Whitall N. Perry: LA REENCARNACIÓN.
HECHOS Y FANTASÍAS
La reencarnación, -tal
como se entiende actualmente en el sentido de un retorno de las almas
individuales a otros cuerpos aquí en la tierra- no es una doctrina india
ortodoxa, sino tan sólo una creencia popular. (A.K. Coomaraswamy, Gradation,
Evolution, and Reincarnation.)
Es curioso observar
que este término de “reencarnación” se ha introducido en las traducciones de
textos orientales solamente a partir de su propagación por el espiritismo y el
teosofismo. (René Guénon, Le Voile d'Isis, 1928,
pp. 389-390.)
“No hay nada nuevo bajo el sol”, y la
reencarnación no es un invento del hombre del siglo diecinueve, ciertamente;
pero lo que hay en él de original es el sesgo peculiar que da a la doctrina.
En un mundo ya embriagado de
copernicanismo y entonces lleno del vértigo producido por el impacto del
darwinismo, la reencarnación surgió como estímulo de las aspiraciones de
ciertas almas, más fuertes en sentimientos que en teología, empeñadas en resolver
los difíciles enigmas de las diferencias hereditarias y las desigualdades
sociales, de modo en cierta forma parecido a cómo la psicología profunda estaba
empezando a emerger con un enfoque intencionalmente clínico de los espinosos y
viejos problemas del pecado y la culpa. Para aquellos que sentían que casi dos
milenios de escatología cristiana herméticamente cerrada equivalían a la
esclavitud, la aparente vindicación de las teorías reencarnacionistas que
llegaban a Occidente a través de traducciones de textos orientales vino como
un aire fresco de esperanza. Pitágoras y Platón de repente se vieron
corroborados por las doctrinas del hinduismo y el budismo, y el “origenismo”
fue entonces cualquier cosa menos anatema.
Hubo quienes pudieron encontrar una
consoladora confianza en la perspectiva de vivir sucesivas vidas en la tierra,
con todas sus concomitancias “kármicas”, mientras que otros obtuvieron una
satisfacción histórica más concreta en la contemplación de sus existencias
anteriores como Ashoka, Alejandro Magno, Catalina de Médicis o Jeremy Bentham.
Tampoco se admitía ya que la tierra fuese el único centro habitable del
Universo: uno podía ascender, a lo largo de la evolución kármica, por una
serie de reencarnaciones hacia formas de vida cada vez más elevadas en esferas
tanto planetarias como imaginarias (según la escuela ocultista o espiritista de
la que se fuera partidario), que culminaban en un cuerpo etéreo o “huevo
áurico” glorificado; inversamente, uno podía también, claro está, descender de
una esfera a otra a estados cada vez más primitivos que terminaban en un
insalubre limbo semiconsciente -el ineluctable desierto de las almas “orientadas
negativamente”.
Hubo quienes encontraron en la renovación
de las formas vitales de su alrededor el consuelo de volver a estar de nuevo
con los viejos amigos y los parientes, por muy cambiadas que estuvieran las
modalidades. Para los de otro credo, todavía, la comunicación con los muertos
(en suspensión astral entre dos encarnaciones) -ahora que tal posibilidad había
sido confirmada y experimentada de manera impresionante- resultó ser una
confortación suficiente, si al menos una vez la ansiedad de las guardias
nocturnas podía ser compensada con un mensaje del más allá.
Sería mejor olvidar tales aberraciones y
extravagancias si no fuera porque este legado ha pasado casi inalterado a
nuestro siglo. “Un número sorprendente de pensadores distinguidos de todos los
períodos de la historia han defendido la idea de las existencias repetidas en
la tierra, o bien la han considerado favorablemente de vez en cuando”, dice el
Prefacio de una obra reciente y abundantemente documentada sobre el tema (1). Y
un etnólogo, J.H. Hutton, nos dice en la Encyclopaedia Britannica (14.ª
edición) que el alma, en las tradiciones germánicas, sale por la boca en forma
de serpiente, comadreja o ratón, y, en la India, de insecto. Para los bakongs
de Borneo, sus muertos se reencarnan como osos panda, mientras que algunas
tribus de Assam creen que las avispas y avispones son almas de los muertos, o
que los cantores pueden convertirse en cigarras pero los demás tienen que
volverse escarabajos. De creer a la misma autoridad, los akikuyus del África
oriental se imaginan que las almas de los difuntos viven en los ficus, mientras
que los nagas konyak de Assam están convencidos de que las almas pueden
encontrarse en arquillas fálicas que contienen cráneos humanos. Cuando el
mismo etnólogo nos dice que las almas de Tristán e Isolda se reencarnaron en
forma de árboles entrelazados sobre sus tumbas, creemos también que Shakespeare
pretendía que las estatuas erigidas en memoria de Romeo y Julieta fueran
reencarnaciones de estos famosos amantes. Se trata siempre del mismo clásico
error: el de confundir la realidad con el símbolo o, mejor, de la completa
ignorancia del hecho de que existe siquiera un lenguaje de símbolos, basado en
correspondencias que se encuentran en todo el Universo. Un monje tibetano
puede identificar justificadamente una hermosa carpa dorada con un lama recién
fallecido: el pez puede, en efecto, sugerir alguna cualidad del lama o indicar
un estado paradisíaco que se ha alcanzado. Y ningún indio americano
confundiría nunca un animal o planta con su “secreto” -el mensaje que
transmite para los que pueden entender este lenguaje.
