viernes, 19 de julio de 2013

A. M. HENRY: LA MISION DEL ESPIRITU SANTO


A. M. HENRY:
 LA MISION DEL ESPIRITU SANTO


«Sois hijos  escribe San Pablo  porque Dios envió a nuestros corazones al Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre!» (Gál., 4, 4-6). «En esto  añade San Juan  conocemos que Dios habita en nosotros: en el Espíritu que nos ha dado» (1 Juan., 3,24; cf. 4, 13).

El envío o el don del Espíritu Santo es el término del designio de Dios, la razón de todos sus planes. La salvación consiste en recibir al Espíritu, en ser huésped, o Templo, o propiedad del Espíritu, y luego caminar según el Espíritu de Dios: «El que no tenga el Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rom., 8, 9). «¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que mora en vosotros y que habéis recibido de Dios? ¿Y que no os pertenece?» (1 Cor., 6, 19; cfl 1 Cor., 3, 16; Rom., 5, 5; Jn., 14, 17).

Una vez el Espíritu Santo se ha apoderado del cristiano, lo "unge", lo «marca con su sello», le confiere «las arras» de la herencia celeste (11 Cor., 1, 21, 22), y, juntamente con todos sus hermanos, lo consume en la unidad del Padre y del Hijo (Juan, 17,21).

¿Qué significa, pues, este «envío», este «don», esta habitación "del Espíritu Santo en nosotros"? Indudablemente, la promesa de Cristo puede también referirse al envío visible del Espíritu Santo sobre los Apóstoles en el día de Pentecostés. Pero los textos que acabamos de citar indican que esta manifestación del Espíritu sólo tiene sentido por aquello que, en este día solemne, se confiere interiormente a los Apóstoles. Trataremos, pues, de comprender esta misión visible en función de la misión invisible que ella ma-nifiesta y que vamos a considerar en primer lugar.


El sentido del envío

¿Cómo puede, una Persona divina, «ser enviada»? Dios es omnipresente.

«¿Dónde puede estar Dios - inquiere San Agustín - sin estar con su Verbo y su Sabiduría, que llega con fuerza hasta todos los extremos de la tierra y dispone todas las cosas con dulzura? ¿Puede estar, por ventura, en sitio alguno, sin su Espíritu? Si Dios está en todas partes, su Espíritu le sigue. Por tanto, el Espíritu Santo es enviado allí donde estaba. Y si el Hijo y el Espíritu son enviados allí donde estaban, es preciso que entendamos bien el significado de esta misión del Hijo y del Espíritu Santo» ("De Trinitate", lib. 2,7 y 8).


El Espíritu Santo es enviado allí mismo donde residía; es dado allí donde era poseído; comienza a morar allí donde siempre habitaba. A la par que nos esforzamos en comprender esta misión propia del Espíritu Santo, es preciso que, rigurosamente, mantengamos la inseparabilidad de las Personas, su interpenetración recíproca, sin la cual nuestro Dios no sería el Dios único de nuestra fe. Decía León XIII, que «el peligro en la fe o en el culto, está en confundir entre sí a las divinas Personas o en dividir su naturaleza única; ya que la fe católica venera a un solo Dios en la Trinidad y a la Trinidad en la Unidad. Por esto, nuestro predecesor, Inocencio XIII, se negó absolutamente, a pesar de vivísimas instancias, a autorizar una fiesta especial en honor del Padre. Si bien existen fiestas particulares de los misterios del Verbo encarnado, no existe, no obstante, ninguna que honre, en particular, la naturaleza divina del Verbo; y las mismas solemnidades de Pentecostés fueron establecidas, desde los primeros tiempos, no para honra exclusiva del Espíritu Santo por sí mismo, sino para recordar su venida, o sea su misión exterior (...). En las plegarias dirigidas a una de las tres Personas, se hace mención de las restantes; en las letanías, una invocación común acompaña la invocación dirigida separadamente a cada una de las tres Personas. En los salmos y los himnos, la misma alabanza se dirige al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; las bendiciones, las ceremonias rituales, los sacramentos, están acompañados o seguidos de una plegaria a la Trinidad Santa».

