martes, 22 de enero de 2013

Conflicto Imperio Papado 4



"La verdadera razón por la que hizo la Iglesia un adversario tenaz el Imperio era la sensación instintiva de  la verdadera fuerza que ganaba terreno detrás de las formas externas del espíritu caballeresco y de la idea gibelina, no obstante que en el otro lado, es decir entre los defensores del Imperio, debido al peligro de contradicciones y vacilaciones del que el propio Dante no estaba exento, no se tenía más que una conciencia parcial del verdadero objetivo a alcanzar. En este sentido, la Iglesia mostró un instinto más seguro. De donde el drama del gibelinismo medieval, de la gran caballería, y particular, el drama de los Caballeros Templarios.

Hubo pues la posibilidad de una restauración de la dignidad suprema, gracias al cual la sociedad se hubiera mantenido en su posición vertical y los hombres de todas las condiciones hubieran sido alentados a ir de pie, pero el destino de Occidente y  de la Arianidad dependían del soberano de la época, el emperador Federico II Hohenstaufen
Ahora por grande que hubiera sido, el emperador no supo franquear el Rubicon. En repetidas ocasiones, él tuvo a su oponente, el Papa, acogotado, pero no se decidía a terminar su obra. Mientras que los titulares sucesivos de la  sede de San Pedro (al menos ciertos de ellos ) no le ahorraron nada, extendiendo en su contra las peores calumnias, organizando proceso tras proceso, con la presentación  de falsos testimonios y acusaciones delirantes (se le hizo responsables de las invasiones mongolas), el  respetaba hasta el final al sacerdocio. Una vez, sin embargo, tuvo la tentación de terminar, pero Luis IX se lo impidió. Sin embargo, este mismo santo rey había sufrido la excomunión, no sólo por su galicanismo, sino por las buenas relaciones que tuvo con el emperador, al que estimaba. Ni San Luis ni Federico II osaron, y si se puede deplorar, no podemos condenarlos, porque el derrocamiento del Papa significaba desafiar al clero, y sólo un soberano habiendo asentado su autoridad sobre todo Occidente podría lanzar los dados. Tal vez un gran iniciado lo hubiera hecho, pero según la leyenda, Federico II "no plantea la cuestión"  cuando el Preste Juan le presentó las joyas. En otros términos, no supo reconocer al enviado del Rey del Mundo, no supo reconocer su destino, no podía forzar su suerte.


El sacerdocio había prevalecido, los papas llevaron su celo hasta hacer asesinar a los hijos, nietos e incluso bastardos de Federico, de modo que la sangre imperial pudiera llegar nunca más a poner en peligro su poder, pero precisamente, ¿qué hicieron con ese poder?


Si hubieran permanecido en el papel de mentores de emperadores, podría haber atemperar útilmente su ardor, recordarle cuando lo olvidara, sus deberes sagrados. La acción empuja al compromiso, a las intrigas, tiene un peligro: el del sacrificar lo esencial a lo contingente. La iglesia, teniéndose por encima de lo temporal, podría guardar la serenidad necesaria para devolver al Príncipe a  línea recta cada vez que se apartara de ella Pero esto exigía que ella se consideraba al servicio del príncipe, representante de Dios en la tierra, que ella permaneciera en la sombra con la devoción de una madre. Así ella  hubiera desempeñado su parte en la mantenimiento del orden divino; pero cuando pretendió hacer y deshacer reyes, se trataba simplemente de una usurpación. Cuando el Papa o el obispo realizaban los ritos sagrados, no hacían más que transmitir las influencias de lo Alto  en beneficio del soberano. Según lo escrito por Julius Evola en “Rebelión contra el mundo moderno ": por la consagración, él (el rey) asume un poder, más que recibirlo y este poder, la casta sacerdotal  lo "guarda" más que lo posee" .


Esto es aún más verdadero cuanto que el Sacerdocio se mostró incapaz  de asumir precisamente el poder que había arrebatado al Emperador

 Muy rápidamente, su arma más formidable cayó en desuso y los papas se arriesgaron cada vez menos frecuentemente a usar la excomunión, que no impresionaba más a nadie. El gran interregno no les permitió hacer valer su autoridad sobre Occidente, que, lejos de experimentar una unidad renovada, se parceló por el contrario, tanto política como religiosamente.


