lunes, 29 de abril de 2013

Hacia una economía centrada en la familia (Allan C. Carlson)


Fortaleciendo la institución del matrimonio
HACIA UNA ECONOMIA CENTRADA EN LA FAMILIA
Allan
C. Carlson*

New Oxford Review, diciembre de 1997, Vol. LXIV, Nro. 10.

Comenzaremos con lo que algunos aun llaman la paradoja de una era de abundancia y riqueza que es también una era de degradación moral y declinación familiar.


El industrialismo del siglo XX ha producido un cuerno de la abundancia de bienes materiales, ingresos promedios crecientes y mayores expectativas de vida. El vigésimo siglo cristiano ha también sido testigo de un nivel sin precedentes de rupturas familiares. Defino a la familia natural como la de un hombre y una mujer comprometidos en una alianza socialmente aprobada llamada matrimonio, con propósitos de propagación de hijos, comunión sexual, amor y protección mutua, la construcción de una pequeña economía hogareña y la preservación de costumbres de generación en generación. Mientras culminamos el segundo milenio cristiano, esta familia natural está desapareciendo como una presencia culturalmente significativa en la mayor parte del mundo occidental. Tasas decrecientes de primeros matrimonios, divorcio extendido, bajos niveles de nacimientos dentro del matrimonio, ilegitimidad creciente, promiscuidad rampante, cohabitación, y aborto, y la sexualización de la cultura popular: Estos desarrollos han sido especialmente pronunciados en las mismas naciones donde el triunfo de la industria ha sido más completa.


Surgen preguntas críticas: ¿Están ambos desarrollos relacionados? ¿El crecimiento de la industria causa la ruptura familiar? Y si así es, ¿es posible encontrar una forma tanto de abundancia material como de virtud familiar? ¿Podemos manufacturar una economía virtuosa?


Con respecto a la primera pregunta, la obvia, pero aun así mayormente olvidada, la respuesta es “sí”: La producción industrial moderna tiende, por su misma naturaleza, a minar los fundamentos materiales y psicológicos de la familia. Para entender por qué, necesitamos volvernos sobre la misma esencia de la industria moderna, y lo que ella ha reemplazado.


La economía pre-industrial –el medioambiente para la mayor parte del tiempo de la humanidad en la tierra—estaba centrada en el hogar, donde cada familia era mayormente autosuficiente, en la producción y preservación de la comida básica, en el refugio, en la ropa y en la educación principalmente moral y práctica. Esta autosuficiencia trae a la familia una forma de independencia económica. Los maridos, las mujeres, los hijos y otros miembros del hogar se especializan en algún grado en las tareas, una natural división del trabajo que genera ganancias materiales. El hogar familiar natural sirve como unidad de producción tanto como de consumo, unidad construida sobre el altruismo y el amor, donde el principio de compartir desinteresado realmente funciona. Usando el lenguaje corrupto de fines del siglo XX,
el hogar familiar no es una entidad “capitalista”; es más cercano al ideal socialista de un compartir desinteresado, donde el egoísmo y el individualismo están balanceados con las necesidades y requerimientos de la familia y la comunidad próxima, y este hogar se conserva mejor en un medio no industrial.


Así es por qué la familia natural encuentra su escenario favorable en la granja de subsistencia, entre los campesinos libres o minifundistas. El pequeño taller del artesano, también organizado alrededor del hogar familiar, sirvió (y sirve) como la contraparte pueblerina (o urbana) de este minifundio rural.
En su esencia, el proceso de industrialización significa romper estos hogares productivos de pequeña escala y distribuir sus partes humanas en las fábricas: a fábricas materiales como molinos, enlatados, plantas automotrices y oficinas; y a fábricas sociales y educativas como escuelas estatales masivas para los niños y geriátricos para los ancianos. A través de la producción industrial de bienes físicos, la riqueza crece (es cierto) con ganancias extras que provienen de esta exagerada división del trabajo. Pero estas ganancias materiales
exigen una pérdida de solidaridad e independencia familiar.


Por eso es que es justo decir que tanto las modernas corporaciones industriales como los modernos estados tienen
un cierto interés en la desintegración familiar. Visto en términos de eficiencia, la unidad familiar independiente representa una carga sobre el producto nacional bruto. Los vínculos familiares interfieren con la distribución eficiente del trabajo humano y la producción casera limita la sacudida de una economía de base monetaria. En verdad, lo que llamamos “crecimiento económico” se apoya, en una parte significativa, sobre la constante transferencia de funciones productivas del hogar, donde tales trabajos no son traducidos en dinero y por lo tanto no son contabilizados, hacia entidades industriales organizadas, tanto corporativas como estatales. A mediados del siglo XIX, estas funciones transferidas incluían la hilandería, la teneduría, la zapatería y la educación. Para comienzos del siglo XX, incluían la producción y conservación de alimentos, el transporte y la protección de los niños. En nuestro tiempo, estas transferencias de la familia a la industria han incluido la preparación de la comida, el paseo de niños y el cuidado de los ancianos.


De hecho, mucho de lo que medimos como crecimiento económico desde los ’60 ha sido simplemente la transferencia de las remanentes tareas caseras contabilizadas en términos monetarios –cocina casera, cuidado de niños, cuidado de ancianos—hacia entidades externas como Burger King, guarderías privadas y geriátricos estatales. La pequeña economía productiva hogareña ha sido desvestida de sus tareas.

El tratamiento de la mujer bajo el régimen industrial ofrece un caso de estudio. En el mercado no regulado de trabajo del capitalismo industrial, como en el programa formal del socialismo industrial, la mujer –particularmente la mujer joven—es deseada como trabajadora, por sus pequeños dedos, su comportamiento obediente y los efectos económicos colaterales: sumándola al mercado laboral los salarios permanecen bajos. En la Europa y los Estados Unidos del siglo XIX, las nuevas fábricas contrataban esposas, madres e hijas para mantener a raya a los artesanos especializados: literalmente, los maridos y padres de estas mismas mujeres. Solo fue la larga y dificultosa organización del trabajo, enfocada en esos años a un sorprendente grado de restauración familiar, lo que reconstruyó los límites de la decencia alrededor del hogar, y limitó la intrusión industrial en la casa. Bajo los sistemas de “salario vital” o “salario familiar” del trabajo organizado a fines del siglo XIX y comienzos del XX, la fábrica solo podía requerir un único miembro de la familia –normalmente el padre—quien cobraría un salario suficiente para mantener su familia en la decencia. La mujer podía entonces regresar al hogar para llevar, alzar, proteger y educar a su descendencia. Los niños también serian protegidos del ingreso prematuro al medioambiente industrial.


Algunos industrialistas llegaron a ver la sabiduría moral de este “salario familiar” y la virtud de preservar algún nivel de autonomía familiar dentro del sistema fabril. En los EE.UU., Henry Ford deslumbró a los observadores en 1914 al duplicar inmediatamente los salarios de los trabajadores casados, arguyendo que el trabajador “no es tan solo un individuo... Es miembro de un hogar... El hombre hace su trabajo en el negocio, pero su mujer hace el trabajo en la casa. Por lo tanto, el negocio debe pagarle a ambos.” La alternativa, enfatizaba Ford, era “el horrendo prospecto de los niños pequeños y sus madres siendo forzados a salir a trabajar”. En Francia, mientras tanto, sacerdotes católicos organizaban a los industrialistas de sus parroquias en círculos de estudio sobre la enseñanza social de la Iglesia. Estos patrones llegaron a diseñar un vasto y voluntario sistema de protección familiar que suplementaba los salarios pagados a las cabezas del hogar con adicionales según el número de hijos. Para mediados de los ’20, este sistema voluntario también proveía niñeras, enfermeras y adicionales por nacimiento y maternidad a las familias involucradas.


Sin embargo, la respuesta más común, y admitamos más lógica económicamente, fue una constante campaña para despedazar la familia en sus partes constitutitas. Desde su fundación a mediados del siglo XIX, la Asociación Nacional de Fabricantes (National Association of Manufacturers) en los Estados Unidos consistentemente batalló para desmantelar el sistema de “salario familiar” y lograr acceso de nuevo al mercado laboral de mujeres casadas y niños. Secretamente, según los rumores, la organización de los empleadores fundó en los ’20 el Partido Nacional de las Mujeres (National Women’s Party), el grupo feminista radical que fue autor de la propuesta de la Enmienda sobre Iguales Derechos a la Constitución de los Estados Unidos. La Asociación Nacional de Fabricantes, del brazo con las feministas, abiertamente batalló para poner fin a las protecciones legales especiales que existían para las mujeres y los niños. En los ’60, las mismas fuerzas festejaron juntas cuando el Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 fue transformado de una herramienta de justicia económica racial en un espolón de guerra contra el sistema de “salario familiar” estadounidense. La mayoría de las corporaciones se apresuraron a golpear el vasto mercado laboral de mujeres, bajando el salario industrial promedio una vez más.
Para 1990, las mujeres jóvenes se habían convertido en el grupo mas “proletarizado” o asalariado en los Estados Unidos; mas miembros de la familia trabajaban largas horas; y las tasas de matrimonios y nacimientos maritales se precipitaron.


