sábado, 29 de junio de 2013

Maestro Eckhart. Sermon LII (La pobreza)


SERMÓN LII[1]

 

 

Beati pauperes spiritu, quoniam ipsorum est regnum caelorum.

 

La bienaventuranza abrió su boca de sabiduría y dijo: «Bienaventurados son los pobres en espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos» (Mateo 5, 3).

Todos los ángeles y todos los santos y todo cuanto ha nacido jamás, deben callarse cuando habla esta Sabiduría del Padre; porque toda la sabiduría de los ángeles y de todas las criaturas es pura necedad ante la Sabiduría sin fondo de Dios. Esta ha dicho que los pobres son bienaventurados.

Ahora bien, hay dos clases de pobreza: una es una pobreza exterior y ésta es buena y muy elogiable en la persona que carga con ella voluntariamente, por amor de Nuestro Señor Jesucristo, porque Él mismo la soportó en esta tierra. De esta pobreza no quiero decir más. Pero existe otra pobreza, una pobreza interior respecto a la cual hay que entender la palabra de Nuestro Señor cuando dice: «Bienaventurados son los pobres en espíritu».

Ahora os ruego que seáis igualmente [pobres] para [poder] comprender estas palabras; porque os digo por la verdad eterna: Si no os asemejáis a esta verdad, de la cual hablaremos ahora, no podréis comprenderme.

Algunas personas me han preguntado qué es la pobreza en sí misma y qué es un hombre pobre. Daremos, pues, la respuesta.

Dice el obispo Alberto[2] que un hombre pobre es aquel que no se contenta con todas las cosas creadas jamás por Dios… y está bien dicho. Mas nosotros lo diremos mejor aún, concibiendo la pobreza en un sentido más elevado: un hombre pobre es aquel que no quiere nada y no sabe nada y no tiene nada. De estos tres puntos hablaremos ahora y os ruego por el amor de Dios que comprendáis esta verdad, si es que podéis [hacerlo]; y si no la comprendéis, no os preocupéis, porque hablaré de una verdad tal que sólo unas pocas personas buenas habrán de comprenderla.

En primer lugar diremos que un hombre pobre es aquel que no quiere nada. Alguna gente no entiende adecuadamente el sentido de ello. Son esas personas que se empecinan en conservar su propio yo en sus penitencias y ejercicios exteriores que esas personas consideran gran cosa. ¡Que Dios se apiade del escaso conocimiento de la verdad divina en esas personas! A esos hombres se los llama santos a causa de las apariencias; pero, en su fuero íntimo son asnos porque no captan el carácter simbólico de la verdad divina. Esas personas dicen [también] que un hombre pobre es aquel que no quiere nada. Lo interpretan de la siguiente manera: [dicen] que el hombre ha de vivir de modo tal que no cumpla nunca, en ningún caso, su voluntad. Más aún: que aspire a cumplir la queridísima voluntad de Dios. Esos hombres están bien encaminados porque su intención es buena, por eso hemos de elogiarlos. ¡Que Dios en su misericordia les dé el reino de los cielos! Mas yo digo, por la verdad divina, que esos hombres no son pobres ni se parecen a [los] pobres. Son considerados grandes en la opinión de aquellas personas que no conocen nada mejor. Mas yo digo que son asnos que nada entienden de la verdad divina. Puede ser que ellos, gracias a su buena intención, lleguen al reino de los cielos; pero de la pobreza de que hablaremos ahora, ellos no saben nada.

Si alguien me pregunta, pues, qué es un hombre pobre que no quiere nada, le contesto y digo así: Mientras el hombre todavía posee la voluntad de querer cumplir la queridísima voluntad de Dios, semejante hombre no tiene la pobreza de la cual queremos hablar, pues todavía tiene una voluntad con la que quiere satisfacer la voluntad de Dios, y esto no es pobreza genuina. Pues, si el hombre de veras ha de poseer [la] pobreza, debe estar tan libre de su voluntad creada como lo era antes de ser. Porque os digo por la eterna verdad: Mientras tenéis la voluntad de cumplir la voluntad de Dios y deseáis [llegar] a la eternidad y a Dios, no sois pobres; pues un hombre pobre es [sólo] aquel que no quiere nada ni apetece nada.

Cuando yo me hallaba aún en mi causa primigenia, no tenía Dios alguno y era la causa de mí mismo; no quería nada ni apetecía nada porque era un ser libre y un conocedor de mí mismo en el gozo de la verdad. Entonces me quería a mí mismo sin querer otra cosa; lo que yo quería lo era, y lo que era lo quería, y entonces me mantenía libre de Dios y de todas las cosas. Mas cuando, por libre decisión, salí y recibí mi ser de criatura, entonces tuve un Dios; porque antes de que fueran las criaturas, Dios [aún] no era «Dios»; mas, era lo que era. Pero, cuando las criaturas llegaron a ser, recibiendo su ser creado, Dios no era «Dios» en sí mismo, sino que era «Dios» en las criaturas[3].

Ahora diremos que Dios en cuanto es «Dios», no es la meta perfecta de la criatura. Porque tan elevado rango de ser lo ocupa [también] la criatura más humilde en Dios. Y si sucediera que una mosca tuviese entendimiento y buscase racionalmente el abismo eterno del ser divino, del cual ha provenido, diríamos que Dios, por más que fuera «Dios», no podría satisfacer ni contentar a esa mosca. Por eso le pedimos a Dios que nos despojemos de «Dios» y aprehendamos la Verdad, gozándola eternamente allá donde los ángeles supremos y la mosca y el alma son iguales, allá donde yo estaba y quería [ser] lo que era y era lo que quería [ser]. Por ende decimos: Si el hombre ha de ser pobre en voluntad, debe querer y apetecer tan poco como quería y apetecía cuando no era. Y de esta manera es pobre el hombre que no quiere.

Por otra parte es un hombre pobre el que no sabe. En alguna oportunidad dijimos que el hombre debía vivir de tal modo que no vivía ni para sí mismo ni para la verdad ni para Dios. Mas ahora decimos otra cosa, agregando que el hombre, que ha de poseer esta pobreza, debe vivir de modo tal que ni siquiera sepa que no vive ni para sí mismo ni para la verdad ni para Dios; antes bien ha de estar tan despojado de todo saber que no sabe ni conoce ni siente que Dios vive en él; más aún: debe estar vacío de todo conocimiento que en él tenga vida. Pues, cuando el hombre se mantenía [aún] en el eterno ser divino, no vivía en él ninguna otra cosa: antes bien, lo que vivía, era él mismo. Por lo tanto decimos que el hombre ha de mantenerse tan libre de su propio saber, como [lo] hacía cuando no era, y que deje obrar a Dios lo que Él quiera, y que el hombre se mantenga libre.

Todo cuanto ha procedido alguna vez de Dios, está orientado hacia un obrar puro. Mas la obra propia del hombre consiste en el amar y conocer. Ahora surge la pregunta de cuál es la cosa en que reside antes que nada la bienaventuranza. Varios maestros dijeron que reside en el conocer, algunos dicen que reside en el amar; otros afirman que reside en el conocer y en el amar, y éstos ya aciertan más. Pero nosotros decimos que no reside ni en el conocer ni en el amar; más aún: hay algo en el alma de lo cual fluyen el conocer y el amar; ello mismo no conoce ni ama como lo hacen las potencias del alma. Quien llega a conocer este [algo] conoce en qué reside [la] bienaventuranza. Este [algo] no tiene ni antes ni después y no está a la espera de ninguna cosa adicional porque no puede ni ganar ni perder. Por eso se halla privado también del saber de que Dios obra en él; antes bien: es lo mismo que disfruta de sí mismo a la manera de Dios. Decimos, pues, que el hombre debe mantenerse despojado y libre de modo que ni sepa ni conozca que Dios opera en él: de tal modo el hombre puede poseer [la] pobreza. Dicen los maestros que Dios es un ser y un ser racional y conoce todas las cosas. Mas nosotros decimos: Dios no es ni ser ni racional ni conoce esto o aquello. Por eso, Dios es libre de todas las cosas y por eso es todas las cosas. Quien ha de ser, pues, pobre en espíritu, debe ser pobre en cuanto a todo su saber propio, de modo que no sepa nada de nada, ni de Dios ni de la criatura ni de sí mismo. Por eso hace falta que el hombre aspire a no poder saber ni conocer nada de las obras divinas. De tal manera, el hombre puede ser pobre con respecto a su propio saber.

En tercer lugar es un hombre pobre aquel que no tiene nada. Muchas personas han dicho que es perfección no poseer nada de las cosas materiales de esta tierra, y esto es verdad en cierto sentido: cuando uno lo hace a propósito. Mas éste no es el sentido al cual me refiero yo.

