miércoles, 31 de julio de 2013

El Graal y la búsqueda iniciática (René Guenon)


                          RENÉ GUÉNON: EL ESOTERISMO DEL GRIAL

 

 

Cuando hablamos del esoterismo del Grial, no entendemos sólo por ello que, co­mo todo simbolo verdaderamente tradicio­nal, presenta un lado esotérico, es decir, que a su significado exterior y generalmente conocido se superpone otro significado de un orden más profundo, que no es accesible mas que para aquellos que han accedido a un cierto grado de comprensión. En reali­dad, el símbolo del Grial, con todo lo que se relaciona con él, es de aquellos cuya mis­ma naturaleza es esencialmente esotérica e iniclatica; esto es lo que explica muchas de sus particularidades que de otro modo apa­recerían como enigmas insolubles, y la difu­sión exterior que tuvo la leyenda del Grial, en una determinada época y en determinadas circunstancias, no cambia nada este carác­ter. Esto requiere algunas explicaciones; pe­ro, en principio, debemos destacar que esta difusión se sitúa enteramente en un período muy breve, que, sin duda, apenas sobrepasa medio siglo; parece tratarse, por consiguien­te, de la súbita manifestación de alguna co­sa que no intentaremos definir de una ma­nera precisa, y que habría entrado luego, no menos súbitamente, en la sombra; cua­lesquiera que hubieran podido ser las razo­nes para ello, tenemos aquí un problema his­tórico del que nos asombramos que parez­ca que nunca se haya pensado en exami­narlo con la atención que merecería.