El crecimiento de la educación estatal masiva ofrece otro caso de estudio de los efectos del industrialismo sobre la familia. La investigación actual sobre la fertilidad muestra que los padres reducen el tamaño familiar de un promedio natural de siete hijos por hogar solo cuando existe una disrupción en las relaciones económicas dentro de la familia. El demógrafo John Caldwell arguye que, de hecho, es la educación masiva de los jóvenes la que conduce al cambio en las preferencias de una gran a una pequeña familia, y así promueve el deterioro de la familia como institución.


La tesis de Caldwell –que la industrialización de la educación por el estado causa el declive familiar—soluciona el misterio que tanto ha intrigado a los historiadores estadounidenses: ¿cómo explicar la constante caída en la fertilidad en los EE.UU. entre 1850 y 1900? A través de todo este periodo los EE.UU. eran predominantemente rurales, y absorbían las masas de jóvenes inmigrantes, y los inmigrantes y granjeros usualmente tienen muchos hijos. Pero los datos desde 1871 hasta 1900 muestran una remarcablemente fuerte relación negativa entre la fertilidad femenina y la expansión de la escuela pública. La caída en la tasa de nacimientos estaba atada con particular fuerza al tiempo promedio con que los niños existentes acudían a la escuela estatal en un año dado: Cada mes adicional en el ciclo lectivo de una escuela pública decrecía el tamaño de la familia en ese distrito por 0,23 por hijo. Vemos aquí cómo extraer la educación de los niños del escenario familiar, y organizar escuelas según el modelo industrial, bastante literalmente “consumía” a los hijos, y debilitaba las familias.


Antes de la educación estatal masiva, los padres realizaban toda una variedad de arreglos para la educación de sus hijos, incluyendo la educación en el hogar. Uno podría pensar que si la madre podía ahora enviar a sus hijos a escuelas públicas gratuitas, se sentiría más libre para tener más hijos. Pero no funcionaba de esa forma. El proceso de educación industrializada debilitaba las conexiones de los miembros de la familia y el compromiso de la madre hacia sus hijos y familia. Usualmente, en vez de tener más hijos, la madre con mas tiempo libre salía a buscar trabajo.


El poeta de Kentucky Wendell Berry delinea la misma imagen para nosotros en su libro, What Are People For?: “Si no existe una economía hogareña o comunitaria, entonces los miembros de la familia y sus vecinos no son mas útiles entre sí. Cuando la gente no es mas útil para los otros, entonces la fuerza centrípeta de la familia y la comunidad se cae, y la gente cae en la dependencia de economías y organizaciones externas...”


Cuando la familia se debilita como una pequeña economía, los hijos se hacen menos bienvenidos, la lógica de para entrar en un matrimonio se hace más difusa, crece el desorden sexual y el aprendizaje declina.


Han existido variadas respuestas frente a esta situación. El gran desastre económico del comunismo puede verse como un intento de aplicar el principio altruista o familiar –“de cada uno según su habilidad, a cada cual según su necesidad”—a través de toda la sociedad. Pero nuestro siglo ha demostrado que esto fue un enorme y trágico error: El principio no puede imponerse centralmente. Cuando nos movemos más allá del hogar, el clan, la comunidad religiosa o el pueblo –donde todos conocen el carácter y las fortalezas y debilidades de los otros y donde reglas heredadas imponen una disciplina tolerable—una vez que nos movemos
mas allá de estas pequeñas comunidades, esta forma de altruismo falla.


Una segunda respuesta frente al pedido de ayuda de la familia en el medio industrial fue la búsqueda de la “Tercera Vía”, el camino de la democracia social que supuestamente llevaba a un punto intermedio entre el capitalismo industrial y el comunismo industrial. La frase proviene del título de un libro escrito por Marquis Childs en 1938, que celebraba el modelo de desarrollo de Suecia. Él y otros entusiastas argüían que los efectos disruptivos del industrialismo podrían ser balanceados por una pesada regulación estatal del sistema fabril y por la construcción de un estado de bienestar centrado en la familia, donde los costos de criar hijos fuesen soportados por el gobierno. Por cerca de tres décadas, entre 1940 y 1970, Suecia sí pareció un modelo atractivo. Pero el sistema sucumbió de allí en más por sus contradicciones internas, todas demostrablemente ligadas al problema familiar:


- Pensiones de vejes estatales que transferían de la familia la antigua tarea de cuidar a los ancianos en la adversidad, cortando los vínculos naturales de seguridad entre las generaciones y desalentando el nacimiento de hijos en número suficiente para mantener el sistema.


- Políticas de bienestar estatal que protegían a la gente de las inevitables consecuencias de elecciones inmorales, creando incentivos que hacían más fácil –o en realidad promovían—el divorcio, la cohabitación y la ilegitimidad como substitutos del matrimonio.


- Ingresos gubernamentales por hijo que en realidad debilitaban los vínculos padre-hijo, a medida que las madres ganaban una preponderancia que minaba el rol del padre como preceptor y distribuidor del ingreso.


- Y la visión altruista de un estado del bienestar racional, inspirado por la familia, que necesariamente daba vía libre a penalidades basadas en el altruismo y se apoyaba en la irracionalidad.


Específicamente, el sistema sobrevivió financieramente solo mientras que los ciudadanos restringieron sus requerimientos, como cuando las familias preferían cuidar a sus miembros ancianos en casa antes que enviarlos a centros geriátricos estatales. Pero la misma lógica de un sistema de derechos
financieramente penalizaba la elección altruista.


Hoy, los estados clásicos de la “Tercera Vía” como Suecia y Dinamarca están en crisis, enfrentando tanto la bancarrota financiera como la espiritual. En breve, demostraron la inexistencia de una “Tercera Vía” real.


Sin embargo, han existido también en nuestro siglo intuiciones de una “Tercera Vía” de organización económica que puede representar un mejor camino. El común denominador ha sido el reconocimiento y la defensa de una economía centrada en la familia. Estas aproximaciones al problema directamente ponen coto a la naturaleza no mudable de la verdadera familia, y buscan construir barreras que protegerían la económica hogareña altruista de los efectos corrosivos del individualismo y el consumismo. Puesto de otra forma, promueven la “refuncionalización” de las familias trayendo a la industria de vuelta hacia el terreno casero.


Los defensores mejor conocidos por una Tercera Vía eran los ensayistas católicos ingleses Gilbert Keith Chesterton y Hilaire Belloc. Chesterton argüía abiertamente y con fuerza por la reconstrucción en Inglaterra de una “
sociedad de campesinos”, basada en pequeños terrenos y negocios. Belloc escribió que “la familia es idealmente libre cuando controla totalmente todos los medios necesarios para la producción de la riqueza que necesita consumir para una vida normal”. Para esta reconstrucción de una sociedad de familias propietarias libres, urgía al uso creativo de los impuestos y la regulación estatal para limitar a las grandes sociedades anónimas y promover las pequeñas empresas familiares.