Dije antes que un hombre pobre es aquel que no quiere cumplir la voluntad de Dios, más aún: que el hombre viva, hallándose tan despojado de su propia voluntad y de la voluntad de Dios, como estaba cuando no era [todavía]. De esta clase de pobreza decimos que es la pobreza más insigne… En segundo término dijimos que es un hombre pobre quien nada sabe del obrar de Dios en su fuero íntimo. Cuando uno se mantiene tan libre del saber y conocer, como Dios se mantiene libre de todas las cosas, ésta es la pobreza más pura… Mas la tercera, de la cual hablaremos ahora, es la pobreza extrema: es aquella en la cual el hombre no tiene nada.

¡Ahora prestad atención con empeño y seriedad! He dicho a menudo —y también hay grandes maestros que lo dicen— que el hombre debe estar tan libre de todas las cosas y de todas las obras, tanto interiores como exteriores, que pueda ser un lugar apropiado para Dios, en cuyo interior Dios puede obrar. Mas ahora diremos otra cosa. Si sucede que el hombre se mantenga libre de todas las criaturas y de Dios y de sí mismo, pero si todavía es propenso a que Dios encuentre un lugar para obrar en él, entonces decimos: Mientras las cosas andan así con este hombre, él no es pobre con extrema pobreza. Porque para sus obras Dios no se empeña en que el hombre tenga en sí mismo un lugar donde Dios pueda obrar; pues es ésta la pobreza en espíritu: que [el hombre] se mantenga tan libre de Dios y de todas sus obras que Dios, si quiere obrar en el alma, sea Él mismo el lugar en el cual quiere obrar… y esto lo hace gustosamente. Pues, cuando encuentra así de pobre al hombre, Dios está operando su propia obra y el hombre tolera en su fuero íntimo a Dios, y Dios constituye un lugar propio para sus obras gracias al hecho de que Él es un Hacedor en sí mismo. Allí, en esa pobreza, obtiene el hombre [otra vez] el ser eterno que él fue y que es ahora y que ha de ser eternamente.

Hay una palabra de San Pablo donde dice: «Por la gracia de Dios soy todo lo que soy» (1 Cor. 15,10). Mas ahora parece que este [mi] discurso [se mantiene] por encima de [la] gracia y por encima del ser y por encima del entendimiento y por encima de [la] voluntad y por encima de todo apetito… ¿cómo puede ser verdad, entonces, la palabra de San Pablo? A lo cual se contesta que las palabras de San Pablo son verdad: hacía falta que la gracia de Dios morara en él; porque la gracia de Dios obró en él de manera que la accidentalidad fuera consumada en la esencialidad. Cuando la gracia terminó, luego de haber hecho su obra, Pablo seguía siendo lo que era[4].

Decimos, entonces, que el hombre debe ser tan pobre que no constituya ni posea ningún lugar en cuyo interior pueda obrar Dios. Donde el hombre conserva [en sí] un lugar, ahí conserva [una] diferencia. Por eso ruego a Dios que me libre de «Dios», porque mi ser esencial está por encima de Dios, en cuanto entendemos a Dios como origen de las criaturas. Pues, en aquel ser de Dios donde Dios está por encima del ser y de la diferencia, ahí estuve yo mismo, ahí quise que fuera yo mismo y conocí mi propia voluntad de crear a este hombre [= a mí]. Por eso soy la causa de mí mismo en cuanto a mi ser que es eterno, y no en cuanto a mi devenir que es temporal. Y por eso soy un no-nacido y según mi carácter de no-nacido, no podré morir jamás. Según mi carácter de no-nacido he sido eternamente y soy ahora y habré de ser eternamente. Lo que soy según mi carácter de nacido, habrá de morir y ser aniquilado, porque es mortal; por eso tiene que perecer con el tiempo. [Junto] con mi nacimiento [eterno] nacieron todas las cosas y yo fui causa de mí mismo y de todas las cosas; y si lo hubiera querido no existiría yo ni existirían todas las cosas; y si yo no existiera no existiría «Dios». Yo soy la causa de que Dios es «Dios»; si yo no existiera, Dios no sería «Dios»[5]. [Mas] no hace falta saberlo.

Dice un gran maestro que su traspasar es más noble que su emanar[6], y es cierto. Cuando emané de Dios, todas las cosas dijeron: Dios es; mas esto no me puede hacer bienaventurado porque ahí me llego a conocer como criatura. Pero en el traspaso donde estoy libre de mi propia voluntad y de la voluntad de Dios y de todas sus obras y del propio Dios, ahí me hallo por encima de todas las criaturas y no soy ni «Dios» ni criatura, antes bien, soy lo que era y lo que debo seguir siendo ahora y por siempre jamás. Ahí siento un impulso[7] hacia arriba que me ha de llevar por encima de todos los ángeles. En este impulso se me da una riqueza tal que no me puede satisfacer Dios, con todo cuanto es como «Dios» y con todas sus obras divinas; porque en este traspaso obtengo que Dios y yo seamos una sola cosa. Allá soy lo que era y allá no sufro mengua ni crecimiento, ya que soy una causa inmóvil que mueve todas las cosas. Allá, Dios no halla lugar alguno en el hombre porque el hombre consigue con esta pobreza lo que ha sido eternamente y seguirá siendo por siempre jamás. Allá, Dios es uno con el Espíritu, y ésta es la pobreza extrema que se pueda hallar.

Quien no comprende este discurso, no debe afligirse en su corazón. Pues, mientras el hombre no se asemeje a esta verdad, no habrá de comprender este discurso; porque se trata de una verdad no velada que ha surgido inmediatamente del corazón de Dios.

Que Dios nos ayude a vivir de modo tal que hagamos esa experiencia por siempre jamás. Amén.

 


Notas


[1] En un encabezamiento se lee: «De la pobreza suma». El texto bíblico corresponde al Evangelio de la Fiesta de todos los Santos (1° de noviembre).
[2] Albertus Magnus, En. in Evang. Matth. 5, 3.
[3] Véase la explicación de Quint (t. II p. 509 n. 22) según la cual lo expresado por Eckhart «se refiere a la existencia pre-natal del hombre como idea en el actus purus del divino fondo existencial, en el que la idea del individuo es consubstancial con la divinidad, y donde, en consecuencia, “yo” tampoco tenía ni conocía a un “Dios”».
[4] Dice Quint (t. II p. 514 n. 51): «El sentido de todo el pasaje sólo puede ser el siguiente: En Pablo la gracia en absoluto era superflua. Su finalidad y efecto consistían en reprimir la accidentalidad, es decir, todo cuanto en Pablo no era esencial y que como accidente terrestre encubría su ser verdadero, liberando así la esencia pura de Pablo. Se entiende que el predicador luego puede decir: y cuando la gracia había hecho su obra, Pablo seguía siendo el que era, pues lo que es Pablo de acuerdo con su esencia pura, lo era tanto antes como después. sólo que esa esencia pura antes estaba encubierta, ensuciada por la accidentalidad».
[5] Para todo este pasaje véase lo dicho en la «Introducción».
[6] No se ha podido establecer de quién se trata… Con «ûzvliezen» = «emanar» se piensa en el nacimiento del hombre en la temporalidad, con «durchbrechen» = «traspasar» en el retorno del alma hacia Dios.
[7] Literalmente se dice: «îndruk» = «impresión».

jueves, 27 de junio de 2013

Jerarquía tradicional y humanismo moderno


EL PRESENTE ARTÍCULO SE PUBLICÓ EN MARZO DE 1930 EN "LA TORRE". SU TEMÁTICA NOS REMITE A LOS PRIMEROS DESARROLLOS DE "REVUELTA CONTRA EL MUNDO MODERNO".

 

Julius Evola: "JERARQUÍA TRADICIONAL Y HUMANISMO MODERNO"

 

Para comprender el espíritu "tradicional" y lo que el mundo moderno ha construido para negarlo es preciso hacer referencia a una enseñanza fundamental, la de las dos naturalezas. De la misma forma que hay un orden físico y un orden metafísico, existe la naturaleza mortal y la de los inmortales, la razón superior del "ser" y la inferior del "devenir". En todas partes donde hubo "tradición" verdadera, sea en Oriente o en Occidente, bajo una forma u otra, esta enseñanza existió siempre. No es sólo la oposición de dos conceptos; es la de dos experiencias, la de dos modalidades del ser. Lo que hoy es difícil comprender es que por "realidad" se conozca algo que vaya más allá de estas ideas. En nuestros días, realidad y mundo de los cuerpos no son más que una sola cosa.

Lo que es "físico", opuesto a lo metafísico, lo que deviene y es mortal, opuesto a lo que es estable e incorruptible, no comprendía tradicionalmente este mundo, sino,  más generalmente, todo lo que es "humano". Como el cuerpo y los sentidos -generadores de la imagen material del mundo- las diferentes facultades mentales, sentimentales y volitivas del hombre eran consideradas como partes integrantes de la "naturaleza" y, como ella, privadas de ser en sí, sujetas al nacimiento y a la muerte, a un destino de corta duración y de mutación. Pertenecían a lo "otro" en relación a la espiritualidad verdadera, al estado "metafísico" del ser y de la conciencia. Por definición, el orden de "lo que es" no tenía nunca ningún contacto con los estados y las condiciones humanas.

