miércoles, 10 de julio de 2013

Mundus imaginalis: lo imaginario y lo imaginal


HENRY CORBIN: MUNDUS IMAGINALIS: LO IMAGINARIO Y LO IMAGINAL (I)
 
 
 
Me propongo desarrollar a lo largo de esta conferencia (1) un orden de realidad preciso, que corresponde a un modo de percepción igualmente preciso, y que designo por la expresión latina mundus Imaginalis; la terminología latina tiene la ventaja de proporcionarnos un punto de referencia fijo, con el que poder comparar y calibrar los equivalentes, más o menos fluctuantes, que nos sugieren nuestras lenguas occidentales modernas.
Se hace necesaria una justificación inicial. La elección de estas dos palabras se me impuso como ineludible, desde hace ya tiempo, pues no podía servirme de la palabra "imaginario" para expresar lo que tenía que traducir o lo que quería decir. Esto no es una crítica a quienes entre nosotros recurren a este término, obligados por los usos de la lengua, puesto que, al mismo tiempo, cabe la posibilidad de intentar, con toda justicia, revalorizarla en un sentido positivo. No obstante, por más que nos esforcemos, no podemos impedir que, en el uso corriente y no premeditado, el término «imaginario» equivalga a «irreal», designando algo que está fuera del ser y del existir, en suma, lo utópico. Y si tenía una necesidad absoluta de encontrar otro término es porque desde hace ya buen número de años, he sido por vocación y por profesión, intérprete de unos textos árabes y persas, cuyo sentido habría sin duda ninguna traicionado si para su traducción me hubiese servido pura y simplemente -y aunque lo hubiese hecho con todas las precauciones posibles- de la palabra «imaginario». Necesitaba imperiosamente encontrar otro término si no quería inducir a error al lector occidental, al que es preciso sustraer a ciertos hábitos de pensamiento hace tiempo adquiridos, para despertarle a otro orden de cosas al que nuestros sentidos deben despertar, misión que es precisamente la que se propone nuestra «Sociedad de simbolismo».
Dicho de otro modo, el que corrientemente nos refiramos a lo imaginario como lo irreal o utópico, es síntoma de algo. Un algo en contraste con lo cual podríamos examinar, aunque fuera brevemente, el orden de realidad que yo designo como mundus imaginalis, y que es lo que los teósofos del Islam denominan el «octavo clima»; examinaremos después el órgano que percibe esta realidad, a saber la conciencia imaginativa, la Imaginación cognitiva; y finalmente propondremos algunos ejemplos, entre los muchos, ciertamente, que nos ofrece la topografía de estos intermundos, como los han contemplado quienes realmente han estado ahí.
 
Nâ-kojâ-âbâd o el «octavo clima»
 
