viernes, 24 de abril de 2015

Los amos del PSOE (Arca de la Alianza Cultural S.A.)

LOS AMOS DEL PSOE

El libro  aquí presentado “Los amos del PSOE” fue retirado de las librerías a los pocos días de su presentación en los tiempos de Felipe González, aunque algunos ejemplares se pudieron poner en circulación, de uno de los cuales e ha podido realizar el  escaneo.
Trata con todo detalle de un asunto tan poco ventilado como son los poderes   mundialistas que no solo son los amos del Psoe de la época felipista sino, con más o menos intensidad, de todos los partidos gubernamentales que en el mundo hay. Las personas aquí relacionadas han sido sustituidas por otras, pero el poder mundialista permanece probablemente corregido y aumentado.
En una época de elecciones abundantes como la actual conviene saber o al menos sospechar con vehemencia – como se decía en el lenguaje inquisitorial - quien está verdaderamente detrás de los partidos que aspiran a gobernar, es decir quienes los verdaderos amos, los que no se eligen en forma alguna.
Naturalmente estos asuntos no salen en los periódicos y los medios.


jueves, 23 de abril de 2015

lunes, 20 de abril de 2015

Ciudadanos para el bien común. La educaión para la ciudadanía (Ricardo Marqués Dip)

Ciudadanos para el bien común. La educación para la ciudadanía


Ricardo Marqués Dip.






La llamada  educación progre de nuestros días, o como casarse con una muñeca hinchable




Verbo año L nº 509-510 noviembre-diciembre 2012
(ningún derecho respetado)


https://www.dropbox.com/s/pijb9pswkkmzx6h/CIUDADANOS%20PARA%20EL%20BIEN%20COMUN.pdf?dl=0

sábado, 11 de abril de 2015

La izquierda capitalista


La izquierda capitalista




Ignacio San Miguel

 


La persistencia de un capitalismo incólume en una sociedad de la que han desaparecido los valores que se llamaron burgueses de forma interesada, ha de desanimar al revolucionario auténtico.

La antigua creencia de que la izquierda defiende a los menesterosos y la derecha a los ricos no deja todavía de tener alguna vigencia entre bastante gente sencilla y muchos intelectuales progredecadentes que no tienen nada de sencillos y sí mucho de resentidos. Claro está que la vigencia que tal idea tiene en estos últimos es simplemente utilitaria (ya que no creen en ella) y está derivada exclusivamente de su resentimiento. Y si hay un guerra civil de por medio, como en España, el resentimiento ha de ser mucho mayor.


Pero si existen motivos para ese rencor, también los hay para que se sientan satisfechos. Es lógico que les encolerice la perdurabilidad del capitalismo, pero otras cosas que deseaban que se derrumbasen, de hecho se han derrumbado. Pero esto no acaba de contentarles, pues su fin último no era ese.


La teoría tradicional marxista es que si se genera un cambio en las condiciones económicas (infraestructura) de una sociedad, esto ha de conllevar un cambio en el pensamiento y la moral (superestructura) de los hombres de esa sociedad. La revolución ha de iniciarse, pues, desde abajo, con la destrucción de la infraestrucura económica capitalista. De esta revolución, ha de surgir un hombre nuevo.


Ya por los años veinte surgieron teóricos del marxismo que disintieron de esta estrategia. El húngaro György Lukács y también el italiano Antonio Gramsci, al analizar fríamente la realidad de la sociedad soviética, coincidieron en un diagnóstico pesimista: el hombre nuevo no estaba surgiendo del nuevo régimen comunista. La sociedad había sido subvertida mediante la violencia, pero ésta únicamente había afectado a su corteza externa. El hombre seguía siendo el mismo. Los valores burgueses del cristianismo persistían en las almas. Era ahí donde había que actuar: en las almas. Y era ilusorio pensar en una traslación de la revolución soviética a los países de Occidente, como no fuese mediante revoluciones sangrientas, y era igualmente utópico pensar en ello. El capitalismo no estaba empobreciendo al proletariado, sino al revés, y no era realista contar con este proletariado demasiado conformista para meterse en revoluciones.


