viernes, 19 de julio de 2013

DE los principios (Orígenes)


Orígenes:
DE LOS PRINCIPIOS

 

 

Versión basada en la edición catalana: "Tractat sobre els Principis", traducció i edició a cura de Josep Ríus Camps, Laia, Barcelona, 1988 (agotada). El Peri-Archon (De principiis) es la obra más importante de Orígenes. Se trata del primer sistema de teología cristiana y el primer manual de dogma. La escribió en Alejandría entre los años 220 y 230. Todo lo que queda del texto griego son unos fragmentos en la Philocalia y en dos edictos del emperador Justiniano I. En cambio, se conservó íntegra en la traducción libre de Rufino. La obra comprende cuatro libros, cuyo contenido puede resumirse bajo estos títulos: Dios, Mundo, Libertad, Revelación. El título "fundamentos" o "principios" revela el objetivo de toda la obra. Orígenes se propuso estudiar las doctrinas fundamentales de la fe cristiana.

 

LIBRO 1

PREFACIO

 

1. Todos los que creen y están plenamente convencidos de que "la gracia y la verdad han venido por medio de Jesús Mesías" (Juan 1,17) y que Cristo es la Verdad, según aquello que dijo: "Yo soy la Verdad" (Juan 14, 6), no sacan el conocimiento que estimula a los hombres a vivir feliz y razonablemente de ningún otro lugar que de las mismas palabras de Cristo y de su doctrina. Cuando decimos "palabras de Cristo" no nos referimos solamente a aquellos a quienes enseñó él cuando se hizo hombre y se encarnó; en efecto, ya antes Cristo, como Logos de Dios, era en Moisés y en los Profetas. ¿Cómo, si no, habrían podido profetizar sobre el Mesías sin el Logos de Dios? Para probarlo no sería difícil mostrar a partir de las divinas Escrituras que tanto Moisés como los Profetas hablaron e hicieron todo llenos del Espíritu de Cristo. Pero nuestra intención es precisamente componer la presente obra de forma sucinta, cuanto más breve mejor. Por eso pienso que habrá bastante con aducir este testimonio de Pablo, de la epístola que escribió a los Hebreos, que dice así: "Por la fe, Moisés, el grande, rechazo ser nombrado hijo de la hija del Faraón, prefiriendo ser maltratado con el pueblo de Dios que gozar del placer efímero del pecado, considerando una riqueza más grande el oprobio del Mesías que los tesoros de Egipto" (Hebreos 11, 24-26). Y que tras su ascensión a los cielos habló por medio de los apóstoles, Pablo lo indica así: "¿Por ventura buscáis una prueba de si el Mesías habló por mí?" (2 Corintios, 13, 3).

 

2. Ahora bien, como muchos de los que se profesan creyentes en Cristo están en desacuerdo no solamente en cuestiones insignificantes, sino también en las de máxima importancia -es decir, sobre Dios, sobre el Señor Jesús, el Mesías, o sobre el Espíritu Santo; y no solamente sobre ellos, sino también sobre criaturas como las dominaciones o sobre las santas potestades- por eso nos ha parecido necesario establecer primero una pauta segura y una regla manifiesta sobre cada uno de estos puntos, para examinar después las otras cuestiones. Porque, así como siendo muchos entre los griegos y entre los bárbaros los que prometían la verdad, nosotros renunciamos a buscarla cerca de aquellos que la afirmaban con falsas teorías, después que creyéramos que el Mesías es el Hijo de Dios y nos convencimos que es de él de quien debemos aprender: así también, siendo muchos los que creen que piensan como Cristo, y dado que algunos de ellos piensan diferentemente de los que nos han precedido, teniendo en cuenta que es necesario servirse de la Predicación apostólica transmitida por vía de sucesión a través de los Apóstoles y conservada hasta el presente en las iglesias, solamente ha de darse fe a aquella verdad que no es en nada discordante con la tradición eclesiástica y apostólica.

 

3. No es menos cierto que los Apóstoles, mientras predicaban la fe en el Mesías, por lo que atañe a ciertas verdades que creyeron imprescindibles, las transmitieron de manera bien manifiesta a todos los creyentes, incluso a los que parecían más refractarios a la investigación de la ciencia divina, dejando la tarea de buscar la razón de sus aserciones a los que se hiciesen merecedores de los dones más excelentes del Espíritu y sobre todo que hubiesen recibido del mismo Espíritu Santo el don de la palabra, de la sabiduría y del conocimiento por experiencia (cfr. I Corintios, 12, 8); por lo que concierne a los restantes, en cambio, no afirmaron su existencia, pero silenciaron sus particularidades y procedencia, a buen seguro para que los más despiertos de sus sucesores, que fuesen amantes de la sabiduría, pudiesen ejercitarse y mostrar así el fruto de su ingenio -me refiero a los que se hiciesen dignos y se capacitasen para recibir la sabiduría-.