Las condiciones en las que se produjo esta manifestación requieren algunas obser­vaciones importantes; en efecto, las novelas del Grial parecen, a primera vista, contener elementos bastante entremezclados, y algu­nos, sin llegar no obstante hasta negar la existencia de un significado de orden es­piritual, han creído poder hablar de este res­pecto de «invenciones de poetas». A decir verdad, estas invenciones, cuando se en­cuentran en cosas de este orden, lejos de refe­rirse a lo esencial, no hacen más que disi­mularlo, voluntariamente o no, bajo las apa­riencias engañosas de una «ficción» cual­quiera; y en ocasiones lo llegan a disimular incluso demasiado bien, porque, cuando ellas se hacen demasiado usurpadoras, acaba por llegar a ser casi imposible descubrir el sentido profundo y original. Este peligro es de temer, sobre todo, cuando el mismo poeta no tiene conciencia del valor real de los símbolos, porque es evidente que este ca­so puede presentarse; el apólogo del «asno que lleva las reliquias» se aplica aquí como en tantas otras cosas; y el poeta, entonces, podrá transmitir sin saberlo datos iniciáticos cuya auténtica naturaleza se le escape. La cuestión se plantea aquí muy particular­mente: ¿fueron de éstos, los autores de las novelas del Grial, o, al contrario, fueron conscientes, en un grado u otro, del sentido profundo de lo que expresaban? Desde luego no es fácil responder a ello con certeza, porque las apariencias pueden engañar: en presencia de una mezcla de elementos insig­nificantes o incoherentes uno está tentado de pensar que el autor no sabia lo que ha­blaba; sin embargo, no es forzosamente así, porque ocurre a menudo que las obscuri­dades e igualmente las contradicciones son perfectamente intencionadas, y los detalles inútiles tienen expresamente por fin desviar la atención de los profanos, de la misma manera que un símbolo puede ser disimulado intencionadamente en un motivo de orna­mentación más o menos complicado; en la Edad Media, sobre todo, abundan los ejemplos de este tipo, como ocurre con Dante y los «Fieles de Amor». El hecho de que el significado superior trasluzca menos en Chré­tien de Troyes, por ejemplo, que en Robert de Boron, no prueba pues, necesariamente, que el primero fuera menos consciente del mismo que el segundo; y aún menos habría que concluir que este significado estuviese ausente en sus escritos, lo que sería un error comparable a aquel que consiste en atribuir a los antiguos alquimistas preocupaciones de orden únicamente material, por la única razón que ellos no juzgaron conveniente es­cribir con todas las letras que su ciencia era en realidad de naturaleza espiritual. Por lo demás, la cuestión de la «iniciación» de los autores de las novelas tiene quizá menos importancia de lo que se podría creer en un principio, porque, de todas formas, no cam­bia nada los aspectos bajo los cuales el tema es presentado; puesto que se trata de una «exteriorización» de datos esotéricos, pero que, por otra parte, en modo alguno puede ser una «vulgarización», es fácil  com­prender que deba ser así. Iremos más lejos: un profano puede muy bien, igualmente, por una «exteriorización» así, haber servido de portavoz de una organizacion iniciatica, que lo habría escogido a este efecto simplemente por sus cualidades de poeta o de escritor, o por cualquier otra razón contingente. Dan­te escribía con perfecto conocimiento de cau­sa; Chrétien de Troyes, al igual que Robert de Boron y tantos otros, fueron probable­mente mucho menos conscientes de lo que expresaban, y, quizá incluso, algunos de ellos no lo fueron en absoluto; pero poco importa en el fondo, porque, si había detrás de ellos una