Sería inoportuno recapitular aquí en
detalle el tema estudiado a fondo por René Guénon en L'Erreur Spirite y en
otros lugares. Tal y como él explica, la longevidad, la re-incorporación, la
transmigración, la palingenesia, la metempsicosis y otros fenómenos (incluido
el lado más siniestro relacionado con los residuos psíquicos y la posesión) han
llegado a confundirse, por falta de definiciones y comprensión adecuadas, con
lo que se llama reencarnación. Y un tratamiento verdaderamente exhaustivo del
tema tendría que empezar con un estudio sobre la naturaleza del alma misma, tan
poco conocida por el hombre contemporáneo (2).
En resumen, la hipótesis
reencarnacionista surge de la incomprensión de las doctrinas de la
transmigración (el paso del ser a otros estados de existencia) y la
metempsicosis (la transferencia de elementos psíquicos de un ser a otro), y se
basa ella misma en un doble error: 1º, que puede haber una continuidad del ego
individual si abandona la condición humana y transmigra a través de sucesivos
estados de existencia (3); 2º, que un ser (jîvâtmâ bhûtâtmâ) puede
repetir un determinado estado. Ambas actitudes implican una escisión en la
unidad de la Naturaleza Divina, mientras que la doctrina de los estados
múltiples del ser presupone como corolario la unicidad del Principio Supremo:
“Dios es a la vez Uno y todas las cosas”, dice Hermes; “no es que el Uno sea
dos, sino que estos dos son uno; pues el todo que está hecho de todas las cosas
es uno”. Mientras que la multiplicidad de nacimientos es el sino del sí pasible
y engañado (bhûtâtmâ, que no es el Fulano-de-tal
individual, salvo con referencia a una vida sola), el conocimiento de los
nacimientos sólo es predicado del Sí: “Él (Agni) conoce todos lo nacimientos”
(Rig Veda); “Oh Arjuna, tanto tú como yo hemos pasado por
muchos nacimientos. Yo los conozco todos, pero tú no los conoces, oh Parantapa”
(Bhagavad Gîtâ); -”El hombre nace una vez, yo he nacido muchas veces” (Dîvânî
Shamsi Tabrîz); -”Ningún hombre ha ascendido al cielo más que el que
descendió del cielo” (S. Juan); -”Hay todavía un sólo
nacimiento, por muy a menudo que el alma renazca en Dios, como el Padre
engendra su Hijo unigénito” (Eckhart). Es precisamente esta Persona engendrada
una vez quien puede ser omniprogenitora, luego omnipresente, y, así,
necesariamente omnisciente y, por tanto, capaz de “recordar” sus nacimientos
anteriores: ''Si hubiera realmente “otros”, o cualquier discontinuidad dentro
de la unidad, cada “otro” o “parte” no sería omnipresente con respecto al resto,
y el concepto de omnisciencia seria inconcebible” (Coomaraswamy: On the One
and Only Transmigrant).
Para comprender la imposibilidad
metafísica de que un ser (bhûtâtmâ) pase dos veces por el mismo
estado, se puede seguir la demostración de René Guénon (en L 'Erreur
Spirite, II, vi) y considerar los estados múltiples del ser en su
simultaneidad como otras tantas modalidades del Sí en el que la sucesión es
lógica o causal en vez de “cronológica” (la condición temporal, por lo demás,
lo mismo que la espacial, es una particularidad de nuestro estado). El ser en
cuestión se ve entonces “fragmentado” por un número indefinido de
determinaciones, cada una de las cuales comprende un conjunto de condiciones
que esencialmente componen un único estado, de modo en cierta forma
semejante a como puede decirse de un ser humano que contiene todas las
posibilidades de su vida -y por extensión al estado terrenal,
“embrionariamente”, incluso antes del nacimiento. Afirmar que el ser puede
pasar dos veces por el mismo estado equivale, pues, a decir que puede ser
determinado dos veces por la misma determinación -contradicción manifiesta-. En
palabras de Guénon: “Dos posibilidades idénticas sólo serían una única y misma
posibilidad; para que realmente fueran dos, tendrían que diferir en al menos
una condición, y entonces no serían idénticas” (op. cit., p. 213).