Una teoría más sistemática de una economía centrada en la familia vino de la pluma de un mártir económico Alexander Vaselevich Chayanov. Antes de su arresto y ejecución por los comunistas soviéticos, este economista ruso había refutado la visión, sostenida tanto por los teóricos del laissez faire como los marxistas, que los campesinos y las granjas familiares eran irracionales e ineficientes y debían ser eliminadas. En su obra maestra de 1925, “La organización de granjas campesinas”, Chayanov persuasivamente demostraba que las pequeñas granjas familiares –combinando la producción vegetal y animal de subsistencia con las industrias caseras, la producción hogareña y el empleo externo variable—eran en realidad una forma de organización económica lógica, o incluso superior. El silencio del trabajo de Chayanov ha significado, en palabras de un historiador, que las políticas de agricultura y desarrollo global han estado “recorriendo el camino equivocado” por 70 años, a propósito subvirtiendo una mas natural, versátil y sostenible agricultura centrada en la familia a favor de la explotación industrial de las granjas.
Otro economista activo en ese tiempo, Ralph Borsodi, enfatizaba la “producción familiar” como el programa “para la gente que apunta a la virtud y la felicidad, y para quienes la buena vida es representada por el hogar y el corazón, por los amigos y los hijos, por el césped y las flores”. Dio especial atención a la contribución económica de la madre en el hogar. Donde las teorías de tanto los economistas marxistas como los liberales clásicos despreciaban la producción casera como económicamente irrelevante, o incluso un parásito, Borsodi delineaba el verdadero valor económico de la jardinería, la producción de manteca y la cría de aves de corral; de la cocina, la repostería y el servir la mesa; de las conservas; de la limpieza y el lavado; de la costura; de la alimentación y cuidado de bebes; y de proteger y enseñar a los niños.
Estos modelos de una Tercera Vía económica, repito, comparten el foco sobre el bienestar familiar. La renovación familiar vendría solo a medida que ciertas tareas y funciones sean protegidas de su inmersión en la industria, o sean desindustrializadas y retornadas al hogar. En estos modelos, la medida del éxito económico no seria el “crecimiento” monetario de la economía estadística oficial, ya que, como hemos visto, mucho de lo que es llamado crecimiento es en realidad el lado opuesto de la declinación de la familia. En vez de esto, el éxito seria medido por un diferente tipo de riqueza: la formación de matrimonio, el nacimiento de hijos y la solidaridad del grupo familiar. Esto regresara el análisis económico a sus autenticas raíces,
a la oeconomia, la “administración del hogar”. Por eso, en lugar de la etiqueta sin información “Tercera Vía”, deberíamos usar “Vía Familiar” como nombre de este camino hacia la economía virtuosa.


Al tiempo que niega cualquier plan por delinear una economía distintivamente cristiana, la Iglesia Católica ha creado principios contra los cuales juzgar los sistemas económicos. Éstos incluyen la dignidad humana y la libertad de la Iglesia para hacer su trabajo. De igual importancia es la medida de la salud familiar. En un importante comentario de 1951, el papa Pío XII identificaba “uno de los errores fundamentales del materialismo”, tanto del laissez-faire como del marxismo, como es la negación de “la vida de la familia” como fuente de “la vida, salud, energía y actividad de toda la sociedad”, incluyendo su vida económica.


Se podrían citar otras afirmaciones de la Vía Familiar.  Respecto únicamente a las granjas familiares, por ejemplo, Pío XII declaró: “Hoy puede decirse que el destino de toda la humanidad está en juego. ¿Sean los hombres exitosos o no al balancear esta influencia [del industrialismo] en forma tal que se preserve la vida espiritual, social y económica del especifico carácter del mundo rural?”
Pío XII también enfatizo cómo la “propiedad privada” asegura “para el padre de familia esa sana libertad, de la que tiene necesidad, de poder cumplir las obligaciones a él asignadas por el Creador, respecto al bienestar físico, espiritual y religioso de la familia”. En otro sermón dijo: “Solo la estabilidad que está enraizada en la propiedad hace la familia la célula vital y más perfecta y fecunda de la sociedad, uniendo de una manera brillante en cohesión progresiva las generaciones presentes y futuras”.


Con respecto a los empleadores, el trabajo y la familia, Pío XI argüía en la encíclica Quadragesimo Anno (1931) que, “debe hacerse todo esfuerzo [para asegurar] que los padres de familia reciban el salario suficientemente grande para alcanzar las necesidades familiares ordinarias en forma adecuada”. La encíclica de 1981 Laborem Exercens reforzó este vinculo de trabajo y formación familiar. Mostrando la creación de una familia como “un derecho natural”, Juan Pablo II definió el salario justo de un adulto como aquel “que será suficiente para el establecimiento y mantenimiento de una familia y para proveer seguridad para su futuro”. De cualquier forma que se implemente, enfatiza el Papa, la existencia de un salario familiar sirve como “un medio concreto de verificar la justicia de todo el sistema socio económico”. Tenemos aquí una prueba específica de la justicia económica: ¿Existe un salario familiar? Mas aun, dijo el pontífice: “Redundará en beneficio de la sociedad hacer posible para una madre... dedicarse a cuidar sus hijos y educarlos de acuerdo con sus necesidades, las cuales varían con la edad. Tener que abandonar estas tareas para tomar un trabajo asalariado fuera del hogar es erróneo...”


Respecto a la importante de la economía domestica –de trabajo en el hogar no pago y centrado en la familia—el actual pontífice ha declarado “El trabajo doméstico es una parte esencial del buen orden de la sociedad y tiene una enorme influencia sobre la colectividad; contribuye a producir ingresos y riquezas, bienestar y valor económico... Tiene una influencia directa sobre el buen desarrollo de la familia.”


Respecto a la familia, el estado y la economía, Juan Pablo II ha establecido: “Estamos todos llamados a promover un medioambiente favorable a la familia, y, por lo tanto, a la maternidad y a la paternidad, un medioambiente donde, en forma creciente, puedan encontrarse las condiciones óptimas para hacer posible que la familia pueda desarrollar sus riquezas: fidelidad, fecundidad e intimidad enriquecida con la apertura a los otros.”


Estas referencias no constituyen una teoría económica. Pero sí, creo, animan a todos los cristianos a volver a pensar el trabajo teórico en pro de una Vía Familiar y a ayudar a construir ambientes amigables para la vida hogareña, el lugar de la fidelidad, la fecundidad y la intimidad.


Y la Vía Familiar es más que una teoría. Existen modernos ejemplos de naciones que, usualmente por accidente, han tropezado con políticas seculares que han dado nuevos bríos a la familia, al desindustrializar aspectos de la producción y restaurar estas funciones en el hogar. En consecuencia, hemos encontrado también en estos lugares visibles signos de una renovación familiar: matrimonios más fuertes y más hijos.


México, para poner un ejemplo cercano, quebró vastos terrenos organizados industrialmente en los años alrededor de 1940 y distribuyó 25 millones de acres a campesinos sin tierras. Estos cambios convirtieron a los trabajadores de las plantaciones en campesinos libres con pequeñas propiedades, y restauraron el lugar de la familia como unidad de producción y consumo. Ganancias espectaculares en productividad y producción de alimentos fueron igualadas por el crecimiento en manufacturas y otras formas de producción en pequeña escala. Las empresas urbanas también se apoyaron en relación familiares. Con la propiedad productiva de vuelta en las manos de las familias, los matrimonios se hicieron más tempranos y los hijos arribaron en grandes números: las riquezas familiares de las que Juan Pablo II hablaría. Una economía centrada en la familia no esta destinada a ser una economía estancada en términos estadísticos. La tasa de crecimiento oficial de la economía mexicana en el periodo 1945-1965 en realidad excedió a las tasas de crecimiento de los Estados Unidos y Canadá. Por desgracia, este experimento en restauración familiar llegó a su fin alrededor de 1970, cuando las autoridades de los EE.UU. y las Naciones Unidas en “control poblacional” intencionalmente se dispusieron a destruir la economía de base familiar de México, de modo de reducir el tamaño familiar promedio y volver a la nación de nuevo al modelo industrial.


Aun un segundo experimento masivo no intencional en cuanto a la restauración de la familia comenzó a fines de esa década, y aun continua, en el lugar menos probable: la República Popular de China. Los campesinos chinos –colectivizados en granjas industriales por Mao Tse-Tung después de la revolución de 1949—sufrieron terriblemente por un cuarto de siglo, dado que los comunistas buscaban (en las palabras de un documento) eliminar a las familias como “unidad fundamental de habitación y producción”. Pero la muerte de Mao en 1976 trajo un cambio en la política, llevando dos años después a la introducción del apropiadamente llamado “sistema de responsabilidad familiar”. Mientras que el estado aun técnicamente era dueño de la tierra, las colectividades industriales se dividieron, y las familias obtuvieron el uso de la tierra según su tamaño: cuanto más grande una familia, más tierra recibía en uso. Luego de cumplir una cuota, el producto de la granja se convertía en propiedad de la familia para consumo o venta. El nuevo sistema también permitió a las familias de campesinos encargarse de ocupaciones colaterales tales como manufacturas e industria casera. Los resultados entre 1978 y 1990, solo recientemente documentados, habían sido espectaculares. El producto de las granjas subió rápidamente, como lo hizo la salud de las familias rurales y su bienestar. Liberando la energía emprendedora, nació un estimado de diez millones de empresas rurales –en su mayoría familiares. Más importante, reaparecieron los moldes matrimoniales tradicionales luego de décadas de su supresión, así como la preferencia por muchos hijos. En las partes más rurales de China, tres cuartos de las mujeres ahora quieren tener cuatro o más hijos. De hecho, este “sistema de responsabilidad familiar” subvirtió en el campo la otra innovación de los líderes de la época post-Mao: la política poblacional de “un hijo por familia”. Puesto en términos simples, una economía en la Vía Familiar quiere y da la bienvenida a los hijos.