Acabo de mencionar la palabra utópico. Extraña casualidad o ejemplo decisivo, lo cierto es que nuestros autores utilizan un término persa que parece ser su exacto calco lingúístico: Nâ-kojâ-Abâd, el «país del no-dónde». Y, sin embargo, se trata de algo muy distinto a una utopía.
Tomemos los bellísimos textos, relatos a la vez visionarios y de iniciación espiritual, compuestos en persa por Sohravardi, el joven shaykh que fue, en el siglo XII, el «resurrector de la teosofía de la antigua Persia» en el Irán islámico. En cada uno de ellos, el visionario se encuentra al comienzo del relato en presencia de un personaje sobrenatural de extraordinaria belleza, al que pregunta quién es y de dónde viene. Estos relatos ilustran esencialmente la experiencia del gnóstico, vivida como historia personal del Extranjero, del cautivo que aspira a regresar a su casa.
Al comienzo del relato que Sohravardi titula El arcángel teñido de púrpura (2), el cautivo, que acaba de escapar de la vigilancia de sus carceleros, es decir, que acaba de dejar momentáneamente el mundo de la experiencia sensible, se encuentra en el desierto en presencia de un ser al que pregunta: «¿De dónde vienes, jovencito?», recibiendo la siguiente respuesta; «¿Cómo? ¡Soy el mayor de los hijos del Creador (en términos gnósticos el Protoktistos, el Primer-Creado) y tú me llamas jovencito?». Ahí mismo se encuentra ya la clave del misterio del color rojo púrpura que reviste su aparición: se trata de un ser de pura Luz cuyo resplandor es atenuado en el tono purpúreo del crepúsculo por la tiniebla del mundo de la creación. «Vengo de más allá de la montaña de Qâf.. Es allí donde tú mismo estuviste en el origen y adonde volverás cuando te liberes de tus ataduras».
La montaña de Qâf es la montaña cósmica, constituida de cima en cima, de valle en valle, por las esferas celestes encajadas unas en otras. ¿Cuál es, entonces, el camino para salir de ahí? ¿A qué distancia se encuentra? «Por mucho que te alejes -se nos responde- es al punto de partida a donde vas a llegar de nuevo», como la punta del compás volviendo sobre sí misma. ¿Se trata, simplemente de salir de uno mismo para llegar a uno mismo? De ningún modo. Entre la salida y la llegada, un gran acontecimiento lo habrá transformado todo; el yo que se vuelve a encontrar allí es el que está más allá de la montaña de Qâf un yo superior, un yo «en segunda persona». Habrá sido necesario bañarse, como Khezr (o Jadir, el misterioso profeta, el eterno peregrino, Elïas o su doble) en la Fuente de la Vida. «Aquel que ha encontrado el sentido de la verdadera realidad, ése ha llegado a la Fuente. Cuando emerge de ella, ha alcanzado la aptitud que le hace semejante a aquel bálsamo, una de cuyas gotas, sostenida en la palma de la mano colocada al sol, la atraviesa, pasando al otro lado. Si eres Khezr, también tú podrás pasar sin dificultad a través de la montaña de Qâf». Otros dos relatos místicos dan un nombre a ese más allá de la montaña de Qâf, y es ese nombre el que marca la transformación de la montaña cósmica en montaña psico-cósmica es decir, el paso del cosmos físico a lo que constituye el primer nivel del universo espiritual. En el relato titulado El rumor de las alas de Gabriel aparece de nuevo la figura que en Avicena llevaba por nombre Hayy ibn Yaqzân (Viviente, hijo del que vela) y que, hace un momento designábamos como el «arcángel teñido de púrpura». La pregunta que es preciso formular es formulada y la respuesta es ésta: «Vengo de Nâ-kojâ-Âbâd» (3). Por fin, en el relato titulado Vademecum de los fieles de amor (Mu'nis al'oshshâq), que pone en escena una triada cosmogónica cuyas dramatis personae son Belleza, Amor y Tristeza, esta última se presenta ante Ya'qub llorando a José en el país de Canaán. A la pregunta: «¿Desde qué horizonte has llegado hasta aquí?» sigue la misma respuesta:
«Vengo de Nâ-kojâ-Abâd».
Nâ-kojâ-Ábâd es un término extraño. No figura en los diccionarios persas y, que yo sepa, ha sido acuñado por el propio Sohravardi utilizando los recursos de la lengua persa. Literalmente, como precisaba hace un momento, significa la ciudad, el país (âbâd) del No-dónde (Nâ-kôjâ). Por lo tanto, estamos aquí en presencia de un término que, a primera vista, puede parecernos el equivalente exacto del término utopía, el cual, por su parte, tampoco figura en los diccionarios griegos clásicos, ya que fue acuñado por Thomas Morus, como nombre abstracto para designar la ausencia de toda localización, de todo situs dado en un espacio explorable y controlable por la experiencia de nuestros sentidos. Etimológica y literalmente, sería quizás exacto traducir Nâ-kôjâ-Ábâd por Utopía, pero sin embargo, en cuanto al concepto, en lo que atañe a la intención y al significado vivido, creo que cometeríamos un contrasentido si así lo hiciésemos. Y es fundamental, en mi opinión, tratar al menos de intuir las razones de tal contrasentido.
Se trata incluso de una precisión indispensable, si queremos captar el significado y el alcance real de las múltiples informaciones concernientes a las topografías exploradas en el estado visionario, en el estado intermedio entre la vigilia y el sueño; por ejemplo, y entre otras, de las informaciones que entre los espirituales del Islam shiíta se refieren al «país del Imam oculto». Una precisión que dirigiendo nuestra atención hacia lo distintivo que caracteriza a toda una región del alma, y por tanto a toda una cultura espiritual, nos llevará a preguntarnos: ¿en qué condiciones es posible lo que llamamos corrientemente una utopía, y, por vía de consecuencia, el tipo de hombre que le corresponde? ¿Cómo hace su aparición y por qué? Me pregunto, en efecto, si se encontraría un equivalente al concepto de «utopía» en el conjunto del pensamiento islámico en su forma tradicional. No creo, por ejemplo, que cuando Fârâbî, en el siglo x, describe la «Ciudad perfecta», o cuando el filósofo andaluz Ibn Bâjja (Avempace), en el siglo XII, aborda el mismo tema en su Régimen del solitario (4), no creo -decía- que ni uno ni otro proyectasen lo que nosotros llamamos hoy una utopía social o política. Para entenderlo así, temo que sería preciso sustraerlos a sus presupuestos y perspectivas propias, imponiéndoles las nuestras; temo, ante todo, que sería preciso para ello haberse resignado a confundir la Ciudad espiritual con una Ciudad imaginaria.
La expresión Nâ-kôjâ-Ábâd no designa nada semejante al ser inextenso, al estado puntiforme. La palabra persa âbâd designa sin duda una ciudad, un lugar cultivado y poblado, por tanto, una extensión. Lo que así designa Sohravardi, situándolo «más allá de la montaña de Qâf" es lo que él mismo, y con él toda la tradición filosófica del Islam, se representa como el conjunto de las ciudades místicas de Jâbalqâ, Jábarsâ y Hûrqalyâ. Topográficamente, se precisa que esta región comienza «en la superficie convexa» de la IX esfera, la esfera de las esferas, o esfera que engloba el conjunto del Cosmos. Esto quiere decir que comienza en el momento preciso en que se sale de la esfera suprema que define toda orientación posible en nuestro mundo (o en este lado del mundo), la "esfera" a la que están referidos los puntos cardinales celestes. Es evidente que una vez franqueado este límite, la pregunta «¿dónde?» (uhi, kojâ) pierde su sentido, al menos el sentido en que se plantea en el espacio de nuestra experiencia sensible. De ahí el nombre Nâ-kojâ-Ábâd: un lugar fuera del lugar, un «lugar» que no está contenido en un lugar, en un topos que permita responder, con un gesto de la mano, a la pregunta «¿dónde?» Pero cuando decimos «salir del dónde», ¿qué es lo que con esto se quiere decir?
No puede tratarse, ciertamente, de un desplazamiento local (5), de una transferencia corporal de un lugar a otro, como cuando se trata de dos lugares situados en un mismo espacio homogéneo. Como lo sugiere al final del relato de Sohravardi, el símbolo de la gota de bálsamo expuesta al sol en la palma de la mano, se trata de pasar al interior, y al pasar al interior reencontrarse paradójicamente fuera o, en el lenguaje de nuestros autores, «en la superficie convexa» de la IX esfera, dicho de otro modo, «más allá de la montaña de Qâf". La relación en cuestión es esencialmente la de lo exterior, lo visible, lo exotérico (en griego ta exô, en árabe zâhir) con lo interior, lo invisible, lo esotérico (en griego ta esô, en árabe bâtin), o también la del mundo natural con el mundo espiritual. Salir del dónde, de la categoría ubi, es dejar las apariencias exteriores o naturales que envuelven las realidades interiores ocultas, tan interiores, por ejemplo, como la almendra que está oculta bajo la cáscara. Este caminar es para el Extranjero, para el gnóstico, volver a casa, o, al menos, tender a ese retorno.
Pero, cosa extraña, una vez realizado este paso, se compuebra que es esa realidad, antes interior y oculta, la que a partir de ahora se revela como envolvente o circundante, conteniendo lo que era en principio lo exterior y visible, puesto que por la interiorización se está fuera de esa realidad exterior. En adelante, es la realidad espiritual la que envuelve, rodea, contiene, a la realidad llamada material. Por eso la realidad espiritual no está «en el dónde», sino que es el «dónde» lo que se encuentra en ella. O más bien, ella es el «dónde» de todas las cosas; no está pues en sí misma en ningún lugar, no queda dentro del ámbito delimitado por la pregunta «¿dónde», por la categoría ubi que se refiere a un lugar en el espacio sensible. Su lugar (su âbâd) por relación a éste, es Nâ-kojâ (No-dónde), porque su ubi por relación a lo que está en el espacio sensible es un ubique (por todas partes). Cuando hemos comprendido esto, hemos comprendido quizá lo esencial para seguir la topografía de las experiencias visionarias, para captar el sentido de las mismas (es decir, a la vez, el significado y la dirección), y para distinguir también algo esencial, a saber lo que diferencia las percepciones visionarias de nuestros espirituales (Sohravardi y tantos otros) respecto a todo lo que nuestro vocabulario moderno) incluye en la acepción peyorativa de creaciones, imaginaciones, incluso de delirios utópicos.
En consecuencia, aquello de lo que en primer lugar debemos deshacernos, en la medida en que podamos, aunque sea al precio de un combate retomado cada día, es lo que podríamos llamar el «reflejo agnóstico» en el hombre occidental, ocasionado por el divorcio entre el pensamiento y el ser. Teorías recientes se originan tácitamente en ese reflejo, gracias al cual esperamos escapar a la realidad distinta ante la que nos presentan ciertas experiencias y ciertos testimonios, y escaparle, en el caso incluso de que suframos secretamente su atracción, proponiendo para ello toda clase de explicaciones ingeniosas, salvo una sola:
aquella que permitiría revelarnos verdaderamente, con su existencia, lo que realmente es. Para que nos lo revele, nos hace falta, en todo caso, disponer de una cosmología a la que no llegan ni siquiera los datos más prodigiosos de la ciencia de nuestros días, relativos al universo fisico. Pues, en tanto nos limitamos a éste, seguimos ligados al modo de ser de lo que está "a este lado de la montaña de Qâf". Lo que caracteriza la cosmología tradicional de los teósofos del Islam, por ejemplo, es que su estructura, en la que se escalonan los mundos y los intermundos "más allá de la montaña de Qâf", es decir más allá de los mundos físicos, no es inteligible más que para una existencia cuyo acto de ser está en fúnción misma de su presencia en esos mundos, pues, recíprocamente, es en función de ese acto de ser como esos mundos le son presentes (6). ¿Qué dimensión debe entonces tener este acto de ser para ser, o devenir en el curso de sus palingenesias futuras, el lugar de esos mundos que están fuera del lugar de nuestro espacio natural? Y antes de nada ¿cuáles son esos mundos?
 