Por otra parte, "ser" y "devenir" no tenían el valor, como hoy, de conceptos pensados, es   decir, exteriorizados, sino de significados íntimos de la conciencia. Así, nos encontramos en la tradición hindú con que el SAMSARA, que domina la vida contingente y la maneja, denuncia por su raíz un aspecto de deseo, de fiebre, de unificación irracional. El Helenismo, así mismo, personificó a la naturaleza inferior por una "privación" eterna que aspiraba a una plenitud que no poseía. Plotino habla de la naturaleza  de lo que fluye y discurre indefinidamente, no poseyendo en sí la vida ni el bien, a la búsqueda de otra cosa, portadora de una debilidad que prohibe la posesión y la realización perfectas. En estas tradiciones, la "materia" y el "devenir" eran identificadas con el principio del caos, del desorden y de la necesidad, con lo que es impotente para realizar su propia ley y poseer su propia forma en la naturaleza: ADHARMA y APEIRON. En cuanto al devenir exterior, no era considerado más que como una alegoría, cuyo sentido dependía de esta condición interior.

Por el contrario, pertenecerse, no fluir más, tener y dominar en sí el principio de su propia vida -ya no más disipado y caduco,  ni errante aquí y allí a la búsqueda de lo que podría complementarlo, ni roto por la necesidad y el deseo irracional de lo exterior y de lo diverso-, todo esto bosquejaba el estado del "Ser", el mundo de lo que, en la conciencia, ya no es físico, ni fluye en la contingencia temporal. Y los dioses y los símbolos uránicos eran las representaciones de estos estados de conciencia liberada y reintegrada.

Tales son las "dos naturalezas": fue concebido un nacimiento según una y según la otra, el paso de un nacimiento al otro fue igualmente enseñado: "UN HOMBRE  ES UN DIOS MORTAL, Y UN DIOS ES UN HOMBRE INMORTAL", o también: "UNO ES EL TRONCO DE LOS DIOSES Y OTRO EL DE  LOS HOMBRES, Y AMBOS VIENEN DE LA MISMA MADRE.

El mundo premoderno conoció estos dos grandes polos de ser y las vías de realización que conducían de  uno a otro. Por encima de este mundo, conoció el "supramundo", el HIPERCOSMOS; uno "caída", el otro liberación. Conoció que la realidad material, tangible, es inicialmente correlación de un estado de necesidad, de embriaguez, de sed del espíritu, y en sus estructuras reconoció una aproximación simbólica de la realidad verdadera y espiritual. Conoció que nadie posee tan perfectamente la vida como aquel que rechaza la vida, alterada por el deseo y el jnstinto, y teje la no-vida. Conoció la acción del tránsito: la ACCION y la CONTEMPLACION; y el gran apoyo: la TRADICION y la LEY.

En el mundo premoderno, la iniciación tenía el valor de tránsito de una condición a otra, a título de acontecimiento excepcional. Implicaba una transformación esencial, efectiva, positiva, podríamos casi decir orgánica, de una manera de ser a otra. A través de la iniciación algunos hombres escapaban a una naturaleza y conquistaban la otra, cesando así de ser hombres. Su acceso a la otra condición de existencia constituía, en el orden de esta última, inmaterial pero no por ello irreal, un acontecimiento rigurosamente equivalente al engendramiento y al nacimiento físico. Re-nacían pues, eran re-generados. Habiendo encontrado "el recuerdo" y extinguido la sed, finalmente libres, adquirían otra conciencia, pertenecían interiormente a otro mundo y participaban de la "naturaleza intelectual sin sueño".

En este "renacimiento" no había nada de "místico" en  el sentido moderno, ni "moral" o "religioso": no se trataba de una teoría, sino de una realidad, de un hecho, incomprensible para aquel que no hubiera sufrido la misma experiencia. Su naturaleza no se revela ciertamente en las larvas "espiritualistas" de hoy, sino a través de lo que se ha conservado en las formas premodernas de cultura superior en los pueblos primitivos: "EN ELLOS -escribe Macchioro- LA PALINGENESIA NO ES UNA ALEGORÍA, SINO UNA REALIDAD, Y ES TAN REAL QUE FRECUENTEMENTE ES TENIDA POR UN HECHO FÍSICO Y MATERIAL. EL "MISTERIO" NO TIENE COMO FIN ENSEÑAR, SINO RENOVAR AL INDIVIDUO. NINGUNA RAZON JUSTIFICA O IMPONE ESTA RENOVACION: LA PALINGENESIA ES NECESARIA, ESO ES TODO. ES NECESARIA PARA QUE EL HOMBRE PASE DE LA ADOLESCENCIA A LA VIRILIDAD, DICE EL NEGRO; PARA QUE EL HOMBRE PASE DE LA IMPUREZA A LA PUREZA, DICE EL GRIEGO". Y cuando las condiciones necesarias están reunidas para la iniciación, el renacimiento se efectúa independientemente del "mérito" o de cualquier otro factor de carácter humano. Pues, según Plotino, "su  esfuerzo tiende no a disgregarse sino a ser Dios". El sentido es la destrucción interior de1 estado humano y la realización de otro estado de conciencia, que no es ya caduco ni está sujeto a la necesidad, ni ligado al destino de los cuerpos, es decir,  el estado inmortal.

Si la iniciación realizaba el renacimiento, la Acción y la Contemplación eran los medios más inmediatos  para aproximarse a ella. El mundo antiguo veneró al Héroe y al Asceta, dos seres sagrados que no eran ya hombres, sino expresiones de una realidad y no de una alegoría. Del "vivir" habían pasado al "más que vivir" (TAPAS, palabra que traduce tanto el ardor de la ascesis y de la renuncia como el de un estado heroico); habían destruido en ellos el lazo de los intereses temporales y particulares y alcanzado una vida más alta; así (y sobre todo en las dos funciones de la Realeza y el Sacerdocio) representaban las dos llaves tradicionales del supramundo, las dos puertas solares y lunares, occidentales y orientales, del "reino de los cielos", es decir, de los estados trascendentes y no-humanos de la personalidad.

En fin, para quien no podía alumbrar en sí el fuego sagrado ni alcanzar la realización, pero que, sin embargo, sentía esta necesidad, incluso de manera confusa, se le daba una señal más allá del simple hecho individual: la Tradición (en el sentido estricto) y la Ley. La profunda y real obediencia a los principios tradicionales durante toda una vida, incluso sin un reconocimiento consciente para justificarla, permitía a esta vida adquirir virtualmente, "ritualmente", un sentido superior: a través de la obediencia, una fuerza objetiva conseguía formarla y disponerla para el estado sobrenatural, que, en un pequeño número, existía bajo la forma de  luz y realización.

Es en estos términos que el mundo tradicional era jerárquico: en un sentido SAGRADO, sobre las bases de  la realidad metafísica tomada como principio, como centro y fin de la existencia, como estado supremo del ser, como estado de verdad.

Allí donde existía la ordenanza temporal establecida sobre este esquema, a través de los grados de luz, se formó espontáneamente un tránsito entre lo humano y lo no-humano, una visión SIMBOLICA de las cosas, de las naturalezas y de los acontecimientos, que dio nacimiento a las ciencias tradicionales "superadas" y donde el demonismo elemental de la naturaleza inferior era detenido por formas de liberación y de luz.

La ruptura de la relación entre los dos mundos, la concentración de cada posibilidad en una sola, la del hombre; la sustitución en el supra-mundo de los fantasmas efímeros y las falsificaciones pasajeras acompañadas de conflictos y exhalaciones de la naturaleza mortal, tal es el sentido del mundo moderno.

HUMANISMO es la consigna de la anti-tradición. El  mundo moderno no conoce más que el HOMBRE: en el hombre comienza y termina todo; sobre el hombre reposan los cielos y los infiernos, las glorificaciones y las maldiciones que son conocidas desde hace cientos de años. El límite es ESTE mundo, lo OTRO del mundo verdadero, con sus potencias demoníacas, con sus criaturas sedientas y enfebrecidas. Desde que se produjo la fractura, un proceso rápido ha separado y arrojado la parte que, ahora, ya no pertenece a la interioridad viviente.

El individualismo moderno es el primer rostro del humanismo: individualismo como centro ilusorio fuera del centro, como CONSTRUCCION de las facultades humanas que se fabrican y ofrecen apariencias sin consistencia desde que están fuera de este centro falso y frágil.

De donde deriva un IRREALISMO y una INORGANICIDAD fundamentales en todo lo que es moderno: tanto en el interior como en el exterior, ya nada más es vida, todo, todo es TÉCNICA, es decir, construcción descansada sobre facultades individuales; el QUERER y el "yo" han sustituido al SER EXTINGUIDO, siniestras construcciones de un cuerpo en todos los terrenos muerto.