Había que actuar sobre la cultura. Desarraigar los valores cristianos, el arma suprema de la burguesía. Actuar en medios de comunicación, en Universidades, en editoriales, en el cine; ir cambiando la mentalidad de la gente. Es decir, actuar directa y primordialmente sobre la superestructura de la sociedad. Una vez conseguido el cambio cultural mediante esta revolución incruenta, el poder “caería en el regazo marxista como fruta madura”, decía Gramsci.


Lukács y otros miembros del Partido Comunista alemán fundaron en 1923 un Instituto Marxista con sede en la Universidad de Frankfurt. Pronto recibió el nombre de Escuela de Frankfurt. Con la llegada de Hitler al poder, sus miembros tuvieron que emigrar y lo hicieron a Estados Unidos. Con el patrocinio de la Universidad de Columbia instalaron en Nueva York su nueva Escuela de Frankfurt y se dedicaron activamente a minar los valores de la nación que les había acogido. Miembros prominentes fueron Max Horkheimer, Theodor Adorno, Erich Fromm, Wilhelm Reich, Herbert Marcuse.


Sus teorías consiguieron fácil arraigo entre los liberales que entonces estaban en auge bajo la presidencia de Franklin Delano Roosevelt. La semilla fructificó. Paralelamente, en Europa, esta variación o derivación de la teoría marxista fue preparando a las generaciones sucesivas. En resumen, la cultura occidental cristiana fue minándose progresivamente. El proceso llegó a su florecimiento durante los años sesenta, con la revolución del 68, los hipis y la contracultura. En las décadas siguientes acrecieron los supuestos avances progresistas con la legalización del aborto, la permisividad respecto de la droga, la dignificación del homosexualismo, el desprestigio de los valores tradicionales y las figuras históricas, etc., pudiéndose afirmar que lo vigente en la actualidad en las sociedades occidentales es precisamente la contracultura, bajo el nombre de progresismo.


Dado que la raíz de este proceso es el marxismo, en buena lógica debieran los marxistas estar satisfechos. No hay duda de que las ideas izquierdistas predominan en cualquier expresión cultural. No es de extrañar que en el campo de la política, los partidos de derecha hayan aceptado la mayor parte de los presupuestos culturales izquierdistas, ya que los partidos aspiran a ser un reflejo de la sociedad y no a reformar ésta, por lo que se amoldan a las directrices marcadas por los hacedores de opinión izquierdistas. Hoy en día no existen grandes diferencias entre los partidos de izquierda y de derecha en el plano de las costumbres.
Pero hay que comprender que el auténtico revolucionario marxista no puede estar conforme con esta situación. Porque no se ha cumplido la profecía de Gramsci: “el poder caerá en el regazo marxista como fruta madura.” Es decir, la estructura capitalista se derrumbará y el poder pasará a los comunistas.


Esto no ha ocurrido. Por el contrario, la Unión Soviética sí que se ha derrumbado y el sistema comunista se ha esfumado en sus territorios y el de los satélites. Y el capitalismo ha salido triunfante como nunca lo estuvo hasta la fecha. Porque han desaparecido tanto los enemigos ideológicos como las trabas morales. Éstas últimas, por efecto de la acción del marxismo cultural ya señalado. Por tanto, el capitalismo actual resulta más feroz y salvaje que nunca. Y es que aquellos valores religiosos y morales que con tanta saña y eficacia se atacaron por considerarlos el blindaje de la burguesía capitalista, es decir, el blindaje del capitalismo, eran precisamente los factores que podían reprimir o suavizar su acción. Estos valores tenían, y tienen, su fundamento más allá de conceptos tales como burguesía o proletariado. Tienen su fundamento en lo íntimo de la naturaleza humana, en su parte buena. La burguesía no los inventó. No eran, por tanto, valores burgueses. Si acaso, la burguesía los utilizó con fines interesados. Pero todo en el hombre puede ser corrompido y utilizado.


El capitalismo está ahora firmemente asentado en sociedades culturalmente de izquierdas, no obstante lo cual no se debilita, como Lukács y Gramsci pensaban, sino que se fortalece. Porque el capitalismo tiene su asiento y su motor en la codicia humana, y son codiciosos igualmente los hombres de derecha que los de izquierda, pero estos últimos no están sujetos a las trabas morales que se ocuparon de destruir; y los primeros sólo conservan jirones de ellas. El capitalismo sufre ahora deformidades que antes se reprimían en función de valores morales vigentes. Y no sólo eso: surgen negocios fabulosos alrededor de la droga, la prostitución, el aborto, la pornografía, etc., actividades prohibidas antes y que ahora son legales o cuasi legales.