organización iniciática, cual­quier que fuese, el peligro de una deforma­ción debida a su incomprensión quedaba, por ello mismo, descartado; esta organiza­ción podía guiarlos constantemente sin que ellos mismos ni siquiera se enterasen, ya fue­se por que algunos de sus miembros les suministrasen los elementos a poner en la obra, ya fuese por las sugerencias o por in­fluencias de otro tipo, más sutiles y menos «tangibles», pero no por ello menos reales ni menos eficaces. Por otra parte, esto no es más que un aspecto de la cuestión: por el he­cho de que la leyenda del Grial se presente bajo una forma propiamente cristiana, en la que sin embargo, se encuentran elemen­tos de otra procedencia y cuyo origen es ma­nifiestamente anterior al Cristianismo, se ha querido a veces considerar estos elementos de alguna manera como «accidentales», co­mo si se hubieran añadido a la leyenda «des­de fuera» y que no poseyeran más que un carácter simplemente «folklórico». A este respecto, debemos decir que la concepción misma del «folklore», como más habitual­mente se la entiende en nuestra época, des­cansa sobre una idea radicalmente falsa, la idea de que existen «creaciones populares», productos espontáneos de la masa popular; es evidente que esta concepción está estrecha­mente ligada a ciertos prejuicios modernos, y no insistiremos aquí en todo lo que hemos dicho al respecto en otras ocasiones. En rea­lidad, cuando se trata, como ocurre casi siempre, de elementos tradicionales, en el verdadero sentido de la palabra, por más deformados, menguados o fragmentados que puedan estar a veces, y de cosas poseedoras de valor simbólico real, aunque, a menudo, disimulado bajo una apariencia más o menos «mágica» o «fantástica», todo esto, lejos de tener un origen popular, no es, en definitiva, ni siquiera de origen humano, porque la tradición se define precisamente, en su misma esencia, por su carácter suprahuma­no. Lo que puede ser popular es únicamente el hecho de la «supervivencia», cuando estos elementos pertenecen a formas tradicionales desaparecidas; y, a este respecto, el término «folklore» adquiere un significado bastante próximo al de «paganismo», teniendo sólo en cuenta la etimología de este último y qui­tándole la intención polémica e injuriosa. El pueblo conserva así, sin comprenderlos, los residuos de tradiciones antiguas, que se remontan incluso a veces a un pasado tan lejano que sería imposible determinarlo exac­tamente y que nos contentamos con remitir, por esta razón, al terreno nebuloso de la «prehistoria»; cumple en esto la función de una especie de memoria colectiva, más o menos «subconsciente», cuyo contenido proviene manifiestamente de otra parte. Lo que puede parecer más asombroso es que, cuando se va al fondo de las cosas, se comprueba que lo que se ha conservado de ese modo con­tiene sobre todo, bajo una forma más o me­nos velada, una suma considerable de datos de orden propiamente esotérico, es decir, precisamente lo que es menos popular por naturaleza. De este hecho sólo existe una explicación plausible: cuando una forma tra­dicional está a punto de extinguirse, sus úl­timos representantes pueden muy bien con­fiar voluntariamente a esta memoria colec­tiva de la que acabamos de hablar lo que de otro modo se perdería irremisiblemente; éste es, en suma, el único modo de salvar lo que puede serlo en una cierta medida; y, al mis­mo tiempo, la incomprensión natural de la masa es una garantía suficiente de que lo que poseía un carácter esotérico no por ello será desposeído del mismo, permaneciendo solamente, como una especie de testimonio del pasado, para aquellos que, en otros tiem­pos, serán capaces de comprenderlo.