No puedo referirme aquí más que a unos pocos textos. Se encontrarán más, traducidos y agrupados, en el libro que he titulado Corps spirituel et terre Céleste (7). En su Libro de las conversaciones, Sohravardi escribe: «Cuando aprendas en los tratados de los antiguos sabios que existe un mundo provisto de dimensiones y de extensión, distinto al pleroma de las inteligencias (es decir un mundo inferior al de las puras inteligencias arcangélicas), y distinto al mundo gobernado por las Almas de las esferas (es decir, un mundo que teniendo dimensión y extensión, es distinto al mundo del fenómeno sensible y superior a éste, incluido el universo sideral, planetas y "astros fijos"), un mundo en el que se encuentran ciudades, cuyo número es imposible calcular, ciudades entre las que nuestro Profeta ha citado las de Jâbalqâ y Jâbarsâ, entonces no te apresures a gritar "¡mentira!"; pues es dado a los peregrinos del espíritu contemplar ese mundo, y en él encuentran todo lo que es objeto de su deseo»(8)     Estas lineas nos remiten a un esquema en el que está de acuerdo el conjunto de nuestros teósofos místicos, un esquema que articula tres universos, o más bien tres categorías de universo. Está el mundo físico sensible, englobando tanto a nuestro mundo terrestre (gobernadopor las almas humanas) como el mundo sideral (gobernado por las Almas de las esferas); es el mundo sensible, el mundo del fenómeno (molk).
            Está, en segundo lugar, el mundo suprasensible del Alma o de los Ángeles-Almas, el Malakût, en el que se encuentran las ciudades místicas que acabamos de citar y que comienza «en la superficie convexa de la IX esfera». Está, por último, el universo de las puras inteligencias arcangélicas. A estos tres universos corresponden tres órganos de conocimiento -los sentidos, la imaginación, el intelecto-, tríada a la que corresponde la tríada de la antropología -cuerpo, alma, espíritu-, que regula el triple crecimiento del hombre extendiéndose desde este mundo material hasta las resurrecciones en los otros mundos.
 Comprobamos de entrada que no estamos ya reducidos al dilema del pensamiento y la extensión, al esquema de una cosmología y una gnoseología limitadas al mundo empírico y el mundo del entendimiento abstracto. Entre los dos viene a situarse un mundo intermedio, el mundo que nuestros autores designan como 'alâm al-mithâl, mundo de la Imagen, mundus imaginalis: un mundo tan real ontológicamente como el mundo de los sentidos y el mundo del intelecto; un mundo que requiere una facultad de percepción que le sea propia, facultad que posee una función cognitiva, un valor noético, tan reales como las de la percepción sensible o la intuición intelectual. Esta facultad, es la capacidad imaginativa, que debemos guardarnos muy bien de confundir con la imaginación que el hombre moderno identifica con la «fantasía» y que, según él, no genera más que lo «imaginario». Y henos aquí, en         el centro de nuestra búsqueda y, al mismo tiempo, de nuestro problema terminológico.  ¿Qué es este mundo intermedio? Es precisamente ese mundo cuya denominación de «octavo clima» (9), recordábamos hace un momento. Para todos nuestros pensadores, en efecto, el mundo de la extensión perceptible por los sentidos comprende los siete climas de su geografía tradicional. Pero es otro clima distinto el que corresponde a este mundo que, ciertamente, posee extensión y dimensiones, figuras y colores, aunque no sean perceptibles por los sentidos como lo son las propiedades de los cuerpos físicos. No, estas dimensiones, figuras y colores son el objeto propio de la percepción imaginativa o de los «sentidos psico-espirituales»; y este mundo, plenamente objetivo y real, donde tiene su homólogo todo lo que existe en el mundo sensible, pero sin ser perceptible por los sentidos, es lo que se designa como octavo clima. Término suficientemente elocuente por sí mismo, puesto que designa un clima fuera de los climas, un lugar fuera del lugar, fuera del dónde (Nâ-kojâ-Ábâd).
El término técnico que lo nombra en árabe, 'âlam al-mithâl, puede eventualmente traducirse también por mundus archetypus, a condición de prevenirse de un equívoco. Pues es esta misma palabra la que sirve para designar en árabe las Ideas platónicas (interpretadas por Sohravardi en los términos de la angelología zoroastriana). Ahora bien, cuando el término se refiere a las Ideas platónicas, está casi siempre acompañado por una cualificación precisa: mothol (plural de mithâl) aflâtûnîya nûrâniya, los «arquetipos platónicos de luz». Cuando se refiere al mundo del octavo clima, designa técnicamente, por una parte, las imágenes-arquetipos de las cosas individuales y singulares; en este caso se relaciona con la región oriental del octavo clima, la ciudad de Jâbalqâ, donde estas Imágenes subsisten, preexistentes y preordenadas al mundo sensible. Pero, por otra parte, el término se refiere también a la región occidental, la ciudad de Jâbarsâ, el mundo o intermundo en el que se encuentran los espíritus posteriormente a su presencia al mundo natural terrestre, y como mundo en el cual subsisten las formas de todas las obras realizadas, las formas de nuestros pensamientos y de nuestros deseos, de nuestros presentimientos y de nuestros comportamientos (10). Es todo este conjunto lo que constituye el âlam al-mithâl, el mundus imaginalis.
 