Uno puede imaginarse la frustración que ha de sentir el auténtico revolucionario marxista (tanto si lo es por razones idealistas como por razones de odio de clase) al percibir este capitalismo de izquierdas. Y al averiguar que ha sido engañado miserablemente por los detentadores del poder marxista, auténticos granujas. Al enterarse, por ejemplo, de que su ídolo Fidel Castro es una de las mayores fortunas del mundo; de que los antiguos dirigentes de la Unión Soviética son los grandes capitalistas de la Rusia democrática de hoy; de que, por ejemplo, el antiguo dirigente comunista, Viktor Chernomirdin, es el dueño de Gazprom, el monopolio del gas en Rusia, y su fortuna asciende a cinco mil millones de dólares; y de que multimillonarios de otro origen, como Bill Gates o Ted Turner (dueño de la CNN y amigo íntimo de Castro), o políticos millonarios como Ted Kennedy, son hombres de izquierda. ¿O sea que son como yo? se ha de preguntar con sarcasmo el auténtico revolucionario marxista. ¿Esta es la revolución a la que aspirábamos?


La Escuela de Frankfurt alcanzó la primera etapa de sus objetivos, pero no la segunda. Algún marxista de a pie podrá contentarse con lo conseguido, sobre todo si una de sus grandes aspiraciones fuera el sexo libre. Pero el auténtico revolucionario marxista no puede estar satisfecho. Y quiere rebelarse. Pero sabe que su rebeldía es inútil. ¿Cómo, a estas alturas, alguien puede siquiera imaginar la dictadura del proletariado? ¿Y qué sentido tiene “acabar con la moral burguesa”, si de ésta sólo quedan residuos ínfimos? ¿Contra qué, entonces, rebelarse? ¿Contra la Iglesia? Pero la Iglesia está callada, y de atacarla ya se ocupan los izquierdistas bien instalados, liberales o marxistas, cuando quieren desentumecerse un poco.
Tiene que ser deprimente para un auténtico y honesto hombre de izquierdas de, por ejemplo, Madrid, ver a la socialista Ruth Porta declarando en el parlamento local que sus patrimonio se reduce a diecisiete casas y una pinacoteca; y saber que su esposo tiene negocios inmobiliarios de muchísimos millones; y enterarse de que los socialistas Balbás, Tamayo, y los demás protagonistas de un escándalo político de esa Comunidad, poseen igualmente intereses inmobiliarios de muy grande cuantía.


Cocidos en su propia salsa, estos disgustados izquierdistas, si tienen algún talento, exudarán su amargura en artículos venenosos como lo hace Eduardo Haro Tecglen. Pero es fácil prever que no reconocerán el error de no haber contado con la naturaleza humana en sus previsiones y que no cabe otra alternativa que humanizar y socializar el capitalismo con el encauzamiento en lo posible de esta naturaleza mediante la recuperación de los valores tradicionales; los mismos que se encargaron muy bien de denostar, desprestigiar y destruir.

 

La extraña muerte del marxismo


La extraña muerte del marxismo

 

Paul E. Gottfried




El liberal Paul E. Gottfried ha escrito este libro –La extraña muerte del marxismo- que Izquierda Hispánica recomienda (http://izquierdahispanica.wordpress.com/). Alguno se preguntará, ¿ por qué una página marxista recomienda el libro de un liberal ? Precisamente por eso, porque es necesario leer a tus críticos para saber las fallas de “los tuyos”. Además, ¿ acaso Marx no leyó a Hegel ? ¿ Pasa algo?

Entendemos que es un libro clave porque, a pesar de estar dirigido principalmente a un público conservador, da en el quid de la cuestión de las izquierdas indefinidas: estas nacen en Estados Unidos, son una creación “anti-imperialista” nacida en pleno imperio, no son marxistas aunque han absorbido no la doctrina pero sí la historia del marxismo, y además su éxito monopolizador ideológico es tal que es prácticamente la ideología dominante de medio mundo, aunque se crea ella misma la respuesta a un “pensamiento único” que en realidad son ellos.