Los cismas manifiestan con rigor que los papas no pueden reducirlos más a falta de la espada de los príncipes que no les obedecen más.Las iglesias nacionales se opusieron a la Santa Sede: Inglaterra se desgaja de Roma y si Francia queda de su lado, el galicanismo todavía humea. Para completar todo los reinos se transforman en naciones con fronteras rígidas: la ecúmene Europea se convierte en un mosaico de pueblos cada vez más extraños el uno al otro, faltando el principio trascendente y anagógico que hubiera garantizado la unidad y la fluidez del mundo medieval.


Algunos han acusado de ser el cristianismo fautor de la democracia: de hecho, la ideología igualitaria, fundamento filosófico de la democracia está latente en los Evangelios, pero además los Evangelios se puede leer de muchas maneras diferentes (el Cristianismo no se ha vivido en la Edad Media como en la actualidad) de manera que el fuerte puede encontrar una fuente de vigor acrecentada y los débiles una fuente de consuelo, el cristianismo se acomoda a todos los regímenes planes, sin tratar de cambiarlos. La Iglesia se propuso más bien influir sobre los espíritus y ha sido siempre conservadora. Firme apoyo del trono  (cuando la cuestión del Imperio planteaba más), trasladó su atención a la clase burguesa cuando ésta última tomó el poder y se demostró ardiente defensora de los derechos sociales cuando la cuarta casta hizo oír su voz.


El proceder de la Iglesia no es político, es por eso  que esperar de ella o de la religión cristiana sola una dirección en la Recuperación es sentido ilusorio. La Iglesia no tiene proyecto a ofrecer. Su preocupación es más bien salir de la historia que hacerla, y hemos visto que cuando quiso tomar las riendas, el enganche se le  escapó rápidamente.


Lo que debemos, sin embargo, reprochar a la Iglesia, es de haber rebajado la autoridad de los grandes y pretendiendo guardar para ella misma la exclusividad del reino espiritual, haber "profanizado" el poder temporal. Simultáneamente,  cortó toda vía a una realización iniciática combatiendo las fuerzas renacientes de la Tradición (siendo la caída del Temple el último episodio de este combate) y cerraba el acceso al  dominio de la metafísica pura limitándose al de la teología


HUBERT DE MIRLEAU


LA DÉMOCRATIE EST-ELLE UNE FATALITÉ?

ED PARDÉS 1991

Conflicto Imperio y Papado 3


Los desórdenes actuales en la Iglesia romana —de una gravedad sin precedentes— prueban que la concepción latina de la Iglesia es teológicamente estrecha y jurídicamente excesiva; si no lo fuera, estos desórdenes serían inconcebibles.(2) Por otra parte, parece haber algo trágicamente insoluble en la estructura misma de Ia Cristiandad: dad la supremacía total al pontífice y se convertirá en un césar mundano y conquistador; dad la supremacía al emperador, y hará del pontífice su esclavo y su instrumento.(3) Pero hay que reconocer que éste es un círculo vicioso cuyas huellas se encuentran en todas partes donde hay hombres.

* **

 

 

(2) El advenimiento dei protestantismo, en el Occidente latino, implica por lo demás Ia misma prueba. Psicológicamente —no doctrinalmente— el protestantismo reedita en ei fondo, con mucho mayor exceso, por supuesto, Ia protesta dei arrianismo, que contiene a pesar de todo una partícula de verdad y un elemento de equilibrio.

 

(3) Muy paradójicamente, una cosa no impide la otra. Es lo que se ha producido en el Occidente latino, en el que el Papado se ha convertido finalmente en presa, no del emperador por supuesto, sino de la política, y por consiguiente de  democracia, puesto que ésta determina a aquélla. A partir de la Revolución Francesa, la Iglesia está por decir lo así substancialmente a merced de las repúblicas laicistas —incluidas las pseudomonar
quías de hecho republicanas—, pues es su ideología la que decide quién es digno de ser obispo; y gracias a una coyuntura histórica particularmente favorable, la política ha con seguido introducir en el molde de la Iglesia una materia humana heterogénea con respecto a Ia Iglesia. El último concilio fue ideo-político y no teológico; su irregularidad resulta del hecho de que no estuvo determinado por situaciones concretas evaluadas a partir de la teología, sino por abstracciones ideo-políticas opuestas a esta última, o, más preci
samente, por el democratismo del mundo, que hizo monstruosamente las veces de Espíritu Santo. La humildad. y la caridad», manejables a voluntad y a partir de ahora en sentido único, están ahí para asegurar el éxito de la empresa.

