ANÓNIMOS: LITURGIAS DEL
GRIAL
Primera liturgia del Grial
Las llamas iluminaban la
sala con tal claridad que no se podría encontrar en todo el mundo un palacio
alumbrado con más brillo. Mientras descansaban tranquilamente, apareció un
lacayo que salió de una habitación vecina, llevando cogida por el medio del
asta una lanza de blancura deslumbrante.
Entre el fuego y el lecho en que descansaban los contertulios pasó el lacayo y
todos vieron la lanza y el hierro, en su blancura. Una gota de sangre perlaba
la punta del hierro de la lanza y bajaba hasta la mano del portador. El recién
llegado vio esta maravilla y guardó silencio, no atreviéndose a preguntar lo
que significaba Fue que se acordó de forma súbita de las enseñanzas de su
maestro en caballería; ¿no había aprendido de él que es necesario evitar el
hablar demasiado? Si hacía una pregunta, temía lo consideraran como una
villanía y, por lo tanto, permaneció mudo.
Entonces vinieron otros dos
lacayos; eran dos hombres de gran belleza, cada uno llevando en su mano un
lustro de oro esmaltado, y en cada lustro brillaban diez cirios por lo menos.
Después apareció un Grial, que llevaba entre sus dos manos una hermosa y gentil
doncella noblemente vestida, que seguía a los lacayos. Una vez que hubo entrado
con el Grial, se inundó la sala con una enorme claridad tal que los cirios
empalidecieron, como sucede con las estrellas o la luna al levantarse el sol.
Tras esta joven venía otra, llevando un tajo de plata. El Grial que estaba allí
era del más puro oro, lleno de piedras preciosas de lo más rico y variado que
existe, tanto en tierra como en el mar; no hay gema que pueda compararse a las
del Grial. Inmediatamente después de que hubiera pasado la lanza por delante
del lecho, hicieron lo propio las doncellas, para desaparecer en la otra
habitación. El lacayo vio el cortejo y, fiel a la lección del sabio y prudente
hombre, no osó preguntar qué significaba este Grial. Yo temía que las cosas se
estropearan, porque he oído contar que muchas veces el callar demasiado no es
mucho mejor que hablar demasiado. Viniera en buena o mala hora, el lacayo
guardó silencio.
El señor ordenó distribuir
agua y poner los manteles; los servidores obedecieron. Mientras el señor y el
lacayo se lavaban las manos en agua caliente, otros dos sirvientes trajeron una
gran mesa de marfil, hecha de una sola pieza, y la colocaron al momento ante el
señor y su huésped, mientras los otros lacayos traían dos caballetes, cuya
madera poseía un doble mérito, por ser de ébano y de una especial dureza,
tratada de tal forma que se esforzaría cualquiera en vano si intentara quemarla
o que se pudriera, dos peligros que no podrían nunca alcanzarla. Sobre estos
caballetes se colocó la mesa y sobre la mesa se dispuso el mantel. ¿Qué cabe
decir de este mantel? Nunca un embajador, cardenal, ni siquiera el Papa, han
podido comer sobre otro de mayor blancura. El primer plato era una pierna de
ciervo, sazonada con especias y cocida en su grasa. No faltó ni el vino claro
ni el rapé que bebían en copa de oro. Un lacayo trinchó el ciervo sobre una
fuente de plata y fue colocando los trozos sobre un largo pastel.
Por delante de los
invitados pasó por segunda vez el Grial, y el lacayo tampoco preguntó para qué
servía. Pensó en el hombre prudente que era tan gentil y lo había puesto en
guardia para que no hablase demasiado, y su advertencia estaba todavía presente
en su memoria. Pero él estaba más retraído de lo conveniente, porque a cada
nuevo plato que se colocaba ante ellos iba viendo pasar de nuevo el Grial por
delante de sus ojos, completamente al descubierto, y seguía ignorando cuanto
aquello podía significar. No era que no deseara saberlo, sino que en algún
momento sería oportuno el preguntarlo, pensó, a uno de los lacayos, cuando
fuera recibido por el señor y todos sus sirvientes por la mañana. De esta
forma, difirió la cuestión para el día siguiente, esperando hacer honor a la
comida.