En este libro del norteamericano Paul Edward Gottfried, catedrático de Humanidades y descendiente de judíos austriacos exiliados del nazismo, se examina la corriente ideológica que empezó a desarrollarse en la Alemania posterior a 1945: el autor critica la “reeducación” de los alemanes inspirada por psicólogos sociales y que ha fomentado un izquierdismo radical, asociado un complejo colectivo de culpa, como un método para evitar la resurrección del nazismo. Todo se justifica en nombre del antifascismo, término nebuloso que es parte esencial del actual discurso político europeo.

Gottfried señala que la izquierda postmarxista cambió sus planteamientos mucho antes de la caída del muro de Berlín: las transformaciones socio-económicas en Francia e Italia habían debilitado el discurso obrerista de la izquierda. Los consabidos análisis marxistas del capitalismo se desechan al compás de la globalización, aunque esto no supondrá una condena expresa de los regímenes comunistas, para no dar argumentos al fascismo.

Llegará la hora de un “marxismo cultural” heterodoxo, deudor de la Escuela de Frankfurt o de Gramsci,[/b] en el que no se arremete contra la clase dominante por capitalista sino por incitar al odio racial, al antisemitismo, la misoginia o la homofobia.[b] El progresismo postmarxista reviste su causa de moralismo fustigador de la sociedad tradicional burguesa y más que nunca se transforma en religión política, pero no como los autoritarismos de los años treinta, sino en la línea de lo que Tocqueville calificara de “despotismo blando”.

En definitiva, la tesis de Gottfried es que la clase trabajadora ha desaparecido del horizonte de la izquierda postmarxista [/b]–o marxista cualificada según él (aunque en Izquierda Hispánica los calificamos simplemente de Izquierda Fundamentalista, no marxista, progresista y nacida en el Imperio realmente existente– y que ha sido reemplazada por la defensa de unos valores globales y multiculturales que deben servir para una profunda transformación histórica y antropológica.

 En consecuencia, no es incompatible ser un radical en materia de estilos de vida con disponer de una abultada cartera de acciones.[/b] Con independencia de los matices, ¿no es lo que estamos viendo ahora en Europa y en España?

En los años sesenta, el marxismo se convirtió en moda intelectual a las orillas del Sena; ni Merleau-Ponty ni Althuser ni Sartre parecieron interesados tanto en Marx como en adornar sus propias creaciones con una ideología tan criminal como inútil. Convirtieron los soviets en tertulias de café, las barricadas fueron sustituidas por Les Temps Modernes. Mayo de 1968 no fue sino la bufonada criminal que acabó con cualquier vestigio marxista a éste lado de la línea Oder-Neisse. Mientras Sartre arengaba a unos trabajadores que ignoraban de qué se les hablaba, el verdadero marxismo, a fuerza de realista, despreciaba desde Moscú a la decadente Europa.

El postmodernismo se llevó por delante, no sólo la razón práctica o clásica y la razón ilustrada moderna; dentro de ésta, acabó con el poderoso aparato conceptual marxista, convertido cada vez más en moda filosófica en las Universidades. Sus rescatadores no lo hicieron mejor; ni Althuser ni Marcuse ni Sartre aportaron nada al marxismo.

Pero a cambio, si bien entonces la izquierda europea se mostró escasamente rigurosa con los padres fundadores, sí ocurrió un hecho para Gottfried fundamental: los años sesenta marcan para el autor la fecha en que el marxismo declara la guerra intelectual y cultural a Estados Unidos. Es el caso de Wallerstein, pero también de la Escuela de Frankfurt, y su denuncia de la alienación cultural, del cientificismo, del positivismo, de la rigidez social. La opresión económica daba paso a la cultural y estética, a un modo de dominación más sutil pero más poderoso; el de los modos de vida. Desde entonces, no es la lucha de clases, sino la batalla cultural, la que libra la lucha de los desheredados de la tierra.

Pero para escándalo de pacifistas españoles, la primera influencia norteamericana sobre Europa es la que afecta a la propia izquierda; vía años sesenta, las principales ideas que se impondrán progresivamente en Europa tras la guerra fría (prioridad para las minorías, apología del sexualismo, elitismo gay, inmigración ilegal) cruzaron el Atlántico desde América a Europa y no al revés. Fue en Los Ángeles o Nueva York donde el odio antioccidental se adelantó a la orgullosa izquierda europea, culturalmente a rebufo de la norteamericana: “contra la opinión de que las fiebres ideológicas se mueven a través del Atlántico solamente en dirección al oeste, es posible que lo más cercano a la verdad sea precisamente lo opuesto” (p. 27).

