martes, 30 de julio de 2013

Anónimos: Liturgias del Grial


ANÓNIMOS: LITURGIAS DEL GRIAL
 

 

Primera liturgia del Grial

 

Las llamas iluminaban la sala con tal claridad que no se podría encontrar en todo el mundo un palacio alumbrado con más brillo. Mien­tras descansaban tranquilamente, apareció un lacayo que salió de una habitación vecina, llevando cogida por el medio del asta una lanza de  blancura deslumbrante. Entre el fuego y el lecho en que descan­saban los contertulios pasó el lacayo y todos vieron la lanza y el hierro, en su blancura. Una gota de sangre perlaba la punta del hierro de la lanza y bajaba hasta la mano del portador. El recién llegado vio esta maravilla y guardó silencio, no atreviéndose a preguntar lo que signi­ficaba Fue que se acordó de forma súbita de las enseñanzas de su maestro en caballería; ¿no había aprendido de él que es necesario evi­tar el hablar demasiado? Si hacía una pregunta, temía lo consideraran como una villanía y, por lo tanto, permaneció mudo.

Entonces vinieron otros dos lacayos; eran dos hombres de gran belleza, cada uno llevando en su mano un lustro de oro esmaltado, y en cada lustro brillaban diez cirios por lo menos. Después apareció un Grial, que llevaba entre sus dos manos una hermosa y gentil doncella noblemente vestida, que seguía a los lacayos. Una vez que hubo en­trado con el Grial, se inundó la sala con una enorme claridad tal que los cirios empalidecieron, como sucede con las estrellas o la luna al le­vantarse el sol. Tras esta joven venía otra, llevando un tajo de plata. El Grial que estaba allí era del más puro oro, lleno de piedras precio­sas de lo más rico y variado que existe, tanto en tierra como en el mar; no hay gema que pueda compararse a las del Grial. Inmediatamente después de que hubiera pasado la lanza por delante del lecho, hicieron lo propio las doncellas, para desaparecer en la otra habitación. El lacayo vio el cortejo y, fiel a la lección del sabio y prudente hombre, no osó preguntar qué significaba este Grial. Yo temía que las cosas se estropearan, porque he oído contar que muchas veces el callar dema­siado no es mucho mejor que hablar demasiado. Viniera en buena o mala hora, el lacayo guardó silencio.

El señor ordenó distribuir agua y poner los manteles; los servi­dores obedecieron. Mientras el señor y el lacayo se lavaban las manos en agua caliente, otros dos sirvientes trajeron una gran mesa de marfil, hecha de una sola pieza, y la colocaron al momento ante el señor y su huésped, mientras los otros lacayos traían dos caballetes, cuya madera poseía un doble mérito, por ser de ébano y de una especial dureza, tratada de tal forma que se esforzaría cualquiera en vano si intentara quemarla o que se pudriera, dos peligros que no podrían nunca alcan­zarla. Sobre estos caballetes se colocó la mesa y sobre la mesa se dis­puso el mantel. ¿Qué cabe decir de este mantel? Nunca un embajador, cardenal, ni siquiera el Papa, han podido comer sobre otro de mayor blancura. El primer plato era una pierna de ciervo, sazonada con especias y cocida en su grasa. No faltó ni el vino claro ni el rapé que bebían en copa de oro. Un lacayo trinchó el ciervo sobre una fuente de plata y fue colocando los trozos sobre un largo pastel.

Por delante de los invitados pasó por segunda vez el Grial, y el la­cayo tampoco preguntó para qué servía. Pensó en el hombre prudente que era tan gentil y lo había puesto en guardia para que no hablase demasiado, y su advertencia estaba todavía presente en su memoria. Pero él estaba más retraído de lo conveniente, porque a cada nuevo plato que se colocaba ante ellos iba viendo pasar de nuevo el Grial por delante de sus ojos, completamente al descubierto, y seguía igno­rando cuanto aquello podía significar. No era que no deseara saberlo, sino que en algún momento sería oportuno el preguntarlo, pensó, a uno de los lacayos, cuando fuera recibido por el señor y todos sus sirvien­tes por la mañana. De esta forma, difirió la cuestión para el día si­guiente, esperando hacer honor a la comida.