 

4. Las verdades, pues, que han sido transmitidas de forma manifiesta por la predicación apostólica son las siguientes:

 

En primer lugar, que hay un sólo Dios, que todo lo ha creado y organizado, que de la nada ha hecho existir el universo; Dios desde la primera criatura y desde la creación del mundo, Dios de todos los justos: Adán, Abel, Set, Enós, Noé, Sem, Abraham, Isaac, Jacob, y doce Patriarcas, Moisés y los Profetas; y que este Dios en los últimos días, tal como lo había prometido por sus Profetas, ha enviado al Señor Jesús Mesías, primeramente para llamar a Israel, en un segundo momento también las naciones paganas, después de la traición del pueblo de Israel (cf. II, 4). Este Dios, justo y bueno, Padre de nuestro Señor Jesús Mesías, él mismo ha dado la Ley, los Profetas y los Evangelios, Dios también de los Apóstoles, así como del Antiguo y del Nuevo Testamento (cf. II, 5).

 

Seguidamente, que el Mesías Jesús, el mismo que ha venido, nació del Padre antes que toda criatura. Él, que había colaborado con el Padre en la creación del universo -"mediando él", en efecto, "existió todo" (Juan, I, 3)-, en los últimos tiempos se anonadó a sí mismo, se hizo hombre y se encarnó, aun siendo Dios (cf. Flp. 3, 6-7); y una vez hecho hombre, permaneció siendo lo que era, Dios. Ha asumido un cuerpo semejante al nuestro, diverso solamente en el hecho de que nació de una Virgen y del Espíritu Santo. Y que este Jesús Mesías padeció realmente y no en apariencia y que murió realmente de la muerte común y por ello también resucitó de entre los muertos y, tras la resurrección, habiendo convivido con sus discípulos, fue llevado al cielo (cf. Actos I, 2) (cf. II, 6, 1-2, 7).

 

Seguidamente transmitieron que el Espíritu Santo está asociado al Padre y al Hijo en honor y en dignidad. Referente a esto ya no se discierne de modo manifiesto si ha sido engendrado o es ingénito, si también él ha de ser considerado Hijo de Dios o no. Todo eso se ha de investigar en la medida de nuestras fuerzas a partir de la santa Escritura y analizar cuidadosamente (cf. I, 3,1-4). Asimismo, que este Espíritu Santo inspiró a cada uno de los santos Profetas o Apóstoles y que no hubo un Espíritu en los antiguos y otro en aquellos que fueron inspirados cuando la venida del Mesías, y que se predica en la Iglesia de forma bien manifiesta (cf. II,7).

 

5. Después de eso viene ya que el alma, dotada de esencia y de vida propia (cf. II 8,1-2a), será retribuida según sus merecimientos cuando se vaya de este mundo: o bien obtendrá en herencia la vida eterna y la beatitud, si sus acciones le hacen merecerlo (cf. II, 11); o bien será librada al fuego perpetuo y a los suplicios, si la culpa de los delitos apunta en esta dirección (cf. II, 10, 4-8). Igualmente, que vendrá el momento de la resurrección de los muertos, cuando este cuerpo que ahora "es sembrado corruptible, resucitará incorruptible" y que ahora "es sembrado en la miseria, resucitará glorioso" (1 Corintios, 15, 42-43) (cf. II, 10, 1-3).

 

Se encuentra también definido en la predicación eclesiástica que toda alma intelectual está dotada de libre albedrío y de voluntad (cf. III, 1,1-21.24); igualmente, que mantiene un combate con el diablo y sus ángeles y las potencias adversas, desde el momento que éstas pugnan por inducirla al pecado, mientras que nosotros, viviendo con rectitud, luchamos por desprendernos de tales máculas (cf. III, 2, 1-3,4). De aquí se sigue consecuentemente que no estamos sometidos al destino de manera que nos veamos constreñidos a hacer el bien o el mal tanto si queremos como si no. Si, efectivamente, estamos dotados de libre albedrío, puede darse el caso de que unas potencias nos impulsen hacia el pecado y que otras colaboren en nuestra salvación; en ningún caso, sin embargo, somos obligados por el destino a obrar bien o mal. Piensan así los que aseguran que el curso y los movimientos de los astros son causa de las acciones humanas, no solamente de las que no dependen del libre albedrío, sino también de las que se encuentran en nuestro poder (I, 5,3; 8,1).

 

Por lo que concierne, en cambio, a si el alma se transmite por medio de un semen, hasta el punto que sus razones seminales ("logos spermatikos") estén insertadas en las mismas semillas corpóreas, o bien tiene otro origen, o si este origen es engendrado o ingénito, o bien si ella es introducida en el cuerpo desde fuera o no, todo eso no se distingue suficientemente en la predicación expresa (cf. I, 7,3-4a).