 

(Frithjof Schuon, Forma y substancia en las religiones)

Conflicto Imperio y Papado 2


Durante los primeros siglos del Imperio cristianizado y en el período bizantino, la Iglesia aparecía aun subordinada a la autoridad imperial; en los concilios, los obispos dejaban la última palabra al príncipe, no solo en materia de disciplina sino también de dogma. Progresivamente, se deslizó siempre la idea de la igualdad de los dos poderes, de la Iglesia y del Imperio. Las dos instituciones parecían poseer, una u otra, una autoridad y un destino sobrenaturales y tener un origen divino. Si seguimos el curso de la historia, constatamos que en el ideal carolingio subsiste el principio según el cual el rey no gobierna solo al pueblo, sino también al clero. Por orden divina debe velar para que la Iglesia realice su misión y su función. De ahí que no solo sea consagrado por los mismos símbolos que los de la consagración sacerdotal, sino que posea también la autoridad y el derecho de destituir al clero indigno. El monarca aparece verdaderamente, según Catwulf, como el rey‑sacerdote según la orden de Melkisedech, mientras que el obispo no es más que el vicario de Cristo (2). Sin embargo, a pesar de la persistencia de esta alta y antigua tradición, termina por prevalecer la idea de que el gobierno real debe ser comparado al de un cuerpo y el gobierno sacerdotal al del alma. Se abandonaba así implícitamente la idea misma de igualdad de los dos poderes y se preparaba una inversión efectiva de las relaciones.

En realidad, si en todo ser razonable, el alma es el principio que decide lo que el cuerpo ejecuta, ¿cómo concebir que aquellos que admitían que su autoridad estuviera limitada al cuerpo social no debieran subordinarse a la Iglesia a la cual reconocían un derecho exclusivo sobre las almas y su dirección? Fue así como la Iglesia debía finalmente contestar y considerar prácticamente como una herejía y una prevaricación del orgullo humano, la doctrina de la naturaleza y del origen divino de la realeza y ver en el príncipe un laico igual a todos los otros hombres ante Dios e incluso ante la Iglesia, algo así como un simple funcionario instituido por el hombre, según el derecho natural, para dominar al hombre, y que a través de las jerarquías eclesiásticas recibía la consagración necesaria para que su gobierno no fuera el de una civitas diaboli (3).