Por lo tanto, la misión del Espíritu Santo debe entenderse de tal suerte que la palabra conserve su significado, sin que indique por ello ninguna separación de Personas, ni movimiento alguno en Dios, cosas ambas que serían inconcebibles.

Por otra parte, no se trata de un caso único. Cuando decimos de Dios que crea o que produce un determinado efecto, que premia o castiga, que envía sus mensajeros o sus profetas, debemos entenderlo de tal suerte que esto no implique ningún cambio de acto o de sentimiento en Dios. «Yo soy el Señor, yo, y no hay, en mí, mudanza» (Malaquías, 3, 6).

No obstante, la misión divina nos hace considerar a Dios no sólo en relación con sus criaturas, sino en el interior de sus relaciones trinitarias más íntimas. Como si, entre las Personas, se entablara un diálogo, al término del cual el Padre y el Hijo envían, o comunican, el Espíritu Santo... La teología intenta penetrar dentro de esta conversación divina.

¿Qué significa, pues, exactamente, misión o envío? Se da a alguien una «misión» cuando se le envía a otra persona o cosa, con el fin de desempeñar un papel determinado. Una misión implica, por ende, dos relaciones: una que mira al que envía, del cual depende el enviado; otra al fin o término al cual es enviado.


a)        El que envía


En las relaciones humanas se puede dar una misión, o enviar, por razón de un mandamiento - un amo envía a su servidor -, o a título de consejo   así decimos que el consejero del rey envía a éste a la guerra, urgiéndole que la declare. Mas ninguno de estos envíos conviene a las relaciones de las Personas divinas por ser éstas iguales. No hay, entre ellas, ni jefe ni consejero. Y no obstante, existe un orden de origen. El Padre no es el Hijo ni el Espíritu Santo. Por esto podemos hablar de misión y de envío de la misma manera que hablamos de procesión, sin que incluyamos ninguna diferencia de dignidades. Algo así como cuando decimos que la flor «envía»   despide - su perfume. Considerada desde el punto de vista del que envía, la misión es aquí idéntica a la procesión. Toda Persona que procede puede, por este mismo hecho, ser enviada.


b)        El término del envío: el contacto de Dios


La misión no es tan sólo una partida, un «salir de». Toda marcha tiene un objetivo. En este sentido hablamos de aquel que «tiene una misión».

Ahora bien, ni el Hijo ni el Espíritu, por ser Dios uno y otro, pueden ser enviados allí donde antes no residieran. Dondequiera que haya un lugar, es Dios, Padre, Hijo y Espíritu, el que lo creó y le confirió su poder de «localizar». Mas, para que haya misión, no se precisa el desplazamiento de la Persona enviada. ¿No sucede, a veces, que un obispo sea nombrado legado, o enviado del Papa en su propia diócesis? Sin necesidad de desplazarse, está revestido, allí donde esté, de una nueva autoridad; la diócesis lo recibe no ya como obispo, simplemente, sino como legado. Así el Hijo y el Espíritu pueden ser enviados a una criatura, sin que haya movimiento por parte del Hijo ni del Espíritu—cosa que no tendría sentido - sino en virtud de una cierta innovación en la relación que une la criatura a Dios.

¿Cuál es, pues, esta innovación? ¿Cómo puede Dios estar en su criatura de una nueva manera? ¿No está ya, según el antiguo adagio, en todas partes «por potencia», como un rey está en su reino «por presencia», en cuanto todas las cosas están bajo su mirada y «por esencia», por llenar con su ser mismo, todo lo que existe? Es cierto. Mas, si bien es verdad que todo ser está sometido a su poder, sujeto a su mirada y pendiente de Dios en su misma existencia, no obstante, no todos tienen el privilegio de estar en contacto con Dios, de tocarlo y alcanzarlo de la manera que puede ser alcanzado, es decir, llamándolo, conociéndolo, amándolo y abrazándolo, en cierta manera, espiritualmente. Únicamente las criaturas espirituales son capaces de esto. Pero únicamente la gracia puede darles este poder de volverse hacia Aquel que los creó en su Sabiduría y en su Amor y alcanzarlo en sí mismo, por su Amor y su Sabiduría. Un contacto se establece, en este instante, entre Dios y su criatura. Dios, que veía a su criatura, puede ser visto como es en sí mismo y en sus designios, por aquella que, hasta entonces, lo ignoraba. Un amigo puede surgir de lo que era tan sólo una criatura en cierto modo dormida. El Yo de Dios puede suscitar frente a él un ser que lo tutee, un posible interlocutor que sea también un Yo, al cual Dios pueda hablar, del cual pueda ser oído y a quien pueda invitar.