La mesa estaba servida profusamente con todos los platos que acos­tumbran a comer los monarcas, emperadores y aristócratas, y los vinos eran de lo más selecto y agradable. Después de la comida los dos pasaron la velada hablando, mientras que los criados hacían las camas y preparaban lo necesario para acostarse, disponiendo también toda suerte de frutas: dátiles, higos y nueces moscadas, granadas para el final y pasta de jengibre de Alejandría, helada con esencias. Después de haber bebido licores estimulantes, vino con pimienta, en donde no había ni miel ni otras especias, y buen vino de moras y aguardiente claro.

El lacayo estaba maravillado, ya que no tenía costumbre de tales festines. Por último, el hombre prudente le dijo: «Amigo, ésta es la hora de irse a acostar; sí lo permitís, voy a mi cámara, donde me aguarda mi lecho, y vos dormiréis aquí, cuando os convenga. Yo no tengo ningún poder sobre mi cuerpo y es preciso que lo deje reposar».

Tras decir esto, salieron cuatro robustos sargentos de una habitación vecina y cogiendo por los cuatro ángulos el lecho sobre el que se había tumbado lo transportaron a su cámara. Con el el extranjero quedaron únicamente los lacayos para servirle y cuidar de él. Cuando le pareció bien, lo ayudaron a desnudarse y lo acostaron entre blancas sábanas de lino finísimo.

 

Chrétien de TROYES, Perceval el Galés; tradu­cido de la versión en francés moderno de Lucien FOULET,

 

 

 

 

Segunda liturgia del Grial

 

En la hora de vísperas cambió el tiempo, se oscureció y se levantó un intenso viento, que entraba en la sala, tan caliente que muchos cre­yeron que iban a ser quemados y otros temblaron de terror. Una voz les dijo: «Que aquellos que no deben sentarse a la mesa de Jesucris­to se marchen, porque ha llegado el tiempo en que los verdaderos ca­balleros han de ser alimentados con la celestial comida».

Ante estas palabras, todos salieron de la sala sin esperar más, salvo el rey Pellés, que era un hombre sabio y de muy santa vida, Elyézer, su hijo, y una doncella, nieta del rey, la más religiosa que había en todo el país. Con ellos permanecieron los tres compañeros, para ver qué manifestación les reservaba Nuestro Señor. Al cabo de un instante vieron penetrar a través de la puerta a nueve caballeros armados de punta en blanco, que se fueron despojando de sus armaduras, e incli­nándose ante Galaad, dijeron: «Señor, hemos venido con gran prisa para sentarnos contigo en la mesa, en la que participaremos de la más elevada de las comidas». Galaad les contestó que llegaban a tiempo, porque él mismo y sus compañeros acababan de llegar. Todos tomaron asiento alrededor de la mesa y Galaad les preguntó de dónde venían. Tres le contestaron que de la Galia, otros tres que de Irlanda, y el resto de Dinamarca.

Mientras hablaban vieron surgir de una habitación próxima un lecho de madera, llevado por cuatro doncellas, en el que descansaba un hombre que parecía haber sido herido y ceñía sus sienes con una corona de oro. Lo dejaron en medio de la sala y se retiraron. El hom­bre que ocupaba el lecho levantó su cabeza y, dirigiéndose a Galaad, dijo: «Sed bienvenido, señor; he deseado mucho vuestra llegada, y esto me hacía sufrir hasta tal punto que otro hombre no hubiera po­dido soportarlo mucho tiempo. Pero, si Dios así lo dispone, he aquí llegado el tiempo en que mi dolor será consolado y podré, por fin, abandonar este mundo tal como se me ha prometido».