En ambos caos, los ejemplos mexicano y chino, gobiernos supuestamente seculares o ateos se volvieron a políticas que permitían el renacimiento y el éxito de una economía familiar natural. Mientras que estas economías no resistirían la prueba de libertad para que la Iglesia “ejercite su ministerio” como dice el Magisterio, creo que sí aprueban la prueba de promover la Vía Familiar.
A un nivel más modesto en los EE.UU. y Canadá, podemos encontrar también un cambio económico –definido en gruesos términos—que ha fortalecido al familia: el llamado “
movimiento por la educación hogareña”. Debemos recordar que la educación en el hogar en los niveles elemental (primario) y secundario representa la desindustrialización de los niños involucrados. Vuelve de una educación diseñada sobre principios industriales a una enfocada en la familia. Cerca de 1,5 millones de niños en los EE.UU. y Canadá son educados ahora en sus casas. Existe también una correlación entre la educación familiar y una mayor fertilidad y familias más grandes. Un estudio encontró que el número promedio de niños en familias que realizan la educación en el hogar es de 3,43, el doble que el promedio de todas las familias de parejas casadas en los Estados Unidos. Entre las familias canadienses que educan en el hogar, la cifra es aun mayor: 3,46. Una vez más, estos son signos auténticos de integridad y salud familiar.


Sí, quienes realizan educación hogareña, especialmente aquellos que son católicos, tienden a tener familias más grandes para comenzar. Pero la educación en el hogar funciona ella misma a favor de tener más hijos, ya que la psicología de la familia frecuentemente cambia cuando tiene lugar la educación familiar: La casa comienza a girar alrededor del niño (y de manera saludable), las conexiones entre los miembros de la familia se fortalecen, y la familia es refuncionalizada.


En breve, una economía por la Vía Familiar es más que una teoría abstracta. Hay ejemplos en el terreno que nos muestran cómo podemos construir un orden mejor, más virtuoso, uno más cercano a pasar los exámenes de justicia familiar y dignidad humana tal como los ha articulado la Iglesia Católica.
¿Qué puede significar esto para las familias cristianas? Permitidme cerrar con varios ejemplos –todos a la mano de una familia o una parroquia—sobre lo que se puede hacer para avanzar en una economía de la Vía Familiar.


Primero, el clero y los lideres laicos pueden mirar el ejemplo de la Francia de comienzos del siglo XX, y organizar a los líderes de negocios en sus parroquias para estudiar los principios de la enseñanza social de la Iglesia sobre la dignidad del trabajo, la santidad de la familia, la justicia del salario familiar y la responsabilidad moral personal para proveer tal salario a sus empleados.
En segundo lugar, las familias cristianas pueden usar su poder de compra, su “soberanía del consumidor”, para sostener las manufacturas y negocios locales y familiares.

 
En tercer lugar, las parroquias pueden promover empresas pequeñas familiares a través de la creación de un monto de capital inicial.


En cuarto lugar, el clero y los líderes laicos pueden promover
la educación familiar. Las parroquias parroquiales tradicionales pueden ser parcialmente reformadas para servir a los educadores del hogar como centro de recursos, como lugar de clases comunes y como sitio para mejorar las habilidades para enseñar de los padres.


En quinto lugar, las parroquias pueden crear
cooperativas de alimentos. Esto puede parecer más fácil en pequeños pueblos y regiones rurales, pero es posible también en las ciudades. En las “megaciudades” del mundo en desarrollo, el 75% del alimento es aun producido en jardines hogareños y pequeñas granjas localizadas en las mismas ciudades. Los jardines familiares como empresa familiar común pueden también tener éxito en ciudades del mundo desarrollado. Las parroquias cristianas podrían también vincular “familias granjeras” con “familias urbanas” para la venta directa de productos frescos y otros del campo, lo cual beneficiaria a las dos.


En sexto lugar, los sacerdotes, ministros y laicos pueden dedicarse a ministerios rurales específicos y a la restauración de la distintiva vida rural. Bajo el liderazgo inspirado del P. Luigi Ligutti, la Conferencia Católica Nacional de Vida Rural (National Catholic Rural Life Conference) tuvo un papel vital en esta área. Creo que existe una nueva hambre entre los laicos cristianos, particularmente entre los jóvenes adultos, para una guía espiritual y práctica en este tema.


Y, por ultimo, podemos ayudar a revivir la Regla de San Benito en nuestro tiempo. Podemos, en palabras de Mons. M. Francis Mannion en Communio, “crear comunidades de existencia cristiana ejemplar” que “nos enseñen cómo vivir en forma autentica”. La renovación del modelo monástico tradicional –comunidades de hermanos o hermanas—serán parte de esto, pero creo que nuestro tiempo llama también a aplicaciones modificadas de la regla monástica para pequeñas comunidades de familias: una vida de residencia, trabajo, caridad, educación y adoración compartidas, apoyados en votos de obediencia, pobreza y matrimonio. Hay un hambre de esto ahora en los EE.UU. Muchas comunidades católicas de esta clase han tomado forma recientemente, mientras que una enorme comunidad protestante de este tipo está trabajando en Massachussets.

Estas medidas concretas, vinculando la familia y la economía, podrían contribuir poderosamente a la gran tarea de construir lo que Juan Pablo II llama la Civilización del Amor.

*Allan C. Carlson es luterano y presidente del Instituto Rockford en Rockford,

sábado, 27 de abril de 2013

España y las Españas



España y las Españas

En algunas ocasiones emerge la cuestión de si, cuando decimos "España", estamos diciendo lo mismo que en esas pocas ocasiones en las que seguimos recurriendo al viejo plural de "las Españas". En ocasiones una palabra, polisémica, representa diversos significados; y otras veces un solo significado es representado por distintos vocablos, sinónimos.

El asunto tiene su enjundia, por no decir su gran interés. Sin sombra de duda, históricamente se ha dado un uso indistinto u oscilante de "España" y de "las Españas" para referirse a una y la misma realidad: la comunidad política que en un primer momento se identifica con el reino visigodo y que, con el decurso del tiempo, llegará a integrar territorios en ambos hemisferios (y que hoy está en estado latente). En ese sentido, si las crónicas llaman a Alfonso III de Asturias "Adefonsus Hispaniae rex" o "Hispaniae imperator" (rey/emperador de España), también se refieren a Sancho el Mayor de Navarra como "Sancius, Hispaniarum rex" (rey de las Españas).

Pero llega un momento en el que el término España, a partir de la edad moderna y más intensamente en la contemporánea, se vuelve polisémico. De manera que a partir de ahora sólo uno de los sentidos de la palabra "España" sigue siendo sinónimo estricto de "las Españas".

Echemos la vista atrás: la invasión mahometana de España dio comienzo al período que conocemos como la reconquista. Como certeramente señala Sánchez Albornoz, el ideal de la recuperación de la unidad hispánica y visigótica perdida fue como la polar durante ese largo tiempo para todos los hispano-cristianos. Pero nos equivocaríamos de pleno si pensáramos que aquellos ocho siglos se limitaron a ser un prolongado paréntesis de esfuerzo agónico de reversión de la injusta ocupación; si creyéramos que en aquel lapso el ideal hispánico no fue enriquecido o que permaneció "congelado". Al contrario, las largas centurias de la reconquista fueron determinantemente fecundas: aportaron modulaciones que quedaron permanentemente incorporadas al ideal político hispano. Me limito aquí a señalar, entre ellas, la articulación de una comunidad política en su propia entraña multinacional, multicomunitaria y confederal. De hecho, si España ocupa en la historia un lugar excepcional entre las formas más perfectas de organización política ello se debe a que fue, en sí misma, una agrupación “internacional” (permítaseme el anacronismo), lo que dio pie a un orden político más universal y perfecto que el del Estado unitario y centralista. De modo genial y nunca después alcanzado por ninguna otra forma política, España integra enteros grupos humanos (desde el Franco-condado hasta los araucanos) no por vía de absorción sino por vía de finalización, de ordenación o, si se prefiere, de "coordinación". Se entiende por qué, a partir de entonces, decir “España” entraña siempre significar "las Españas", sin disyuntiva posible.
La tendencia racionalista de la modernidad operará en línea completamente contraria: la unión ha de operarse por homogeneización (lingüística, legal, pero también del "imaginario" colectivo). Ebrio de esas emanaciones europeas, el Conde-Duque de Olivares piensa ya --a la moda parisién-- en una España una y homogénea, enemiga y alternativa de las plurales Españas.