Técnicamente, nuestros pensadores lo designan también como el mundo de las «Imágenes en suspenso» (mothol mo 'allaqa). Sohravardi y su escuela designan así un modo de ser propio de las realidades de este mundo intermedio, que designaremos como los Imaginalia (11). La precisión de este status ontológico es el resultado de unas experiencias espirituales visionarias, para las que Sohravardi pide la misma consideración que tienen en astronomía las observaciones de un Hiparco o un Ptolomeo. Había que admitir que formas y figuras del mundus imaginalis no subsisten en la forma de las realidades empíricas del mundo físico, pues de ser así su percepción pertenecería con todo derecho a cualquiera. Se comprobaba también que no pueden subsistir en el mundo inteligible puro, puesto que tienen extensión y dimensión, una materialidad «inmaterial», ciertamente, en relación a la del mundo sensible, pero a fin de cuentas una «corporalidad» y una espacialidad propias (piénsese aquí en la expresión spisitudo spiritualis de Henry More, platónico de Cambridge, expresión que tiene su equivalente exacto en Sadrâ Shirâzi, platónico de Persia). Por la misma razón, se excluía que pudiesen tener por substrato únicamente nuestro pensamiento, y se excluía también, al mismo tiempo, que perteneciesen al ámbito de lo irreal, a la nada, pues en tal caso no podríamos discernirlas, jerarquizarlas, ni emitir juicios sobre ellas. De ahí que apareciese metafísicamente necesaria la existencia de ese mundo intermedio, mundus imaginalis, hacia el que está orientada propiamente la función cognitiva de la Imaginación, mundo cuyo nivel ontológico está por encima del mundo de los sentidos y por debajo del mundo inteligible puro; es más inmaterial que el primero, pero menos que el segundo (12). Y esto fue siempre algo de importancia capital para todos nuestros teósofos místicos. En efecto, de eso depende para ellos tanto la validez de los relatos visionarios que narran "acontecimientos en el cielo", como la validez de los sueños y los rituales simbólicos, la realidad de los lugares que aparecen en la meditación profunda, de las visiones imaginativas inspiradas, de las cosmogonías y las teogonías, y, sobre todo, la verdad del sentido espiritual percibido en los elementos imaginativos de las revelaciones proféticas (13).
Este mundo es, en definitiva, el de los «cuerpos sutiles», concepto que se revela indispensable, si se quiere representar un vínculo entre el espíritu puro y el cuerpo material. A esto se refiere la designación de su modo de ser como «ser en suspenso», es decir, un modo de ser tal que la Imagen o la Forma, siendo en sí misma su propia «materia», es independiente de todo sustrato al que pudiese ser inmanente a la manera de un accidente (14). Se quiere decir con ello que no subsiste como, por ejemplo, subsiste el color negro por el cuerpo negro al cual es inmanente. La comparación a la que recurren regularmente nuestros autores, es la forma en que aparecen y subsisten las Imágenes «en suspenso» en la superficie de un espejo. La substancia material del espejo, metal o mineral, no es la substancia de la imagen, una substancia de la que la imagen sería un accidente. Es simplemente el «lugar de su aparición». Y se llegó así a una teoría general de los lugares y las formas epifánicas (mazhar, plural mazâhir), tan característica ya de la Teosofia oriental de Sohravardi.
La imaginación activa es el espejo por excelencia, el lugar epifánico de las imágenes del mundo arquetipo; por eso la teoría del mundus imaginalis es inseparable de una teoría del conocimiento imaginativo y de la función imaginativa. Función verdaderamente central, mediadora, en razón de la posición intermedia, mediadora, del mundus imaginalis. Es una función que permite a todos los universos simbolizar unos con otros, y que nos lleva a representarnos, experimentalmente, que las mismas realidades sustanciales asumen formas que corresponden a diversos mundos (por ejemplo, Jâbalqâ y Jâbarsâ corresponden en el mundo sutil a los elementos del mundo fisico, mientras que Hûrqalyâ corresponde a los Cielos). Es la función cognitiva de la Imaginación lo que permite fundamentar un conocimiento analógico riguroso, escapando al dilema del racionalismo habitual, que reduce la elección a los dos términos de un dualismo banal: o la «materia» o el «espíritu», dilema que la «socialización» de las conciencias acaba sustituyendo por este otro no menos fatal: o «historia» o «mito».
Es el tipo de dilema al que jamás habrían sucumbido quienes estaban familiarizados con el «octavo clima», reino de los «cuerpos sutiles», de los «cuerpos espirituales», umbral del Malakût o mundo del Alma. Comprendemos, en efecto, que cuando dicen que el mundo de Hûrqalyâ "comienza en la superficie convexa de la esfera suprema", quieren significar simbólicamente con ello que este mundo está en el límite en el que se invierte la relación de interioridad expresada por la preposición en, «en el interior de». Los cuerpos espirituales o las entidades espirituales no están ya en un mundo, ni siquiera en su mundo, a la manera en que un cuerpo material está en su lugar, o contenido en otro cuerpo. Es su mundo el que está en ellos o en ellas. Por eso la Teología atribuida a Aristóteles, la versión árabe de las tres últimas Ennéadas de Plotino que Avicena había anotado y que todos nuestros pensadores han leído y meditado, explica que cada entidad espiritual está «en la totalidad de la esfera de su Cielo»; cada una subsiste, ciertamente, independientemente de la otra, pero todas sin embargo son simultáneas y cada una está en cada una de las otras. Sería totalmente falso representarse ese otro mundo como un cielo indiferenciado e informal. Hay multiplicidad, ciertamente, pero las relaciones del espacio espiritual difieren de las relaciones del espacio comprendido bajo el Cielo estrelIado, tanto como el hecho de estar en un cuerpo difiere del hecho de estar «en la totalidad de su Cielo». Por eso podrá decirse que «detrás de ese mundo hay un Cielo, una Tierra, un mar, animales, plantas y hombres celestiales; pero cada ser es ahí un ser celestial; las entidades espirituales que en él existen corresponden a los seres humanos que en él existen, pero no hay ahí ninguna cosa terrestre».
La formulación más exacta de todo esto en la tradición teosófica de Occidente se encuentra quizás en Swedemborg. Por otra parte, no es posible no sorprenderse ante la concordancia o convergencia de las ideas del gran teósofo visionario sueco con las de un Sohravardi, un lbn 'Arabi o un Sadrâ Shirâzi. Swedemborg explica, por ejemplo, que "aunque todo en el Cielo aparezca absolutamente como en el mundo, en un lugar y un espacio, los ángeles, sin embargo, no tienen ninguna noción ni ninguna idea del espacio". En efecto, todos los progresos en el mundo espiritual se hacen por cambios de estados interiores, de tal forma que los progresos no son otra cosa que cambios de estado... Los que están en un estado semejante son próximos entre sí, y los que están en un estado disemejante están alejados entre sí. Los espacios en el cielo no son más que estados externos que corresponden a estados internos. Del mismo modo, los Cielos son distintos entre sí... Cuando alguien se traslada de un lugar a otro... llega más pronto o más tarde según su deseo; el camino se alarga y se acorta a voluntad... Es lo que yo he visto a menudo y me he sentido sorprendido por ello. Según esto, es evidente que la distancia, y en consecuencia los espacios, son según los estados interiores de los ángeles, y, al ser así, la idea del espacio no puede entrar en su pensamiento, aunque entre ellos haya espacios igual que en el mundo» (15).
Esta descripción se ajusta perfectamente a Nâ-kojâ-Âbâd y a sus misteriosas ciudades. Se sigue, en definitiva, que hay un lugar espiritual y un lugar corporal. La transferencia de éste a aquel no se realiza de ningún modo según las leyes de nuestro espacio físico homogéneo. El lugar espiritual es en relación al lugar corporal un No-dónde, y para aquel que accede a Nâ-kojâ-Ábâd todo ocurre a la inversa de las evidencias de la conciencia común, que se mantiene orientada en el interior de nuestro espacio. Pues en adelante, es el dónde, el lugar, el que reside en el alma; es la substancia corporal la que reside en la substancia espiritual; es el alma la que envuelve y es portadora del cuerpo. Por eso no puede decirse dónde está situado el lugar espiritual, pues no está situado, sino que es más bien lo que sitúa: es situativo. Su ubi es un ubique. Ciertamente, puede haber correspondencias topográficas entre el mundo sensible y el mundus imaginalis, simbolizando el uno con el otro. Sin embargo, no se pasa de uno a otro sin ruptura. Numerosos relatos nos lo muestran. Uno se pone en camino; en un momento dado se produce la ruptura con las coordenadas geográficas localizables en nuestros mapas. Ahora bien, el «viajero» no tiene conciencia de ello en el momento en que ocurre; no se percibe, con inquietud o fascinación, sino con posterioridad. Si uno se diera cuenta, podría rehacer a voluntad el camino, o podría indicarlo a otros. Ahora bien, sólo le es posible describir aquello en lo que estuvo; no puede mostrar el camino a nadie.
 