 

6. Igualmente, en lo referente al diablo, a sus ángeles y a las potencias adversas, la predicación eclesiástica, si bien ha afirmado su existencia, no ha expuesto con suficiente claridad su naturaleza y particularidades. Hay muchos, sin embargo, que opinan que el diablo fue un ángel y que, convertido en apóstata, habría convencido a numerosísimos ángeles a extraviarse junto a él; y a estos se les considera hasta hoy como sus ángeles (cf. I, 5,4-5).

 

7. Se encuentra aún en la predicación eclesiástica que este mundo ha sido hecho y ha tenido inicio en un tiempo determinado y que, por ser corruptible, ha de disolverse (cf. III, 5, 1-3, 68). Ahora bien, qué había antes de este mundo o qué habrá después del mundo, a muchos no les parece lo bastante manifiesto, pues sobre estas cuestiones no se ha pronunciado con evidencia la predicación eclesiástica (cf., II, 1, 1a. 3ª; 3,1.4-6).

 

8a. Como también que las Escrituras han sido compuestas por obra del Espíritu de Dios y que no contienen solamente el sentido que aparece en el exterior, sino otro que escapa a la mayoría. En efecto, lo que se ha escrito es figura de determinados misterios e imagen de realidades divinas. Sobre esto el sentir de toda la Iglesia es unánime: que toda la Ley es espiritual (Romanos, 7, 14), pero que aquello que la Ley quiere revelar no es conocido de todos, sino solamente de aquellos a los que se ha otorgado la gracia del Espíritu Santo acopiando palabras sabias y plenas de experiencia (cf., 1 Corintios, 12, 8) (cf. IV, 1, 1-3,14).

 

8b. Del mismo modo, el término "incorpóreo" es inusitado y desconocido no solamente por muchos autores, sino incluso por nuestras Escrituras. Ahora bien, si se nos aduce un pasaje del opúsculo conocido como "Doctrina de Pedro", donde el Salvador dice supuestamente a los discípulos: "No soy un demonio incorpóreo", en primer lugar hay que responder que este libro no ha sido admitido entre los libros de la Iglesia y hacerle ver que este escrito no es de Pedro ni de ningún otro escritor inspirado por el Espíritu de Dios. Y en caso de que fuera aceptado, el sentido que tiene aquí la palabra "incorpóreo" no es el mismo que el que aparece entre los autores griegos o paganos cuando los filósofos discuten sobre la naturaleza incorpórea. Efectivamente, en este opúsculo "demonio incorpóreo" significa que la figura o el aspecto externo, sea el que fuere, del cuerpo demoníaco, no es semejante a éste nuestro más denso y visible; sino que se ha de entender aquella frase según el sentido que le quiso dar el autor del escrito, a saber, que el Salvador no tenía un cuerpo como el que tienen los demonios (que es como de una naturaleza sutil, como un aura tenue, y que por ello es considerado por muchos o es denominado "incorpóreo"); bien al contrario, que (el Salvador) tiene un cuerpo sólido y palpable. Efectivamente, es una costumbre humana extendida entre los simples y los ignorantes el denominar "incorpóreo" a todo aquello que no tenga estas características; es como si alguien dijese que el aire que respiramos es incorpóreo, dado que no es un cuerpo tal que se pueda retener y que ofrezca resistencia a la presión.

 

9. Asimismo, nos preguntamos si aquello que los filósofos llaman "incorpóreo" se encuentra con otro nombre en las santas Escrituras. Se ha de indagar igualmente cómo Dios mismo ha de ser concebido, corpóreo y definido por cierta forma, o de una naturaleza diversa de la corporeidad, cosa que no está manifestada con certeza en nuestra predicación (cf. I, 1). Las mismas cuestiones han de plantearse a propósito de Cristo y del Espíritu Santo (cf. I, 2, 1-3, 4). Esta indagación ha de extenderse a todas las almas y a toda la naturaleza inteligible (cf. I, 7, 1).

 

10. Consta también en la predicación eclesiástica que existen ángeles de Dios y potencias buenas que le asisten en la tarea de llevar a término la salvación de los hombres; no se distingue, en cambio, de forma manifiesta, cuándo fueron creados y qué naturaleza tienen o cuáles son sus particularidades. Tampoco se ha transmitido expresamente si el Sol, la Luna y las estrellas son seres animados o inanimados. Hará falta, pues, de acuerdo con el precepto que dice: "Haced que la luz sapiencial os ilumine" (Oseas, 10, 12), que se sirva de tales elementos y fundamentos todo aquel que desee construir con la razón un cuerpo que los organice todos. Así, apoyándose en afirmaciones manifiestas y vinculantes, ha de investigarse a fondo lo que hay de verdad en cada una de las cuestiones hasta constituir, como hemos dicho, un cuerpo orgánico, en el cual se integren ejemplos y afirmaciones, al descubierto los unos en las santas Escrituras y brotando los otros de la búsqueda de las concatenaciones y del rigor lógico.

 

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