viernes, 30 de marzo de 2012

Trabajo y economía en el mundo moderno III (Julius Evola)

La corporación romana nos facilita un ejemplo del aspecto viril y  orgánico que acompaña amenudo al elemento sagrado en las  instituciones verdaderamente tradicionales; jerárquicamente  constituida, ad exemplum republicae, estaba animado por un  espíritu militar. El conjunto de los sodales se llamaba populus u  ordo y, al igual que el ejército y el pueblo, estaban organizados,  en las asambleas solemnes, en centurias y decurias. Cada centuria  tenía su jefe, o centurión y un teniente, optio, como las  legiones. Distintos de los maestres,los  otros miembros llevaban el nombre  de plebs y corporati pero también de caligati o milites caligati  como simples soldados. Y el magister era, no solo el maestro del  arte, el sacerdote de la corporación, cerca de su "fuego", sino  también el administrador de la justicia y el guardián de las  costumbres del grupo([13]).
Las comunidades profesionales medievales, sobre todo en los  paises germánicos, presentaron carácteres análogos: al mismo  tiempo que la comunidad del arte,  un elemento éticoreligioso  servía de cimiento a los guías y a los Zünften. En estas  organizaciones corporativas, los miembros estaban unidos "por la  vida", como en un rito común, antes que en función de intereses  económicos y fines exclusivamente orientados hacia la producción;  y todas las formas de la existencia cotidiana se encontraban  penetradas por los efectos de esta íntima solidaridad que se  apropiaba del hombre entero y no solo de su aspecto particular de artesano. Al igual que los colegios profesionales romanos tenían su dios lar o demonio, las guildas alemanas, constituidas también como imágenes en reducción de la ciudad, tenían no solo su "santo protector" o su "patrón", sino también su altar, su culto funerario común, sus enseñas simbólicas, sus conmemoraciones  rituales, sus reglas éticas y sus jefes Vollgenossen llamados también a dirigir el ejercicio del oficio más que a hacer respetar las normas generales y los deberes de los miembros de la corporación. Para ser admitido en las guildas, hacía falta un nombre sin tacha y un nacimiento honorable: se descartaba a los hombres que no eran libres y en ocasiones, a los que pertenecían a razas extranjeras([14]). Estas asociaciones profesionales se caracterizan por el sentido del honor, la pureza y la impersonalidad en el trabajo, cualidades bastante próximas de los principios arios de la bhakti y del nishkamakarma: cada uno se ocupaba silenciosamente de su propio trabajo, haciendo  abstracción de su persona, pero permaneciendo activo y libre, y  era este un aspecto del gran anonimato propio a la Edad Media, al igual que a cualquier otra civilización tradicional. Además, se separaba todo lo que podía engendrar una concurrencia ilícita o un monopolio y todo lo que de una forma o de otra, podía  alterar, por consideraciones económicas, la pureza del "arte":  el honor de la guilda y el orgullo que inspiraba su actividad  constituían las bases sólidas, inmateriales de estas  organizaciones([15]) que, aun no siendo institucionalmente  hereditarios, amenudo se convertían en tales, demostrando así la  fuerza y el carácter natural del principio generador de las  castas([16]).
Así se reflejaba, incluso en el orden de las actividades inferiores ligadas a la materia y a las condiciones materiales de  la vida, el modo de ser de una acción purificada y libre,  teniendo su fides, su alma viviente, que la liberaba de los lazos  del egoismo y del interés vulgar. Además, se establecía un lazo natural en las corporaciones, entre la casta de los vaishas que en términos modernos, equivaldría a los empleadores y la casta de los shudra, que correspondería a la clase obrera. El espíritu de solidaridad casi miliar, sentida y querida, que, en una empresa común, hacía aparecer el vaisha como el jefe y el shudra como el simple soldado, excluían la antítesis marxista entre el capital y el trabajo, entre empleadores y empleados. Cada uno realizaba su función y ocupaba su justo lugar. En las guildas alemanas, a la fidelidad del inferior correspondía el orgullo que extraía el superior de un personal dedicado con celo a su tarea. Aquí también, la anarquía de los "derechos" y las "reivindicaciones" no apareció más que cuando la orientación espiritual íntima declinó, y la acción realizada por sí misma, fue sustituida por los  intereses materiales e individualistas, la fiebre multiforme y  vana engendrada por el espíritu moderno y por una civilización  que ha hecho de la economía un "demonio" y un destino.
Por otra parte, cuando la fuerza íntima de una fides cesa de  estar presente, cada actividad pasa a definirse según su aspecto  puramente material, mientras que la diversidad de las vías unidas por una misma dignidad, es sustituida por una diferenciación real según el tipo de actividad. Esto explica el carácter de las  formas intermedias que revisten algunas organizaciones sociales,  como por ejemplo, la esclavitud antigua. Por paradójico que esto pueda parecer a los ojos de algunos, en el marco de las civilizaciones donde la esclavitud fue más ampliamente practicada, era el trabajo lo que definía la condición de esclavo y no lo contrario. Cuando la actividad en los estratos más bajos  de la jerarquía social, no fue dirigida  por un significado espiritual, cuando en lugar de acción existió solamente trabajo, el criterio material no podía dejar de tomar la iniciativa y estas actividades, en tanto que ligadas a la materia y unidas a las necesidades materiales de la vida, debían  aparecer como  degradantes e indignas para un hombre libre. El "trabajo  podía ser, en consecuencia solo un asunto de esclavos, casi un castigo y, recíprocamente, no se podía contemplar para un esclavo otro dharma que el trabajo. El mundo antiguo no despreció el trabajo porque conoció la esclavitud y porque fueran los esclavos quienes trabajaban, sino al contrario, es por despreciar al trabajo, que desprecia al esclavo; ya que aquel que "trabaja" no puede ser más que esclavo, este mundo quiso esclavos y distinguió, constituyó y estableció una clase social cerrada  para la masa de aquellos cuya forma de existencia no podía expresarse más que mediante el trabajo([17]). Al trabajo como pena oscura relacionada con las necesidades de la carne, se oponía la acción: uno, polo material, pesado, animal, el otro, polo espiritual libre, separado de la necesidad, de las posibilidades humanas. En los hombres libres y entre los esclavos, en el fondo, no se encuentra sino la cristalización social de las dos maneras de vivir una acción según su materia o bien ritualmente de la que ya hemos hablado: es aquí donde hay que buscar la base reflejando ciertamente algunos valores tradicionales del desprecio al trabajo y del concepto de jerarquía propias a las constituciones de tipo intermedio de los que se trata aquí y que se encuentran sobre todo en el mundo clásico, donde fueron la actividad especulativa, el ascesis, la contemplación el "juego" en ocasiones y la guerra quienes expresan el polo de la acción frente al polo servil del trabajo.
Esotéricamente, los límites impuestos por el estado de esclavitud  a las posibilidades del individuo que nacía en este  estado, corresponden a un "destino" determinado, del que el nacimiento  debe ser considerado como una consecuencia. Sobre el plano de las  transposiciones mitológicas, la tradición hebraica no está muy  alejada de una concepción similar, cuando considera el trabajo  como la consecuencia de la "caida" de Adán y, al mismo tiempo,  como la "expiación" de esta falta transcendental en el estado  humano de existencia. En cuanto al catolicismo, busca, sobre esta  base, hacer del trabajo un instrumento de purificación, lo que  corresponde en parte a la noción de ofrenda ritual de la acción  conforme a la naturaleza de cada ser (en este caso, a la naturaleza de un  "caido" según el aspecto de la visión hebraicocristiana de la  vida), ofrenda concebida como vía de liberación.