Se aclara, pues, un malentendido. Decir "las Españas" nunca supone alternativa a decir "España", salvo cuando por "España" se entienda ya una realidad abstracta y separada (por lo mismo necesariamente homogénea y unitaria), a la cual se venera al modo romántico, pero con la que no se tiene ya una relación de la parte con el todo, como sucede con la auténtica comunidad política.

Y al mismo tiempo se arroja luz sobre otro malentendido todavía más profundo y pernicioso: cuando unos y otros decimos "España", podemos estar diciendo --de hecho estamos diciendo-- cosas muy distintas. El no haber abordado el esclarecimiento de esta última confusión figura en el debe del pensamiento de tipo nacionalista español desde el siglo XIX, que ha incurrido en la ingenuidad de pensar que la mera invocación de "España" (del bien de España, de la salvación de España) bastaba para despertar una idea política compartida, cuando en realidad alimentaba latentemente esa confusión, si no directamente favorecía la implantación de una idea romántica, centralista y, desde 1812, liberal de España.

Quien establezca oposición entre "España" y "las Españas", demonizando una u otra de esas formas igualmente legítimas, con seguridad va contra nuestra historia y, probablemente, evidencia una concepción ideológica y reductora de nuestra patria.

El brigante

Agencia FARO
http://carlismo.es/agenciafaro

jueves, 25 de abril de 2013

Juan Vázquez de Mella, Discurso en el Congreso (29 de noviembre de 1905)


Extraído del Núcleo de la Lealtad


«Yo soy partidario de la autarquía en el Municipio, en la comarca y la región, y no quiero que tenga el Estado más que las atribuciones que son propias de lo que he dado aquí hace años como fórmula que entonces produjo algún asombro y ahora no puede producirlo; una Monarquía Representativa y Federativa que es mi ideal político.


Las Cortes castellanas, aragonesas, catalanas, navarras y valencianas expresaban la idea federativa, y por eso, aún en esos tiempos llamados de absolutismo, al frente de los documentos reales se ponía siempre: “Rey de León y de Castilla, de Aragón y de Navarra, Conde de Barcelona, Señor de Vizcaya” y hasta de Molina, para indicar como en todos ésos Estados distintos, al venir a formar una unidad política común, para lo que a esas diferentes constituciones regionales se refería, tenía el poder central, personificado en el Rey, diferentes intervenciones.

Las constituciones regionales no se pueden reformar en las Cortes comunes y Generales, sino en las Cortes o Juntas de cada región, pero con el concurso del Soberano, cuyas atribuciones, aparte de las Generales, pueden ser distintas en cada una.

Yo, que admito el cuadro completo de las libertades regionales, y entre ellas la de conservar la propia legislación civil en lo que tiene de primitiva y de particular, aunque en parte, como sucede son el Código Penal, con el mercantil, con parte del procedimiento y con casi toda la contratación del Derecho civil, que en el fondo es romana, puede ser común: proclamo además el pase foral como escudo necesario para defenderlas contra las intrusiones y excesos del Estado, y reconozco también que es diferente la intervención del Monarca en el Señorío de Vizcaya, por ejemplo, o en las Juntas de la Cofradía de Arriaga, de la Gran Comunidad alavesa, o en las guipuzcoanas, en Cataluña, en Aragón o en Castilla: porque unas son las atribuciones generales que tiene el Rey como del Estado común, y otras las que, como Rey, Conde o Señor, posee con soberanía parcial en diferentes regiones.

Por eso, aun aquel Monarca que soléis calificar con tanta injusticia –aunque los grandes historiadores belgas, como Gachard, hayan contribuido tanto a dignificar su figura cambiando tan por completo el juicio sobre los hechos, que hoy ya no puede afirmarse respecto de su reinado lo que antes pasaba por moneda corriente–, aquel Felipe II que habéis considerado falsamente como el mayor representantes del absolutismo, era el mismo que, sin menoscabo de la unidad nacional ni de la política, en una Monarquía que había llegado a tener un Imperio veintitrés veces más grande que el de Roma, iba a Portugal, y en las Cortes de Lisboa juraba guardar las libertades y franquicias del Reino Lusitano; y, con un rasgo de gran político y de munificiente soberano, duplicaba la renta del Monasterio de Batalla, erigido en memoria de Aljubarrota, para no herir en lo más mínimo el sentimiento lusitano: y era el mismo que, no como Rey de León y de Castilla, sino como Rey de Aragón, en las Cortes de Tarazona modificaba los Fueros en el sentido democrático que representaban, aunque no perfectamente, las Comunidades de Daroca, de Calatayud, de Albarracín y de Teruel, en contra de la aristocracia feudal, cuyos privilegios mermaba; era lo mismo que reunía las Cortes castellanas en Valladolid; ¡Oh asombro de los asombros! señores diputados, era el mismo que iba, primero como príncipe, en ausencia de Carlos I, después como Soberano, ¿a dónde? a Barcelona, a reunir Cortes Catalanas. Y ¿que hacía allí Felipe II, el absolutista, el tirano? Asombraos vosotros, los que en todo véis separatismo: lee ante los catalanes un discurso, ¡en catalán y en las Cortes de Cataluña! disculpándose de no haber podido ir antes con una disculpa hermosa, expresiva, nada más que en unos renglones –que en aquel tiempo éramos más largos en obras que en palabras–, diciendo que, por las victorias de Lepanto y San Quintín, por su casamiento con la Reina de Inglaterra, no había podido ir antes a rendir pleito homenaje a los Fueros de la ciudad condal.

Aquello que entonces hizo Felipe II, hoy sería tachado de separatismo; el que lo hiciera, calificado terriblemente y señalado como un enemigo de la unidad de la Patria; entonces la Patria estaba formada en lo interior de las conciencias por una unidad de creencias que vosotros habéis roto, y se podía en lo externo aflojar los lazos sin peligro de separación alguna; que es la ley de la sociología y de la historia que dos unidades rigen el mundo: la unidad interna de los espíritus, cuando los entendimientos están conformes en una creencia, y las voluntades en la práctica uniforme de una ley moral, la unidad externa del poder material; y, estas dos unidades, como decía Valdegamas, fijándose en uno de sus efectos, la represión diferente que producen, semejantes a dos termómetros que suben y bajan en proporción inversa, porque cuando el de la coacción externa sube mucho, es porque el de la unidad interna está muy bajo o se ha roto; y cuando la unidad interna es íntima y muy profunda, muy enérgica, la unidad externa puede en cierta manera quebrantarse, sin que por ello sufra detrimento el todo nacional; pero si los lazos internos se rompen, si la unidad de creencias desaparece y la unidad moral se quebranta, no bastan todos los lazos externos para mantener la cohesión: entonces llega la época de los grandes centralismos que buscan la unidad externa, la uniformidad en todo. Y es que los hombres no pueden estar unidos más que por los cuerpos o por las almas; y cuando está roto el lazo de las almas, hay que apretar más, para que no se separen del todo, el lazo de los cuerpos».


Juan Vázquez de Mella, Discurso en el Congreso (29 de noviembre de 1905)


miércoles, 24 de abril de 2013

Porque la democracia quiere ser una religión...


Porque la democracia quiere ser una religión...

Vladimir Volkoff, ¿Por qué soy medianamente democrático?

VIII. Porque se querría convertirla en una religión...


La democracia que fue, recordémoslo, un modo entre otros de designación de gobernantes, se nos presenta hoy como una suerte de religión o, incluso, una religión de religiones. Y tiene de la religión lo esencial: la pretensión de monopolizar la verdad.

En las religiones, se comprende. Sin necesariamente tener la ambición de exterminar a todos los que no son cristianos, o a todos los que no practican la religión cristiana exactamente como nosotros (por más que tampoco nos privamos demasiado de esto a lo largo de los siglos), nosotros los cristianos creemos que Dios es trino, que Jesús de Nazareth era Hijo de Dios, que eso es verdad y que, por consiguiente, todos aquellos que piensan lo contrario están equivocados. Creemos esto allí donde se supone que deberíamos creerlo: si repudiamos esta creencia, ya no somos cristianos.