Cuando se habla de posibilidades idénticas, lo que importa no es el “accidente”
de un nacimiento particular en un momento particular dentro de un mundo
determinado, sino que son las condiciones esenciales, que determinan
íntegramente a ese estado en su totalidad como tal, las que cuentan como
formadoras de un conjunto único. Sólo dentro de las porciones finitas de
cualquier estado o “conjunto” puede haber lo que llamamos “repetición”, pues
lo Infinito (que está necesariamente en el centro de cada estado en su
arquetipo increado) por definición excluye toda repetición. Cada estado, de
hecho, puede considerarse resumido en un arquetipo estático cuyas posibilidades
son agotadas para el ser que “deviene” este arquetipo, aun de modo periférico o
fragmentario. Como lo expresa Heráclito: “No puedes sumergir tus pies dos
veces en el mismo río, pues otras aguas están siempre fluyendo”. Y un signo
para nosotros, en esta vida misma, lo constituye la absoluta irreversibilidad
del tiempo.
Pero supongamos ahora que dejamos a un
lado por un momento esta exposición metafísica y aceptamos la posibilidad de
existencias repetidas en la tierra: esto todavía nos enfrenta con una enseñanza
que se encuentra en todas las tradiciones y que hace parecer bastante
académica a toda la cuestión de la reencarnación. Esta enseñanza es la de que
de todas las posibilidades de existencia sin excepción que se han manifestado
en el transcurso de un ciclo cósmico deben ser recapituladas en la consumación
de este ciclo en una discriminación, cómputo o Día del Juicio final en la que
la intención y destino últimos de cada ser creado quedan fijados para toda la
eternidad (4), al menos según nuestros criterios de “duración”.
Todos los seres humanos (pues esto es lo
que nos interesa aquí) que han logrado la salvación, son por ello absueltos de
la participación ulterior en la “Corriente de las Formas”, y no habría ningún
motivo para que un ser rechazara la ilimitación de un estado supraformal a
cambio del encarcelamiento en un estado de individuación (la cuestión de los
Bodhisattvas y Avatâras no entra en este contexto). ¿Quién, pues, se
reencarnaría? No lo harían las almas del Purgatorio, porque su salvación final
está asegurada, y toda prueba, cualquiera que sea, termina cuando tiene lugar
el juicio general. Tampoco las almas de los condenados, puesto que las salidas
del infierno están selladas, por cualquier término de duración que podamos
medir.
Queda, pues, una categoría de personas ni
bastante reales para ser “salvadas” ni bastante malvadas para ser “condenadas”;
y se puede considerar la posibilidad de un estado de “limbo” en el que
permanecen hasta la culminación del ciclo, momento en que son liberados o bien
rechazados al samsâra (5): “Porque eres tibio, ni frío ni
caliente, te arrojaré de mi boca”. En cualquier caso, no hay ninguna
posibilidad de que obtengan un segundo nacimiento dentro del mismo ciclo o
dentro de otro estado de existencia antes que el presente ciclo se complete y
se rindan todas las cuentas en el Balance o equilibrio final (6). El Qur'an es
inflexible en este punto: “Cuando viene la muerte a uno de ellos, dice: ¡Señor!
¡Hazme volver, para que pueda hacer el bien que dejé de hacer! ¡No! No son sino
meras palabras; y detrás de ellos hay una barrera (barzakh) hasta
el Día en que sean resucitados”. Y cuando llegue este Día de la Justicia, todo
lo que tenga que ver con la reencarnación habrá perdido su urgencia, por decir
lo menos: “Cuando se toque la trompeta no valdrá ningún parentesco, ni se
preguntarán unos a otros” (Surah XXIII, 99-101).