En la antigüedad, frecuentemente eran los vencidos quienes debían  asumir las funciones de los esclavos. ¿Se debió a un puro  materialismo de costumbres bárbaras? Si y no. Una vez más, no  hay que olvidar esta verdad que impregnaba el mundo de la Tradición: nada sucede aquí abajo, que no sea un símbolo y un efecto concordante de acontecimientos espirituales; entre el espíritu y la realidad (y también la potencia) hay una íntima relación. Como consecuencia particular de esta verdad, ya hemos indicado que la victoria o la derrota no fueron nunca considerados como un mero azar. La victoria, tradicionalmente,  implicaba siempre un significado superior. Entre las poblaciones  salvajes subsiste aun, y con un relieve particular, la idea  antigua que el desgraciado es siempre un culpable([18]): los  desenlaces de cada lucha y también cada guerra, son siempre  signos místicos, resultados, por así decir, de un "juicio  divino", capaces de revelar o realizar, un destino humano.  Partiendo de aquí, si se quiere, se puede ir más lejos, y ver  una convergencia trascendental de sentidos entre la noción del  "vencido" y la noción hebraica del "culpable", de la que acabamos  de hablar, uno y otro ligados al destino que conviene al dharma del esclavo, el trabajo. Esta convergencia se evidencia también  en que la "falta" de Adán puede referirse a la "derrota" sufrida por él en una aventura simbólica (intento de apropiarse del fruto del "Arbol") que habría podido tener un desenlace victorioso. Existen, en efecto, mitos donde la conquista de los frutos del "arbol", o cosas simbólicamente equivalentes (por ejemplo la  "mujer", el "toison de oro", etc...) se consigue y conduce a  otros héroes (por ejempo Heracles, Jason, Siegfried), no a la maldición, como en el mito hebraicocristiano, sino a la inmortalidad o a la sabiduría trascendente([19]).
En el mundo moderno, se ha denunciado la "injusticia" del régimen de  castas, se han estigmatizado aun más las civilizaciones antiguas que conocieron la esclavitud, y se ha considerado como un mérito de los tiempos nuevos haber afirmado el principio de la "dignidad humana". Pero se trata, aquí también, de pura retórica. Se olvida que los europeos mismos reintrodujeron y mantuvieron hasta el siglo XIX, en los territorios de ultramar, una forma de esclavitud a menudo odiosa, que el mundo antiguo casi nunca conoció ([20]). Lo que es  preciso poner de relieve, es que jamás una civilización practicó la esclavitud en tan gran escala,como la civilización moderna. Ninguna civilización tradicional tuvo jamás masas tan numerosas condenadas a un trabajo oscuro, sin alma, automático, a una esclavitud que no tiene siquiera en contrapartida la alta estatura y la realidad tangible de figuras de señores y dominadores, sino que se encuentra impuesta de una forma anodina por la tiranía del factor económico y las estructuras absurdas de una sociedad más o menos colectivizada. Y el hecho es que la visión moderna de la vida, en su materialismo, ha restado al individuo toda posibilidad de introducir en su destino un elemento de transfiguración, un signo y un símbolo, y la esclavitud de hoy es la más lúgrube y  desesperada  que jamás se haya conocido. No es pues sorprendente que las fuerzas oscuras de la subversión mundial hayan encontrado en las masas de esclavos modernos un instrumento dócil, adaptado para la consecución de los fines: aquí donde han triunfado los inmensos "campos de trabajo", se quiere practicar metódica, satánicamente, la servidumbre física y moral del hombre en vistas a la colectivización y al desarraigo de todos los valores de la personalidad.
Para terminar, añadiremos a nuestras consideraciones anteriores  sobre el trabajo contemplado en tanto que arte, en el mundo de la Tradición, algunas breves indicaciones sobre la cualidad orgánica y funcional de los objetos producidos. Gracias a esta cualidad constante, lo bello aparecía no como algo separado o limitado a una categoría privilegiada de objetos artísticos, y nada presentaba un carácter puramente utilitario y mercantil. Todo objeto tenía una belleza propia y un valor cualitativo, al igual que tenía su función en tanto que objeto útil. Mientras que, de un lado, se verificaba "el prodigio de la unificación de los contrarios", "las más absoluta sumisión a la regla consagrada, en la cual parecería deber morir, ahogado, todo impulso personal, conciliándose con la más franca manifestación de la espiritualidad, tan duramente comprimida, en una auténtica  creación personal", de otro lado se ha podido justamente decir:  "Todo objeto no lleva ciertamente la impronta de una personalidad  artística individual, como ocurre hoy con los "objetos  artísticos", sino que revela sin embargo un gusto "coral" que hace  del objeto una de las innumerables expresiones similares, imprimiéndoles el sello de una autenticidad espiritual que impide llamarlo copia([21]). Tales productos atestiguaban una  personalidad estilística única desarrollada durante siglos  enteros; incluso cuando se ha podido conocer un nombre, real, o bien ficticio y simbólico, esto carecía de importancia: el anonimato no desaparecía([22]), sino que albergaba un carácter no subpersonal sino suprapersonal. Tal era el terreno sobre el cual podían nacer y proliferar, en todos los dominios de la vida,  creaciones artesanales tan alejadas del triste "utilitarismo" plebeyo como de la belleza "artística" extrínseca y afuncional,  escisión que refleja el carácter inorgánico de la civilización  moderna.
Notas
([13])WALTZING, op. cit., v. I, pag. 257, sigs. 
([14])O. GIERKE, Rechtsgeschichte der deutschen Genossenschaften,  cit., v. I, pag. 220, 226, 228, 3625, 284.
([15])GIERKE, Op. cit., v. I, pag. 2625, 3901.
([16])En Roma los colegios profesionales se convirtieron en  hereditarios en el curso del siglo III a. J.C. Cada miembro  transmitió entonces a sus herederos, con la sangre, su profesión  y sus bienes, condicionados por el ejercicio de esta profesión. Cf. WALTZING, op. cit., v. II, pag. 45, 260265. Pero esto fue realizado por vía de la autoridad, por medio de leyes centralizadas impuestas por el Estado romano y no se puede decir que las castas, así constituidas, hayan sido verdaderamente conformes al esíritu tradicional.
([17])ARISTOTELES (Pol., I, iv, y sigs.) fundaba la esclavitud  sobre el postulado de que hay hombres aptos solo para el trabajo  psíquico y que deben ser dominados y dirigidos por los otros. Según él, esta relación era la del "bárbaro" frente al "Heleno". Así mismo, la casta hindú de los shudra (los siervos) correspondía en el origen a la raza negra aborigen o "raza enemiga" dominada por los arya a la cual no se reconocía otra posibilidad mejor que la de servir a las castas de "los dos veces nacidos".
([18])Cf. LEVYBRUHL, La mentalité primitive, cit., pag. 316331.
([19])Cf. EVOLA, La Tradición hermética, cit. introd.
([20])Es preciso señalar, por lo demás, que en América la  verdadera miseria de los Negros empezó cuando fueron  liberados y  se encontraron en la situación de proletarios sin raices en el  seno de una sociedad industrializada. Como "esclavos", bajo un  régimen paternalista, gozaron en general de una mayor seguridad  económica y de una mayor protección. Es por ello que algunos  estiman que la condición de los trabajadores blancos "libres", en  Europa, fue, en la época, peor que la suya. (Cf. p. ej. R.  BASTIDE, Les religions africaines au Brésil, passim.
([21])G. VILLA, La filosofia del mito secundo G. B. Vico, Milán,  1949, pag. 9899.
([22])Cf. Ibid., pag. 102.