Por su parte, los musulmanes creen que no hay más Dios que Dios, que nunca tuvo un hijo y que Mahoma es su profeta. Si los cristianos tienen razón los musulmanes se equivocan, y viceversa. Hay que agregar que los musulmanes tienen el deber, ellos, de pasar a degüello a los infieles mientras que nosotros habitualmente no lo hacemos sino por exceso de celo, aunque el principio es el mismo: sí, ellos presumen tener el monopolio de la verdad y nosotros... también.

Si, como lo afirman en los días que corren, todas las religiones valen por igual, es que no son religiones.

En política, esta monopolización de la verdad, justificada o no, se comprende menos. Un mínimo de esta tolerancia tan declamada por los partidarios de la democracia alcanzaría para que se admita que los distintos procedimientos para elegir gobernantes son igualmente estimables, sobre todo si se tiene en cuenta la geografía y la historia. Pero allí es donde la democracia moderna desnuda sus pretensiones de alcanzar el status de religión: ya no es más un sistema de designación de gobernantes, ahora es un cuerpo de doctrina infalible y obligatoria, y tiene su catecismo: los derechos del hombre, y fuera de los derechos del hombre, no hay salvación.

La democracia moderna tiene otras notas indispensables de cualquier religión.

Un paraíso: los países democráticamente liberales con, preferentemente, una legislación anglosajona.

Un purgatorio: las dictaduras de izquierda.

Un infierno: las dictaduras sedicentemente de derechas.

Un clero regular: los intelectuales encargados de adaptar las tesis marxistas a las sociedades liberales.

Un clero secular. los periodistas encargados de distribuir esta doctrina.

Oficios religiosos: los grandes programas de televisión.

Un index tácito que prohíbe tomar conocimiento de cualquier obra cuya inspiración fuera reprensible. Este índice resulta admirablemente eficaz bajo la forma de conspiración del silencio mediático, aunque a veces se lo utiliza de un modo más draconiano: si bien todavía no van a parar a la hoguera, algunos libros juzgados deficientes desde el punto de vista democrático son retirados de las bibliotecas escolares como sucedió en Saint-Ouen L’Aumone.

Una inquisición. Nadie tiene el derecho de expresarse si no está en la línea recta de la religión democrática y, si con todo llega a hacerlo, pagará las consecuencias. A este respecto resulta ejemplar el linchamiento mediático al que se lo sometió en Francia a Régis Debray (al cual nadie sospecharía de no ser democrático) porque puso en duda la legitimidad de los crímenes de guerra cometidos por la NATO en 1999 en territorio de Yugoslavia.

Congregación de propaganda de la fe: las oficinas de desinformación, autodenominada de “comunicación” o de “relaciones públicas”.

Misas dominicales: y obispos que utilizan escudos protectores tomados en préstamo a las diversas ONG o a
la ONU.

Indulgencias
varias generalmente otorgadas a viejos comunistas.

Una legislación penal y tribunales encargados de castigar a quienquiera se atreva a poner en duda la versión oficial de la historia.

E incluso tropas encargadas de evangelizar a los no-demócratas “a sangre y fuego”. Lo hemos visto claramente cuando diecinueve naciones democráticas bombardearon a un país soberano con el que no estaban en guerra.

Hoy, una frase tal como “en el nombre de los derechos del hombre” se va extendiendo tal como “en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” se extendió durante los siglos. Quizás rescatamos el sentido de lo sagrado, pero no creo que sea un sagrado de buena ley.

IX ... Pero de hecho es una idolatría

Le falta a la democracia un factor esencial en cualquier religión verdadera o falsa: la trascendencia.

Esta trascendencia puede adquirir todas las formas que uno quiera, desde la metempsicosis hasta el apocalipsis, pero en todos los casos supone que el hombre venera alguna cosa que está más allá del hombre. ¿ Y bien? Digan todo lo que quieran pero los derechos del hombre no pueden ir más allá del hombre. Son, por definición, antropocéntricos.

Para mi, lo admito sin ambages, la noción misma de “derechos del hombre” constituye un sinsentido, no sólo porque reposa sobre un postulado, sino porque el postulado está mal expresado.

Se comprende que un indio patagón tenga los derechos que le otorga su jefe patagón o que los franceses tienen los derechos que le son garantizados por su republicano gobierno, o que el miembro de un club o el paciente de un hospital o el cliente de un restaurante tenga los derechos que le garantiza tal restaurante, tal hospital o tal club. Pero que el hombre tenga derechos en absoluto, que él mismo se los garantice a si mismo mediante declaraciones periodísticas, nacionales o internacionales – cosa que habitualmente de poco vale – me parece, perdón si escandalizo, una broma gigantesca.

Los chicos juegan a esta clase de juego: “Tu serás el papá y yo seré la Mamá” o “Tú serás el marinero y yo seré el almirante”. Con semejante espíritu se pueden entender las juguetonas expresiones tales como “derecho a la salud” o “derecho a la felicidad”. Ahora bien, toda vez que con semejantes declamaciones no se impide que la gente se convierta en infeliz o se enferme, no me parecen que tengan ni sombra de realidad.

Tomo la Declaración de 1789 y me pregunto sobre afirmaciones como las que siguen:

“El fin de la sociedad es el bienestar de todos” ¿Qué cosa es un bienestar para todos? Que se me suministre una definición que no sea la suma de los bienestares individuales.

“Todos los hombres son iguales por naturaleza” ¿Verdaderamente? ¿Los grandes y los pequeños, los lindos y los desgraciados?

”La ley es la expresión libre y solemne de la voluntad general”. Muy bien. ¿Y qué es, por favor, la voluntad general?

“Los delitos de los mandatarios del pueblo y de sus agentes en ningún caso deben quedar impunes. Nadie debe pretender ser más inviolable que los demás ciudadanos”. ¡Estaría bueno si se pudiera aplicar bien, si siquiera se pudiera aplicar! ¡Riámonos, oh mis contemporáneos, vosotros que no juráis sino por la inmunidad o la amnistía!

Tomo la Declaración universal de 1984 y allí leo que “todos los seres humanos... deben interactuar con espíritu de fraternidad”. Atención: ¡deben! ¿ Se trata de un derecho o de un deber? ¿Y en nombre de quién se establece semejante deber?

“Nadie será sometido a la tortura...”. El tiempo futuro del verbo es conmovedor: me hace acordar a “Tú serás Papá y yo seré la Mamá”.

“Nadie puede ser arbitrariamente detenido...”. ¿Pero qué quiere decir “puede”? ¿No habría que leer allí “debe” puesto que “puede” es obviamente absurdo?

“La voluntad del pueblo es el fundamento de la autoridad de los poderes públicos”. Una vez más, ¿no será demasiado suponer que el pueblo tiene voluntad colectiva?

“La familia es la célula fundamental de la sociedad y tiene derecho a que la sociedad y el Estado la protejan” ¿Y si la sociedad favorece el concubinato de los pederastas y si el Estado remunera a los hacedores de lesbianas...?

No niego que algunas de las ideas que sostienen esta monserga tienen cierto poder seductor, pero, para significar alguna cosa me parece que deberían, por una parte, expresarse bajo la forma de deberes concretos antes que derechos abstractos y, por otra parte, debería fundarse sobre la autoridad más allá de la del hombre y, por tanto, nunca sobre la humanidad que no es más que la adición de todos los hombres vivientes, que hayan vivido o llamados a vivir.

Ya lo constataba Dostoievsky: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Y si los hombres se arrogan el derecho de Dios de decir qué está bien y qué está mal, nada bueno puede resultar, por lo menos según el Génesis.


[Tomado de
¿Por qué soy medianamente democrático? de Vladimir Volkoff.]

lunes, 22 de abril de 2013

Ser conservador (Titus Burckhardt)


SER CONSERVADOR por TITUS BURCKHARDT

 

 

 

Si se dejan de lado todas las implicaciones políticas que posee este término, el «conservador» es ante todo alguien que se esfuerza por «conservar». Para determinar si tal actitud es acertada o errónea, basta considerar lo que se intenta conservar. Si las estructu­ras sociales que se defienden —y, por otra parte, siem­pre se trata de esto— están en conformidad con la fina­lidad más alta de la vida humana y corresponden a las necesidades profundas del hombre, ¿por qué esas estruc­turas sociales no habrían de ser tan buenas, e incluso mejores, que todas las innovaciones que el transcurso del tiempo puede aportar? Parece normal seguir un razo­namiento como éste, pero el hombre contemporáneo ya no razona normalmente. Incluso cuando no despre­cia sistemáticamente el pasado y no pone todas sus espe­ranzas únicamente en el progreso técnico para mejorar la suerte de la humanidad, tiene generalmente un pre­juicio contra toda actitud conservadora. Pues, de hecho, ya tenga conciencia de ello o no, está influido por la tesis materialista según la cual toda forma de «conser­vadurismo» va contra el principio de cambio inherente a la vida y conduce al «estancamiento».

