Clemente de Alejandría: STROMATA I, 1, 13, 2
El Señor no reveló a muchos lo que no estaba al alcance
de muchos, sino a unos pocos, a los que sabía que estaban preparados para ello,
a los que sabía que podían recibir la palabra y configurarse con ella. Los
misterios, como el mismo Dios, se confían a la palabra (viva), no a la letra. Y
si alguno objeta que está escrito que "nada hay oculto que no haya de
manifestarse, ni escondido que no haya de revelarse" (Mt 10, 26), le
diremos que la misma palabra divina anuncia que el secreto será revelado al que
lo escucha en secreto, y que lo oculto será hecho manifiesto al que es capaz de
recibir la tradición transmitida de una manera oculta, como la verdad. De esta
suerte, lo que es oculto para la gran
masa, será manifiesto para unos pocos.
¿Por qué no todos conocen la verdad? ¿Por qué no es amada
la justicia, si ella está en todo el mundo? Es que los misterios se comunican
de manera misteriosa, para que estén en los labios del que habla y de aquel a
quien se habla; o, mejor dicho, no en el sonido de la voz, sino en la
inteligencia de la misma. Dios concedió, en efecto, a la Iglesia, "que
unos fueran apóstoles, otros profetas, otros evangelistas, otros pastores y
maestros, para perfeccionamiento de los santos, para la obra del ministerio,
para la edificación del cuerpo de Cristo" (Ef 4, 14).
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