A continuación escucharon una voz que decía: « ¡Que todos los que no son compañeros de la búsqueda del Santo Grial salgan de aquí, porque no tienen derecho a permanecer por más tiempo». Entonces el rey Pellés, su hijo Elyézer, y la doncella abandonaron la sala, no quedando más que los que a sí mismos se reconocían como compa­ñeros de la «búsqueda». En este momento creyeron ver descender del cielo a un hombre cuya vestimenta recordaba la de un obispo, con una cruz en su mano y una mitra en la cabeza. Cuatro ángeles lo traían sobre una espléndida silla y lo depositaron sobre la mesa en la que estaba el Santo Grial. El hombre que semejaba un obispo tenía en la frente letras que decían: «He aquí a José, el primer obispo de Nuestro Señor, consagrado en la ciudad de Sarraz, en el Palacio espiritual». Los caballeros leían bien estas letras, pero se preguntaban con sorpresa lo que podían significar, puesto que el José a que hacían referencia hacía mucho tiempo que había muerto, más de trescientos años. Se les habló de esta manera: «¡Oh caballeros de Nuestro Señor, sargentos de Jesucristo, nos os asombréis de verme ante vosotros, tal como estoy, al lado de este Santo Vaso; el mismo en que lo serví cuando era una criatura terrena y el mismo en que le sirvo ahora en espíritu! ».

Luego se aproximó a la mesa de plata y se prosternó con las rodi­llas y los codos en el suelo, ante el altar. Había transcurrido un buen rato cuando se oyó abrir la puerta de la cámara con gran estrépito. Miró hacia aquel costado, y todos los presentes lo hicieron a su vez para ver cómo aparecían los cuatro ángeles que habían traído a José; dos de ellos portaban cirios, el tercero una tela de seda bermeja y el cuarto una lanza que sangraba tan abundantemente que las gotas caían en forma de chorro en el interior de una vasija que mantenía en la otra mano. Los dos primeros dejaron los cirios sobre la mesa, el ter­cero depositó la seda al lado del Santo Vaso, el cuarto mantuvo la lanza derecha por encima del Santo Vaso, de tal forma que la sangre escu­rría a lo largo del hierro y allí se derramaba. Cuando todo esto se hubo cumplido, José se levantó, elevó un tanto la lanza por encima del Santo Vaso y lo cubrió con la tela.

Entonces José hizo como si entrase en el sacramento de la misa. Al cabo de un momento, tomó del Santo Vaso una hostia hecha seme­jando al pan, y cuando la elevó descendió del cielo la figura de un niño que tenía el rostro rojo y abrasado, como si fuera de fuego; la figura infantil penetró en la hostia, y cuantos se encontraban en la sala vieron cómo el pan tomaba forma de hombre camal. José la tuvo un momento elevada y después la volvió a colocar en el Santo Vaso.

Cuando José hubo hecho cuanto incumbe al sacerdote en el oficio de la misa, se dirigió hacia Galaad, lo besó y le indicó que besara a su vez a sus hermanos; así lo hizo éste, y entonces José dijo: « ¡Sargentos de Jesucristo, que habéis soportado tantas penas y trabajos para poder contemplar una parte de las maravillas del Santo Grial, sentaos a esta mesa y allí seréis alimentados por la propia mano de vuestro Salvador, con la mejor comida que un caballero haya podido gustar jamás, y así podréis decir que vuestros sufrimientos no han sido en vano, ya que habéis logrado la más alta recompensa del mundo». Habiendo hablado así, José desapareció, sin que se pueda saber lo que ha sido de él. Se sentaron entonces a la mesa, no sin gran temor, y la emoción llenó sus rostros con las más tiernas de las lágrimas.

Vieron salir entonces del Santo Vaso a un hombre completamente desnudo, cuyas manos y pies sangraban, y que les dijo: «Vosotros, mis caballeros, mis sargentos, mis hijos leales, vosotros que en esta vida mortal habéis alcanzado el convertiros en criaturas espirituales, que tanto me habéis buscado, ya no puedo por más tiempo ocultarme a vuestros ojos y es conveniente que contempléis una parte de mis mis­terios y de mis secretos, puesto que vuestras hazañas os han conducido hasta mi mesa, a la que ningún caballero se había vuelto a sentar des­de el tiempo de José de Arimatea. Por otra parte, ellos han tenido el premio que corresponde a los buenos servidores, es decir, que los ca­balleros aquí presentes y otros muchos se han nutrido con la gracia del Santo Vaso, pero ninguno lo ha logrado tan directamente como vos­otros ahora. Recibid, por tanto, el más elevado de los alimentos, que deseáis desde hace tanto tiempo, y para lograr el cual tanto habéis tenido que laborar y sufrir».