Curiosamente, la izquierda comunista tiene hoy menos peso que nunca; pero vive cómodamente instalada en coaliciones progresistas desde las que parasita a una izquierda moderada encantada de ser parasitada (p.15). En Francia, Italia o España, la minoría bolchevique, en virtud de la aritmética electoral, condiciona la vida política. Y es que para Gottfried, lo que caracteriza a la izquierda postmarxista no es el rechazo del marxismo-leninismo por sus fieles, sino la indiferencia y la comprensión de la izquierda “moderada” hacia sus crímenes. Es decir; ha sido el socialismo no marxista el que ha hecho suya la historiografía bolchevique, recorriendo ella el camino en sentido inverso.

Lejos de revisarse a si misma, la izquierda europea alza furiosa el puño antifascista; España lo ha visto durante las últimas fechas. El término fascista, como ha recordado Pablo Kleimann, se repite cada día con machacona insistencia. No sólo en Madrid, Paris o Roma, sino también en Estados Unidos. Pero el fascismo es en España inexistente, y en Europa inapreciable. Las propuestas de Le Pen, no por repulsivas son, por ello, fascistas. En vano encontrará el europeo de hoy el rastro de Mussolini como no sea en grupúsculos ultras italianos o la “Esquerra” republicana catalana.

¿Por qué “fascismo”? Por “fascismo”, la “izquierda postmarxista” entiende la defensa de controles a la inmigración, la defensa del derecho de los cristianos a proponer en público sus principios, la exigencia del cumplimiento de la ley. El fascismo es, para este progresismo, la civilización occidental, la Iglesia, el libre mercado; el hombre blanco que no está dispuesto a avergonzarse de serlo, es, inequívocamente, fascista, lo mismo que el católico o el empresario.

El autor identifica éste fenómeno como característico de una nueva religión, que sin embargo no es tan nueva: “La izquierda postmarxista representa una religión política diferenciada. Por lo tanto, debería considerarse como un supuesto sucesor del sistema de creencias tradicional, parasitario de los símbolos judeocristianos pero equipado con sus propios mitos transformacionales” (p. 164).

 La izquierda contemporánea es marxista de manera residual, pero identifica un bien y un mal absolutos, así como un proceso de liberación de la humanidad; el bien de la sociedad sin clases y el proletariado mundial ha sido sustituido por la era de la democracia universal, tal y como el progresista Fukuyama sigue defendiendo. En esto, afirma el autor, no se diferencia del neoconservadurismo; si acaso, en el sujeto de la mundialización democrática.

En cuanto religión intolerante, el postmarxismo no deja lugar a la disidencia: “en sus tendencias antiburguesas, poscristianas y transposicionales, y en su intolerancia hacia cualquier espacio social al cual no tengan acceso, las nuevas y antiguas formas de la religión política poseen una mutua semejanza que bien vale la pena explorar” (p.43). Ahora, si esto es así, entonces más allá de la izquierda postmarxista quedan sólo dos opciones; unirse a ella o combatirla.

Es aquí donde el libro de Gottfried estalla ante el conservador o el liberal europeo; ¿combate realmente la derecha europea la tarea de destrucción sistemática de la cultura y la moral occidental? ¿Existe un contrapeso ideológico a la izquierda postmarxista capaz de detener la corrupción del continente europeo?

Lo inquietante para el lector español de la obra de Gottfried es la constatación de que la derecha política ha hecho suyos los dogmas de la izquierda postmarxista, y acompaña con mansedumbre los dogmas progresistas: ¿Puede afirmarse, en la España de 2007, ante las vitales elecciones de marzo de 2008, la existencia de un proyecto político que, en lo fundamental, se oponga al proyecto postmarxista? Cuando el Partido Popular elude combatir la apología del sexo salvaje, disimula ante la desnaturalización de la familia, asiste impávido al acoso al cristianismo, y apoya o permite la aculturación occidental, entonces es que la metástasis progresista se ha extendido más allá de los ingenieros de almas, y afecta a su supuesto contrapeso, rendido ante las acusaciones de “extrema derecha” o “derecha extrema”.