La mesa estaba servida
profusamente con todos los platos que acostumbran a comer los monarcas,
emperadores y aristócratas, y los vinos eran de lo más selecto y agradable.
Después de la comida los dos pasaron la velada hablando, mientras que los
criados hacían las camas y preparaban lo necesario para acostarse, disponiendo
también toda suerte de frutas: dátiles, higos y nueces moscadas, granadas para
el final y pasta de jengibre de Alejandría, helada con esencias. Después de
haber bebido licores estimulantes, vino con pimienta, en donde no había ni miel
ni otras especias, y buen vino de moras y aguardiente claro.
El lacayo estaba maravillado,
ya que no tenía costumbre de tales festines. Por último, el hombre prudente le
dijo: «Amigo, ésta es la hora de irse a acostar; sí lo permitís, voy a mi
cámara, donde me aguarda mi lecho, y vos dormiréis aquí, cuando os convenga. Yo
no tengo ningún poder sobre mi cuerpo y es preciso que lo deje reposar».
Tras decir esto, salieron
cuatro robustos sargentos de una habitación vecina y cogiendo por los cuatro
ángulos el lecho sobre el que se había tumbado lo transportaron a su cámara.
Con el el extranjero quedaron únicamente los lacayos para servirle y cuidar de
él. Cuando le pareció bien, lo ayudaron a desnudarse y lo acostaron entre
blancas sábanas de lino finísimo.
Chrétien de TROYES, Perceval
el Galés; traducido de la versión en francés moderno de Lucien FOULET,
Segunda liturgia del Grial
En la hora de vísperas
cambió el tiempo, se oscureció y se levantó un intenso viento, que entraba en
la sala, tan caliente que muchos creyeron que iban a ser quemados y otros
temblaron de terror. Una voz les dijo: «Que aquellos que no deben sentarse a la
mesa de Jesucristo se marchen, porque ha llegado el tiempo en que los
verdaderos caballeros han de ser alimentados con la celestial comida».
Ante estas palabras, todos
salieron de la sala sin esperar más, salvo el rey Pellés, que era un hombre
sabio y de muy santa vida, Elyézer, su hijo, y una doncella, nieta del rey, la
más religiosa que había en todo el país. Con ellos permanecieron los tres
compañeros, para ver qué manifestación les reservaba Nuestro Señor. Al cabo de
un instante vieron penetrar a través de la puerta a nueve caballeros
armados de punta en blanco, que se fueron despojando de sus armaduras, e inclinándose
ante Galaad, dijeron: «Señor, hemos venido con gran prisa para sentarnos
contigo en la mesa, en la que participaremos de la más elevada de las comidas».
Galaad les contestó que llegaban a tiempo, porque él mismo y sus compañeros
acababan de llegar. Todos tomaron asiento alrededor de la mesa y Galaad les
preguntó de dónde venían. Tres le contestaron que de la Galia, otros tres que
de Irlanda, y el resto de Dinamarca.
Mientras hablaban vieron
surgir de una habitación próxima un lecho de madera, llevado por cuatro
doncellas, en el que descansaba un hombre que parecía haber sido herido y ceñía
sus sienes con una corona de oro. Lo dejaron en medio de la sala y se
retiraron. El hombre que ocupaba el lecho levantó su cabeza y, dirigiéndose a
Galaad, dijo: «Sed bienvenido, señor; he deseado mucho vuestra llegada, y esto
me hacía sufrir hasta tal punto que otro hombre no hubiera podido soportarlo
mucho tiempo. Pero, si Dios así lo dispone, he aquí llegado el tiempo en que mi
dolor será consolado y podré, por fin, abandonar este mundo tal como se me ha
prometido».