Tomando el Santo Vaso se aproximó a Galaad, que se hincó de rodillas y recibió jubilosamente a su Salvador, con las manos juntas. Los demás, cada uno a su vez, hicieron lo propio, y cada uno estaba seguro de que se le había puesto en su boca la hostia entera. Cuando todos hubieron recibido la más elevada de las comuniones, tan maravi­llosamente dulce que creían tener en su cuerpo todas las suavidades del mundo, Aquel que les había alimentado habló de esta forma, di­rigiéndose a Galaad: « ¡Hijo mío, tú que eres tan puro como puede serlo un ser terrestre, ¿sabes lo que hay entre tus manos?» «No, res­pondió Galaad, a menos que vos me lo digáis.» «Es, le contestó, el plato en el que Jesucristo comió el cordero con sus discípulos el día de Pascua. Este es el plato que ha servido a todos los que he juzgado como mis buenos servidores. Un plato que jamás ha podido ver un malvado sin quedar confundido. Y a causa de que este plato ha sido del agrado de todos los hombres de bien, se le denomina el Santo Grial.

       Has visto, por lo tanto, aquello para lo que fuiste invitado y que desea­bas contemplar; pero no has podido percibirlo tan manifiestamente, como un día llegará en que lo hagas. ¿Sabes dónde ocurrirá esto?, en la ciudad de Sarraz, en el Palacio espiritual. Te es necesario ir acompañando este Santo Vaso, que debe partir este noche del reino de Lo­gres, al que no volverá jamás y en donde no vivirá ninguna otra aventura. ¿Sabes por qué se marcha de aquí?, porque no ha sido ni servido ni honrado como debiera serlo por los habitantes de estas tie­rras, que han elegido un modo de vida malvado y secular, a pesar de estar alimentados con la gracia de este Santo Vaso. Y puesto que lo han recompensado tan mal, yo les he privado del honor que en prin­cipio les había otorgado. Por ello, marcharás mañana al amanecer hasta el mar, donde encontrarás, junto a la playa, el navío del que tomaste la espada del extraño tahalí. Con objeto de que no estés solo, quiero que te acompañen Perceval y Bohort, y como deseo que no abandones este país sin haber curado al rey Méhaignié, te ordeno que tomes la sangre de esta lanza y que con ella frotes sus piernas; es lo único capaz de devolverle la salud.» « ¡Oh señor! , dijo Galaad, ¿por qué no permitís que vengan todos conmigo?» «Porque no lo deseo, y, ade­más, todo esto debe hacerse a semejanza de mis apóstoles. De la misma forma que ellos comieron conmigo el día de la Cena, al igual vosotros comeréis hoy conmigo en la mesa del Santo Grial. Vosotros sois doce, al igual que lo fueron los apóstoles. En lo a mí relativo, soy el número trece, que debe ser vuestro pastor y maestro. De la misma forma que los separé unos de otros para que fueran a través del mundo a predicar la verdadera ley, de la misma manera hago con vosotros, enviándoos por diferentes caminos, y todos moriréis en el cumplimiento de este servicio, con la excepción de uno solo de todos vosotros.» Después les dio su bendición y desapareció sin que pudieran sabor lo que de él había sido, sino que lo vieron subir a los cielos.

Galaad se acercó a la lanza que estaba sobre la mesa, tocó su sangre y se fue a ungir con ella las lesiones que el rey Méhaignié tenía en las piernas. Inmediatamente, el rey se sintió curado y dejó su lecho sano y salvo, dando gracias a Nuestro Señor por haberle curado de forma tan portentosa. Vivió largos años todavía, pero lejos del mundo, retirado en un monasterio de monjes blancos, y Nuestro Señor hizo, por amor suyo, muchos y maravillosos milagros, que la narración no refiere aquí porque de ello no hay ninguna necesidad.

 

La búsqueda del Grial, trasladada al francés mo­derno por Albert BÉGUIN.

 

 

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