Dicho esto, no vemos por qué se atribuiría indistintamente al «folklore», sin un examen más amplio, todos los elementos «precris­tianos», y más particularmente célticos, que se encuentran en la leyenda del Grial, pues la distinción que conviene hacer a este res­pecto es la de las formas tradicionales desa­parecidas y las que están vivas actualmente, y, por consiguiente, la pregunta que se debe­ría hacer es la de saber si la tradición cél­tica había realmente cesado de vivir cuando se constituyó la leyenda de que se trata. Esto es, cuando menos, dudoso: por una parte, esta tradición pudo mantenerse por más tiempo de lo que de ordinario se cree, con una organización más o menos oculta, y, por otra parte, esta misma leyenda, en sus elementos esenciales, puede ser mucho más antigua de lo que piensan los «crí­ticos», no porque hubiera forzosamente tex­tos hoy en día desaparecidos, sino, antes bien, por una transmisión oral que puede haber durado varios siglos, lo que está lejos de ser un hecho excepcional. Por nuestra parte vemos ahí la señal de una «unión» entre dos formas tradicionales, una antigua y otra entonces nueva, la tradición céltica y la tradición cristiana, unión por la cual, lo que debía conservarse de la primera fue, de alguna forma, incorporado a la segunda, modificándose sin duda hasta cierto punto, por adaptación y asimilación, pero no hasta el extremo de transponerse sobre otro plano como lo quisieran algunos, pues existen equi­valencias entre todas las tradiciones regula­res. Tenemos pues aquí algo muy distinto que una simple cuestión de «fuentes», en el sentido en que lo entienden los eruditos. Sería quizá difícil precisar exactamente el lu­gar y la fecha en que se produjo esa unión, pero esto no posee más que un interés secun­dario y casi únicamente histórico; es fácil, además, concebir que estas cosas son de aquellas que no dejan vestigios en «docu­mentos» escritos. El punto importante para nosotros, y que no nos parece de ningún modo dudoso, es que los origenes de la le­yenda del Grial deben relacionarse con la transmisión de ciertos elementos tradiciona­les, de orden más propiamente iniciático, del Druidismo al Cristianismo; habiéndose efectuado esta transmisión regularmente, y, fueran cuales fueren, por otra parte, sus modalidades, esos elementos formaron des­de entonces parte integrante del esoterismo cristiano. La existencia de éste en el Medievo es absolutamente cierta; abundan pruebas de todo tipo para quien sepa verlas, y las negaciones, debidas a la incomprensión mo­derna, ya provengan de partidarios o adver­sarios del Cristianismo, nada prueban contra este hecho. Conviene fijarse bien en que de­cimos «esoterismo cristiano» y no «Cristia­nismo esotérico»; porque no se trata, en absoluto, de una forma especial de Cris­tianismo, se trata de la vertiente «interior» de la tradición cristiana, y es fácil comprender que en ello hay más que una simple dife­renciación. Además, cuando conviene dis­tinguir en una forma tradicional dos facetas, una exotérica y otra esotérica, debe enten­derse bien que ellas no se refieren al mismo terreno, de modo que no puede haber entre ellas conflicto u oposición de ningún tipo; en particular, cuando el exoterismo reviste un carácter específicamente religioso, como es aquí el caso, el esoterismo correspondiente, aun teniendo necesariamente en él su base y su apoyo, no tiene en sí mismo nada que ver con el terreno religioso, y se sitúa en un orden totalmente distinto. De esto resulta inmediatamente que ese esoterismo no puede en ningún caso ser representado por «Igle­sias» o «sectas» cualesquiera, las cuales, por definición misma, son siempre religiosas, luego exotéricas; bien es verdad que algunas «sectas» han podido nacer de una confusión entre la dos esferas y de una «exteríorización» errónea de datos esotéricos mal com­prendidos y mal aplicados; pero las organi­zaciones iniciáticas verdaderas, mantenién­dose estrictamente en el terreno que les es propio, permanecen forzosamente ajenas a tales desviaciones, y su misma «regularidad» las obliga a no reconocer más que lo que pre­senta un carácter de rigurosa ortodoxia, aun­que sólo fuera en el aspecto exotérico. Se puede estar bien seguro por este motivo que aquellos que quieren relacionar con «sectas» lo que concierne al esoterismo o a la ini­ciación, Siguen un camino equivocado y no pueden mas que perderse; no es necesario examinar las cosas de más cerca para descartar toda hipótesis de este tipo, y, si en algunas «sectas» se encuentran elementos que parecen ser de naturaleza esotérica, hay que concluir de ello de que de ningún modo tienen en ellas su origen, si no que, bien al contrario, han sido desviados en ellas de su verdadero significado. Puesto que esto es así, algunas aparentes dificultades a las que hacía alusión al princi­pio se encuentran al punto resueltas, o, mejor dicho, se aprecia que son inexistentes: no hay motivos para preguntarse, por ejem­plo, cual puede ser la situación con relación a la ortodoxia cristiana, entendida en su sen­tido ordinario, de una línea de transmisión al margen de la «sucesión apostólica», como aquella que encontramos en algunas versio­nes de la leyenda del Grial; se trata aquí de una jerarquía iniciática, la jerarquía religio­sa o eclesiástica no puede de ninguna manera ser afectada por su existencia, que no le con­cierne, y que, por otra parte, ella no tiene por qué conocer «oficialmente», si podemos de­cirlo así, porque ella misma no tiene compe­tencia y no ejerce jurisdicción legítima más que en el terreo exotérico. Igualmente, cuan­do se trata de una fórmula secreta relaciona da con ciertos ritos, hay una singular inge­nuidad en preguntarse si la pérdida u omi­sión de esta fómrula no corre el riesgo de im­pedir que la celebración de la misa pueda ser contemplada como válida; la misa, tal como es, es un rito religioso, mientras que en aquel caso, se trata de un rito iniciático, lo que indica suficientemente su carácter secreto; cada uno es válido dentro de su orden, e in­cluso, si uno y otro tienen en común un ca­rácter «eucarístico», como ocurre también en el caso de la cena rosacruciana, esto no cambia nada de esta distinción esencial, co­mo tampoco el hecho de que un mismo sím­bolo pueda ser interpretado a la vez desde los dos puntos de vista, exotérico y esotéri­co, no impide que éstos sean profundamente distintos y se refieran. como ya lo hemos dicho, a terrenos completamente diferentes; cualesquiera que puedan ser a veces las se­mejanzas exteriores, que se explican, por otra parte, por algunas correspondencias reales, el alcance y la finalidad de los ritos iniclatico son completamente distintos que los de los ritos religiosos.