La primera cosa que se debía fatalmente perder con el humanismo era la Tradición de la iniciación, y la contaminación religiosa iba a convertirse en universal. El conocimiento de las dos naturalezas implicaba la de un doble destino: muerte verdadera y efectiva para todos aquellos cuyo  centro se fija en la región inferior del devenir e inmortalidad condicionada (condicionada por la iniciación) para los demás. Ya con el Orfismo, pero sobre todo con el Cristianismo, asistimos a la "vulgarización" de la verdad propia a los iniciados y válida solo para ellos: es el nacimiento de la extraña idea de la "inmortalidad del alma" hecha extensible a no importa qué alma sin condiciones. Luego, y hasta nuestros días, la ilusión ha continuado: el alma de un mortal es inmortal, la inmortalidad es una certidumbre y no una problemática posibilidad entre tantas otras. Una vez establecido este equívoco, alterada la verdad en este sentido, en beneficio de lo humano, la iniciación   ya no aparecía como necesaria: su valor de operación REAL y efectiva no podía ser ya comprendida. El alma mortal parece ser ya inmortal, el OTRO estado debía necesariamente identificarse con ESTE estado, así que de los dos mundos no quedaba más que uno, el mundo inferior, cuyas prolongaciones  más o menos hipotéticas no eran concebidas más que en función de este último. Ya no hubo ninguna posibilidad verdaderamente trascendente. Y cada vez que se continuó hablando de renacimiento, todo se agotó en un episodio de la vida mortal, no podía ser de otra forma: se tuvo el sentimiento, el significado moral, la aspiración religiosa o "mística". Las relaciones de REALIDAD estaban separadas de lo que no es físico, la espiritualidad se convirtió en IRREALIDAD: fe, creencia, sentimiento, moralidad, imaginación y especulación. Dios y dioses, esencias metafísicas, realidades intelectuales, tomaron la forma de mitos, como signos de experiencias posibles, como símbolos de otras condiciones de existencia, de partes profundas del ser integral del hombre; se cesa de SABER. Se convirtieron en hipótesis de objetos dogmáticos, "exigencias" del pensamiento o del sentimiento. Más tarde, la autotitulada "crítica" debía incluso dar a estos residuos larvarios el golpe de gracia y celebrar en el humanismo, al  fin consciente de su poder teogónico y cosmogónico, la verdad cadavérica de un mundo de cadáveres.

El espíritu irrealizado, la conciencia perdida del supra-mundo, la visión material del mundo, no podía imponerse más que como omnicomprensiva y exclusiva. De la CIENCIA no se transmitió más que la concebida en relación a la materia y en el dominio de la CONSTRUCCION: ya no era la síntesis de una VISIÓN, de una intuición intelectual de la realidad suprasensible, sino el esfuerzo de facultades puramente humanas para unificar del exterior, "inductivamente", la contingencia de las cosas particulares sujetas al devenir y descompuestas en sus elementos, para llegar a hipótesis, leyes abstractas, principios de uniformidad y constantes, formas sólo pensadas que no correspondían a ninguna experiencia, que no tenían ningún significado y que no provocaban ninguna liberación interior. Este conocimiento de cosas muertas crea el arte siniestro de descomponerlas y moverlas en entidades artificiales, automáticas, demoníacas: es el advenimiento de la máquina, centro y apoteosis del mundo "humano".

Como el iniciado, los dos otros grados sucesivos de la jerarquía tradicional -el Asceta y el Héroe- no podían más que ser contaminados por el mismo proceso de degradación. Hoy, el Asceta es el representante de un "valor" virtualmente "superado": uno de los focos de infección humanista -la mentalidad protestante- no ha esperado hasta hoy para hacer estallar su desprecio por las tradiciones y las civilizaciones que proclamaban la grandeza y la preeminencia del ascetismo. En cuanto al heroísmo, que no haya equivoco: el heroísmo es falso, vano y estéril cuando es a la medida del hombre y del individuo; el heroísmo no es verdadero y sagrado más que cuando se justifica por un orden y un fin superiores. El heroísmo, como la Ascesis, si no es vivido como un ACTO SACRIFICIAL, como una vía que, según la Acción, como la Ascesis para la Contemplación, tienda a reconducir el centro del ser a la realidad metafísica, es profano y no tiene nada de sagrado; no tiene nada en común con lo que se ha exaltado tradicionalmente; es una "construcción" que empieza y termina con el hombre y que no tiene otro sentido, pues, que el impuro y contingente de la SENSACION y del sentimiento. Así, en el héroe moderno -deportista, patriota, romántico, "civilizado", etc.- ¿no se celebra la profanación y la muerte del antiguo Héroe? Es un sacrificio del cual el hombre se convierte incestuosamente en presa y depredador, o en ello le convierten las fuerzas de un demonismo colectivo, que le integra, potencialmente, en el mundo de las máquinas. En fin, sin hablar más del Asceta, descendiendo al tipo de "Hombre religioso", ¿qué hay en él que vaya simplemente más allá de lo estrictamente humano? La religión, desde hace siglos, es un hecho individual, una "construcción" de los histerismos, esperanzas, temores, consolaciones, etc., de la subjetividad, una bruma impura, más allá de la cual, inaccesible, intocable y -de qué manera ignorada- se encuentra la realidad luminosa, potente, no humana, del supramundo.

Por el contrario, estas amalgamas comienzan a aliarse con fuerzas sub-humanas. Nos referimos aquí a lo que dijimos anteriormente sobre la regresión del poder en Occidente, de una a otra de las cuatro castas, y a la resurrección de las energías oscuras y temibles de lo bajo, en los cuerpos colectivos galvanizados por las pasiones políticas y nacionales.

En esta descomposición universal ¿cuál podía ser pues el último soporte de la Tradición? La profunda obediencia a la ley tradicional del sumiso y de aquel que no sabe tenía un sentido y una eficacia suprasensibles cuando se elevaba jerárquicamente hasta los que sabían y ERAN, hasta los que testimoniaban y mantenían viviente la verdad y la espiritualidad, de la cual la ley tradicional era el cuerpo y la adaptación. Pero, cuando tales seres terminan por faltar, ¿qué puede derivar de1 reconocimiento de la tradición? El sacrificio es vano, la obediencia estéril; el resultado es una petrificación; no es ni una participación ritual, ni una elevación. El mundo moderno debía así fatalmente encaminarse hacia la  destrucción de toda tradición, incluso sobre el plano social, moral y religioso, y ensombrecer en la anarquía de lo individual.

Es el momento de la construcción científica que busca, por un proceso del exterior al interior, recomponer  la multiplicidad de los fenómenos particulares, súbitamente privada de su unidad interior y verdadera, que sólo la realidad metafísica es susceptible de dar. Los modernos han buscado reemplazar la unidad dada por las tradiciones espirituales vivientes por una unidad exterior, violenta, insignificante, donde los individuos son oprimidos y no disponen entre ellos de ninguna relación ORGÁNICA. El significado  del SOCIALISMO occidental en su acepción más amplia es un intento de organización puramente humana y laica donde los hombres no pertenecen a una unidad espiritual y no están relacionados y ligados más que por las condiciones de existencia material y  por los diferentes factores sentimentales, pasionales, políticos, etc. que se derivan. Organización, en consecuencia, verdaderamente demoníaca y arhimánica, amalgama más que organización, donde toda ley de orden está desprovista de razón y estabilidad, pues, ¿qué puede haber fuera y en ausencia del principio superior y anterior al individuo y a las construcciones individuales?

Por el contrario, fuerzas sub-humanas comienzan a animar estas amalgamas (ver supra) y esto nos aclara algo sobre los fines últimos del mundo moderno. La aceleración inherente a todo lo que cae hace que la fase ilusoria del humanismo y del individualismo anárquico esté ampliamente superada; desemboca en el triunfo del principio irracional y salvaje de la vida y en su celebración y divinización. Es esto  lo que puede llamarse el SATANISMO del mundo moderno: la TRAICIÓN DE LOS CLÉRIGOS, anunciada por Benda (1), muestra aquí su verdadera extensión.

Los que en otro tiempo, por su adhesión a formas desinteresadas de actividad, servían de freno y antídoto al realismo de las masas, ofreciendo a la vida temporal estos principios que no podía poseer en si misma, para trasladarla sobre un plano trascendente, son precisamente hoy, estos clérigos, quienes celebrando el realismo lo adornan  de una aureola mística, moral y religiosa.

Llegamos así a la religión de la "vida", del "devenir", de lo irracional, a la glorificación de la civilización "faustica" y "activista", al relativismo, al pragmatismo, al intuicionismo, al actualismo y así sucesivamente. El desorden absoluto de los puntos de vista es evidente. El centro está ocupado por el principio del mundo inferior desviado por la sed, maldito por una eterna insuficiencia y una eterna impotencia para una realización, no cesando de fluir en su avidez de lo "diverso" que, en el mundo tradicional -tanto en Grecia como en Oriente- era considerado como la potencia enemiga que era preciso barrer  y subyugar mediante una soberbia dominación y una liberación iluminada del alma, tarea que incumbía a aquel que aspiraba a la existencia superior preconizada por los misterios, los mitos heroicos, la sabiduría de los Ascetas y de los Yoguis. Antiguamente, las posibilidades humanas que se orientaban hacia la liberación o que, al menos, reconocían su eminente dignidad, cambiando de polaridad bruscamente, han pasado, en el mundo moderno, al servicio de las potencias del devenir, pues diciendo SI, ayudando, acelerando y exasperando el ritmo frenético, les conferían la medida de lo real, de lo verdadero, lo válido, de lo que no solo es, sino que debe ser.