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte . 14. La doctrina de las castas)
Julius Evola

Trabajo y Economía en el mundo moderno II (A. K. Coomaraswamy)

Estamos familiarizados con dos escuelas contemporáneas de pensamiento sobre el arte. Por una parte tenemos una autodenominada «elite» muy reducida que distingue entre las «bellas» artes y el arte como manufactura especializada, y que valora en mucho estas bellas artes en tanto que autorrevelación o autoexpresión del artista; Por consiguiente, esta elite basa su enseñanza de la estética en el estilo, y centra la llamada «apreciación del arte» en la manera más que en el contenido o la verdadera intención de la obra. Estos son nuestras profesores de Estética y de Historia del Arte, que se felicitan por la ininteligibilidad del arte a la vez que lo explican psicológicamente, sustituyendo el estudio del arte de un hombre por el estudio del hombre mismo; y estos guías de ciegos son seguidos gustosamente por una mayoría de artistas modernos, a quienes halaga naturalmente la importancia que se atribuye al genio personal.

 Por otra parte tenemos la gran mayoría de los hombres sencillos que no están realmente interesados en las personalidades artísticas, y para quienes el arte, como se ha definido arriba, es más bien una peculiaridad que una necesidad de la vida, y de hecho no tienen ningún uso para el arte.

Y frente a estos dos tipos tenemos una visión del arte normal, aunque olvidada, que afirma que el arte es el hecho de hacer bien, o de ordenar correctamente, cualquier cosa que se necesite hacer u ordenar, ya sea una estatuilla, un automóvil o un jardín. En el mundo occidental, ésta es específicamente la doctrina católica del arte; doctrina cuya conclusión natural, en palabras de Santo Tomás, es que «no puede haber ningún buen uso sin arte». Es más bien evidente que si las cosas que se requieren para el uso, ya sea un uso intelectual o físico, o, bajo condiciones normales, ambos, no están hechas correctamente, no pueden saborearse, entendiendo por «saborear» algo más que el mero hecho de que nos «gusten». Por ejemplo, una comida mal preparada nos sentará mal; y de la misma manera, las exhibiciones autobiográficas, o cualquier otro tipo de exhibiciones sentimentales, debilitan  necesariamente la moral de aquellos que se alimentan de ellas. El patrón sano no está más interesado en la personalidad del artista que en la vida privada de su sastre: todo lo que necesita de ellos es que estén en posesión de su arte.

 Esta serie de conferencias se dirige al segundo tipo de hombres que hemos definido arriba, a saber, al hombre llano y de mentalidad práctica que no tiene ningún uso para el arte, a saber, para el arte según lo exponen los psicólogos y lo practican la mayoría de los artistas contemporáneos, especialmente los pintores. El hombre llano no tiene ningún uso para el arte a menos que sepa de qué se trata o para qué es. Y hasta aquí, tiene toda la razón; si no trata sobre algo y no es para algo, no ningún uso. Y, además, si no trata sobre algo —más, por ejemplo, que la preciosa personalidad del artista—, y no es para algo que valga la pena tanto para el patrón y el cliente como para el artista y hacedor mismo, no tiene ningún uso , y no es más que un producto de lujo o un mero ornamento. En base a esto, el arte puede ser rechazado como una mera vanidad por un hombre religioso, como una superfluidad costosa por el hombre práctico, y como una parte esencial del conjunto de la fantasía burguesa por el pensador de clase. Por consiguiente, hay dos puntos de vista opuestos, uno de los cuales afirma que no puede haber ningún buen uso sin arte, y el otro, que el arte es una superfluidad. Obsérvese, sin embargo, que estas expresiones contrarias se afirman con respecto a dos cosas muy diferentes, que no son la misma por el mero hecho de que a ambas se les haya llamado «arte». Demos ahora por aceptada la visión históricamente normal y religiosamente ortodoxa de que, así como la ética es la «manera correcta de obrar», el arte es «hacer bien cualquier cosa que se necesite hacer» o, simplemente, «la manera correcta de hacer las cosas»; y dirigiéndonos ahora a aquellos para quienes las artes de la personalidad son superfluas, preguntemos si el arte no es después de todo una necesidad.

 Una necesidad es algo de lo que no podemos permitirnos prescindir, cualquiera que sea su precio. No podemos entrar aquí en cuestiones de precio; sólo diremos que el arte no necesita ser caro, y no debería serlo, excepto en la medida en que se emplean materiales costosos. Es en este punto donde surge la cuestión crucial de la manufactura para el provecho frente a la manufactura para el uso. En general, las cosas no se hacen bien y por consiguiente no son bellas, porque la idea de la manufactura para el provecho está estrechamente vinculada con la sociología industrial actualmente aceptada. Al fabricante le interesa producir lo que nos agrada, o lo que puede inducirnos a que nos agrade, sin considerar si nos conviene o no; como otros artistas modernos, el fabricante se está expresando a sí mismo, y sólo está sirviendo a nuestras necesidades reales en la medida en que hacerlo para poder vender. Los fabricantes y los demás artistas recurren por igual a la publicidad; el arte recibe abundante publicidad en las escuelas y universidades, en los «museos de arte moderno» y por parte de los marchantes de arte; y el artista y el fabricante fijan por igual el precio de sus mercancías acordemente a los que permite el tráfico. Bajo estas condiciones, como lo ha expresado tan bien el señor Carey, que participa en esta serie de conferencias, el fabricante trabaja para poder seguir ganando; no gana, como debería, para poder seguir fabricando. Sólo cuando el hacedor de cosas es un hacedor de cosas por vocación, y no meramente alguien que tiene un empleo, el precio de las cosas se aproxima a su valor real; y bajo estas circunstancias, cuando pagamos por una obra de arte diseñada para servir a un propósito necesario, tenemos el valor de nuestro dinero; y puesto que el propósito es un propósito necesario, ser capaces de poder pagar por el arte, o en otro caso estamos viviendo por debajo de un nivel humano normal; como viven hoy la mayoría de los hombres, incluso los ricos, si consideramos la calidad más que la cantidad. No es necesario agregar que el trabajador también es una víctima de la manufactura para el provecho; tanto es así que ha devenido una burla decirle que las horas de trabajo deberían ser más agradables que las horas de ocio; que cuando trabaja debería estar haciendo lo que le agrada, y que sólo en su tiempo libre debería hacer lo que debe —puesto que el trabajo está condicionado por el arte, y la conducta por la ética.

La industria sin arte es brutalidad. El arte es específicamente humano. Ninguno de esos pueblos primitivos, pasados o presentes, cuya cultura afectamos despreciar y nos proponemos enmendar, ha prescindido nunca del arte; desde la Edad de Piedra en adelante, todas las cosas hechas por el hombre, a menudo bajo condiciones penosas o de pobreza, han sido hechas por arte para servir a un doble propósito, a la vez utilitario e ideológico. Somos nosotros, que, hablando en términos colectivos al menos, disponemos de unos recursos ampliamente suficientes, y que no nos paramos ante el despilfarro de estos recursos, quienes por primera vez nos hemos propuesto hacer una división del arte: por una parte un tipo que ha de ser meramente utilitario, y por otra el tipo lujoso, y que omite enteramente lo que fue una vez la función más elevada del arte, a saber, expresar y comunicar ideas. Ha pasado mucho tiempo desde que la escultura se consideraba como el «libro» del hombre pobre. Nuestra palabra «estética» misma, de «aesthesis», «sensación», proclama nuestro abandono de los valores intelectuales del arte.