Ahora bien, que los escritos que conciernen a la leyenda del Grial emanaran, directa o indirectamente, de una organización iniciá­tica, esto no quiere decir, en absoluto, que constituyan un ritual de iniciación, como al­gunos lo han supuesto bastante caprichosa­mente; y es curioso notar que nadie ha emi­tido jamás una hipótesis semejante, por lo menos que sepamos, para obras que, sin em­bargo, describen de forma mucho más ma­nifiesta un proceso iniciátíco, como la Divina Comedia o el Roman de la Rose; es bien evidente que todos los escritos que pre­sentan un carácter esotérico no por ello son rituales. En el presente caso, esta suposición tropieza con cierto número de inverosimilitu­des: tal es, en particular, el hecho de que el pretendido candidato tenga que formular una pregunta, en lugar de tener, por el con­trario, que responder a las preguntas del ini­ciador, como ocurre en general; las divergen­cias que existen entre las diferentes versio­nes son igualmente incompatibles con el ca­rácter de un ritual, que tiene necesariamente una forma fija y bien definida; pero creemos poco útil insistir más sobre este punto. Por otro lado, cuando hablamos de organizacio­nes iniciáticas, debe quedar bien claro que no hay que imaginárselas en modo alguno, siguiendo un error muy extendido que a me­nudo hemos tenido que señalar, como sien­do, más o menos, lo que hoy día se deno­mína «sociedades», con todo el aparato de formalidades exteriores que esta palabra im­plica; si algunas de entre ellas, en Occidente, han llegado a tomar tal forma, esto no es más que el efecto de un tipo de degeneración muy moderno. Allí donde nuestros contem­poráneos no encuentran nada que se asemeje a una «sociedad», muy a menudo parecen no ver otra posibilidad que la de una cosa vaga e indeterminada, que no tiene más que una existencia simplemente «ideal», es decir, en suma, para quien no se para en palabras, puramente imaginaria; pero las realidades iniciáticas no tienen nada en común con es­tas concepciones nebulosas, y, al contrario, son algo muy «positivo». Lo que interesa saber ante todo es que ninguna iniciación puede existir fuera de toda organización y de toda transmisión regular; y, precisamente, si se quiere saber donde se encuentra verdade­ramente lo que se ha llamado a veces el «se­creto del Grial», hace falta referirse a la constitución de los centros espirituales de donde emana toda iniciación, porque, bajo la cobertura de los relatos legendarios, de es­to es esencialmente de lo que se trata en rea­lidad.