Así, las diferentes ideologías, las nuevas "religiones" a las cuales hemos hecho alusión anteriormente, se han convertido, en la cultura contemporánea, en porta-estandartes de un período último y resolutivo. Desvanecidas en lo lejano como las cimas de las altas montañas están las claridades desencarnadas y estelares del mundo de lo Alto. Las pálidas brumas cubren las llanuras; los espejismos del irrealismo humano, con sus espectros intelectuales, sus fuegos impuros, sus desagradables conglomerados de sustancias orgánicas, vacilan como un preludio de sueño en una fase definitiva, donde serán las potencias demoníacas del mundo inferior las primeras en brotar desnudas, sin freno, sin matices, entrañando en su estela el final de este mundo de máquinas y de seres ebrios y apagados que, en su locura, les han facilitado la substancia de su reencarnación.

Hoy podemos decir realmente que vivimos en un período de transición, preludio de la última fase: punto de unión entre la época luciferina (2) (pues puede darse este nombre a la época donde causó estragos el mito del "hombre" y del poder absoluto de la construcción humana) y una época DEMONÍACA. "Tierras inmóviles", "tierras elevadas" selladas de silencio e intangibilidad, surgen   de este mundo que vacila en su órbita, que tiende a despreciarse y a desprenderse definitivamente en los espacios donde no hay otra luz que el siniestro resplandor producido por la incandescencia de su caída.

 

NOTAS DEL TRADUCTOR:

 

1. Cf. la nota de René GUÉNON, en Autorité spirituelle et puovoir temporel, Paris, 1930 (nueva edición 1964, p. 31, nota 2): "No es que sea lícito extender el significado de la palabra "clero" como hace Julien Benda en su libro "La traición de los clérigos", pues esta expresión implica el desconocimiento de una distinción fundamental, la misma que existe entre conocimiento sagrado y conocimiento profano; la espiritualidad y la intelectualidad no tienen ciertamente el mismo sentido para Benda que para nosotros, y eso es entrar en un terreno que califica de espiritual muchas cosas que para nosotros son de orden puramente tempora1 y humano, lo que no debe, por otra parte, impedirnos reconocer que hay muchos aspectos positivos en su libro".

2. Cf. nota de René Guénon, op. cit., pag. 46: "...(el) "luciferismo", (…) no debe ser confundido con el "satanismo", aunque exista sin duda cierta conexión entre uno y otro (…) el "luciferismo" es el rechazo al reconocimiento de una autoridad superior; el "satanismo" es la inversión de las relaciones normales de orden jerárquico; y éste es frecuentemente una consecuencia de aquel, del mismo modo que Lucifer se convirtió en Satán tras su caída".

 

 

 

miércoles, 26 de junio de 2013

La memoria inútil


‘Umar: LA MEMORIA INÚTIL.


 

En nuestro artículo sobre “La piedra cúbica en punta” (1) habíamos indicado que las observaciones sobre los símbolos son accesibles a todo “iniciado” sin exigir por su parte una “cultura” cualquiera, sea ésta religiosa, científica, semántica o teológica. El presente artículo se propone desarrollar esta afirmación y demostrar su fundamento y su veracidad, basándonos en lo que nos dice René Guénon sobre la metafísica y, más particularmente, en su conferencia titulada “La Metafísica oriental”, de la cual extraemos las citas que seguirán a continuación.

Intentaremos así hacer comprender que la “realización” se obtiene a través de la progresiva supresión de los “conceptos”, y no por la acumulación, por racional que sea, de lo que los modernos, erróneamente, acostumbran a llamar “conocimientos”.

Ciertamente, Aristóteles nos enseña que “el alma es todo lo que conoce”. La lectura superficial de esta afirmación está en la base de toda la enseñanza actual, que consiste en acumular “conocimientos” sobre todos los temas posibles, y más específicamente los conocimientos llamados filosóficos, históricos, científicos, lingüísticos, tecnológicos, etc., según la idea primaria de que “cuanto más se sabe, más rico es este saber”.

Ahora bien, se observará que esta “culturización” exige, sin excepción alguna posible, la posesión (o la adquisición mediante las técnicas apropiadas) de una memoria muy sólida. Por otra parte, son innumerables los “institutos” que proponen métodos de adquisición o de fortificación de la memoria, e incluso “métodos de lectura rápida”.

E incluso en el seno de las propias organizaciones iniciáticas esta idea está de tal forma admitida que se exige a la mayoría de los candidatos a la iniciación una “cultura” previa a su admisión, pudiendo llegar hasta una preferencia por los “universitarios”, y esto tanto más cuanto que tales organizaciones creen absurdamente haber pasado de lo operativo a lo más puramente especulativo.

De hecho, si juzgamos según la proliferación de los “diccionarios de los símbolos”, o según la multiplicidad a menudo anárquica de términos hebreos, desviados o no, en los rituales de los Talleres llamados “superiores”, no se podría conceder un prejuicio favorable al candidato cuya memoria de conocimientos profanos o exotéricos no alcance un nivel mínimo.

¿No se llega incluso a pedir al postulante, según el “tinte” característico del taller, el conocimiento actualizado del salario mínimo interprofesional, de las organizaciones sindicales en vigor, de la historia de la revolución francesa o de los filósofos más recientes, cuando no de los escritores más discutibles, al estilo de Sartre, Teilhard de Chardin, Aragon, Marcuse, Marx, Freud, Jung y tantos otros?

Así, aquel cuya memoria no haya sido solamente mantenida, sino también desarrollada, no tendría posibilidad alguna de acceder a la “realización metafísica”, que es, no obstante, el objetivo último de la iniciación.

Ahora bien, Aristóteles dijo que “el alma es todo lo que conoce”, y no “todo lo que sabe”. Esta deformación de la idea de “conocimiento”, indebidamente asimilada al “saber”, conduce incluso a los más aptos a la desilusión y a la renuncia, y no dejar subsistir, en las altas esferas de la Franc-Masonería, más que a universitarios, para los cuales, evidentemente, las posibilidades de realización están, muy a menudo, en razón inversa a sus numerosas cualificaciones profanas. Y ello porque esta aptitud para la memorización de los datos o hechos más diversos y a menudo más disparatados es un verdadero obstáculo en la vía del conocimiento metafísico, que es, como nos dice René Guénon, “el conocimiento supra-racional, intuitivo e inmediato” de lo que “está más allá de la naturaleza”, es decir, de lo “sobrenatural”.

Tal como está aquí enunciado, este conocimiento aparece como la antítesis de la memoria, definida ésta como “la facultad que consiste en conservar los estados de conciencia pasados y los conocimientos adquiridos, y de poder evocarlos a voluntad”.

Incluso si se admite generalmente que la memoria es evolutiva y que se modifica en función de la naturaleza de las cosas memorizadas, no es menos cierto que todo el saber moderno está condicionado por la buena conservación de los conceptos y de los hechos registrados.

La definición de la memoria precisa que se trata, ya de estados de conciencia, ya de conocimientos adquiridos: y esto es evidente, puesto que lo que debe ser conservado proviene necesariamente del exterior. Se habla incluso de “almacenar” los datos conceptuales, sean compatibles entre sí o no.

Ciertamente, René Guénon admite que “…los medios de la realización metafísica… deben estar al alcance del hombre”, y que “ …es en las formas que pertenecen a este mundo, donde se sitúa su manifestación presente, que el ser tomará un punto de apoyo para elevarse por encima de este mundo; palabras, signos simbólicos o procedimientos preparatorios cualesquiera no tienen otra razón de ser ni otra función… son soportes, y nada más”.

Así, se podría creer, como muchos piensan, que cuantos más símbolos, palabras y signos conoce un iniciado, derivados de las lenguas sagradas antiguas o actuales, más oportunidades tendrá de acceder al conocimiento metafísico. Abundan así los “trabajos” llenos de citas en sánscrito, en hebreo, en árabe, con el loable aunque a menudo estéril objetivo de enriquecer e ilustrar los conceptos desarrollados. Si a veces ocurre que estas citas tienen como efecto el poner de relieve la universalidad de un concepto, a menudo el resultado obtenido consiste en dispensar al lector de profundizar por sí mismo su propia reflexión sobre los símbolos.

Ahora bien, Guénon nos pone inmediatamente en guardia a este respecto al precisar que “…no confundamos un simple medio con una causa en el verdadero sentido de la palabra”, y que “no debemos entender la realización metafísica como un efecto cualquiera de algo, porque no se trata de la producción de algo que no exista todavía, sino de la toma de conciencia de lo que está, de manera permanente e inmutable, fuera de toda sucesión temporal o de otro tipo, pues todos los estados del ser, considerados en su principio, están en perfecta simultaneidad, en el eterno presente”.