A continuación escucharon
una voz que decía: « ¡Que todos los que no son compañeros de la búsqueda del
Santo Grial salgan de aquí, porque no tienen derecho a permanecer por más
tiempo». Entonces el rey Pellés, su hijo Elyézer, y la doncella abandonaron la
sala, no quedando más que los que a sí mismos se reconocían como compañeros de
la «búsqueda». En este momento creyeron ver descender del cielo a un hombre
cuya vestimenta recordaba la de un obispo, con una cruz en su mano y una mitra
en la cabeza. Cuatro ángeles lo traían sobre una espléndida silla y lo
depositaron sobre la mesa en la que estaba el Santo Grial. El hombre que
semejaba un obispo tenía en la frente letras que decían: «He aquí a José, el
primer obispo de Nuestro Señor, consagrado en la ciudad de Sarraz, en el
Palacio espiritual». Los caballeros leían bien estas letras, pero se
preguntaban con sorpresa lo que podían significar, puesto que el José a que
hacían referencia hacía mucho tiempo que había muerto, más de trescientos años.
Se les habló de esta manera: «¡Oh caballeros de Nuestro Señor, sargentos de
Jesucristo, nos os asombréis de verme ante vosotros, tal como estoy, al lado de
este Santo Vaso; el mismo en que lo serví cuando era una criatura terrena y el
mismo en que le sirvo ahora en espíritu! ».
Luego se aproximó a la
mesa de plata y se prosternó con las rodillas y los codos en el suelo, ante el
altar. Había transcurrido un buen rato cuando se oyó abrir la puerta de la
cámara con gran estrépito. Miró hacia aquel costado, y todos los presentes lo
hicieron a su vez para ver cómo aparecían los cuatro ángeles que habían traído
a José; dos de ellos portaban cirios, el tercero una tela de seda bermeja y el
cuarto una lanza que sangraba tan abundantemente que las gotas caían en forma
de chorro en el interior de una vasija que mantenía en la otra mano. Los dos
primeros dejaron los cirios sobre la mesa, el tercero depositó la seda al lado
del Santo Vaso, el cuarto mantuvo la lanza derecha por encima del Santo Vaso,
de tal forma que la sangre escurría a lo largo del hierro y allí se derramaba.
Cuando todo esto se hubo cumplido, José se levantó, elevó un tanto la lanza por
encima del Santo Vaso y lo cubrió con la tela.
Entonces José hizo como si
entrase en el sacramento de la misa. Al cabo de un momento, tomó del Santo Vaso
una hostia hecha semejando al pan, y cuando la elevó descendió del cielo la
figura de un niño que tenía el rostro rojo y abrasado, como si fuera de fuego;
la figura infantil penetró en la hostia, y cuantos se encontraban en la sala
vieron cómo el pan tomaba forma de hombre camal. José la tuvo un momento
elevada y después la volvió a colocar en el Santo Vaso.
Cuando José hubo hecho
cuanto incumbe al sacerdote en el oficio de la misa, se dirigió hacia Galaad,
lo besó y le indicó que besara a su vez a sus hermanos; así lo hizo éste, y
entonces José dijo: « ¡Sargentos de Jesucristo, que habéis soportado tantas
penas y trabajos para poder contemplar una parte de las maravillas del Santo
Grial, sentaos a esta mesa y allí seréis alimentados por la propia mano de
vuestro Salvador, con la mejor comida que un caballero haya podido gustar
jamás, y así podréis decir que vuestros sufrimientos no han sido en vano, ya
que habéis logrado la más alta recompensa del mundo». Habiendo hablado así,
José desapareció, sin que se pueda saber lo que ha sido de él. Se sentaron
entonces a la mesa, no sin gran temor, y la emoción llenó sus rostros con las
más tiernas de las lágrimas.
Vieron salir entonces del
Santo Vaso a un hombre completamente desnudo, cuyas manos y pies sangraban, y
que les dijo: «Vosotros, mis caballeros, mis sargentos, mis hijos leales,
vosotros que en esta vida mortal habéis alcanzado el convertiros en criaturas
espirituales, que tanto me habéis buscado, ya no puedo por más tiempo ocultarme
a vuestros ojos y es conveniente que contempléis una parte de mis misterios y
de mis secretos, puesto que vuestras hazañas os han conducido hasta mi mesa, a
la que ningún caballero se había vuelto a sentar desde el tiempo de José de
Arimatea. Por otra parte, ellos han tenido el premio que corresponde a los
buenos servidores, es decir, que los caballeros aquí presentes y otros muchos
se han nutrido con la gracia del Santo Vaso, pero ninguno lo ha logrado tan
directamente como vosotros ahora. Recibid, por tanto, el más elevado de los
alimentos, que deseáis desde hace tanto tiempo, y para lograr el cual tanto
habéis tenido que laborar y sufrir».