 

El estado de penuria en que se encuentra hoy el conjunto de los pueblos que no han seguido el tren del progreso técnico parece confirmar esta tesis; en rea­lidad, se omite observar que aquí hay una incitación a un desarrollo cada vez mayor, más que una explicación de los hechos. La idea de que todo deba ser arrastra­do en este cambio constante es un dogma moderno, que tiende a imponerse de forma absoluta en el espí­ritu de nuestros contemporáneos. Se oye proclamar en un tono perentorio, incluso por parte de los que se consideran cristianos, que el hombre mismo está inclui­do en esa evolución general; y no sólo desde el punto de vista de los sentimientos, de los juicios que están efectivamente influidos por nuestro entorno, sino tam­bién de la propia naturaleza humana, la cual, según ellos, está sometida a la ley universal del cambio. Exis­te la idea familiar de que el hombre está en curso de evolución y debe evolucionar hacia una especie supe­rior; el hombre del siglo veinte, por consiguiente, es, según esto, diferente del hombre de las épocas pasadas. En todo esto se pierde de vista esta verdad esen­cial, proclamada por todas las religiones, a saber, que el hombre es el hombre, y no sólo un animal entre los demás, por el solo hecho de que lleva en sí mismo un centro espiritual que no está sometido al principio cós­mico del cambio. En ausencia de este centro espiritual, que es la fuente de nuestras capacidades de razona­miento —y que, por tanto, se puede definir como el ór­gano espiritual que transmite el sentido de la verdad—, no seríamos siquiera capaces de comprobar el cambio que se opera en el mundo que nos rodea. En efecto, como lo enuncia Aristóteles, los que declaran que todo, incluida la verdad, se encuentra en un estado de flujo perpetuo se condenan a la contradicción interna: si nada resiste a ese flujo incesante, ¿sobre qué base pue­den, pues, formular un juicio válido?

 

Aquí, sin duda es necesario recordar que el centro espiritual del ser humano es mucho más que la sola psi­que, la cual está sometida a los instintos y a las impre­siones de toda clase, y que asimismo es muy superior al pensamiento racional. Hay en el ser humano algo que lo enlaza con lo Eterno y que se encuentra precisamente en el punto en que «la luz que ilumina a todo hombre que viene al mundo» (Juan 1,9) se refleja en el plano de nuestras facultades psíquicas y físicas.

 

Si bien este «núcleo» inmutable del corazón del hom­bre no puede ser percibido directamente —del mismo modo que no se puede captar el punto sin dimensio­nes del centro de un círculo—, se sabe sin embargo por qué vías es posible acercarse a él. Semejantes a los radios que convergen hacia el centro de una rueda, estas vías de acceso constituyen la base inmutable de todas las tra­diciones espirituales. Tomadas como reglas normativas para la acción, y para las estructuras sociales que se con­ciben en función del centro espiritual del hombre, estas vías constituyen igualmente la base de toda actitud con­servadora auténtica; tanto es así que el deseo de con­servar ciertas estructuras sociales sólo tiene sentido si estas últimas se fundamentan en el centro inmutable de la condición humana. Esta condición, por lo demás, deter­mina igualmente su capacidad para mantenerse a lo largo del tiempo.

 

En una cultura que, desde su misma fundación, y en virtud de sus orígenes sagrados, está orientada hacia ese centro espiritual, y por ello mismo hacia el orden eterno, la cuestión del valor, o de la justificación, de la actitud conservadora ni siquiera se plantea. No existe, por otra parte, ninguna palabra para definir este con­cepto, de tan evidente que es. En una sociedad cristia­na se es cristiano, al igual que se es musulmán en una sociedad islámica, budista en una sociedad budista, y así sucesivamente. Sin lo cual no se puede pertenecer a estas sociedades respectivas, ni tomar parte en su fun­cionamiento; uno sólo podría mantenerse aislado, o bien oponérseles de modo secreto y disimulado.

 

Este tipo de culturas viven en función de una ener­gía espiritual que pone su sello en todas las formas, desde las más altas hasta las más mínimas; es así como estas culturas son verdaderamente fecundas y creativas. Al mismo tiempo, estas culturas necesitan fuerzas de conservación, sin las cuales su organización no tardaría en disolverse. Basta, por lo demás, que este tipo de socie­dad tradicional sea más o menos coherente y homogénea para que la fe, la fidelidad a lo sagrado y una acti­tud «conservante» o conservadora se reflejen unas en otras como una serie de círculos concéntricos.

 

La actitud llamada conservadora sólo se vuelve pro­blemática a partir del momento en que el orden social ya no está determinado por el orden eterno de las cosas, como es el caso en la Europa de los tiempos modernos. La cuestión que se plantea entonces es la de saber qué fragmentos o vestigios del orden tradicional, que anta­ño englobaba todos los ámbitos, merecen ser preserva­dos prioritariamente para tal o cual ámbito de la vida colectiva. En cada fase histórica de una sociedad (y estas fases se suceden ahora a un ritmo cada vez más rápi­do), los prototipos originales se vuelven a encontrar en un grado o en otro. Aunque el orden primordial esté destruido, quedan de él, sin embargo, ciertos elementos, que conservan una relativa eficacia. Después de cada ruptura con el orden antiguo se establece un equi­librio nuevo, por muy fragmentario e incierto que sea. Ciertos valores esenciales se han perdido irremediable­mente en el camino, mientras que otros, más secundarios al principio, se ven situados en primer plano. Si se quiere evitar que incluso estos últimos se pierdan a su vez, vale más conservar el equilibrio existente que vol­ver a ponerlo todo en cuestión en un intento arriesga­do de efectuar una renovación total.

 

Cuando la alternativa se presenta concretamente en la Historia, la palabra «conservador» hace su aparición. En Europa hizo fortuna por primera vez en la época de las guerras napoleónicas. Este término está definitivamente marcado por el dilema que lleva en sí intrínse­camente. El «conservador» siempre es sospechoso de querer preservar solamente sus privilegios, por modes­tos que sean. En estas condiciones, la cuestión de saber si lo que se quiere conservar vale o no la pena está vicia­da de entrada. Y sin embargo: ¿por qué habría que excluir que las ventajas privadas de tal o cual grupo coincidie­ran con la justicia? ¿Y por qué determinadas jerarquías y obligaciones sociales no podrían ser fuente de buena inteligencia entre los individuos?

 

La manera en que razonan nuestros contemporá­neos demuestra claramente que la inteligencia profun­da tiene muy pocas posibilidades de desarrollarse a falta de un medio favorable desde este punto de vista. Sólo muy escasos individuos —en general los que en su juven­tud han podido conocer algunos recuerdos del orden antiguo, o los que han tenido la ocasión de entrar en contacto con una cultura todavía tradicional en Orien­te— son capaces de imaginar la felicidad y la paz inte­rior que puede conferir un orden social jerarquizado de acuerdo con las vocaciones naturales y las funciones espirituales. Y todavía hay que añadir que procura estos beneficios no sólo a la élite dominante, sino también a las clases trabajadoras.

 

Dicho esto, no hay ninguna sociedad humana, por muy justa que sea globalmente, que no contenga males relativos. Sin embargo, hay un medio seguro y fácil de determinar si tal o cual orden social ofrece o no la feli­cidad a la mayoría de sus miembros: la consideración de los objetos de arte y de todos los productos artesanales, que no sólo tienen una vocación utilitaria, sino que mani­fiestan cierto gozo creativo. Una cultura en la que las artes son privilegio exclusivo de una clase particularmente educada, de modo que ya no se encuentra en ella arte popular o un lenguaje artístico que pueda ser comprendido por todos, es un fracaso completo desde este punto de vista. El éxito extrínseco de una profesión se mide por los beneficios que garantiza; pero su éxito intrínseco resi­de en su capacidad para recordar al hombre su verdadera naturaleza, querida por Dios. A este respecto, éxito extrínseco y éxito intrínseco no coinciden siempre. Labrar la tierra, rezar para que llueva, crear objetos útiles y for­mas inteligibles a partir de las materias primas que ofre­ce la naturaleza, compensar la indigencia de unos con el exceso de riqueza de otros, reinar estando dispuesto a sacrificar la propia vida por aquellos sobre quienes se reina, enseñar por amor a la Verdad: he aquí algunas de esas ocupaciones tradicionales que llevan en sí mis­mas su propia recompensa. Uno tiene derecho a pre­guntarse si el «progreso» las ha promovido o rebajado.