 
NOTAS
 
1.EI presente texto corresponde a una conferencia pronunciada por H. Corbin en el Colloque du Symbolisme, Paris, 1964.
 
2.Cf. L 'Archange empourprée, quinze Traités et récits mystiques, Fayard, Paris, 1976, pp. 201-213. Para el conjunto de los temas tratados aquí, véase igualmente nuestro libro En Islam  iranien: aspects spirituels et philosophiques, Gallimard, Paris, 1971 (reed. 1991), vol. IV, libro VII, «Le Douzième Imâm et la chevalerie spirituelle».
 
 
3.Cf. L 'Archange empourprée, cit., pp. 227-239.
 
4.Cf. nuestra Histoire de la philosophie islamique, Gallimard, Paris, 1964, vol. 1, pp. 222  ss., 317 ss. ( Historia de la filosofía islámica, Trotta, Madrid, 1994, pp. 151 ss., 211 ss.)
 
5.Por este motivo, la representación de la esfera de las esferas, en astronomía peripatética o ptolomeica, no es más que una indicación esquemática; continúa siendo válida incluso una vez abandonada esta astronomía. Esto quiere decir que por muy «arriba» que se pueda llegar con cohetes y sputniks, no se habrá progresado ni un solo paso hacia Nâ-kojâ-Ábâd, pues el «umbral» no habrá sido franqueado.
 
6.Sobre esta noción de presencia, cf. especialmente nuestra introducción a Mollâ Sadrâ Shirâzi, en Le Livre des pénétrations métaphysiques (Kitâb al-Mashâ 'ir), Bibliothéque Iranienne,  10, Adrien-Maissonneuve, París, 1964, index, s.v.
 
 
7.Véase el conjunto de nuestra obra Corps spirituel el Terre céleste:de l'Iran mazdéen à l´Iran shí'ite, Buchet-Chastel, París, 2ª ed. 1979, especialmente los textos de once autores traducidos por primera vez, en la segunda parte de la obra.
 
8.Cf. Ibid, p. 147.
 
 
90.Para lo que sigue, cf. ibid., pp.103, 106, 112 ss., 154ss.
 
10.Ibid., pp. 156 ss., 190 ss.
 
 
11.Ibid., pp. 112 ss., l54 ss.
 
12.Ibid., p. 155.
 
 
13.Ibid., p. 112.
 
14.Ibid., p. 113.
 
 
15.      Swedemborg, Du Ciel et de ses merveilles et de l'Enfer, d`aprés ce qui a été entendu el vu, trad. Le Boys des Guays, París, 1899, §§ 191 a 195. En muchas ocasiones, Swedemborg volverá sobre esta doctrina del espacio y del tiempo; vuelve, por ejemplo, en el pequeño libro De telluribus in mundo nostro solari. Si no se tiene rigurosamente en cuenta dicha doctrina, se objetará a sus experiencias visionarias críticas tan fáciles como inoperantes, confundiendo lo que es visión espiritual del mundo espiritual con lo que corresponde a la fantasía de la ciencia-ficción. Hay un abismo entre ambas cosas.
 