Lo que es permanente e inmutable no tiene evidentemente ninguna necesidad de ser memorizado ni conservado. Mientras que la memoria supone un conocimiento cronológico de los hechos memorizados, el conocimiento puro exige, por el contrario, una abolición de las condiciones temporales, y quien está en la vía debe primeramente franquear las limitaciones de las condiciones temporales, a fin de que la aparente sucesión de las cosas pueda transmutarse en simultaneidad y pueda nacer en él “el sentido de la eternidad, facultad ésta desconocida por el hombre ordinario”.

E insiste: “Esto es de una extrema importancia, pues quien no pueda escapar del punto de vista de la sucesión temporal y considerar todas las cosas de modo simultáneo es incapaz de la menor concepción de orden metafísico. Lo primero que debe hacer quien verdaderamente quiere llegar al conocimiento metafísico es situarse fuera del tiempo, diríamos incluso situarse en el no-tiempo”.

Se podría objetar que la memoria permite, precisamente, restituir en un instante dado hechos que están registrados en el tiempo, incluso en épocas muy alejadas unas de otras, y que sería así una herramienta al servicio del no-tiempo, o que podría dar una buena imagen de éste.

Esto sería olvidar que la memoria está totalmente sometida a la cronología, ya que es la “conservadora” por excelencia. Hay entonces un verdadero abismo entre el eterno presente, o no-tiempo, y el recuerdo de acontecimientos que no pueden ser memorizados sino en el tiempo.

Es ésta la razón de que tal distinción sea de una extrema importancia, pues es a causa del aparente mecanismo de la memoria que el hombre experimenta grandes dificultades para evadirse de la condición temporal. Cuando Sri Nisargadatta Maharaj nos ofrece el ejemplo del niño que dice “yo” y, convertido en anciano, continúa diciendo “yo”, nos hace entrever el no-tiempo del “Sí”, absolutamente independiente de la memoria. Precisa incluso que nuestros miedos son el producto del recuerdo de nuestros dolores, y que nuestros deseos nacen del recuerdo de nuestros placeres.

Así, quienes entran en la iniciación deben comprender que la metodología ritual que practican, lejos de beneficiarse de sus adquisiciones profanas, tiende, por el contrario, a ponerlas en duda.

Ciertamente, como dice Guénon, “estos medios podrán, en el punto de partida, ser casi indefinidamente variados, pues, para cada individuo, deberán ser apropiados a su naturaleza especial, conforme a sus aptitudes y sus disposiciones particulares”.

Pero añade que “no hay ninguna dificultad en reconocer que no existe medida común entre la realización metafísica y los medios que conducen a ella, o, si se prefiere, que la preparan. Ésta es por otra parte la razón de que ninguno de estos medios sea necesario, de una necesidad absoluta; o, al menos, no hay sino una sola preparación verdaderamente indispensable, y es el conocimiento teórico”.

Observamos así inmediatamente que el conocimiento teórico no precisa de la ayuda de la memoria, puesto que se apoya en principios inmutables y no en la sucesión aparente de los efectos que pueden ocasionarse y que, por otra parte, son lo único que puede ser memorizado.

Incluso el conocimiento teórico, según nos dice Guénon, “no podría llegar muy lejos sin un medio al que debemos considerar como el que desempeñará el papel más importante y más constante: este medio es la concentración… Todos los demás no son sino secundarios con respecto a éste; sirven sobre todo para favorecer la concentración y para armonizar entre sí los diferentes elementos de la individualidad humana, a fin de preparar la comunicación efectiva entre esta individualidad y los estados superiores del ser”.

Ahora bien, esta “concentración”, que puede ser identificada con la “meditación”, es la actitud opuesta al acto de memorización, que es la expresión misma de la exteriorización de las cosas individuales memorizadas.

Y para volver de nuevo a nuestro anterior artículo, no se puede, “geométricamente”, situar mejor y simbolizar esta “concentración” sino en la Punta de la Piedra cúbica, donde no puede subsistir ningún acto de memorización.

Observemos, por lo demás, que la memoria no está sometida sólo a las condiciones temporales: ella comprende igualmente las condiciones espaciales, en la medida en que lo que tiende a conservar pertenece también al dominio de la forma. Ya se trate de fórmulas matemáticas, de conceptos sobre la materia, de cosmología, de imágenes del pasado o incluso de reglas gramaticales, todos nuestros recuerdos revisten, más o menos, una cierta forma espacial que contribuye, por su propia naturaleza, a facilitar la memorización. Y, quizá, reflexionando un poco, descubramos que es ésta la condición necesaria de la memorización.

Ahora bien, nos dice Guénon que la segunda fase de la realización metafísica “se refiere a los estados supra-individuales, pero todavía condicionados, aunque sus condiciones sean distintas a las del estado humano… Lo que se supera es el mundo de las formas en su acepción más general, comprendiendo aquí todos los estados individuales, sean cuales sean, pues la forma es la condición común a todos estos estados, aquella por la que se define la individualidad como tal. El ser que ya no puede ser llamado humano ha escapado a la “corriente de las formas”, según la expresión extremo-oriental”.

Así, la vía de realización metafísica impone, desde su inicio, el abandono de las condiciones a la vez temporales y espaciales, que son, precisamente, las condiciones de la existencia, del ejercicio y del aprovechamiento de la memoria. Se comprenderá entonces no solamente la inutilidad de ésta en la búsqueda metafísica, sino igualmente su verdadera nocividad con respecto al esfuerzo de superación que esta búsqueda exige.

Pero hay más. Tras haber expuesto las dos principales fases de la progresión en el verdadero conocimiento, René Guénon precisa que “por elevados que sean estos estados con respecto al estado humano, por alejados que estén de éste, no son aún sino relativos, y ello es verdad incluso del más alto de ellos, el que corresponde al principio de toda manifestación. Su posesión no es entonces más que un resultado transitorio, que no debe ser confundido con el objetivo último de la realización metafísica; es más allá del ser donde reside este objetivo, con respecto al cual todo el resto no es más que encauzamiento y preparación. Este objetivo supremo es el estado absolutamente incondicionado, liberado de toda limitación”.

Incluso para el debutante que se atiene todavía a la “letra” de lo que dice René Guénon aparece totalmente evidente que en este camino toda utilización de la memoria está absolutamente excluida, no pudiendo ésta en modo alguno franquear las condiciones limitativas que la justifican necesariamente, como por definición.

Se comprende así que la “vía masónica”, a la que consideramos como esencialmente metafísica, no podría consistir en acumular “conocimientos”, con la ayuda no solamente del intelecto, sino también de la memoria. Pues esta vía simbólica de “constructores” es, por la inversión normal de los símbolos, una vía de “destrucción de las ilusiones” en vistas a la comprensión de lo “Real”.

Como dice René Guénon, “incluso todo lo que se puede expresar no es literalmente nada con respecto a lo que supera toda expresión, al igual que lo finito, sea cual sea su magnitud, es nulo frente a lo Infinito”.

Por lo demás, la extrema punta de la flecha de las catedrales no es para la memoria sino las “piedras” que ella sintetiza.

 

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1. Vers la Tradition, nº 60, junio-julio-agosto de 1995.

 

(Artículo publicado en la revista francesa “Vers la Tradition”, nº 62, enero-febrero de 1996).


 

 

 

Ilegitimidad de la vulagarización (Pietro Nutrizio)

RIVISTA
DI
STUDI TRADIZIONALI

N. 48                                                       ENERO - JUNIO 1978

ILEGITIMIDAD DE LA VULGARIZACION

Quienes, como nosotros, se ocupan desde hace tiempo de las doctrinas tradicionales, no habrán dejado de observar como en los últimos años se ha ido multiplicando en todas partes el número de los autores y de las publicaciones que trataban sobre esta temática. A primera vista podría parecer un indicio favorable, esto es, sintomático de un cierto cambio de la mentalidad occidental general, desde que en la mayoría de los casos se trata de doctrinas orientales, en aquel acercamiento, al menos tendencial al Oriente, preconizado en toda la obra de R. Guénon;  pero en realidad no es así, porque son de hecho rarísimos, por no decir totalmente inexistentes, los textos de este género que no han sido concebidos en el intento de vulgarizar las doctrinas que toman en consideración. Esta característica basta por sí sola para "marcarlos" de modo inequívoco; y no es suficiente para salvarlos la buena intensión de sus autores, la cual, en algunos casos, puede inclusive no estar cuestionada en absoluto.
La tendencia moderna a vulgarizar una concepción intelectual tradicional, o incluso una teoría científica (cosa que como se sabe ocurre también habitualmente, aunque se trate de esferas ni siquiera lejanamente comparables), o sea de "ponerla al alcance de todos", tiene su origen en un error, o mejor en una incomprensión profunda de la naturaleza de aquello que el lenguaje hoy en uso llama la "comunicación". Esta es concebida (en un modo por lo demás aceptable en una primera aproximación) como la transferencia de un conocimiento desde el lugar en el cual está inicialmente contenido (la "fuente", esto es, el expositor) hacia un terreno supuesto virgen (el "destinatario") por medio de un vehículo llamado el "mensaje", constituido por la "codificación" del mismo conocimiento, o sea por su traducción en palabras o en otros símbolos gráficos o sonoros.
No es difícil comprender que, según aquello que se entiende por conocimiento, este proceso de transferencia puede ser concebido de dos modos distintos. Si se considera que el conocimiento es de algún modo un "objeto", el proceso es visto como una especie de mecanismo, que se cree puede ser puesto eficientemente en acción en cualquier situación maestro-alumno; la transferencia es dada por realizada cuando el destinatario entra en posesión del "mensaje" (lo que es verdad), pero este último es entendido como algo independiente de la naturaleza del terreno en el cual es depositado. Sobre tales fundamentos, entre otros, ha sido constituida la concepción moderna de la "instrucción obligatoria". La facultad humana que en tal caso es principalmente puesta en acto es la memoria, y cuando ella es eficiente la transferencia da origen a aquello que habitualmente se conoce como "erudición".