Hemos expuesto en nuestro estudio sobre el Roi du Monde las consideraciones que se refieren a esta cuestión y no podemos hacer aquí otra cosa que resumirías; pero conviene que indiquemos al menos lo que es el simbo­lismo del Grial en si mismo, dejando de la­do los detalles secundarios de la leyenda, por significativos que puedan ser. A este respec­to, debemos decir en primer lugar que, aun­que hayamos hablado hasta aquí de la tra­dición céltica y de la tradición cristiana, porque ellas son las que nos conciernen di­rectamente cuando se trata del Grial, el símbolo de la copa o del vaso es, en realidad, de los que bajo una forma u otra, se en­cuentran en todas las tradiciones y de los que se puede decir que pertenecen verdade­ramente al simbolismo universal. También nos hace falta precisar que, a pesar de lo que puedan pensar aquellos que se atienen a un punto de vista exterior y exclusivamen­te histórico, esta comunidad de símbolos, entre las formas tradicionales más diversas y más alejadas unas de otras, en el espacio y en el tiempo, de ningún modo es debida a «préstamos», que, en muchos casos, serían completamente imposibles; la verdad es que estos símbolos son universales porque pertenecen ante todo a la tradición primordial de la que todas estas formas diversas han derivado, directa o indirectamente. Las asi­milaciones que algunos «historiadores de las religiones» han contemplado respecto al «vaso sagrado», son, pues, completamente jus­tificadas en sí mismas; pero lo que hay que rechazar es, por una parte, sus explicaciones de la «migración de los símbolos», que pre­tenden que no hacen referencia más que a simples contingencias históricas, y también, por la otra, las interpretaciones «naturalis­tas» que no son debidas más que a la in­comprensión moderna del simbolismo y que no podrían ser válidas para ninguna tradición. Es particularmente importante llamar aquí la atención sobre este último punto, porque algunos, aceptando sin discusión tal interpretación para el «vaso de abundancia» de las tradiciones antiguas, céltica y otras, han creído que en ellas no había ninguna vinculación real con el significado «eucarístico» de la copa en el Cristianismo, de ma­nera que la similitud establecida entre uno y otra en la leyenda del Grial no seria más que uno de esos elementos supuestamente «folklóricos» que ellos consideran como sobreañadidos y cuyo carácter y alcance desconocen enteramente; por el contrario, para quien comprende bien el simbolismo, no solamente no hay aquí ninguna diferencia radi­cal, sino que, incluso puede decirse que en el fondo es exactamente la misma cosa. En to­dos los casos, aquello de que se trata es siem­pre el recipiente que contiene el alimento o la bebida de la inmortalidad, con todos los sig­nificados que están implicados en ello, com­prendido aquel que lo asimila al conoci­miento tradicional mismo, en cuanto éste es el «pan bajado del cielo», conforme a la afir­mación evangélica según la cual «no sólo de pan -terreno- vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios», es decir, de una manera general, que emana de un origen suprahumano, y que, bajo cual­quier forma exterior con que se revista, es siempre y en definitiva una expresión o una manifestación del Verbo divino. Por esto es por lo que, por otra parte, el Grial no es sólo una copa, sino que aparece también al­gunas veces como un libro, que es propia­mente el «Libro de Vida», o el prototipo celeste de todas las Escrituras sagradas; am­bos aspectos pueden incluso encontrarse reu­nidos, pues, en algunas versiones, el libro es reemplazado por una inscripción trazada sobre la copa por un ángel o por Cristo mismo. Recordaremos también a este respec­to el lapsit exilis de Wolfram von Eschen­bach, la piedra caída del Cielo sobre la que aparecían en determinadas circunstancias inscripciones de origen asimismo «no huma­no»; pero no podemos insistir más sobre estos aspectos, menos conocidos general­mente que aquel en el que el Grial es re­presentado bajo la forma de una copa. Se­ñalaremos únicamente, para mostrar que, a pesar de las apariencias, estos diferentes as­pectos no son de ningún modo contradicto­rios entre sí, que incluso cuando es una copa, el Grial es también, al mismo tiempo, una piedra, e incluso una piedra caída del Cielo, porque, según la leyenda, habría sido tallada por los ángeles de una esmeralda despren­dida de la frente de Lucifer cuando su caída. Este origen es particularmente destacable, porque esta esmeralda frontal se identifica con el «tercer ojo» de la tradición hindú, que representa el «sentido de la eternidad», lo que nos devuelve, por lo demás, a la idea del «alimento de inmortalidad», pues es evi­dente que la verdadera inmortalidad está esencialmente vinculada a la posesión de ese «sentido de la eternidad»; y, como éste vie­ne dado por el conocimiento efectivo de la verdad tradicional, vemos que todo esto es en realidad perfectamente coherente.