 El tiempo de que disponemos sólo nos permite tocar otros dos puntos. En primer lugar, aunque decimos que el hombre llano tiene razón al querer saber de qué trata una obra, y al pedir inteligibilidad en las obras de arte, no es menos cierto que se equivoca al pedir el parecido, y que se equivoca completamente al juzgar las obras de arte antiguo desde puntos de vista como el que implica la expresión común «esto era antes de que supieran nada de anatomía» o «esto era antes de que se descubriese la perspectiva». El arte se ocupa de la naturaleza de las cosas, y sólo incidentalmente, si lo hace alguna vez, de su apariencia; apariencia que oculta mucho más que revela la naturaleza de las cosas. La tarea del artista no es enamorarse de la naturaleza como efecto, sino considerar la naturaleza como la causa de los efectos. En otras palabras, el arte tiene mucha más afinidad con el álgebra que con la aritmética, y de la misma manera que se necesitan ciertas calificaciones si queremos comprender y saborear una fórmula matemática, así también el espectador tiene que haber sido educado como debe si ha de comprender y saborear las formas del arte comunicativo. Este es el caso, sobre todo, si el espectador ha de comprender y saborear obras de arte que están escritas, por decirlo así, en un lenguaje extraño y olvidado; lo cual se aplica a la mayoría de los objetos expuestos en nuestros museos.
Algunos han respondido a la pregunta «¿cuál es el uso del arte?» diciendo que el arte es por el arte mismo; y no deja de ser extraño que aquellos que sostienen que el arte no tiene ningún uso humano hayan subrayado al mismo tiempo el valor del arte. Trataremos de analizar las falacias que implica esto.
Antes nos hemos referido al pensador de clase que no tiene ningún uso para el arte y que está dispuesto a prescindir de él como parte esencial del conjunto de la fantasía burguesa. Si pudiéramos descubrir a un pensador tal, ciertamente estaríamos muy felices en estar de acuerdo con él en que toda la doctrina del arte por el arte, y todo el asunto del «coleccionismo» y del «amor al arte» no es más que una aberración sentimental y un medio de escapar de las cuestiones serias de la vida. Estaríamos muy dispuestos a estar de acuerdo en que cultivar meramente las cosas más elevadas de la vida —si el arte es una de ellas— en las horas de ocio que han de obtenerse mediante una mayor sustitución de los medios de producción manuales por medios mecánicos, es tan vano como pueda serlo el cultivo de la religión por la religión únicamente los domingos; y en que las pretensiones del artista moderno son fundamentalmente ilusorias y egóticas.
 Desafortunadamente, cuando descendemos a los hechos, descubrimos que el reformador social no es realmente superior a la ilusión de la cultura vigente, sino que sólo está irritado por una situación económica que parece privarle de esas cosas más elevadas de la vida que la riqueza puede proveer más fácilmente. Mucho más que ver claro lo que son, el trabajador envidia al coleccionista y al «amante del arte». La noción que tiene del arte el esclavo del salario no es más realista o práctica que la de un millonario, de la misma manera que su noción de la virtud no es más realista que la del predicador de la bondad por la bondad misma. No ve que si necesitamos el arte sólo  si es arte, y que si debemos ser buenos sólo si  y por ser buenos, el arte y la ética se convierten en meras materias de gusto, y no puede suscitarse ninguna objeción si decimos que nosotros no tenemos ningún uso para el arte porque no nos agrada, o que no tenemos ninguna razón para ser buenos, porque preferimos ser malos.
Si el uso y el valor no son de hecho sinónimos, es sólo porque el uso implica la eficacia, y, sin embargo, el valor puede otorgarse a algo ineficiente. San Agustín, por ejemplo, señala que la belleza no es simplemente lo que nos agrada, porque hay gentes a quienes agradan las deformidades; o, en otras palabras, valoran lo que en realidad es inválido. El uso y el valor no son idénticos en la lógica, pero en el caso de un sujeto perfectamente sano, coinciden en la experiencia; y esto lo ilustra admirablemente la equivalencia del alemán , «usar», y el latín , «disfrutar, saborear». Tampoco el dinero, la fama, o el «arte» pueden considerarse explicaciones del arte. El dinero no puede serlo porque, aparte del caso de la manufactura para el provecho en vez de para el uso, el artista por naturaleza, cuyo fin en vista es el bien de la obra que ha de hacerse, no trabaja para ganar, sino que gana para poder seguir siendo él mismo, es decir, para poder seguir trabajando en eso que él es por naturaleza; de la misma manera que come para poder seguir viviendo, en vez de vivir para poder seguir comiendo. En cuanto a la fama, sólo necesita señalarse que la mayor parte del arte más grande del mundo se ha producido anónimamente, y que si un trabajador sólo persigue la fama, «cualquier hombre digno debería avergonzarse de que las buenas personas sepan esto de él». En cuanto al arte, decir que el artista trabaja por el arte es un abuso de lenguaje. El arte es eso lo que un hombre trabaja, suponiendo que esté en posesión de su arte y que tenga el hábito de su arte; de la misma manera que la prudencia o la conciencia es eso por lo cual actúa bien. Ni el arte es el fin de su trabajo, ni la prudencia es el fin de su conducta.
Confusiones tales como éstas sólo son posibles porque bajo las condiciones establecidas en un sistema de producción para el provecho más bien que para el uso, hemos olvidado el significado de la palabra «vocación», y sólo pensamos en términos de «empleos». El hombre que tiene un «empleo» trabaja por motivos extralaborales, y puede ser completamente indiferente hacia la calidad del producto, del que tampoco es responsable; todo lo que quiere, en este caso, es asegurarse una participación adecuada en los beneficios esperados. Pero un hombre cuya vocación es específica, es decir, que está natural y constitucionalmente adaptado e instruido en un tipo u otro de hacer, aun cuando se gane la vida con este hacer, está haciendo realmente lo que más ama; y si es forzado por las circunstancias a hacer algún otro tipo de trabajo, aunque esté mejor pagado, este hombre es en realidad muy infeliz. La vocación, ya sea la del granjero o la del arquitecto, es una función; en lo que concierne al hombre mismo, el ejercicio de esta función es el medio más indispensable de su desarrollo espiritual, y en lo que concierne a su relación con la sociedad, es la medida de su dignidad. Exactamente en este sentido, Platón dice que «se hará más, y mejor, y con mayor facilidad, cuando cada cual haga sólo una cosa, de acuerdo con su genio; y esto es la justicia para cada hombre en sí mismo». La tragedia de una sociedad organizada industrialmente sólo para el provecho es que a cada hombre, en lo que él es en sí mismo, se le niega esta justicia; y una sociedad tal como ésta, literal e inevitablemente, hace el papel del Diablo con respecto al resto del mundo.
El error básico de lo que hemos llamado la ilusión de la cultura es la asunción de que el arte es algo que ha de hacer un tipo especial de hombre, y particularmente el tipo de hombre que llamamos genio. En oposición directa a esto, tenemos el punto de vista normal y humano de que el arte es simplemente la manera correcta de hacer las cosas, ya sean sinfonías o aeroplanos. En otras palabras, el punto de vista normal no asume que el artista sea un tipo especial de hombre, sino que todo hombre, que no es un mero holgazán y un parásito, es necesariamente un tipo especial de artista, habilidoso y contento con la hechura u ordenamiento de una cosa u otra de acuerdo con su naturaleza e instrucción.
Las obras de un genio tienen muy poco uso para la humanidad que, invariable e inevitablemente, no comprende, distorsiona y caricaturiza sus manierismos al tiempo que ignora su esencia. Lo que importa no es el genio, sino el hombre que puede producir una obra maestra. Pues, ¿qué es una obra maestra? Ciertamente, no es, como se supone comúnmente, un vuelo de la imaginación individual, más allá del alcance común de su propio tiempo y lugar, y más para la posteridad que para nosotros mismos; sino, por definición, una obra hecha por un aprendiz al cierre de su aprendizaje, obra con la que prueba su derecho a ser admitido plenamente en la cofradía de un gremio, o como diríamos ahora, en un sindicato, en calidad de maestro. La obra maestra es simplemente la prueba de competencia que se espera y se requiere de todo artista graduado, a quien no se le permite establecer su taller propio a menos que haya producido tal prueba. Del hombre cuya obra ha sido aceptada por un cuerpo de expertos practicantes, se espera que siga produciendo obras de idéntica calidad durante el resto de su vida; es un hombre responsable de todo lo que hace. Todo esto forma parte del curso normal de las cosas, y lejos de considerar las obras maestras como meras obras antiguas conservadas en los museos, el trabajador adulto debería avergonzarse si algo que él hace no llega al nivel de la obra maestra, o es menos que apropiado para ser expuesto en un museo.
El genio habita en un mundo suyo propio. El maestro artesano vive en un mundo habitado por otros hombres; tiene vecinos. Una nación no es «musical» porque haya grandes orquestas mantenidas en sus capitales y apoyadas por un círculo selecto de «amantes de la música», ni siquiera lo es porque estas orquestas ofrezcan programas populares. Inglaterra era un «nido de pájaros cantores» cuando Pepys podía insistir en una baja capacidad de la doncella para asumir un papel difícil en el coro de la familia, a falta de lo cual no sería contratada. Y si las canciones folklóricas de un país se recogen ahora entre las cubiertas de los libros, o como lo expresa el cantor mismo, «se meten en un saco», o si, de la misma manera, consideramos el arte como algo que hay que ver en un museo, no es que se haya algo, sino que sabemos que algo se hace , y nos alegraría preservar su memoria.
 Así pues, hay otras posibilidades de «cultura» distintas de las que consideran nuestras universidades y grandes filántropos, y otras posibilidades de realización distintas de las que pueden exhibirse en las galerías de pintura. No negamos que el pensador de clase pueda estar perfectamente justificado en su resentimiento contra la explotación económica; en cuanto a esto bastará señalar de una vez por todas que «el trabajador merece su salario». Pero lo que el pensador de clase, como hombre, y no meramente en su evidente papel de explotado, debe exigir y apenas se atreve a exigirlo nunca, es una responsabilidad humana por lo que hace. Lo que el sindicato debe exigir a sus miembros es un cumplimiento de maestro. Lo que el pensador de clase que no es meramente un victimario, sino también un hombre, tiene derecho a pedir, no es tener menos trabajo que hacer, ni poder dedicarse a un tipo de trabajo diferente, ni tener una participación mayor en las migajas culturales que caen de la mesa del rico, sino la oportunidad de que lo que hace por un salario le proporcione tanto placer como el que puede obtener en su propio jardín o en su vida familiar; en otras palabras, lo que debe exigir es la oportunidad de ser un artista. Ninguna civilización que le niega esto puede ser aceptada.
 Con o sin máquinas, lo cierto es que siempre habrá un trabajo que hacer. Hemos intentado mostrar que aunque el trabajo es una necesidad, no es en modo alguno un mal necesario, sino que, en el caso en que el trabajador es un artista responsable, es un bien necesario. Hasta ahora hemos hablado desde el punto de vista del trabajador, pero apenas es necesario agregar que depende tanto del patrón como del artista. El trabajador deviene un patrón tan pronto como procede a comprar para su propio uso. Y en cuanto a éste mismo como usuario, sugerimos que el hombre que, cuando necesita un traje, no compra dos trajes de confección hechos con género de mala calidad, sino que encarga un traje de buena tela a un sastre experimentado, es mucho mejor patrón y mejor filántropo que el hombre que se limita a adquirir una obra de un maestro antiguo y la regala a la nación. El metafísico y el filósofo también están implicados; uno de los principales cometidos del profesor de estética debería ser acabar con la superstición del «Arte» y con la del «Artista» como una persona privilegiada, de otro tipo que los hombres ordinarios.
 El explotado no debería resentirse sólo por el hecho de la inseguridad social, sino por la situación de irresponsabilidad humana que se le impone bajo las condiciones de la manufactura para el provecho. Debe darse cuenta de que la cuestión de la propiedad de los medios de producción es ante todo una cuestión de significación espiritual, y que sólo secundariamente es un problema de justicia o injusticia económicas. Mientras el pensador de clase proponga vivir sólo de pan, o aunque sea de pastel, no es mejor ni más sabio que el capitalista burgués a quien afecta despreciar; tampoco sería más feliz en el trabajo sustituyendo muchos amos por pocos. Mientras consienta en la inhumana deificación del «arte» implícita en la expresión «el arte por el arte», importa poco si propone prescindir del arte, o tener su parte en él. Que se sacrifique a sí mismo en el altar del «arte» no es más conductivo al fin último, y presente, de la felicidad del hombre que sacrificarse a sí mismo en los altares de una Ciencia, Estado o Nación personificados.
Por el bien de todos los hombres negamos que el fin del arte sea el arte por el arte. Por el contrario, «la industria sin arte es brutalidad»; y devenir un bruto es morir como hombre. En ambos casos se trata de carne de cañón; hay poca diferencia entre morir súbitamente en la trinchera o en una factoría día tras día.
La Filosofía cristiana y oriental del arte ( Cap IV ¿CUÁL ES EL USO DEL ARTE?)
A. K. Coomaraswamy 


