lo lee: “el hombre del siglo XIX” en lugar del “Belga”. En este sentido, se sitúa a Bélgica, como la Polonia del Padre Ubu de Jarry, “en ninguna parte “, es decir: por todas partes. Y Bruselas, esta podría también ser cualquier metrópoli camino de un  vertiginoso desarrollo y de hipertrofia industrial, así como lo es, por  orden del emperador  y el trabajo del barón Haussmann, el París de Napoleón III.
¡Por otra parte, Napoleón III! Allí también, en el “caso” del príncipe-Presidente, será de tan buen tono, según el pensamiento ya “único” de los républicanos del tiempo, menospreciar y designar como el más inapto, e inepto de los tiranos políticos, Baudelaire será el anti Hugo, el contradictor precioso, único de la “vulgata” roja (perpetuada hasta nuestros días). El detectó , por otra parte, muy bien las razones muy bajamente materialistas (donde la ambición decepcionada se mezcla a un verdadero resentimiento contra un hombre que uno de los primeros actos de Jefe de Estado es reasignar este “trastero de las glorias republicanas” que es el Panteón, laicizado a la fuerza por Luis-Felipe y reinvestido por las macabras saturnales de los enervados de 1848, al culto de santa Genoveva) que motivan el odio del proscrito de Guernsey contra Louis Napoléon, el sobrino que se ha convertido en “Napoleón el pequeño”. Por tanto, se ha visto, la política no interesa

1. Ch. BAUDELAIRE, Fusséess/Mi corazón al desnudo/la Bélgica desnudada.

apenas a Baudelaire, por poco que ella no concurre más que “a alimentar las conversaciones de café “, dice. Es a un titulo muy distinto que Napoleón III despierta su curiosidad. La palabra del asunto se dejó en otra carta a Ancelle, enviada de Bélgica, donde Baudelaire ruega que se le haga llegar determinada obra “donde el autor desarrolla, me dice él, la idea que tengo sobre la aventura de este interesante personaje que es el Emperador. Para mí, lo sabes, mi impresión es que hay en Napoleón III algo que calificaría de: providencial. “Algunos años más tarde, Bloy no dirá otra cosa, y enfocará las cosas bajo un similar ángulo de vista - esta vez, con respecto a el “destino manifiesto” del tío - en su Alma de Napoléon. Baudelaire por otra parte, sin ninguna duda, habría aplaudido a estas obras de su descendiente, donde la historia se enfoca como una emanación terrestre del plan divino, y donde los designios del Cielo se personifican en los accidentes de la tragedia, o de la epopeya. Eso va mucho más lejos, una vez más, que los Castigos, donde el aliento panfletario se limita a dispensarse en un unívoco y maniqueo arreglo de cuentas, a ras de los acontecimientos, y donde Hugo (cuya la posición apenas desconcierta) se pone en lugar de Dios Vengador del que no teme usurpar la plaza, con el fin de otorgar patentes de mala conducta al régimen que vomita.

Nada de peor que un hombre de sistema-si  este no es un arte de  intenciones o pretensiones ideológicas… Hugo no hace jamás otra cosa y, a este título, terminará por personificar, para Baudelaire, todos los tópicos más blasfematorios de un siglo cuya vocación “post-révolutionaria “fue recuperar todo, desvirtuarlo todo, y mentir para mejor engañar sobre la falsa “pureza”, el falso “desinterés” de sus intenciones. Este intolerable “fraude sobre la mercancía”, se ofenderá, de una vez por todas, no solamente porque atenta a la sinceridad moral de artista, sino sobre todo porque, terminando por corromper el arte, insulta, por allí mismo , a la Verdad: “desde entonces, todo lo que pueden amar, en literatura, ha tomado el color revolucionarios y filantrópico. Shakespeare es socialista. El nunca lo sospechó, pero ¡que importa! Una especie de crítica paradójica  ya intentó disfrazar al monárquico Balzac, hombre de trono y del altar, en hombre de subversión y demolición. Nosotros estamos familiarizados con esta clase de superchería. 1

Y, arreglando definitivamente sus cuentas con la herencia de 1789: “Según el crescendo habitual de las multitudes reunidas, se va a celebrar a Jean Valjean, la abolición de la pena de muerte, la abolición de

1. Ch. BAUDELAIRE, Carta Théophile Gautier, París, 1864, con respecto al
banquete de lanzamiento de William Shakespeare de V. Hugo, en Correspondencia.

la miseria, la Fraternidad universal, la difusión de las Luces, el verdadero Jesucristo , legislador de los cristianos, como se decía antes, se va a llevar los brindis al Sr. Renan, etc todas estas estupideces propias de este siglo XIX  donde  tenemos la fatigante felicidad de vivir, y donde, según los inmortales principios de 1789, cada uno está , parece, privado del derecho natural elegir a quien quiere por amigo o por hermano 1 “ No se toma mejor permiso. No se podría decir mejor la moral, la condición del artista que se respeta son un exigente aristocratismo, incompatible con las chiquilladas filantrópicas, el bazar humanitario  y el grueso vino rojo de los banquetes republicanos. No se sabría mejor aconsejar, contra el socialismo conquistador, la masificación comunitaria, laica y obligatoria, el jaleo de las fiestas de la Concordia y otras bacanales republicanas de la Federación, la salvación en la fuga a sí mismo: allí donde se está en buena compañía – frente a Dios y con su conciencia.

Los poetas son siempre víctimas de las revoluciones,  los que intentan salvar su cabeza ahí pierden su tiempo, su alma  y también su honor. A Edgar Poe, Baudelaire hará este epitafio que vale para su propia persona: “habría sido su propio sacerdote, y su propio Dios 2“… Así como lo cantó el gran músico del spleen Henry Purcell, sobre los versos inmortales y desengañados de Katherine Philips: ¡O! ¡Solitude, my sweetest rest! ¡O! Solitude, my highest ¡Joy! Por allí aún, Baudelaire prefigura a Nietzsche que también en plena crisis de civilización y transmutación de los valores, intentará inventar aI hombre “superior”, aI artista, al pensador, el refugio (o el compromiso saludable) de una nueva “santidad”: la que él encontrará en la total sumersión en su creativa, a a través de una reclusión espiritual del todo opuesta a las inútiles prisas, al estruendo ensordecedor, a la trepidación cruel del mundo de su tiempo, donde  el caballero de la industria sustituyó a los nobles de los cantares de gesta. Por allí, también, similar al solitario del Engadine, al fulminado de Turín, Baudelaire es, más que nunca, moderno — nuestro eterno contemporáneo. El haz de su lucidez excava nuestras propias dudas, e ilumina con una luz singular el campo de ruinas y las cohortes de humanidad perdida que el siglo XX, digno continuadora de su ancestro, dejó tras él. Se tuvo razón escribir que después de Las Flores del mal, “el arte poético no podían definitivamente ya revestir los mismos colores 3 “. Más allá de esta consideración puramente

1. Ibid.
2. Ch. BAUDELAIRE, Prólogo a las traducciones de Eureka y el Cuervo de Edgar
Allan Poe, reanudada en Crítica de arte.
3. Gaetan PICON, Panorama de la poesía francesa contemporánea, París,
NRF-Gallimard, 1954.

 estética, es necesario más que nunca oír y tomar por  lo que ella es la palabra que Baudelaire entregó, y que vibra y truena , tras las palabras, por los intersticios de esta poesía. Se sienta, a los lados de la de los más grandes, que, de Hésiode a Goethe, pasando por Dante, no fueron poetas sin ser también profetas.

PIERRE-EMMANUEL PROUVOST D' AGOSTINO, ESCRITOR.