¡Sorpresa! La metástasis de la izquierda postmarxista afecta también a la derecha; ¿existe solución, cuando “los que han ejercido el control político de la sociedad y han trabajado en armonía con los educadores y los agentes de los medios de comunicación, han alterado la moralidad social y, lo que es aún más relevante, han logrado imponerse en todas partes” (p. 193)?

En el proyecto actual, los grandes partidos de la derecha europea no parecen diferenciarse de los grandes partidos de la izquierda. Como bien afirma Gottfried, no es en el bienestar económico donde se apoya la estabilidad social occidental. Es la cultura; es la moral a la que la derecha ha renunciado. Por lo tanto, “a no ser que una élite creciente o dominante lidere una campaña contra la agenda multicultural, es difícil visualizar la forma de lograr ese objetivo” (p. 194). Y en tanto el mundo político conservador permanece impasible y a expensas del progresismo, la metástasis se extiende. Y en España, rápidamente.

La extraña muerte del marxismo refuta ciertas ideas acerca de la actual Izquierda europea y de su relación con el marxismo y con los partidos comunistas clásicos existentes hasta hace escasos años. Entre los conceptos reseñados, el libro trata crítica y detalladamente el supuesto de que la Izquierda posmarxista brote de la tradición de pensamiento marxista, y que dicha Izquierda mantenga un rechazo sin reservas de los valores y prácticas implícitos en el capitalismo americano.

Tres ejes explicativos recorren
La extraña muerte del marxismo: El intento por disociar a la presente Izquierda europea del marxismo, la presentación de esta Izquierda como algo que se desarrolló con independencia de la caída de la Unión Soviética y, por último, el énfasis en las raíces específicamente americanas de la Izquierda europea.

Gottfried examina la orientación multicultural de esta nueva Izquierda y concluye que bien poco tiene que ver con el marxismo entendido como teoría histórico-económica. Es deudora, sin embargo, de la ingeniería social que algunos emigrados europeos desarrollaron en Estados Unidos bajo premisas ideológicas pluralistas, así como de la expansión de la cosmovisión americana y de su política multicultural en Europa.

 

viernes, 10 de abril de 2015

Contención,Educación, Post-modernidad


 

 

sábado 10 de enero de 2009


Contención, Educación, Post-modernidad



por el
Dr. Aníbal D´Angelo Rodríguez


Tomado de Revista Cabildo, Bs.As., noviembre de 2004, pp. 27-30.


Contención.

 

Con cualquier motivo, cada vez que se habla de escuelas y colegios, salta el sustantivo “contención”, el adjetivo “contenido” y el verbo “contener”.

El diccionario de la Academia da, de este último, tres acepciones

 

 1. Llevar o encerrar dentro de sí una cosa a otra;

          2. Reprimir o sujetar el movimiento o impulso de un cuerpo;

 

                 3. Reprimir o moderar una pasión.


Desde luego, hay que descartar la tercera acepción. Nada más ajeno a la cultura moderna que semejante idea. Las pasiones tienen vía libre y a eso se lo conoce con el nombre de “libertad”. Veamos entonces la segunda acepción de la palabra: reprimir o sujetar a algo o a alguien. La primera idea que se nos viene a la mente es que, puesto que “reprimir” está prohibido, se ha acudido a la palabra contención para reemplazar una idea nefanda para la modernidad. Pero me parece que aquí hay algo más que el escamoteo de un término y su reemplazo por un sinónimo. En definitiva, la educación moderna no sabe qué hacer con el supuesto objeto de sus desvelos, es decir el alumno, el “educando”. Guiada por una psicología sin alma, enredada en los laberintos de una pedagogía que no sabe pasar más allá de los “métodos”, el alumno ha terminado por convertirse en una incógnita y, eventualmente, en un peligro. Si hasta ha empezado a hablarse del riesgo educacional como una clase muy especial –y muy aguda- del riesgo laboral. Con sus agresiones físicas cada vez más comunes pero sobre todo con su indiferencia cada vez más profunda, con su desapego cada vez más acentuado, el alumno se ha convertido en un desconocido, en un ser del que cualquier cosa puede esperarse, desde una cuchillada hasta una mirada de infinito desprecio. Me corrijo: el desprecio es –al fin y al cabo- una cierta relación entre personas. El que desprecia le está diciendo al despreciado: “Te he pesado y medido y te rechazo por lo que eres”. La actitud del alumno posmoderno es mucho peor. Se puede traducir simplemente en “No tengo interés en vos, ni en pesarte ni en medirte. No tengo interés en lo que pretendes enseñarme. Para decirlo todo de una vez: no tengo interés en nada. Y de la cultura socialmente vigente, no de tus envejecidas enseñanzas, saco como conclusión que puedo hacer –y probablemente intentaré hacer- cuanto se me venga en gana”.