Es preciso ver en Bonifacio VIII ‑que no duda en ascender al trono de Constantino con la espada, la corona y el cetro, declarar: "Soy Cesar y Emperador"‑ la conclusión lógica de una orientación de carácter teocrático‑meridional: se termina por atribuir al sacerdote las dos espadas evangélicas, la espiritual y la temporal, y no se ve en el Imperio más que un simple beneficium conferido por el Papa a alguien que a cambio debe vasallaje a la Iglesia e incluso la misma obediencia que se exige a un feudatario a quien se ha investido. Pero, aunque el jefe de la Iglesia romana podía encarnar esencialmente, la función de los "servidores de Dios", este guelfismo, lejos de significar la restauración de la unidad primordial y solar de dos  poderes, muestra solo hasta qué punto Roma se había alejado de su antigua tradición y representaba en el mundo europeo, el principio opuesto, la dominación de la verdad del Sur. En la confusión que se manifestará en los símbolos, la Iglesia, al mismo tiempo que se arrogaba, en relación al Imperio, el símbolo del Sol en relación a la Luna, adoptaba por si misma el símbolo de la Madre, y consideraba al Emperador como uno de sus hijos. En el ideal de supremacía guelfo se expresa pues un retorno a la antigua visión ginecocrática: la autoridad, la superioridad y el derecho la dominación espiritual del principio materno sobre el masculino, ligado a la realidad temporal y caduca.
La coronación del rey de los francos comportaba ya la fórmula: Renovatio romani Imperii; además, una vez fue asumida Roma como fuente simbólica de su imperium y de su derecho, los principes germánicos debieron finalmente agruparse contra la pretensión hegemónica de la Iglesia y convertirse en el centro de una gran corriente nueva, tendiente a una restauración tradicional.
El mundo feudal de la personalidad y de la acción no agotaba, sin embargo, las posibilidades más profundas del hombre medieval. La prueba de esto es que su fides supo también desarrollarse bajo una forma, sublimada y purificada en lo universal, teniendo por centro el principio del Imperio, sentido como una realidad ya supra‑política, como una institución de origen sobrenatural formando un poder único con el reino divino. Mientras que continuaban actuando en su espíritu formador unidades feudales y reales particulares, tenía como cúspide al emperador, que no era simplemente un hombre, sino más bien, según las expresiones características, deus‑homo totus deificatus et sanctificatus, adorandum quia praesul princeps et summus est (16). El emperador encarnaba también, en sentido eminente, una función de "centro" y pedía a los pueblos y a los príncipes, contemplando la realización de una unidad europea tradicional superior, un reconocimiento de naturaleza tan espiritual como el que la Iglesia pretendía para sí misma. Y al igual que dos soles no pueden coexistir en un mismo sistema planetario, imagen que a menudo fue aplicada a la dualidad Iglesia‑Imperio, así mismo el contraste entre estos dos poderes universales, referencias supremas de la gran ordinatio ad unum del mundo feudal, no debía tardaren estallar.

La ética caballeresca y la articulación del régimen feudal, tan alejados del ideal "social" de la Iglesia de los orígenes, el principio resucitado de una casta guerrera ascética y sacralmente reintegrada, el ideal secreto del imperio y de las cruzadas, imponen pues a la influencia cristiana sólidos límites. La Iglesia los acepta en parte: se deja dominar ‑se "romaniza"‑ para poder dominar, para poder mantenerse en la cresta de la ola. Pero resiste en parte, quiere erosionar la cúspide, dominar el Imperio. La ruptura subsiste. Las fuerzas suscitadas escapan aquí y allí a las manos de sus evocadores. Luego ambos adversarios se separan y desprenden de la lucha y uno y otro emprenden la senda de una decadencia similar. La tensión hacia la síntesis espiritual se aminora. La iglesia renunciará cada vez más a la pretensión real, y la realeza a la aspiración espiritual. Tras la civilización gibelina ‑espléndida primavera de Europa, estrangulada en su nacimiento‑ el proceso de caida se afirmará a partir de entonces sin encontrar obstáculos.
 
JULIUS EVOLA
Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 11.
 


 