Se ha dicho también que el Grial fue con­fiado a Adán en el Paraíso terrenal, pero que, después de su caída, Adán lo perdió a su vez, pues no pudo llevárselo consigo cuando fue expulsado del Edén; con el signi­ficado que acabamos de indicar, esto se comprende inmediatamente. En efecto, el hombre, separado de su centro original, des­de entonces se encontraba encerrado en la esfera temporal; ya no podía, por consi­guiente, alcanzar el punto único desde el que todas las cosas son contempladas bajo el aspecto de la eternidad. En otras palabras, esta posesión del «sentido de la eternidad», del que acabamos de hablar, pertenece, pro­piamente dicho, a lo que todas las tradicio­nes denominan el «estado primordial», cuya restauración constituye el primer estadio de la verdadera iniciación, siendo la condición previa para la conquista efectiva de los esta­dos suprahumanos, pues la comunicación con éstos no es posible más que a partir del punto central del estado humano; bien enten­dido que lo que representa el Paraíso terre­nal no es otra cosa que el «Centro del Mun­do». Así, el Grial corresponde, al mismo tiempo, a dos cosas, una doctrina tradicio­nal y un estado espiritual, que son estrecha­mente solidarios una de otro: aquel que posee íntegramente la tradición primordial y que ha llegado al grado de conocimiento efecti­vo que implica esencialmente esta posesión queda, en efecto, por ello mismo, reintegra­do en la plenitud del «estado primordial», lo que equivale a decir que, en lo sucesivo, estará restituido en el «Centro del Mundo». Por otro lado, la copa es, por ella misma, uno de los símbolos cuyo significado es esencialmente «central», al igual que la lanza que acompaña al Grial, que es, de algún mo­do, complementaria de éste, siendo una de las representaciones tradicionales del «Eje del Mundo», el cual, pasando por el punto central de cada estado, une entre sí todos los estados del ser. Este significado de la copa resulta inmediatamente de su asimilación simbólica con el corazón; no deja de tener interés señalar, a este respecto, que en los antiguos jeroglíficos egipcios el corazón mis­mo era representado por un vaso; por otra parte, el corazón y la copa tienen, tanto el uno como la otra, por esquema geométrico el triángulo, cuya punta está dirigida hacia abajo, tal como se encuentra, en particular, en algunos yantras de la India. Por lo que se refiere más particularmente al Grial, bajo la forma específica cristiana de la leyenda, su conexión con el corazón de Cristo, cuya sangre contiene, es demasiado evidente para que sea necesario insistir más en ello. En todas las tradiciones, «Corazón del Mundo» y «Centro del Mundo» son expresiones equi­valentes; no habiendo aquí, por otra parte, nada contradictorio con lo que hemos dicho antes respecto del «tercer ojo», pues, en la medida en que el corazón es considerado como centro del ser, es también en él donde reside realmente «el sentido de la eternidad». Pero naturalmente no podemos pensar en ex­tendernos aquí sobre la concordancia de es­tos diversos símbolos, ni sobre su relación con ciertas «localizaciones» que se corres­ponden con diferentes grados o estados espi­rituales del ser humano.