En estas condiciones debe entenderse lo de la “contención”. El alumno es como una bomba de tiempo cuyo reloj nadie sabe cuándo va a dar la señal de estallar. Entonces hay que contenerlo, es decir “contentarlo” (esa es la verdadera traducción de la palabra) para demorar lo más posible el estallido. O –en todo caso- que acontezca lejos, en el tiempo y en el espacio, de las aulas. Y eso, al fin y al cabo, más o menos se logra. Chicos que matan a tres de sus compañeros y hieren a cinco, son pocos. (Este es el argumento de un lamentable sueltito de Orlando Barone en La Nación del 3 de Octubre [2004])

 

La mayoría de los alumnos, ya lejos de las aulas, cuando se mira en el espejo y ve que nada serio ha aprendido, que nada le han dicho ni sabe sobre el sentido de su vida, estalla en mil pedazos y se convierte en la nada que le han metido en el alma durante su paso por las escuelas, colegios y universidades, cuando apenas si ponía en práctica la primera acepción del verbo contener: estaba dentro de un aula en vez de vagar por las calles. Y no mucho más.

 

Educación y contención.


Desde luego, hay que agregar que nada más opuesto a la educación que la contención. Aún en la primera y casi inocente versión de la contención, cuando se refería simplemente a sacar a los chicos de las calles y meterlos en un colegio pensando que de esa manera consumirían menos drogas, realizarían menos asaltos y golpearían a menos gente. Porque educar (e-ducere) tiene la misma raíz que conducir (con-ducere) y consiste precisamente en
llevar al educando a donde debe llegar para ser el mismo en su versión mejor.

 

En ese “ser lo que se debe ser” bajo la amenaza de –en caso contrario- “ser nada” que San Martín aprendió de los griegos. O sea, se opone aquí una educación que conduce a algún lado y una contención que mantiene al alumno inmóvil aunque intentando –eso sí- llenarlo de conocimientos. Sólo que no se aprende ni literatura, ni inglés, ni matemática para saber literatura, inglés o matemática. Las asignaturas son los instrumentos para embellecer, mejorar y desarrollar al máximo de sus posibilidades el alma de los educandos. Todo esto no niega ni las “salidas laborales” que tanto preocupan a nuestros especialistas, ni los estudios sobre metodologías mejores o peores que ocupan hoy un espacio desproporcionado. Simplemente relega todo eso al papel instrumental y secundario que tiene y pone el acento en un proceso que debe ser difícil (“no hay métodos fáciles de aprender cosas difíciles”: Chesterton) pero gozoso para el profesor y el alumno, al menos en la perspectiva que dan los años, cuando se borran los inevitables accidentes de la ruta.

 

Pero esta educación moderna se empantana en los métodos y su himno debería ser el que canta Serrat con letra de Machado: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. Y entonces ¿cómo podrían convencer a los convocados a las aulas que tiene sentido seguir un camino tan marcado como el de la enseñanza, que hasta tiene “programas” como mapas de recorrido? ¿Hay camino o no hay camino?. Y si lo hay, ¿lleva a alguna parte?.

 

Convencer a alguien que llega a las aulas con el alma ya impregnada del relativismo de la cultura actual de que vale la pena un esfuerzo cuya meta se ha desdibujado hasta borrarse… es tarea no difícil sino imposible. El único reemplazo a mano es el de la utilidad y de la “salida laboral”. Pero en primer lugar esa salida ya no es tan clara como lo era hace cincuenta años y los “medios” nos regalan los ojos día a día con las imágenes de señores y señoras (y hasta señoritas) que con tercer grado aprobado –con suerte- se ganan muy bien la vida pateando una pelota o moviendo la colita en las pasarelas.