En realidad, este modo de concebir la comunicación, propia de los vulgarizadores, es en cierto sentido una abstracción, porque desprecia tomar en consideración los efectos inducidos por la transmisión, que existen siempre, incluso si no se conoce su naturaleza y aun cuando muy frecuentemente no se sospechan siquiera sus posibilidades . Esto está fundado sobre el error que consiste en asimilar el conocimiento con el mensaje que se transmite, o bien con su medio de comunicación, que para el tipo de consideraciones que nos interesan aquí, presuponemos que es la palabra o el discurso. Se trata por lo tanto de una concepción que refleja un punto de vista exterior y grosero que, confundiendo el conocimiento con su vehículo, considera la letra y no el espíritu, y esto vale tanto en lo que se refiere a la fuente del mensaje cuanto por el mensaje mismo y por su destinatario.

El segundo modo de concebir el conocimiento es aquel de considerarlo, como de hecho es, no una superposición de elementos distintos, sino un estado de un ser, y que cuando está inserto en el cuadro de una tradición regular y profunda, que tenga en cuenta el aspecto esotérico y no solamente exterior del conocimiento. Se puede ver a este propósito, cuanto dice R. Guénon en "Oriente y Occidente", capítulo "El Acuerdo Sobre los Principios", pag. 165 de la edición italiana: "Obviamente, es necesario distinguir la concepción de la verdad metafísica de su formulación, en la cual la razón discursiva puede intervenir secundariamente (a condición, bien entendido, que ella reciba un reflejo directo del intelecto puro y trascendente) para expresarla en la medida de lo posible; tal verdad sobrepasa inmensamente su esfera y su alcance, y por ella, en virtud de su universalidad, cualquier forma simbólica o verbal podrá solamente y siempre ofrecer una traducción incompleta, imperfecta e inadecuada, llegando más bien a constituir un "soporte" para la concepción que no a representar efectivamente aquello que por naturaleza es en su mayor parte inexpresable e incomunicable, y a lo cual no se puede sino "asentir" directa y personalmente".

Se comprenderá que en este caso aquello que se quiere obtener con la comunicación es la inducción, en el destinatario del mensaje, de un estado correspondiente a aquel de la fuente, por lo cual no serán ciertamente indiferentes ni la naturaleza del terreno en el cual el mensaje será depositado ni la "estructura" misma del mensaje, los cuales serán en cambio determinantes para el resultado querido.
En el caso "mecanicista" de la concepción grosera propia de la vulgarización se puede decir que el resultado (como habíamos señalado en la nota a p. 33-34) permanece siempre de naturaleza dual, el mensaje y el destinatario permanecen separados, por lo menos en la intención consciente de los autores de la comunicación; en el caso de la comunicación de carácter tradicional la naturaleza del resultado tiene en cambio fundamentalmente un aspecto unificante, pues ya no se trata de "hacer alcanzar" a alguien (incluso a sus espaldas) algo que se presupone distinto de él, sino de ponerlo en la condición de desarrollar conscientemente potencialidades propias en relación con el contenido del mensaje transmitido.

Nuestros lectores podrán objetar que este segundo modo de concebir la transmisión se realiza por completo solamente en el vínculo iniciático entre maestro y discípulo, y esto es rigurosamente verdadero; pero no obstante ello se puede decir que también cuando se trata de la enunciación de una doctrina por parte de una autoridad tradicional, igualmente sucede algo del género, aunque sea en un grado relativo de realización (y en función naturalmente de la receptividad más o menos pronunciada por el destinatario).

Se puede por esto decir con razón que, por la naturaleza misma de la concepción que está en la base de la vulgarización el vulgarizador ignora en el fondo la verdadera naturaleza de su mensaje , y consecuentemente no puede hacer menos que despreciar la naturaleza "integral" de los destinatarios a los que se dirige, que considera aproximadamente "todos iguales" debido a la propia superficialidad e incomprensión; aquel que podemos llamar el instructor tradicional (bajo el vínculo doctrinal), es el único en el cual la función de transmisor está verdaderamente justificada, conoce entonces verdaderamente tanto el contenido profundo del mensaje que transmite, como la naturaleza de aquellos que están en grado de asimilarlo no sólo mnemónicamente. Además, el modo en el cual formula el mensaje, o bien el lenguaje y la lógica de la cual se sirve para construirlo, son tales de operar en un terreno en el cual realiza una elección entre quienes están en grado de comprenderlo y quienes no lo están; probablemente es su certeza frente al contenido del mensaje, su identificación con la verdad del mismo, lo que le permite graduar de este modo sus medios de expresión.
Otra observación que se puede agregar a la precedente, y que es útil para separar todavía más profundamente el caso del vulgarizador de aquel del legítimo intérprete tradicional de la doctrina, es que mientras el vulgarizador en su modo de operar se confía claramente al azar (sus destinatarios son, se puede decir, puro número), la característica peculiar de la enseñanza tradicional consiste en el hecho de que, si se verifica la existencia de un ser, o de seres, con esta función, ello acontece porqué están presentes en el mismo ambiente otros seres a los cuales será en algún modo provechosa la expresión de las verdades tradicionales; y de esto los primeros son conscientes. 

Distintos pasajes de la obra de Guénon deben ser interpretados desde esta perspectiva, en particular los dos siguientes, sacados, el primero de "Oriente y Occidente" (capítulo "Constitución y Rol de la Élite", pág. 187 de la edición italiana) y el segundo de "El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos" ("Introducción", pág. 12 de la edición italiana): "En nuestros días, la élite intelectual como nosotros la concebimos es por eso efectivamente inexistente en Occidente; las excepciones son demasiado raras y demasiado aisladas para ser consideradas como algo a lo cual se pueda atribuir tal nombre, y además se trata en realidad de individuos que en su mayor parte son totalmente extraños al mundo occidental, ya que desde el punto de vista intelectual todo deviene desde el Oriente, y se encuentran más o menos en la situación de los mismos Orientales que viven en Europa , los cuales se dan cuenta demasiado bien del abismo que los separa mentalmente de los hombres que los circundan.
En tales condiciones se está obviamente tentado a encerrarse en sí mismo más bien que tratar de expresar ciertas ideas, a riesgo de chocar con la indiferencia general o hasta provocar reacciones hostiles; sin embargo, cuando se está convencido de la necesidad de ciertos cambios, es necesario comenzar a hacer algo en este sentido, y dar al menos, a aquellos que son capaces (porque no obstante todo algunos debe haber), la ocasión de desarrollar sus facultades latentes. La primera dificultad es llegar a aquellos que poseen tales cualificaciones y que tal vez no suponen mínimamente cuales son sus posibilidades;...".
.   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .    .  
"Si nuestros contemporáneos buscaran, en su conjunto, ver que cosa los dirige, y hacia que cosa realmente tienden, el mundo moderno cesaría inmediatamente de existir como tal, en cuanto a aquel "enderezamiento" al cual frecuentemente hemos hecho alusión, no dejaría de operarse por este sólo hecho; pero ello es así porque tal "enderezamiento" presupone que se ha alcanzado aquel punto en el cual el "descenso" está enteramente realizado, y en el cual "la rueda cesa de girar" (al menos para aquel estadio que señala el pasaje de un ciclo a otro)", es necesario concluir que, hasta qué este punto no sea efectivamente alcanzado, estas cosas no podrán ser comprendidas por la mayoría de la gente, sino solamente por un exiguo número de personas a quienes está destinado, en una medida u otra,  preparar los gérmenes del ciclo futuro. No es siquiera el caso de decir que, respecto a todo cuanto estamos exponiendo, fue siempre exclusivamente a estos últimos que hemos intentado dirigirnos, sin preocuparnos por la inevitable incomprensión de los otros...".