En nuestros días son numerosos los que piensan que el hombre realiza su verdadero destino en el trabajo, manejando una máquina. No: su destino verdadero e integral, el hombre lo realiza cuando reza e invoca la bendición divina, cuando dirige y combate, siembra y cosecha, sirve y obedece. He aquí lo que conviene a la naturaleza humana.

 

Cuando la urbanización que tiende a caracterizar a la vida moderna exige que el sacerdote se despoje de los signos exteriores de su función y se ponga a imitar tanto como sea posible el modo de vida de los laicos, tenemos ahí una prueba de que esta mentalidad urbana ha perdido de vista la verdadera naturaleza del hombre. En efecto, percibir al hombre en el sacerdote equivale a reconocer que la naturaleza humana, en su fondo, se revela infinitamente mejor en la dignidad sacerdotal que en la condición del hombre «corriente». Toda cultura teocéntrica reconoce una jerarquía más o menos explícita de clases, o «castas», sociales. Esto no quiere decir que esa cultura vea al hombre como un fragmento aislado que sólo puede alcanzar su plenitud en el marco de una comunidad. Al contrario, esto significa que la naturaleza humana como tal es con mucho demasiado rica para que todo el mundo, en todo momento, pueda realizar todas sus diferentes facetas. La perfección humana no reside en la suma de todas estas facetas, o funciones, sino más bien en su quintaesencia. Si ha habido sociedades fuertemente jerarquizadas que han podido mantenerse durante milenios, esto no se explica por la pasividad de los pueblos ni por el poder de los soberanos, sino por el hecho de que ese orden social correspondía a la naturaleza humana.

 

    Existe un error muy difundido según el cual la clase más naturalmente conservadora es la  burguesía. Ahora bien, esta última se identifica en el origen con la cultura de las ciudades, en las que, desde hace quinientos años, han nacido todas las revoluciones. Es cierto, sin embargo, que la burguesía, sobre todo después de la Revolución francesa, ha desempeñado a menudo un papel conservador, e incluso, a veces, ha adoptado ciertos ideales aristocráticos, aunque no sin explotarlos en su prove­cho, lo que ha tenido como consecuencia su gradual falsificación. En el seno de la burguesía hubo igualmente individuos cuyo conservadurismo descansaba en bases inteligentes, pero siempre fueron una minoría, y esto desde el principio.

 

El campesino, en cambio, es generalmente conser­vador; lo es, si puede decirse así, por experiencia, pues él sabe —pero ¿cuántos lo saben todavía?— que la vida de la naturaleza depende de la renovación constante de innumerables fuerzas estrechamente vinculadas unas con otras y que deben mantenerse en equilibrio. Y no se puede tocar un solo componente de este equilibrio sin provocar el hundimiento de todo el conjunto. Basta des­viar el curso de un río para modificar la flora de una región entera o para eliminar una especie animal, lo que dará lugar inmediatamente a la proliferación catastrófica de otra especie. El campesino no cree que la llu­via y el buen tiempo puedan crearse a voluntad.

 

De todo esto no hay que concluir que el punto de vista conservador esté ligado ante todo al sedentarismo y a la vinculación a una tierra: está demostrado que nadie en el mundo es más conservador que los nóma­das. En el viaje perpetuo que es su vida, el nómada se dedica a preservar el patrimonio que constituyen su len­gua y sus costumbres; resiste con pleno conocimiento de causa a la erosión del tiempo, pues ser conservador no significa ser pasivo, ni mucho menos.

 

Se trata de un signo eminente de nobleza; el nóma­da, en esto, se parece al aristócrata, o, más exactamen­te, la nobleza inherente a la casta guerrera tiene muchos puntos comunes con el alma del nómada. Por otro lado, la experiencia de una aristocracia que no ha sido corrompida por la vida de corte o por las costumbres urbanas, sino que ha permanecido próxima a la tierra, se pare­ce al tipo campesino descrito más arriba, con la dife­rencia de que el noble del campo siempre tiene un terri­torio y un entorno humano más vastos que el simple campesino. Cuando la aristocracia es consciente, por herencia y por educación, de la unidad esencial de las fuerzas de la naturaleza y las potencias del alma, posee una superioridad que no se puede adquirir de ninguna otra manera. Y quien se sabe dotado de una auténtica superioridad tiene derecho a ejercerla, exactamente igual que quien ha alcanzado la maestría total de un arte tiene derecho a poner su propio juicio por encima del juicio de los ignorantes.

 

Debe quedar bien claro, sin embargo, que la posi­ción predominante de la aristocracia está ligada a dos condiciones, una natural y la otra ética: la condición natural es que, en el seno de una misma tribu o fami­lia, se puede esperar, por regla general, la transmisión hereditaria de ciertos dones y ciertas cualidades; la con­dición ética viene resumida en el dicho nobleza obliga. Cuanto más elevados son el rango social y los privilegios que le corresponden, más grandes serán los deberes y las responsabilidades. Inversamente, cuanto más bajo es el rango, más reducido es el poder y más limitados son los deberes; en lo más bajo de la escala se encuentran las personas completamente pasivas, que apenas tienen responsabilidades éticas. Si las cosas, en este terreno, no son siempre lo que deberían ser, no hay que buscar la causa principal de ello en la herencia natural, pues esta última funciona bastante bien como para garantizar inde­finidamente la homogeneidad de una casta. Hay que bus­car más bien la fuente de esa imperfección en la trans­gresión del principio moral mencionado antes, y que exige un justo equilibrio entre derechos y deberes. Ningún sistema social puede impedir los abusos de poder; semejante sistema, si existiera, no sería humano, puesto que el hombre sólo es hombre si responde al mismo tiempo, y por su propia volición, a una vocación natu­ral y a una vocación espiritual. El abuso de una autori­dad hereditaria, por consiguiente, no prueba nada con­tra la validez del principio de la aristocracia. En cambio, la vocación ética de esta última queda demostrada ente­ramente con el ejemplo del pequeño número de aque­llos que, cuando fueron despojados de sus privilegios ancestrales, no renunciaron por ello a la responsabili­dad moral que habían heredado.

 

Numerosos son los países en los que la aristocracia ha perdido el poder a causa de su autoritarismo; pero la nobleza ha sido desposeída no tanto por su autori­tarismo respecto a las clases inferiores como a causa de sus transgresiones tiránicas de la ley superior de la reli­gión, su única base moral de legitimidad y la única capaz de templar con la misericordia la autoridad de los pode­rosos de este mundo.

 

Después del derrumbamiento no sólo de la jerar­quía social, sino de casi todas las estructuras tradicionales, las personas que han conservado, con toda lucidez, una mentalidad conservadora ya no tienen nada a lo que agarrarse. Se encuentran aisladas en un mundo completamente esclavizado que hace alarde de libertad, que se jacta de ser rico y diverso mientras que su uni­formidad lo aplasta todo. No se cesa de clamar que la humanidad está en la vía de un progreso continuo, que el ser humano, después de haber «evolucionado» duran­te millones de años, ha iniciado ahora una mutación decisiva que debe conducirle a su victoria final sobre las condiciones materiales de la vida. El conservador lúcido e inteligente está solo en medio de una multi­tud delirante, es el único que permanece despierto en medio de un pueblo de sonámbulos que toman su sueño por la realidad. Sabe, por experiencia y por discerni­miento, que el hombre, a pesar de su obsesión por el cambio, sigue siendo el mismo, para lo mejor y para lo peor. Las preguntas fundamentales que plantea la condición humana siguen siendo las mismas; las respuestas a estas preguntas son conocidas desde la noche de los tiempos, y, en la medida en que el lenguaje humano puede expresarlas, han sido transmitidas, desde siem­pre, al hilo de las generaciones. Este legado precioso es lo que importa ante todo al conservador lúcido e inteligente.

 

Dado que en nuestros días casi todas las formas de vida tradicional han sido destruidas, el conservador no tiene sino raramente la ocasión de tomar parte en una tarea que posea, por su significado y su utilidad, un valor universal. Pero toda medalla tiene su reverso: la desaparición de las formas tradicionales nos pone a prue­ba y nos obliga a dar muestras de discernimiento. En cuanto a la confusión que reina a nuestro alrededor en el mundo, nos impone dejar de lado todos los accidentes para volvernos resueltamente hacia lo esencial.