Trabajo y economía en el mundo moderno I (René Guenon)

Nos es menester recordar todavía, aunque ya lo hayamos indicado, que las ciencias modernas no tienen un carácter de conocimiento desinteresado, y que, incluso para aquellos que creen en su valor especulativo, éste no es apenas más que una máscara bajo la cual se ocultan preocupaciones completamente prácticas, pero que permite guardar la ilusión de una falsa intelectualidad. Descartes mismo, al constituir su física, pensaba sobre todo en sacar de ella una mecánica, una medicina y una moral; y con la difusión del empirismo anglosajón, se hizo mucho más todavía; por lo demás, lo que constituye el prestigio de la ciencia a los ojos del gran público, son casi únicamente los resultados prácticos que permite realizar, porque, ahí también, se trata de cosas que pueden verse y tocarse. Decíamos que el «pragmatismo» representa la conclusión de toda la filosofía moderna y su último grado de abatimiento; pero hay también, y desde hace mucho más tiempo, al margen de la filosofía, un «pragmatismo» difuso y no sistematizado, que es al otro lo que el materialismo práctico es al materialismo teórico, y que se confunde con lo que el vulgo llama el «buen sentido». Por lo demás, este utilitarismo casi instintivo es inseparable de la tendencia materialista: el «buen sentido» consiste en no rebasar el horizonte terrestre, así como en no ocuparse de todo lo que no tiene interés práctico inmediato; es para el «buen sentido» sobre todo para quien el mundo sensible es el único «real», y para quien no hay conocimiento que no venga por los sentidos; para él también, este conocimiento restringido mismo no vale sino en la medida en la cual permite dar satisfacción a algunas necesidades materiales, y a veces a un cierto sentimentalismo, ya que, es menester decirlo claramente a riesgo de chocar con el «moralismo» contemporáneo, el sentimiento está en realidad muy cerca de la materia. En todo eso, no queda ningún sitio para la inteligencia, sino en tanto que consiente en servir a la realización de fines prácticos, en no ser más que un simple instrumento sometido a las exigencias de la parte inferior y corporal del individuo humano, o, según una singular expresión de Bergson, «un útil para hacer útiles»; lo que constituye el «pragmatismo» bajo todas sus formas, es la indiferencia total al respecto de la verdad.

          En estas condiciones, la industria ya no es solo una aplicación de la ciencia, aplicación de la que, en sí misma, ésta debería ser totalmente independiente; deviene como su razón de ser y su justificación, de suerte que, aquí también, las relaciones normales se encuentran invertidas. Aquello a lo que el mundo moderno ha aplicado todas sus fuerzas, incluso cuando ha pretendido hacer ciencia a su manera, no es en realidad nada más que el desarrollo de la industria y del «maquinismo»; y, al querer dominar así a la materia y plegarla a su uso, los hombres no han logrado más que hacerse sus esclavos, como lo decíamos al comienzo: no solo han limitado sus ambiciones intelectuales, si es todavía permisible servirse de esta palabra en parecido caso, a inventar y a construir máquinas, sino que han acabado por devenir verdaderamente máquinas ellos mismos. En efecto, la «especialización», tan alabada por algunos sociólogos bajo el nombre de «división del trabajo», no se ha impuesto solo a los sabios, sino también a los técnicos e incluso a los obreros, y, para estos últimos, todo trabajo inteligente se ha hecho por eso mismo imposible; muy diferentes de los artesanos de antaño, ya no son más que los servidores de las máquinas, hacen por así decir cuerpo con ellas; deben repetir sin cesar, de una manera mecánica, algunos movimientos determinados, siempre los mismos, y siempre cumplidos de la misma manera, a fin de evitar la menor pérdida de tiempo; así lo quieren al menos los métodos americanos que se consideran como los representantes del más alto grado de «progreso». En efecto, se trata únicamente de producir lo más posible; la cualidad preocupa poco, es la cantidad lo único que importa; volvemos de nuevo una vez más a la misma constatación que ya hemos hecho en otros dominios: la civilización moderna es verdaderamente lo que se puede llamar una civilización cuantitativa, lo que solo es otra manera de decir que es una civilización material.