Hemos de hablar todavía un poco de la «demanda del Grial», que se vincula también a un simbolismo muy general, pues, en casi todas las tradiciones, se alude a un algo que, a partir de una determinada época, ha­bría sido perdido o cuando menos ocultado, y que la iniciación debe permitir encontrar de nuevo; este «algo» puede ser representa do de muy diferentes formas según los casos, pero, en el fondo, el sentido es siempre el mismo. Cuando se dice que Set logró volver a entrar en el Paraíso terrenal y pudo así recuperar el precioso vaso que otros poseye­ron después de él, debe comprenderse que se trata del establecimiento de un centro espíritual destinado a reemplazar al Paraíso per­dido, y que era como una imagen de éste; y entonces esta posesión del Grial representa la conservación íntegra de la tradición pri­mordial en un centro espiritual así. La pérdi­da del Grial o de alguno de sus equivalentes simbólicos es, en suma, la pérdida de la tra­dición con todo lo que ésta comporta; por otra parte, a decir verdad, esta tradición está oculta más que perdida, o al menos, no pue­de nunca estar perdida más que para algu­nos centros secundarios, cuando éstos dejan de estar en relación directa con el Centro Su­premo. En cuanto a este último, conserva siempre intacto el depósito de la tradición y no es afectado por los cambios que ocurren en el mundo exterior en el transcurso del desarrollo del ciclo histórico; pero, al igual que el Paraíso terrenal se ha vuelto inaccesible, el Centro Supremo, que es, en suma, su equivalente, puede, en el transcurso de un cierto período, no ser manifestado exterior­mente, y entonces se puede decir que la tra­dición estará perdida para el conjunto de la humanidad, pues ella no se conserva más que en algunos centros rigurosamente  ce­rrados, y el grueso de la humanidad, aunque reciba todavía de ella ciertos reflejos por me­diación de las formas tradicionales particula­res, que han derivado de ella, ya no partí­cipa de ella de un modo consciente y efecti­vo, contrariamente a lo que tenía lugar en el estado original. La pérdida de la tradición puede ser entendida en este sentido general, o bien ser relacionada con el obscurecimiento del centro espiritual secundario que regía, más o menos visiblemente, los destinos de un pueblo en particular o de una civilización determinada; por consiguiente, hace falta, cada vez que se encuentre un simbolismo que se relacione con ella, examinar si debe ser interpretado en uno o en otro de estos dos sentidos. Además, hay que significar que la constitución misma de los centros secun­darios, correspondientes a formas tradicio­nales particulares, cualesquiera que sean, indica ya un primer grado de oscurecimiento respecto de la tradición primordial, pues­to que el Centro Supremo, desde entonces, deja de estar en contacto directo con el exte­rior y el vínculo sólo se mantiene a través de los centros secundarios, que son los únicos que se conocen; por este motivo es por el cual encontramos a menudo cosas «substi­tuidas», que pueden ser palabras u objetos simbólicos. Por otra parte, si un centro se­cundario llega a desaparecer, se puede decir que, de alguna manera, es reabsorbido en el Centro Supremo, del que no es más que una emanación; aquí, como en el caso del obscu­recimiento general que se produce conforme a las leyes cíclicas, hay además que advertir grados: puede darse el caso de que un centro así pase a ser sólo más oculto y más cerrado, lo cual puede ser representado por el mismo simbolismo que su desaparición completa, pues, todo alejamiento del exterior es, al mismo tiempo, y en una medida equivalente, un retorno al Principio. Queremos hacer alu­sión aquí, más particularmente, al simbolis­mo de la desaparición final del Grial: que éste fuera arrebatado al Cielo, según algunas versiones, o transportado al «Reino del Pres­te Juan», según otras, esto significa exacta­mente lo mismo, aun cuando los «críticos», que ven contradicciones por todas partes, sin duda ni lo sospechan. Se trata siem­pre de esta misma retirada del exterior ha­cia el interior, en razón del estado del mun­do en una determinada época o, para hablar más exactamente, de esa parte del mundo que está en relación con la forma tradicional considerada; esta retirada no se aplica aquí, por otra parte, más que al lado esotérico de la tradición, mientras el lado exotérico, en un caso como el del Cristianismo, perma­nece sin ningún cambio aparente; pero es precisamente por el lado esotérico por el que se establecen y mantienen los vínculos efec­tivos con el centro supremo, por cuanto estos vínculos implican necesariamente la con­ciencia de la unidad esencial de todas las tradiciones; lo cual no puede ser competencia del exoterismo, cuyo horizonte está siempre limitado exclusivamente a una forma par­ticular. Que subsista, no obstante, cierta re­lación con el Centro Supremo, pero de alguna manera invisible e inconscientemente, mien­tras la forma tradicional considerada perma­nece viva, esto debe darse, forzosamente, a pesar de todo; pues si fuera de otro modo, esto equivaldría a decir que el «espíritu» se habría retirado enteramente de la misma y que ella ya no es verdaderamente más que un cuerpo muerto. Se ha dicho que el Grial ya no fue visto más como antes, pero no se dice que nadie lo viera más; cierto es, al menos en principio, que siempre está presen­te para aquellos que están «calificados»; pero, de hecho, éstos son cada vez más es­casos, hasta el punto de no constituir más que una ínfima excepción; y, desde la época en la que se dice que los verdaderos rosa­cruces se retiraron a Asia, es decir, sin duda, también simbólicamente, al «Reino del Pres­te Juan», ¿qué posibilidades de llegar a la iniciación afectiva pueden todavía encontrar abiertas antes ellos en el mundo occidental?

 

Publicado en "Cahiers du Sud": Lumière du Graal, Paris, 1950. Traducido en "Cielo y     

Tierra": El Graal y la búsqueda iniciática, Barcelona, 1985. 

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