 

Lo de la utilidad de las aulas naufraga así lastimosamente. Por otra parte, ya Platón (La República, Libro II) ponía entre los bienes “penosos” aquellos que se refieren al “ejercicio de cualquier profesión lucrativa”. Se aprecian porque nos son útiles y pueden ser útiles a los demás, pero no pueden compararse a aquellos que se aprecian por sí mismos, como la alegría y la virtud. Dos cosas que han huido de las aulas modernas. Ya no hay la alegría de saber ni se busca el goce de la virtud ni de la sabiduría. Pero si ha desaparecido hasta la minúscula pero apreciable alegría propia de la juventud, esa que estalla sin motivo preciso, por el solo hecho de ser jóvenes. Una violencia apenas contenida, un turbio resentimiento contra todo lo noble, un espeso magma sexual que inunda las aulas precozmente y las mutila… ése es el clima de nuestras aulas y por eso “contener” al alumno en ellas es ya una hazaña digna de Hércules.

 

Y muy pocos directivos o profesores alcanzan la estatura del mitológico protagonista de los doce trabajos, aunque a veces tengan que tener esos doce trabajos para alcanzar un sueldo apreciable.

 

Educación y posmodernidad.

 

Es que la educación de nuestros tiempos se ha convertido en un teorema sin solución, como el de Fermat. Si educar es, como dijimos, llevar al alumno a algún lado (o mejor, ayudar al alumno a que llegue por su pie a algún lado) entonces el relativismo reinante equivale a la muerte de la educación tal como se la entendió por milenios: un proceso que exige del alumno la actitud (ya que no el conocimiento) previa de que hay algún lado al que ir. Pero esa actitud es rigurosamente incompatible con un mundo en que ya no hay verdad sino verdades que cada cual hace a su gusto, en el que ya no hay bien o mal sino “valores” que cada uno construye como se le da la gana.

 

Esta situación pone inexorablemente al alumno en la más profunda imposibilidad de pisar siquiera el umbral del conocimiento auténtico, que comienza con las preguntas ¿qué es esto? ¿dónde estoy, de dónde vengo y adónde voy? No hay educación sin pregunta por el ser, sin conciencia de las raíces, es decir sin tradición. En la revista Ñ de Clarín del 16/10/04 le dan la palabra (y una página) a un señor Lecuna, que es –parece- “educador e investigador pedagógico en management educativo” (sabe Dios lo que será ese oficio). Comienza no del todo mal, lamentando la disolución de los “roles sociales paradigmáticos: papá, mamá, la maestra, el policía y el sentido de pertenencia e identidad nacional” pero luego tropieza en el feo bache de una cita de Sarmiento para el cual “la educación no debe tener otro fin que el aumentar (las) fuerzas de producción, de acción y de dirección, aumentando cada vez más el número de individuos que las posea”.

 

Bueno, que lo creyera Don Domingo Faustino en la segunda mitad del siglo XIX, lo entiendo. Pero es difícil aceptar que se repita hoy esa idea, justo cuando asistimos a las exequias de una educación inspirada en ella. Es como pretender resucitar a un muerto de tuberculosis rociándolo con una dosis generosa de bacilos de Koch. Por otra parte, la cultura posmoderna tiene dos versiones: una para imbéciles, difundida por la televisión. Y otra para… imbéciles también, pero entonces cultos. O por lo menos leídos.

 

Los pocos establecimientos educativos que tratan de escapar de este esquema se dedican, en definitiva, al trabajo de Penélope. Tejen por la mañana, en las aulas, lo que la TV desteje por las noches en el hogar. Y después se asombran de que los alumnos practiquen una violencia emparentada con la de los animales (aunque peor, porque la de estos nunca es gratuita).

 

A mí no me admira que un educando reparta balazos como confites entre sus compañeros. Lo que me admira es que no arrojen todos los días granadas de mano en unas aulas que los convocan a un esfuerzo duro sin explicarles jamás nada que se acerque siquiera a sus verdaderas preocupaciones. Por ejemplo, el sentido de sus vidas.

Publicado por Cruzamante en 13:53

 

http://cruzamante-actualidad.blogspot.com/2009/01/contencin-educacin-post-modernidad.html