          Si uno quiere convencerse todavía más de esta verdad, no tiene más que ver el papel inmenso que desempeñan hoy día, tanto en la existencia de los pueblos como en la de los individuos, los elementos de orden económico: industria, comercio, finanzas, parece que no cuenta nada más que eso, lo que concuerda con el hecho ya señalado de que la única distinción social que haya subsistido es la que se funda sobre la riqueza material. Parece que el poder financiero domina toda política, que la concurrencia comercial ejerce una influencia preponderante sobre las relaciones entre los pueblos; quizás no hay en eso más que una apariencia, y estas cosas son aquí menos causas verdaderas que simples medios de acción; pero la elección de tales medios indica bien el carácter de la época a la que convienen. Por lo demás, nuestros contemporáneos están persuadidos de que las circunstancias económicas son casi los únicos factores de los acontecimientos históricos, y se imaginan incluso que ello ha sido siempre así; en este sentido, se ha llegado hasta inventar una teoría que quiere explicarlo todo por eso exclusivamente, y que ha recibido la denominación significativa de «materialismo histórico». En eso se puede ver el efecto de una de esas sugestiones a las que hacíamos alusión más atrás, sugestiones que actúan tanto mejor cuanto que corresponden a las tendencias de la mentalidad general; y el efecto de esta sugestión es que los medios económicos acaban por determinar realmente casi todo lo que se produce en el dominio social. Sin duda, la masa siempre ha sido conducida de una manera o de otra, y se podría decir que su papel histórico consiste sobre todo en dejarse conducir, porque no representa más que un elemento pasivo, una «materia» en el sentido aristotélico; pero, para conducirla, hoy día basta con disponer de medios puramente materiales, esta vez en el sentido ordinario de la palabra, lo que muestra bien el grado de abatimiento de nuestra época; y, al mismo tiempo, se hace creer a esta masa que no está conducida, que actúa espontáneamente y que se gobierna a sí misma, y el hecho de que lo crea permite entrever hasta dónde puede llegar su ininteligencia.

          Ya que estamos hablando de los factores económicos, aprovecharemos para señalar una ilusión muy extendida sobre este tema, y que consiste en imaginarse que las relaciones establecidas sobre el terreno de los intercambios comerciales pueden servir para un acercamiento y para un entendimiento entre los pueblos, mientras que, en realidad, tienen exactamente el efecto contrario. La materia, ya lo hemos dicho muchas veces, es esencialmente multiplicidad y división, y por tanto fuente de luchas y de conflictos; así, ya sea que se trate de los pueblos o de los individuos, el dominio económico no es y no puede ser más que el dominio de las rivalidades de intereses. En particular, Occidente no tiene que contar con la industria, ni tampoco con la ciencia moderna de la que es inseparable, para encontrar un terreno de entendimiento con Oriente; si los orientales llegan a aceptar esta industria como una necesidad penosa y por lo demás transitoria, ya que, para ellos, no podría ser nada más, eso no será nunca sino como un arma que les permita resistir a la invasión occidental y salvaguardar su propia existencia. Importa que se sepa bien que ello no puede ser de otro modo: los orientales que se resignan a considerar una concurrencia económica frente a Occidente, a pesar de la repugnancia que sienten hacia este género de actividad, no puede hacerlo más que con una única intención, la de desembarazarse de una dominación extranjera que no se apoya más que sobre la fuerza bruta, sobre el poder material que la industria pone precisamente a su disposición; la violencia llama a la violencia, pero se deberá reconocer que no son ciertamente los orientales quienes habrán buscado la lucha sobre este terreno.

          Por lo demás, al margen de la cuestión de las relaciones de Oriente y de Occidente, es fácil constatar que una de las más notables consecuencias del desarrollo industrial es el perfeccionamiento incesante de los ingenios de guerra y el aumento de su poder destructivo en formidables proporciones. Eso sólo debería bastar para aniquilar los delirios «pacifistas» de algunos admiradores del «progreso» moderno; pero los soñadores y los «idealistas» son incorregibles, y su ingenuidad parece no tener límites. El «humanitarismo», que está tan enormemente de moda, ciertamente no merece ser tomado en serio; pero es extraño que se hable tanto del fin de las guerras en una época donde hacen más estragos de los que nunca han hecho, no solo a causa de la multiplicación de los medios de destrucción, sino también porque, en lugar de desarrollarse entre ejércitos poco numerosos y compuestos únicamente de soldados de oficio, arrojan los unos contra los otros a todos los individuos indistintamente, comprendidos ahí los menos calificados para desempeñar una semejante función. Ese es también un ejemplo llamativo de la confusión moderna, y es verdaderamente prodigioso, para quien quiere reflexionar en ello, que se haya llegado a considerar como completamente natural una «leva en masa» o una «movilización general», que la idea de una «nación armada» haya podido imponerse a todos los espíritus, salvo bien raras excepciones. También se puede ver en eso un efecto de la creencia en la fuerza del número únicamente: es conforme al carácter cuantitativo de la civilización moderna poner en movimiento masas enormes de combatientes; y, al mismo tiempo, el «igualitarismo» encuentra su campo en eso, así como en instituciones como las de la «instrucción obligatoria» y del «sufragio universal». Agregamos también que estas guerras generalizadas no se han hecho posibles más que por otro fenómeno específicamente moderno, que es la constitución de las «nacionalidades», consecuencia de la destrucción del régimen feudal, por una parte y, por otra, de la ruptura simultánea de la unidad superior de la «Cristiandad» de la edad media; y, sin entretenernos en consideraciones que nos llevarán demasiado lejos, señalamos también, como circunstancia agravante, el desconocimiento de una autoridad espiritual, única que puede ejercer normalmente un arbitraje eficaz, porque, por su naturaleza misma, está por encima de todos los conflictos de orden político. La negación de la autoridad espiritual, es también materialismo práctico; y aquellos mismos que pretenden reconocer una tal autoridad en principio le niegan de hecho toda influencia real y todo poder de intervenir en el dominio social, exactamente de la misma manera que establecen un tabique estanco entre la religión y las preocupaciones ordinarias de su existencia; ya sea que se trate de la vida pública o de la vida privada, es efectivamente el mismo estado de espíritu el que se afirma en los dos casos.