La teología cristiana es igualmente
inexorable: renacer en otros cuerpos, evitando así el Juicio, sería expiar
pecados de los que uno no tiene conocimiento. “Además, no hay razón ninguna
para creer que haya una nueva prueba después de la muerte. Pues en este caso,
el hombre, que ahora es impulsado a la virtud por la incertidumbre de la
muerte y la certeza de la retribución eterna, sería tentado, por la perspectiva
de una nueva prueba, a ceder a sus pasiones en la vida presente y aplazar su
conversión y el servicio a Dios para después de la muerte... Por eso Cristo
nos exhorta a trabajar mientras es de día, antes de que “llegue la noche (de la
muerte), en la que nadie puede trabajar” (7) (W. Wilmers, S.J.: Handbook
of the Christian Religion, N.Y., 1981, Sec. 210).
Volviendo ahora al destino de aquellos
que son arrojados al samsâra (esa es la palabra: la pérdida del estado
humano central es lo que Guénon llama “una posibilidad terrible”), las tradiciones
“reencarnacionistas” enseñan que tales seres pueden pasar por eones de
existencias periféricas antes que la bendición de un nacimiento central les
caiga en suerte otra vez (8). Pero si concedemos, para los efectos de nuestro
argumento, que finalmente se alcanza un nacimiento central, y se alcanza en
algún ciclo subsiguiente de la humanidad terrestre, en algún futuro manvantara
o incluso en un ulterior kalpa anterior al mahâ-pralaya, aun
concediendo todo esto, todavía parece razonablemente remota la posibilidad de
que este nacimiento coincida con ese momento trivial de todo el ciclo en el que
las cuestiones acerca de la reencarnación adquieren alguna importancia.
Hay que hacer hincapié, para terminar, en
que, para un oriental, esta “creencia popular” en la reencarnación se vuelve
virtualmente inocua por su herencia tradicional, que le lleva a intuir lo
esencial sin enredarse en definiciones. Sin embargo, el occidental, cuya
educación monoteísta le ha resguardado de estas perspectivas, es vulnerable
cuando se ve expuesto a ellas, y, con sus facultades criticas y su imaginación
pasional, es propenso a desviarías en direcciones tortuosas que pueden
ridiculizar aparentemente la teología y las doctrinas tradicionales relativas a
los estados póstumos del ser.
“No hay ninguna esencia particular que se
reencarne”, dice el Milinda Pañha; y esto basta para recordar, como se
afirma en el Satapatha Brâhmana, que los muertos han partido “de una vez
por todas”.
NOTAS:
(1) Reincarnation:
an East-West Anthology, compilada y editada por Joseph Head y S. L.
Cranston, the Julian Press Inc., Nueva York, 1961.
(2) El
hecho de que se pueda preguntar, aunque sea medio en broma, si las computadoras
electrónicas podrán superar algún día a la inteligencia humana demuestra como
mínimo que la gente ya no sabe siquiera lo que es la consciencia.
(3) “No
es necesario decir que el pensador budista rechaza la idea de un paso del ego
de una encarnación a otra” (Dr. B. C. Law, citado por Coomaraswamy en Gradation);
“Los Brâhmanas no saben nada de semejante doctrina” (Coomaraswamy: On
the One and Only Transmigrant). “Los budistas condenan la creencia de que
el “yo” descansa en una base real o permanente cualquiera. Para ellos, el llamado
individuo es un haz de actividades, que se juntan y se disuelven y pasan a ser
otras actividades. No contradicen, por supuesto, el hecho obvio de algún tipo
de existencia casi individual dentro del mundo fenoménico de la Rueda. Esto
seria absurdo. Pero niegan su realidad, diciendo que una vez que sus
componentes se han disociado, la individualidad también deja de ser, puesto que
ninguno de estos componentes tienen derecho a actuar como núcleo de ella o a
seguir llevando su nombre” (Marco Pallis: Peaks and Lamas, p. 159).
(4). Cf.
Guénon: El Reino de la Cantidad, cap. XXIV (Trad. esp.: Ed. Ayuso,
Madrid, 1976).
(5) Limbus
significa “margen” o “borde”, lo que asocia la idea etimológicamente con
los estados de existencia periféricos.
(6)
Lucano, en la Farsalia, cita una enseñanza de los druidas según la cual,
“la muerte es el centro, no el final, de una larga vida”.
(7)
San Juan, IX, 4.
(8) Se
utiliza la imagen de una tortuga sumergida en el mar a la que se permite salir
a la superficie una vez cada cien años. En el océano flota una tabla con un
agujero. Cuando la tortuga y la tabla sean situadas por las corrientes del
destino en una posición tal que la tortuga consiga introducir el cuello en el
agujero, entonces se obtendrá un nacimiento central.
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