Tomando el Santo Vaso se
aproximó a Galaad, que se hincó de rodillas y recibió jubilosamente a su
Salvador, con las manos juntas. Los demás, cada uno a su vez, hicieron lo
propio, y cada uno estaba seguro de que se le había puesto en su boca la hostia
entera. Cuando todos hubieron recibido la más elevada de las comuniones, tan
maravillosamente dulce que creían tener en su cuerpo todas las suavidades del
mundo, Aquel que les había alimentado habló de esta forma, dirigiéndose a
Galaad: « ¡Hijo mío, tú que eres tan puro como puede serlo un ser terrestre, ¿sabes
lo que hay entre tus manos?» «No, respondió Galaad, a menos que vos me lo
digáis.» «Es, le contestó, el plato en el que Jesucristo comió el cordero con
sus discípulos el día de Pascua. Este es el plato que ha servido a todos los
que he juzgado como mis buenos servidores. Un plato que jamás ha podido ver un
malvado sin quedar confundido. Y a causa de que este plato ha sido del agrado
de todos los hombres de bien, se le denomina el Santo Grial.
Has visto, por lo tanto, aquello para lo que fuiste invitado y que deseabas
contemplar; pero no has podido percibirlo tan manifiestamente, como un día
llegará en que lo hagas. ¿Sabes dónde ocurrirá esto?, en la ciudad de Sarraz,
en el Palacio espiritual. Te es necesario ir acompañando este Santo Vaso, que
debe partir este noche del reino de Logres, al que no volverá jamás y en donde
no vivirá ninguna otra aventura. ¿Sabes por qué se marcha de aquí?, porque no
ha sido ni servido ni honrado como debiera serlo por los habitantes de estas
tierras, que han elegido un modo de vida malvado y secular, a pesar de estar
alimentados con la gracia de este Santo Vaso. Y puesto que lo han recompensado
tan mal, yo les he privado del honor que en principio les había otorgado. Por
ello, marcharás mañana al amanecer hasta el mar, donde encontrarás, junto a la
playa, el navío del que tomaste la espada del extraño tahalí. Con objeto de que
no estés solo, quiero que te acompañen Perceval y Bohort, y como deseo que no
abandones este país sin haber curado al rey Méhaignié, te ordeno que tomes la
sangre de esta lanza y que con ella frotes sus piernas; es lo único capaz de
devolverle la salud.» « ¡Oh señor! , dijo Galaad, ¿por qué no permitís que
vengan todos conmigo?» «Porque no lo deseo, y, además, todo esto debe hacerse
a semejanza de mis apóstoles. De la misma forma que ellos comieron conmigo el
día de la Cena, al igual vosotros comeréis hoy conmigo en la mesa del Santo
Grial. Vosotros sois doce, al igual que lo fueron los apóstoles. En lo a mí
relativo, soy el número trece, que debe ser vuestro pastor y maestro. De la
misma forma que los separé unos de otros para que fueran a través del mundo a
predicar la verdadera ley, de la misma manera hago con vosotros, enviándoos por
diferentes caminos, y todos moriréis en el cumplimiento de este servicio, con
la excepción de uno solo de todos vosotros.» Después les dio su bendición y
desapareció sin que pudieran sabor lo que de él había sido, sino que lo vieron
subir a los cielos.
Galaad se acercó a la
lanza que estaba sobre la mesa, tocó su sangre y se fue a ungir con ella las
lesiones que el rey Méhaignié tenía en las piernas. Inmediatamente, el rey se
sintió curado y dejó su lecho sano y salvo, dando gracias a Nuestro Señor por
haberle curado de forma tan portentosa. Vivió largos años todavía, pero lejos
del mundo, retirado en un monasterio de monjes blancos, y Nuestro Señor hizo,
por amor suyo, muchos y maravillosos milagros, que la narración no refiere aquí
porque de ello no hay ninguna necesidad.
La
búsqueda del Grial, trasladada al francés moderno por Albert BÉGUIN.
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