          Admitiendo que el desarrollo material tenga algunas ventajas, por lo demás desde un punto de vista muy relativo, cuando se consideran consecuencias como las que acabamos de señalar, uno puede preguntarse si esas ventajas no son rebasadas en mucho por los inconvenientes. Ya no hablamos siquiera de todo lo que ha sido sacrificado a este desarrollo exclusivo, y que valía incomparablemente más; no hablamos de los conocimientos superiores olvidados, de la intelectualidad destruida, de la espiritualidad desaparecida; tomamos simplemente la civilización moderna en sí misma, y decimos que, si se pusieran en paralelo las ventajas y los inconvenientes de lo que ella ha producido, el resultado correría mucho riesgo de ser muy negativo. Las invenciones que van multiplicándose actualmente con una rapidez siempre creciente son tanto más peligrosas cuanto que ponen en juego fuerzas cuya verdadera naturaleza es enteramente desconocida por aquellos mismos que las utilizan; y esta ignorancia es la mejor prueba de la nulidad de la ciencia moderna bajo la relación del valor explicativo, y por consiguiente en tanto que conocimiento, incluso limitado al dominio físico únicamente; al mismo tiempo, el hecho de que las aplicaciones prácticas no son impedidas de ninguna manera por eso, muestra que esta ciencia está efectivamente orientada únicamente en un sentido interesado, que es la industria, la cual es la única meta real de todas sus investigaciones. Como el peligro de las invenciones, incluso de aquellas que no están destinadas expresamente a desempeñar un papel funesto para la humanidad, y que por eso no causan menos catástrofes, sin hablar de las perturbaciones insospechadas que provocan en el ambiente terrestre, como este peligro, decimos, no hará sin duda más que aumentar aún en proporciones difíciles de determinar, es permisible pensar, sin demasiada inverosimilitud, así como ya lo indicábamos precedentemente, que es quizás por ahí por donde el mundo moderno llegará a destruirse a sí mismo, si es incapaz de detenerse en esta vía mientras aún haya tiempo de ello.

      Pero, en lo que concierne a las invenciones modernas, no basta hacer las reservas que se imponen en razón de su lado peligroso, y es menester ir más lejos: los pretendidos «beneficios» de lo que se ha convenido llamar el «progreso», y que, en efecto, se podría consentir designarlo así si se pusiera cuidado de especificar bien que no se trata más que de un progreso completamente material, esos «beneficios» tan alabados, ¿no son en gran parte ilusorios? Los hombres de nuestra época pretenden con eso aumentar su «bienestar»; por nuestra parte, pensamos que la meta que se proponen así, incluso si fuera alcanzada realmente, no vale que se consagren a ella tantos esfuerzos; pero, además, nos parece muy contestable que sea alcanzada. Primeramente, sería menester tener en cuenta el hecho de que todos los hombres no tienen los mismos gustos ni las mismas necesidades, que hay quienes a pesar de todo querrían escapar a la agitación moderna, a la locura de la velocidad, y que no pueden hacerlo; ¿se osará sostener que, para esos, sea un «beneficio» imponerles lo que es más contrario a su naturaleza? Se dirá que estos hombres son poco numerosos hoy día, y se creerá estar autorizado por eso a tenerlos como cantidad desdeñable; ahí, como en el dominio político, la mayoría se arroga el derecho de aplastar a las minorías, que, a sus ojos, no tienen evidentemente ninguna razón para existir, puesto que esa existencia misma va contra la manía «igualitaria» de la uniformidad. Pero, si se considera el conjunto de la humanidad en lugar de limitarse al mundo occidental, la cuestión cambia de aspecto: ¿no va a devenir así la mayoría de hace un momento una minoría? Así pues, ya no es el mismo argumento el que se hace valer en este caso, y, por una extraña contradicción, es en el nombre de su «superioridad» como esos «igualitarios» quieren imponer su civilización al resto del mundo, y como llegan a transportar la perturbación a gentes que no les pedían nada; y, como esa «superioridad» no existe más que desde el punto de vista material, es completamente natural que se imponga por los medios más brutales. Por lo demás, que nadie se equivoque al respecto: si el gran público admite de buena fe estos pretextos de «civilización», hay algunos para quienes eso no es más que una simple hipocresía «moralista», una máscara del espíritu de conquista y de los intereses económicos; ¡Pero qué época más singular es ésta donde tantos hombres se dejan persuadir de que se hace la felicidad de un pueblo sometiéndole a servidumbre, arrebatándole lo que tiene de más precioso, es decir, su propia civilización, obligándole a adoptar costumbres e instituciones que están hechas para otra raza, y forzando a los trabajos más penosos para hacerle adquirir cosas que le son de la más perfecta inutilidad! Pues así es: el Occidente moderno no puede tolerar que haya hombres que prefieran trabajar menos y que se contenten con poco para vivir; como sólo cuenta la cantidad, y como lo que no cae bajo los sentidos se tiene por inexistente, se admite que aquel que no se agita y que no produce materialmente no puede ser más que un «perezoso»; sin hablar siquiera a este respecto de las apreciaciones manifestadas corrientemente sobre los pueblos orientales, no hay más que ver cómo se juzgan las órdenes contemplativas, y eso hasta en algunos medios supuestamente religiosos. En un mundo tal, ya no hay ningún lugar para la inteligencia ni para todo lo que es puramente interior, ya que éstas son cosas que no se ven ni se tocan, que no se cuentan ni se pesan; ya no hay lugar más que para la acción exterior bajo todas sus formas, comprendidas las más desprovistas de toda significación. Así pues, no hay que sorprenderse de que la manía anglosajona del «deporte» gane terreno cada día: el ideal de ese mundo es el «animal humano» que ha desarrollado al máximo su fuerza muscular; sus héroes son los atletas, aunque sean brutos; son esos los que suscitan el entusiasmo popular, es por sus hazañas por lo que la muchedumbre se apasiona; un mundo donde se ven tales cosas ha caído verdaderamente muy bajo y parece muy cerca de su fin.

      No obstante, coloquémonos por un instante en el punto de vista de los que ponen su ideal en el «bienestar» material, y que, a este título, se regocijan con todas las mejoras aportadas a la existencia por el «progreso» moderno; ¿están bien seguros de no estar engañados? ¿es verdad que los hombres son más felices hoy día que antaño, porque disponen de medios de comunicación más rápidos o de otras cosas de este género, porque tienen una vida agitada y más complicada? Nos parece que es todo lo contrario: el desequilibrio no puede ser la condición de una verdadera felicidad; por lo demás, cuantas más necesidades tiene un hombre, más riesgo corre de que le falte algo, y por consiguiente de ser desdichado; la civilización moderna apunta a multiplicar las necesidades artificiales, y como ya lo decíamos más atrás, creará siempre más necesidades de las que podrá satisfacer, ya que, una vez que uno se ha comprometido en esa vía, es muy difícil detenerse, y ya no hay siquiera ninguna razón para detenerse en un punto determinado. Los hombres no podían sentir ningún sufrimiento de estar privados de cosas que no existían y en las cuales jamás habían pensado; ahora, al contrario, sufren forzosamente si esas cosas les faltan, puesto que se han habituado a considerarlas como necesarias, y porque, de hecho, han devenido para ellos verdaderamente necesarias. Se esfuerzan así, por todos los medios, en adquirir lo que puede procurarles todas las satisfacciones materiales, las únicas que son capaces de apreciar: no se trata más que de «ganar dinero», porque es eso lo que permite obtener cosas, y cuanto más se tiene, más se quiere tener todavía, porque se descubren sin cesar necesidades nuevas; y esta pasión deviene la única meta de toda su vida. De ahí la concurrencia feroz que algunos «evolucionistas» han elevado a la dignidad de ley científica bajo el nombre de «lucha por la vida», y cuya consecuencia lógica es que los más fuertes, en el sentido más estrechamente material de esta palabra, son los únicos que tienen derecho a la existencia. De ahí también la envidia e incluso el odio de que son objeto quienes poseen la riqueza por parte de aquellos que están desprovistos de ella; ¿cómo podrían, hombres a quienes se ha predicado teorías «igualitarias», no rebelarse al constatar alrededor de ellos la desigualdad bajo la forma que debe serles más sensible, porque es la del orden más grosero? Si la civilización moderna debía hundirse algún día bajo el empuje de los apetitos desordenados que ha hecho nacer en la masa, sería menester estar muy ciego para no ver en ello el justo castigo de su vicio fundamental, o, para hablar sin ninguna fraseología moral, el «contragolpe» de su propia acción en el dominio mismo donde ella se ha ejercido. En el Evangelio se dice: «El que hiere a espada perecerá por la espada»; el que desencadena las fuerzas brutales de la materia perecerá aplastado por esas mismas fuerzas, de las cuales ya no es dueño cuando las ha puesto imprudentemente en movimiento, y a las cuales no puede jactarse de retener indefinidamente en su marcha fatal; fuerzas de la naturaleza o masas humanas, o las unas y las otras todas juntas, poco importa, son siempre las leyes de la materia las que entran en juego y las que quiebran inexorablemente a aquel que ha creído poder dominarlas sin elevarse él mismo por encima de la materia. Y el Evangelio dice también: «Toda casa dividida contra sí misma sucumbirá»; esta palabra también se aplica exactamente al mundo moderno, con su civilización material, que, por su naturaleza misma, no puede más que suscitar por todas partes la lucha y la división. Es muy fácil sacar la conclusión, y no hay necesidad de hacer llamada a otras consideraciones para poder predecir a este mundo, sin temor a equivocarse, un fin trágico, a menos que un cambio radical, que llegue hasta un verdadero cambio de sentido, sobrevenga en breve plazo.
La crisis del mundo moderno,( CAPÍTULO VII Una civilización material)
René Guenon