Publicado en "Axis Mundi", nº 4, Arenas de San Pedro, 1995.
  HENRY CORBIN:  MUNDUS IMAGINALIS II
     
 
 
    II. La Imaginación espiritual
 
 
Llegamos aquí a un punto decisivo para el que nos ha preparado el apartado anterior: el órgano mediante el cual se lleva a cabo la penetración en el mundus imaginalis, la migración hasta el «octavo clima». ¿Cuál es ese órgano por el que se realiza la citada travesía, que es un retorno ab extra ad intra (del exterior hacia el interior), es decir, una inversión (la intus-suscepción) topográfica? Ese órgano no es ninguno de los sentidos o facultades del organismo físico, ni tampoco el intelecto puro, sino esa potencia intermedia cuya función nos muestra su carácter esencialmente medidador: la Imaginación activa. Así pues, entendámonos bien cuando hablamos de ésta. Se trata de un órgano que permite la transmutación de los estados espirituales interiores en estados exteriores, en visiones-acontecimientos que simbolizan con dichos estados interiores. Todo progreso en el espacio espiritual se realiza merced a esa transmutación o, más bien, es esa misma transmutación lo que espacializa el espacio, lo que hace que haya espacio, proximidades, distancias y lejanías.
 
Un primer postulado es que esta imaginación es una facultad espiritual pura, independiente del organismo físico, y en consecuencia capaz de subsistir tras la desaparición de éste. Sadrâ Shirâzi, entre otros, se ha expresado sobre este punto, en varias ocasiones, con un vigor particular(1). Lo mismo -nos dice este autor- que en cuanto a su potencia intelectiva, que recibe los inteligibles en acto, el alma es independiente del cuerpo físico material, así también en cuanto a su potencia y sus operaciones imaginativas, el alma es igualmente independiente. De este modo, cuando se separa de este mundo, puesto que continúa teniendo a su servicio a la Imaginación activa, puede percibir por sí misma, por su propia esencia y por esa facultad, cosas concretas cuya existencia, tal como es actualizada en su conocimiento y en su imaginación, constituye eo ipso la forma misma de existencia concreta de esas cosas (dicho de otro modo: la conciencia y su objeto son aquí ontológicamente inseparables). Entonces todas sus potencias están reunidas y concentradas en una facultad única que es la Imaginación activa. Y al haber dejado de dispersarse en los diferentes umbrales que son los cinco sentidos del cuerpo físico, y no estar ya solicitada por ese cuerpo físico pendiente de las vicisitudes del mundo exterior, la percepción imaginativa puede por fin mostrar su superioridad esencial sobre la percepción sensible.
 
«Todas las facultades del alma escribe Sadrâ Shîrâzî- se convierten entonces en una facultad única, que es la capacidad de configurar y tipificar (taswîr y tamthîl); la imaginación ha pasado a ser algo así como una percepción sensible de lo suprasensible: la propia visión imaginativa es como la visión sensible. Lo mismo ocurre con el oído, el olfato, el gusto, el tacto: todos estos sentidos imaginativos son entonces semejantes a las facultades sensibles, pero ordenados a lo suprasensible. Pues si exteriormente las facultades sensibles son cinco, teniendo cada una su órgano localizado en el cuerpo, de hecho, interiormente, todas constituyen una única synaisthêsis (hiss moshtarik)». Siendo así la Imaginación como el currus subtilis (en griego okhêma, carro o cuerpo sutil) del alma, es toda una psicología del «cuerpo sutil» y por tanto del «cuerpo de resurrección», lo que Sadrâ Shirâzi expone en estos contextos. Y por eso reprochará incluso a Avicena haber identificado estos actos de percepción imaginativa del ultramundo con lo que sucede en esta vida durante el sueño, pues aquí, durante el sueño, la potencia imaginativa es turbada por las operaciones orgánicas que se realizan en el cuerpo físico. Dista mucho pues de gozar de su máximo de perfección y actividad, de libertad y pureza. De lo contrario, el sueño sería simplemente un despertar al ultramundo. Ahora bien, no es así como se nos muestra en la sentencia atribuida ora al Profeta, ora al I Imam de los shiítas:
«Los humanos duermen; cuando mueren, despiertan».
Un segundo postulado cuya evidencia se impone desde ese momento es que esta imaginación espiritual es una potencia cognitiva, un verdadero órgano de conocimiento. La percepción imaginativa y la conciencia imaginativa tienen su función y su valor noético (cognitivo) propios, en relación al mundo que les es propio, ese mundo que es, como hemos dicho, el 'âlam al-mithâl, mundus iniaginalis, el mundo de las ciudades místicas como Hûrqalyâ, donde el tiempo se hace reversible y donde el espacio es función del deseo, pues no es sino el aspecto exterior de un estado interior.
 
La imaginación se encuentra así sólidamente situada y fijada entre otras dos funciones cogaitivas: su propio mundo simboliza con los mundos a los que corresponden respectivamente las otras dos funciones (conocimiento sensible y conocimiento intelectivo). Hay pues como un control que preserva a la imaginación de las divagaciones y los desenfrenos, y que le permite asumir con pleno derecho su función: hacer cumplir, por ejemplo, los acontecimientos que narran los relatos visionarios de Sohravardi y todos los de índole semejante, pues toda aproximación al octavo clima se hace por la vía imaginativa. De ahí, puede decirse, la extraordinaria gravedad, por ejemplo, de la epopeya mística en lengua persa (de 'Attâr a Jâmî y a Nûr 'Alî-Shâh), que va amplificando continuamente en nuevos símbolos los mismos arquetipos. Para que la Imaginación divague y se desenfrene, para que deje de cumplir su función, que es percibir o secretar símbolos que conducen al sentido interior, es preciso que haya desaparecido el mundus imaginalis, es decir, el dominio propio del malakût, el mundo del Alma. Quizás haya que situar el comienzo de esa decadencia, en Occidente, en el momento en que el averroísmo rechazó la cosmología aviceniana con su jerarquía angélica intermedia de Animae o Angeli caelestes. Estos Angeli caelestes (jerarquía por debajo de la de los Angeli intellectuales) tenían en efecto el privilegio de la potencia imaginativa en estado puro. Una vez desaparecido el universo de estas almas, es la función imaginativa como tal la que se encuentra descentrado y desvalorizada. Se comprende así la advertencia que mas tarde formularía Paracelso, poniendo en guardia contra toda confusión de la Imaginatio vera, como la llamaban los alquimistas, con la fantasía, «la piedra angular de los locos» (2).
 