La misión divina consiste en este don de gracia que habilita a la criatura espiritual para «tocar» a Dios, no ya simplemente como el efecto «toca», ignorando la Causa Suprema de la cual dimana, siendo este contacto más fuerte por parte de la Causa que del objeto tocado, ni tampoco como el filósofo podría «tocar», al final de su disquisición, la causalidad de los seres, incluso ignorando que esta causalidad sea Alguien e ignorando quién sea este Alguien, sino tocando a Dios en sí mismo, es decir, conociéndolo en sí mismo, tal como es y por lo que es, como él mismo se conoce, con un conocimiento que «espira el amor». Alcanzar a Dios de otro modo que no sea éste es permanecer lejos de Él. Únicamente el don de la gracia puede permitirnos, en cierta manera, asir, en su secreto y en su intimidad, el Don increado para el cual nos hizo Dios.

"Las otras criaturas  dice Santo Tomás - alcanzan, ciertamente, una semejanza con Dios mismo, el cual las crea, conserva y mueve; mas no alcanzan a Dios mismo en persona. Por tanto, si bien Dios está en ellas, ellas no están con Dios. Pero la criatura dotada de razón alcanza, por la gracia, a Dios mismo, conociéndole y amándole: por esto se dice que está con él. Por la misma razón se dice que es capaz de Dios, es decir, Capaz de este bien que la perfeccionará a modo de Objeto. De ahí aun que se la llame «Templo de Dios, habitado por Dios»

La misión divina, definida tal como lo hemos expuesto, aun cuando no deje de plantear problemas y de exigir algunas precisiones, satisface, no obstante, las exigencias que habíamos formulado.

En primer lugar, la misión divina no acarrea en Dios ninguna mudanza. No obstante, la misión inaugura alguna cosa; al no darse esta inauguración en Dios, únicamente podrá darse en el alma visitada o habitada por las Personas divinas «enviadas». Afirmar que éstas nos habitan o que las recibimos y poseemos, equivale a decir que ellas nos transforman, que iluminan nuestra inteligencia, encienden nuestro corazón, imprimen en nosotros los rasgos de su semejanza. «A los que le recibieron - dice San Juan - dió el poder ser hijos de Dios» (Juan, 1,12). Así, Dios, cuando «perdona» o cuando «concede una gracia», no experimenta mudanzá alguna en sus sentimientos: es el espíritu el que resulta cambiado por el perdón efectivo o por la gracia de Dios y se convierte, de rebelde, en servidor complaciente y en amigo. La misión divina añade a la palabra «procesión» el hecho de que un acontecimiento sobrevino en el mundo: Jesús, la Iglesia o bien un alma, han sido «tocados» por Dios de tal suerte, que ellos entran en contacto con él de una manera distinta; mas Dios, en sí mismo, no ha experimentado cambio alguno.

Por este motivo, la misión constituye una «relación real» de la criatura espiritual a Dios y una «relación de razón», tan sólo, de Dios a la criatura. Esto significa que Dios no resulta afectado en sí mismo por esta novedad en su criatura, de la misma manera que no le afectó el hecho de crear o de producir fuera de él. Por otra parte, ¿qué significa «fuera» de Dios? ¿Puede haber para él un dentro y un fuera, un antes y un después? El hecho de que nuevas criaturas existan no le confiere realmente nuevas relaciones, como sucede con la criatura, en el caso, por ejemplo de un padre que «tiene» un nuevo hijo o cuando alguien «adquiere» un nuevo conocimiento. ¡Misterio del modo cómo las criaturas están suspendidas de su Causa, bañadas por Ella, incapaces de existir fuera de Ella, y con todo, infinitamente distantes de la misma! Dios no resulta afectado por las misiones temporales del Verbo y del Espíritu, cuyas procesiones eternas son la causa y la razón de ser. En cuanto a los que son visitados pgr el Espíritu del Hijo, no sólo «tienen» una nueva relación con Dios, sino que son transformados por esta relación misma que serian incapaces de darse a sí mismos. Por el Amor entran en comunión con el Hijo en el seno del Padre.