Conflicto del Imperio y el Papado 1


Cuando se afirma, por el contrario, la idea de una autoridad y de una unidad que no dominan la multiplicidad más que de una forma material, directa y política, interviniendo por todas partes, aboliendo toda autonomía de los grupos particulares, nivelando en un espíritu absolutista todos los derechos y privilegios, desnaturalizando y oprimiendo a los diferentes estratos étnicos, la imperialidad, en el sentido verdadero del término, desaparece, y no nos encontramos ya en presencia de un organismo, sino de un mecanismo. Tal es el tipo de los Estados modernos, nacionales y centralizadores. Y veremos que por todas partes donde un monarca ha caido en tal nivel, donde, renunciando a su función espiritual, ha promovido un absolutismo y una centralización político‑material, emancipándose de todo lazo respecto a la autoridad sagrada, humillando la nobleza feudal, apropiándose de poderes que anteriormente se encontraban en la aristocracia, ha cavado su propia tumba, provocando una reacción fatal: el absolutismo no es más que un corto espejismo pues la nivelación prepara la demagogia, el ascenso del pueblo, del demos, al trono profanado([5]). Tal es el caso de la tiranía que, en algunas ciudades griegas, sucedió al régimen aristocrático‑sagrado anterior: tal es también, en cierta medida, el caso de Roma y Bizancio, en las formas niveladoras de la decadencia imperial; tal es, en fin, ‑como veremos más adelante‑ el sentido de la historia política europea, desde la caida del ideal espiritual del Sacro Imperio Romano y de la subsiguiente constitución de monarquías nacionales secularizadas hasta el fenómeno final del "totalitarismo".
Asi se analiza la degradación de la idea del "reino" cuando esta, separada de su base espiritual tradicional, se ha vuelto laica, exclusivamente temporal y centralizadora. Si pasamos ahora al otro aspecto de la desviación, constatamos que lo propio de toda autoridad sacerdotal que desconoce la función imperial ‑como fue la Iglesia de Roma durante la lucha por las investiduras‑ es tender precisamente a una "desacralización" del concepto del Estado y de realeza, hasta el punto de contribuir ‑a menudo sin advertirlo‑ a la formación de la mentalidad laica y "realista", que debía luego inevitablemente alzarse contra la misma autoridad sacerdotal, y abolir toda ingerencia efectiva de la Iglesia en el cuerpo del Estado. Tras el fanatismo de estos medios cristianos de los orígenes que identificaban la "imperialidad" de los césares a una satanocracia, la grandeza de la aeternitas Romae a la opulencia de la prostituta de Babilonia, las conquistas de las legiones a un magnum latrocinium; tras el dualismo agustiniano que frente a la civitas Dei, veía en toda forma de organización del Estado una creación no solo exclusivamente natural, sino también criminal ‑corpus diabuli, la tesis gregoriana sostendrá precisamente la doctrina llamada del "derecho natural", en virtud de la cual la autoridad real se encuentra desprovista de todo carácter trascendente y divino, y reducida a un simple poder temporal transmitido al rey por el pueblo, poder cuya utilización implica pues la responsabilidad del rey respecto al pueblo, mientras que toda forma de organización positiva del Estado es declarada contingente y revocable, en relación a este "derecho natural"([6]). En efecto, desde que en el siglo XIII fue definida la doctrina católica de los sacramentos, la unción real cesó de formar parte y ser prácticamente asimilada, como en la concepción precedente, a una ordenación sacerdotal. A continuación, la Compañía de Jesús no duda en intervenir a menudo para acentuar la concepción laica y antitradicional de la realeza (concepción que, en algunos casos, apoya el absolutismo de las monarquías sometidas a la Iglesia y, en otros, llega incluso hasta el regicidio([7]) a fin de hacer prevalecer la idea según la cual la Iglesia es la única en poseer un carácter sagrado y es pues a ella a quien pertenece la primacía. Pero, ‑como ya hemos indicado‑ es exactamente lo contrario lo que se producirá. El espíritu evocado derribará al evocador. Los Estados europeos, transformados verdaderamente en creadores de la soberanía popular y de los principios de pura economía y de asociación acéfala que la Iglesía había sostenido indirectamente con ocasión de la lucha de las Comunas italianas contra la autoridad imperial, constituyéndose como seres en sí, secularizándose, relegaron todo lo que es "religión" a un plano cada vez más abstracto, personal y secundario, cuando no la transformaron simplemente en un instrumento a su servicio.
Conviene mencionar también la inconsecuencia de la tesis guelfa, según la cual la función del Estado consistiría en reprimir la herejía y defender la Iglesia, hacer reinar en el cuerpo social un orden conforme a los principios mismos de la Iglesia. Esto presupone claramente, en efecto, una espiritualidad que no es un poder y un poder que no es espiritualidad. ¿Cómo un principio verdaderamente espiritual podría tener necesidad de un elemento exterior para defender y sostener su autoridad? Y ¿qué puede ser una defensa y una fuerza fundadas sobre un principio que no es él mismo directamente espíritu, sino una defensa y una fuerza cuya sustancia es la violencia? Incluso en las civilizaciones tradicionales donde predomina, en algunos momentos, una casta sacerdotal distinta de la realeza, no se encuentra  nada parecido. Ya hemos repetido a modo de ejemplo, como los brahmana, en la India, impusieron directamente su autoridad sin tener necesidad de nadie para "defenderles" y sin estar siquiera organizados([8]). Esto se aplica igualmente a otras diversas civilizaciones, así como a la forma de afirmar la autoridad sacerdotal en el interior de muchas ciudades griegas antiguas.
 
JULIUS EVOLA
Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 12.