Y ésta es la razón por la que no podemos ya evitar el problema de la terminología. ¿Cómo es posible que no tengamos en francés un término perfectamente satisfactorio para expresar la idea del 'âlam al-mithâl? He propuesto la expresión latina mundus imaginalis porque es necesario evitar toda confusión entre lo que es aquí objeto de la percepción imaginativa o imaginante y lo que llamamos corrientemente lo imaginado. Y es necesario porque lo corriente es oponer lo real a lo imaginario en tanto que irreal o utópico, como lo es también el confundir el símbolo con la alegoría y la exégesis del sentido espiritual con la interpretación alegórica. Ahora bien, toda interpretación alegórica es inofensiva; la alegoría es un revestimiento, o más bien un travestimiento de algo que es ya conocido o cognoscible de otra forma, mientras que la aparición de una imagen que tiene virtud de símbolo es un fenómeno-primario (Urphaenomen), incondicional e irreductible, la aparición de algo que no puede manifestarse de otro modo en el mundo en que nos encontramos.
 
Ni los relatos de Sohravardî, ni los relatos que en la tradición shiíta nos relatan la llegada al «país del Imam oculto», son algo imaginario, irreal ni alegórico, precisamente porque el octavo clima o el «país del No-dónde» no es lo que llamamos vulgarmente una utopía. Es un mundo que, ciertamente, queda más allá del control empírico de nuestras ciencias. Si así no fuera, cualquiera podría encontrar el acceso a él y la prueba. Es un mundo suprasensible, en tanto que no es perceptible más que por la percepción imaginativa, y que los acontecimientos no pueden ser vividos más que por la conciencia imaginativa o imaginante. Entendámonos bien, no se trata simplemente de lo que en el lenguaje corriente de nuestros días se llama una imaginación, sino de una visión que es Imaginatio vera a la que debemos reconocer un valor noético o cognitivo pleno. Si ya sólo somos capaces de hablar de la iniagínación como de la «loca de la casa», si sólo como tal nos servimos de ella y la toleramos, es quizá porque hemos olvidado las normas y las reglas, la disciplina y la «ordenación axial» que garantizan la función cognitiva de la potencia imaginativa (esa función que he designado como imaginadora).
Pues el mundo en el que han penetrado nuestros testigos -nos referiremos para terminar, a dos o tres- es un mundo perfectamente real, más evidente incluso y más coherente, en su realidad propia, que el mundo real empírico percibido por los sentidos. Sus testigos han tenido después perfecta conciencia de haber estado «en otra parte»; no son esquizofrénicos. Se trata de un mundo oculto en el acto mismo de la percepción sensible, y que debemos encontrar bajo la aparente certidumbre objetiva de ésta. Por eso no podemos calificarlo de imaginario, en el sentido corriente en que se entiende esta palabra cuando se utiliza para designar lo irreal, lo inexistente. Lo mismo que la palabra latina origo nos ha dado los derivados «originario», «original», creo que la palabra imago puede damos, al lado de imaginario, y por derivación regular, el término imaginal. Tendremos así el mundo imaginal mediador entre el mundo sensible y el inteligible. Cuando encontremos el término árabe jism mothâlî para designar el «cuerpo sutil» que penetra en el «octavo clima», o bien el «cuerpo de resurrección», podremos traducirlo literalmente por cuerpo imaginal, pero no, ciertamente, por cuerpo imaginario. Quizás así tendremos menos dificultad en determinar la categoría de las figuras que no son ni «mito» ni «historia», y quizá tengamos entonces algo así como la palabra de paso en el camino hacia el «continente perdido».
 
Y para avanzar por este camino, deberíamos preguntarnos cuál es nuestra idea de lo real, fuera de la cual no encontramos más que lo imaginario y lo utópico. ¿Qué es entonces lo real para nuestros pensadores orientales tradicionales, que puedan acceder al «octavo clima», a Nâ-kojâ-Ábâd, saliendo del lugar sensible sin salir de lo real, o más bien accediendo precisamente a lo real? Esto supone una escala del ser con más grados que la nuestra. Pues no nos engañemos. No basta con aceptar que nuestros precursores, en Occidente, tuvieron una concepción demasiado racionalista e intelectualista de la Imaginación. Si no disponemos de una cosmología cuyo esquema pueda contener, como la de los filósofos tradicionales, una pluralidad de universos en orden ascendente, nuestra imaginación quedará descentrada, sus conjunciones recurrentes con la voluntad de poder serán una fuente inagotable de espantos. Se estará a la búsqueda de una nueva disciplina de la Imaginación y no se conseguirá encontrarla, en tanto se persista en no ver en ella más que cierta manera de tomar distancias respecto a lo que se llama lo real, con vistas a ejercer una acción sobre ello. Ahora bien, esta realidad se nos muestra arbitrariamente limitada desde el momento en que la comparamos a la idea de lo real que nos permiten entrever nuestros teósofos tradicionales, y esta limitación degrada su propia realidad. De este modo, es siempre la palabra ensoñación la que se presenta como justificación: ensoñación literaria, por ejemplo, o preferentemente, según el gusto y la moda del momento, ensoñación social.
 
Pero uno no puede dejar de preguntarse si no era necesario que el mundus imaginalis, en su sentido propio, se perdiera no dejando lugar más que a lo imaginario, si no hacía falta algo como una secularización de lo imaginal en lo imaginario, para que triunfaran lo fantástico, lo horrible, lo monstruoso, lo macabro, lo miserable, lo absurdo. Por el contrario, el arte y las imaginaciones de la cultura islámica en su forma tradicional se caracterizan por lo hierático, la seriedad, la gravedad, la estilización, el significado. Ni nuestras utopias, ni nuestra ciencia-ficción, ni el siniestro «punto omega», nada de todo eso llega a salir de este mundo, ni alcanza el Nâ-kojâ-Ábâd. Por el contrario, aquellos que han conocido el «octavo clima» no han fabricado utopías, del mismo modo que el más elevado pensamiento del shiïsmo no es una ensoñación social y política, sino una escatología, pues es una espera que, como tal, es Presencia de aquí en adelante real a otro mundo y testimonio de ese mundo distinto.
 