A la luz de la afirmación contenida al final de la última cita, nos parece de algún modo natural que a los ojos de la mayoría, y tal vez también a aquellos mismos que están cualificados para asentir al mensaje tradicional legítimo (por lo menos mientras no hayan tomado consciencia en una cierta medida de las propias posibilidades en el campo intelectual), el lenguaje en el cual este último está concebido puede parecer no distinto de aquel adoptado por los vulgarizadores, y las razones que inducen a aquellos a enunciar ciertos contenidos, no distintos de aquellos de los intérpretes autorizados de la tradición.

De aquí el esfuerzo constante y a veces ímprobo de quien es consciente de estar autorizado a expresar las concepciones que formula, no tanto para defender su derecho a expresarla, cuanto más bien para defender a los destinatarios específicos de su mensaje de las mil trampas de la asimilación injustificada de cuanto él expresa con todo aquello que es dicho o escrito por quien no está como él autorizado , porque no posee profundamente aquello que enuncia:  "Hay actualmente una especie distinta de vulgarización que, a pesar de no alcanzar más que a un público muy restringido, nos parece presentar peligros más graves, aunque no sea sino por las confusiones que amenaza provocar voluntaria o involuntariamente, y que apunta a lo que, por su naturaleza, debería estar lo más completamente posible al abrigo de semejantes tentativas, es decir, a las doctrinas tradicionales y más particularmente a las doctrinas orientales. A decir verdad, los ocultistas y los teosofistas ya habían emprendido algo de este género, pero no habían llegado sino a producir groseras imitaciones; esto de lo que se trata ahora reviste apariencias más serias, diríamos incluso más "respetables", que pueden imponerse a mucha gente que no habría sido seducida por deformaciones demasiado visiblemente caricaturescas." ("Iniciación y Realización Espiritual"); cap. I, "Contra la Vulgarización", p. 17 de la edición italiana).

De cuanto hemos citado y dicho nos parece que se podría deducir que en una situación normal, y esto es bien distinto de aquello que podemos experimentar hoy, la expresión de las doctrinas tradicionales, ya sea que se refieran más específicamente a la metafísica o incluso solamente a la cosmología, no pueden salir del ámbito de una función autorizada, lo que presupone o bien el conocimiento real y profundo de los contenidos vehiculizados por la expresión, o bien un control por parte de quien posee este conocimiento.

El conocimiento es por esto el presupuesto indispensable y, podríamos decir, el único motivo justificado de la expresión, de modo que se puede afirmar, en consecuencia, que la ausencia de conocimiento está en el origen de la vulgarización; pero esta condición, al ser solamente negativa, no puede ser considerada un verdadero motivo. Incluso en este campo es necesario buscar algo al menos aparentemente "positivo", aunque en tal caso el término sea de algún modo entendido "al revés", como todo aquello que caracteriza específicamente al mundo moderno. Por otra parte, "aunque sea desde un punto de vista desinteresado y "teórico", no es suficiente denunciar los errores y hacerlos aparecer como son realmente en sí mismos; por cuan útil esto pueda ser, es todavía más interesante e instructivo explicarlos, vale decir buscar como y porqué se han producido, ya que todo aquello que existe, en cualquier modo que sea, incluido el error, tiene necesariamente su razón de ser, y el mismo desorden debe finalmente encontrar su propio lugar entre los elementos del orden universal. Ahora, si el mundo moderno, considerado en sí mismo, constituye una anomalía, y hasta una especie de monstruosidad, no es menos cierto que, situado en el conjunto del ciclo histórico de cual forma parte, él corresponde exactamente a las condiciones de una cierta fase del ciclo, aquel que la tradición hindú define como el período extremo del Kali-Yuga; son estas condiciones, resultantes de la marcha misma de la manifestación cíclica, las que han determinado las características propias..." ("El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos", "Introducción", p. 10 de la edición italiana).
También para la vulgarización, que es esencialmente desorden y anarquía, se puede por eso decir que su verdadero móvil son las fuerzas disgregadoras que obran en la dirección del "fin de un mundo", sobretodo expandiendo confusión en la esfera de las ideas. Pero si esto es válido en términos generales, entonces teniendo presente que todos los emprendimientos del mundo moderno se han visto contaminados por la influencia de la contra-iniciación, desde el punto de vista del individuo ¿que cosa mueve más directa y conscientemente a cada vulgarizador?. Los motivos que impelen a aquellos que escriben "para todos" a proseguir ilegítimamente con su obra de confusión, en estos últimos tiempos sobre todo en el campo de las doctrinas orientales (o que hacen pasar por tales), pueden ser de dos tipos: impulso proselitista e intereses personales. Ambos están indisolublemente ligados a un horizonte intelectual que no sobrepasa a la individualidad,  en sus componentes psíquica y corpórea.

Quien está afectado por los primeros es con toda probabilidad un débil, que busca en el concurso de los otros una fuerza que no sabe encontrar en sí, o una convicción que no tiene nada de cualitativa sino que se funda sobre el número . Quien persigue lo segundo no se cuida sino muy mediocremente de la verdad de las ideas que expone, sino que aprovecha comercialmente el deseo superficial que el "gran público" puede en un momento dado experimentar más o menos naturalmente por ciertas cosas, de lo que muy frecuentemente extrae tan solo una utilidad monetaria. Desde el punto de vista de la contra-iniciación estos son, obviamente, falsos objetivos, pero ello no impide que sean eficaces para ir alcanzando el objetivo de disgregación que le es propio. Otro pasaje de la obra de R. Guénon ilustra claramente este concepto: "por lo demás, no es el caso de dejarse traer a engaño: los "dirigentes" del mundo moderno conocidos o desconocidos, saben muy bien que para obrar eficazmente tienen ante todo necesidad de formar y de alimentar las corrientes de ideas y de pseudo-ideas , y sin dejar de obrar en consecuencia; incluso cuando estas corrientes son puramente negativas, no son menos de naturaleza mental, y es en la mentalidad de los hombres que debe en primer lugar  germinar aquello que seguidamente se realizará en el exterior; incluso cuando se trate de abolir la intelectualidad necesita primero convencer a los hombres de su inexistencia y desviar su actividad en otra dirección" ("Oriente y Occidente"; "El Acuerdo Sobre Los Principios", p. 165 de la edición italiana).

Nos resta tomar en consideración la tarea tan difícil de quien, pese a no haber todavía penetrado a fondo las doctrinas tradicionales, o bien, en términos más técnicos, no habiendo todavía llegado a establecerse en el punto central del propio ser en el cual se resuelven las oposiciones, o para usar un simbolismo específicamente masónico, en el "Lugar en el cual el Maestro Masón no puede errar", debe expresar por función delegada doctrinas tradicionales que ha asimilado tan sólo teóricamente.
Para aquel la prudencia más grande tiene que ser la regla; esta prudencia se manifestará en el atenerse al tratamiento de temáticas que tiene efectivamente "dominadas", y cuando le suceda tener que referirse a otros cuyo dominio es menos seguro, será oportuno que declare abiertamente que aquello que dice es una opinión, aunque esté fundado sobre datos tradicionales incontrovertibles. Otro factor importante será su actitud de disponibilidad frente a otras opiniones, expresadas naturalmente por individualidades en sus mismas condiciones; esta actitud reflejará en el fondo una tensión en la confrontación con la verdad que podrá suplir al menos parcialmente la carencia de aquella certeza absoluta que sola podría resolver integralmente el problema.

De  todos modos será oportuno que aquellos que se encuentran compartiendo esta ardua tarea tengan siempre presente  la conclusión de la "Introducción" a "El Hombre y Su Devenir Según la Vêdânta": "Lo que acabamos de decir debe hacer comprender que las doctrinas que nos proponemos tratar se oponen, por su misma naturaleza, a toda tentativa de "vulgarización"; sería ridículo querer "poner al alcance de todos", como frecuentemente se dice en nuestra época, concepciones que solamente pueden estar destinadas a una élite, y tratar de hacerlo sería el medio más seguro para deformarlas. Habíamos explicado en otra ocasión qué cosa nosotros entendíamos por élite intelectual, cual será su rol si ella llegara a constituirse algún día en Occidente, y como el estudio real y profundo de las doctrinas orientales es indispensable para preparar su formación. Es en vista de este trabajo,...que nosotros creemos deber exponer ciertas ideas para aquellos que son capaces de asimilarlas, sin hacerles sufrir jamás ninguna de aquellas modificaciones ni de aquellas simplificaciones que son propias de los "vulgarizadores", y que irían en el sentido directamente opuesto al fin que nos proponemos. En efecto, no es la doctrina la que debe bajar y restringirse a la medida del entendimiento limitado del vulgo; corresponde a aquellos que están en grado de elevarse hacia la comprensión de la doctrina en su pureza integral, y es solamente de esta manera que se puede formar una verdadera élite intelectual. Entre aquellos que reciben una misma enseñanza, algunos la comprenden y la asimilan más o menos completamente, más o menos profundamente, según la extensión de sus posibilidades intelectuales; y es así que se opera en modo totalmente natural aquella selección sin la cual no podría haber verdadera jerarquía".

Pietro Nutrizio