La imagen de Dios en el alma

Esta última fórmula nos exige una nueva precisión. Las misiones divinas, hemos dicho, cambian nuestra alma, imprimen en ella el sello de las Personas que son enviadas y podemos, de este modo, conocer a Dios y amarlo como él se conoce y se ama a sí mismo. Las misiones de las Personas divinas nos comunican la Semejanza propia de estas Personas. «Por ser el Espíritu Santo Amor, es por el don de la caritas que nuestra alma se hace semejante al Espíritu Santo...  Las misiones divinas, al infundir en nosotros un conocimiento sabroso a la par que el amor, apropiados al Verbo y al Espíritu, convierten nuestra alma en imagen de Dios.

Es preciso, no obstante, precavernos ante el significado de esta palabra tan hermosa y tan esencial: imagen de Dios. Fundamental en la Biblia, presente en el pensamiento y la piedad de nuestros padres en la fe, esta palabra entró a formar parte de nuestro vocabulario teológico e incluso en el vocabulario de "espirítualidad".

Digamos, en primer lugar, que la imagen no es el «vestigio». La imagen evoca una última semejanza, aquella que confiere e] mismo parentesco o familia, por ejemplo. Dícese de un hijo que es la imagen de su padre; no se dice que una casa sea imagen del arquitecto, excepto tal vez en un sentido metafórico. Asimismo resérvase para las criaturas espirituales el nombre de imagen de Dios, que es Espíritu. En las criaturas irracionales no hay lugar para la imagen, sino, tan sólo, para un «vestigio» de Dios.

En segundo lugar, Dios es un ser viviente. Por tanto, su imagen debe serlo también. Decir de un niño que no es revoltoso porque está «quieto como una imagen», es hacerse de la imagen y de la bondad del niño una idea mezquina y tonta. Dios vive con una vida que, por serle inmanente, no es menos vida: acto eterno de conocimiento y de amor. La imagen de Dios resplandece en nosotros cuando vivimos de verdad, es decir, cuando conocemos y amamos a Dios como él se conoce y ama.

De ahí los distintos grados existentes en la imagen de Dios. Ésta es perfecta en el bienaventurado, el cual, por el don de la gloria, ve a Dios y lo abraza por el Espíritu que lo arrastra en amor. Asimismo, la imagen de Dios se descubre, si bien en grado menor, en aquel que conoce y ama, aunque de un modo imperfecto aún, por tener la gracia. Este conocimiento y amor pueden ser efectivos, producidos en un acto pleno de lucidez y fervor, o bien pueden estar en el sujeto en estado de «habitus», o sea, que está habilitado para producirlos, aunque de momento no los produzca todavía o que no los produzca constantemente. Tal es el caso del niño recien bautizado que ha recibido la capacidad de conocer y amar a Dios, aunque la falta de madurez de su inteligencia le impida el producir estos actos. Tal es, también, el caso del hijo de Dios que esté durmiendo... En un grado inferior, por fin, la imagen de Dios se encuentra en todo hombre que, no habiendo recibido o habiendo rechazado el don de la gracia, posee, no obstante, en sí mismo, por naturaleza, cierta aptitud para conocer y amar a Dios.

Por esto decimos que se dan misión y habitación, nuevamente, cuando el hombre pasa de la imagen por aptitud natural a la imagen por conformidad de gracia y de ésta a la imagen por conformidad de gloria.

La habitación del Espíritu Santo corresponde, por tanto, al don de la gracia santificante que nos hace «partícipes de la naturaleza divina», y que nos habilita para gozar de la presencia en nosotros de las divinas Personas. En este sentido se dice que el Espíritu Santo había habitado en los justos de la Antigua Alianza, aun cuando la misión final del Espíritu, destinada a darles entrada en la gloria, hubiere sido aplazada hasta la Muerte de Cristo y su bajada a los infiernos.

(Extracto del capítulo VII de A. M. Henry, "El Espíritu Santo", Casal i Vall, Andorra, 1961.


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