         

Test sobre la reforma laboral (15M Ávila)

TEST SOBRE LA REFORMA LABORAL, SE TARDA TRES MINUTOS EN LEERLO

¿Conoces la nueva reforma laboral?

Sí, todos sabemos que ahora pueden despedirte con 20 días por año, pero ¿qué sabes del resto de medidas? Te planteo un pequeño test...

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¿Verdadero o falso?
Nueve días de baja pueden llevarte al paro

Verdadero, aunque estén justificadas. Ahora el absentismo del trabajador no depende del absentismo del grupo ni de si la empresa se ha visto afectada por tu ausencia, solo de cuántos días has estado fuera. Un esguince grave o un par de gripes suman fácilmente esos 9 días.
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¿Verdadero o falso?

El despido solo puede producirse si hay pérdidas

Falso. La ley dice queel empresario podrá despedirte "cuando sus ingresos o ventas disminuyan durante tres trimestre consecutivos". Eso no significa que la empresa esté en pérdidas, sino que simplemente, gane menos aunque siga teniendo beneficios. También pueden despedirte si "han previsto” pérdidas, aunque sean temporales.
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¿Verdadero o falso?
La nueva reforma laboral permite que te bajen el sueldo

Verdadero. A partir de ahora, la “cuantía salarial” se incluye entre las condiciones de trabajo que la dirección de la empresa puede modificar de forma unilateral simplemente alegando razones “relacionadas con la competitividad, productividad u organización técnica o del trabajo en la empresa”.
¿Pero aún nos queda el Estatuto de los trabajadores, ¿no?

Pues va a ser que no, porque la nueva reforma lo que hace es modificar el artículo 41 del Estatuto, que dice que cuando existan razones económicas, técnicas, organizativas o de producción se podrán modificar la jornada de trabajo, horarios, turnos,sistema de remuneración y cuantía salarial...
Y recordad, puede ser decisión unilateral delempresario de efectos colectivos, aunque haya convenios en vigor.
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¿Verdadero o falso?
Ahora es el trabajador despedido el que tiene que demostrar que su despido ha sido improcedente

Verdadero. Sí, has leído bien. Todos los despidos se consideran procedentes y si no estás de acuerdo eres tú el que debe ir ante el juez y demostrar que no es cierto. Los salarios de tramitación ahora solo se te abonarán si tras reconocerse la improcedencia eres readmitido, pero no si optas por la indemnización.

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¿Verdadero o falso?

Los ERE deben contar con el permiso de la autoridad administrativa (el ministerio de Empleo o las consejerías de Trabajo)

Falso. Ya no es necesario contar con su visto bueno. Se harán directamente, sin autorización previa de la Administración. Además amplía las causas objetivas para que se puedan acoger a este modelo de despido y acelera la tramitación.

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Seguimos
¿Verdadero o falso?

Las bonificaciones por maternidad se han suprimido.

Verdadero. El Gobierno ha suprimido los incentivos existentes desde 2006 para los contratos por reincorporación de las mujeres tras el permiso por maternidad. Desde esa fecha, los empresarios tenían derecho a un descuento anual de 1.200 euros, 100 euros al mes, durante “los 4 años siguientes a la reincorporacion efectiva de la mujer al trabajo”. Ahora ya no.

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¿Verdadero o falso?

Se puede trabajar y a la vez cobrar el paro.

Verdadero, pero solo en casos concretos. Se ha creado un contrato con deducciones para incentivar que pymes y autónomos puedan contratar jóvenes (hasta 30 años). El joven en cuestión puede seguir cobrando el 25% de la prestación (el paro). Eso sí, el periodo de prueba en este contrato es de un año.


Ah! y aún no se sabe qué pasará con el otro 75% del paro ¿se guarda? ¿se pierde?
Pero no son los únicos que podrán trabajar y cobrar el paro a la vez. El Gobierno quiere que los parados realicen (gratis) trabajos para la comunidad. ¿Y entonces de dónde van a sacar tiempo para buscar trabajo?
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Bueno, pero como en mi sector hay convenio, a mi todo esto no me afecta

Falso. La nueva reforma da la posibilidad a las empresas de ajustar las condiciones laborales de sus trabajadores y saltarse un convenio colectivo en todos sus contenidos (salarios, jornada de trabajo, sistema de rendimiento o cambio de categoría profesional).

Si el trabajador no está conforme podrá optar entre ser despedido con 20 días o reclamar en los juzgados de lo social.

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¿Verdadero o falso?

La reforma condena a los parados sin subsidio a no encontrar trabajo en muchos años

Verdadero. Con la reforma, el empresario que contrate a un parado que esté cobrando el subsidio tendrá derecho a una bonificación del 50% de la cuantía de ese subsidio.

Entonces, ¿Para qué va a contratar a un parado sin subsidio o que cobre los 400 euros?

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¿Verdadero o falso?

Pero yo soy empleado público. A mí no me afecta

Falso. Con la reforma se podrá despedir al personal laboral de las Administraciones Públicas, pagándoles 20 días por año trabajado, con el límite de 12 mensualidades

Para ese despido basta con que haya “insuficiencia presupuestaria” o cambios organizativos (por ejemplo, una externalización del servicio)
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¿Verdadero o falso?
Es que yo no soy laboral. Soy estatutario. A mí no me afecta.

Falso. La reforma permite que se obligue a los parados con subsidio a prestar servicios en las Administraciones Públicas cobrando su desempleo

Eso permitiría despedir a miles de eventuales o interinos y sustituirlos por estos parados

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¿Verdadero o falso?

Pero yo soy estatutario fijo. A mí no me afecta

¿Falso o verdadero? No se sabe.

Legalizar el despido de laborales fijos de Administración abre camino al futuro despido de funcionarios y estatutarios fijos.
¿Imposible? Pregúntale a los griegos (o a los portugueses)

¿Era necesario hacer una reforma laboral?

Parece que sí, según el Gobierno "al ser el riesgo de despido muy reducido, se desincentiva el esfuerzo"
Esto es como decir que los latigazos estimulaban la productividad de los esclavos.


Y todo esto (y mucho más), incluso eso de que si no vemos cerca el despido nos acomodamos y no trabajamos, está recogido en el BOE, por si pensáis que todo esto es un panfleto sensacionalista.

Algunos hablan de la Revolución Francesa y las guillotinas; otros solo de huelgas y manifestaciones. No se cual es la solución, pero como no hagamos algo terminaremos pagando por ir a trabajar...

Ah, y el Gobierno se está planteando revisar el derecho de huelga, así que si vamos a hacerlas, habrá que hacerlas pronto...