 
 
III. Topografías del «octavo clima»
 
Tendríamos que cuestionar aquí la larga teoría de los testigos de ese mundo distinto. Tendríamos que interrogar a todos aquellos místicos que en el Islam han repetido la experiencia visionaria de la asunción celestial del profeta Mohammad (mi 'râj), que ofrece más de un rasgo en común con el relato, conservado en un viejo libro gnóstico, de las visiones celestiales del profeta Isaías. Ahí la actividad de la percepción imaginativa toma verdaderamente el aspecto de una hierognosis, de un conocimiento sacral superior. Pero, para terminar nuestra conferencia, me limitaré a evocar algunos rasgos típicos de los relatos tomados de la literatura shiíta, pues el mundo en el que nos adentran nos parecería, a primera vista, que es todavía nuestro mundo, cuando en realidad los acontecimientos se desarrollan en el octavo clima, no en lo imaginario, sino en el mundo imaginal, es decir, en ese mundo que no podemos establecer mediante coordenadas en nuestros mapas, y en el que vive, con una vida misteriosa, el XII Imam, el «Imam oculto», rodeado de sus compañeros, velados para nuestro mundo por el mismo incognito que el propio Imam. Uno de los relatos más característicos es el relato de un viaje a «La Isla Verde situada en el Mar Blanco».
 
Me es imposible recordar aquí, ni siquiera a grandes rasgos, lo que constituye la esencia del Islam shiíta en relación a lo que se ha convenido en llamar la ortodoxia sunnita. Es sin embargo necesario que conservemos al menos el recuerdo del tema que domina el horizonte de la teosofía mística del shiísmo, a saber, esa «Realidad profética eterna» (Haqîqat mohammadîya) que es designada como «Logos mohammadiano» o «Luz mohammadiana», y que está constituida por catorce entidades de luz: la del Profeta, la de su hija Fátima y la de los doce Imames. Es el Pleroma de los Catorce Inmaculados, por el rostro de los cuales se realiza, de mundo en mundo, el misterio de una teofanía eterna. Así el shiísmo ha dado a la profetología islámica su fundamento metafísico, al mismo tiempo que le daba la imamología como complemento absolutamente necesario. En efecto, el sentido de las Revelaciones divinas no se limita a la letra, a lo exotérico que es la corteza y la envoltura, y que fue anunciado por el Profeta; su sentido verdadero es el sentido interior, oculto, lo esotérico, lo que está simbolizado bajo esa corteza y que los Imames revelaron a sus adeptos. Por eso la teosofía shiíta tiene eminentemente el sentido de los símbolos.
 
Por otra parte, el grupo o la dinastía cerrada de los doce Imames no es una dinastía política en competencia terrestre con otras dinastías políticas; las transciende, de algún modo, del mismo modo que en nuestras tradiciones occidentales la dinastía de los guardianes del Graal transciende la jerarquía oficial de la Iglesia. La efímera aparición terrestre de los Doce Imames quedó cerrada con la del duodécimo que, siendo aún niño (en el año 260/873), fue ocultado a este mundo, pero cuya parusía fue anunciada por el propio Profeta; en efecto, se manifestará al término de nuestro Eón, para revelar el sentido oculto de todas las revelaciones divinas, y llenar la tierra de justicia y de paz como hasta entonces habrá estado llena de violencia y tiranía. Presente a la vez al pasado y al futuro, el XII Imam, el Imam oculto, es desde hace diez siglos la historia misma de la conciencia shiíta, una historia ante la cual, quede claro, la crítica histórica pierde sus derechos, pues sus acontecimientos, perfectamente reales, no tienen sin embargo la realidad de los acontecimientos de nuestros climas, sino la propia del «octavo clima». Su ocultación se cumplió en dos tiempos: ocultación menor (260/873) y ocultación mayor (330/942) (3). Desde entonces, el Imam oculto está en la situación de aquellos que fueron apartados del mundo visible sin franquear el umbral de la muerte: Henoch, Elías, el propio Cristo según la enseñanza del Qorán. Es el Imam «oculto a los sentidos, pero presente en el corazón de sus adeptos», según la fórmula consagrada, pues permanece como polo místico de este mundo, el polo de los polos, sin cuya existencia el mundo humano no podría seguir existiendo. Hay toda una literatura shiíta relativa a todos aquellos a quienes el Imam se ha manifestado, o se ha aproximado, aunque no le hayan visto, en el período de la Gran Ocultación.
Naturalmente, la comprensión de estos relatos supone ciertas premisas que nuestros análisis precedentes nos permiten recoger. Un primer punto es que el Imam vive en un lugar misterioso, un lugar que no se cuenta entre aquellos que controla la geografía empírica y no puede, por consiguiente, localizarse en nuestros mapas. Este lugar «fuera de lugar» no deja de tener su topografía propia. Un segundo punto es que la vida no está limitada a las condiciones de nuestro mundo material visible con las leyes biológicas que conocemos. Hay acontecimientos en la vida del Imam oculto, se habla incluso de sus hijos que serían cinco y son los gobernadores de misteriosas ciudades. Un tercer punto es que en su última carta a su último representante visible, el Imam ha puesto en guardia contra la impostura de cualquiera que pretendiera apelar a él o haberlo visto, para reivindicar en su nombre un papel público o político. Pero el Imam jamás ha excluido la posibilidad de manifestarse para venir en ayuda de alguien que esté sumido en la angustia, material o moral, o de un viajero extraviado, por ejemplo, o de un creyente que desespera.
 
Pero estas manifestaciones no se producen nunca más que a iniciativa del Imam, y si aparece con frecuencia con el aspecto de un joven de belleza sobrenatural, casi siempre, salvo excepción, aquel a quien fue dado el privilegio de esta visión no toma conciencia más que después, más tarde, de aquel a quien ha visto. Un estricto incognito envuelve estas manifestaciones; por eso lo religioso nunca puede aquí ser socializado. Pues el mismo incognito envuelve a los compañeros del Imam. Esa élite de entre las élites, compuesta por jóvenes a su servicio. Forman una jerarquía esotérica en número estrictamente limitado, y que permanece por substitución de generación en generación. Esta caballería mística que rodea al Imam oculto está sometida a un incognito tan estricto como el de los caballeros del Graal, en la medida en que no se sea conducido por ellos mismos hasta ellos. Pero quien haya sido conducido allí, habrá penetrado en el octavo clima, habrá estado por un momento «en la totalidad del Cielo de su alma».
Y tal es sin duda la experiencia que fue vivida por un joven shaykh iranio, 'Alî ibn Fâzel Mâzandarânî, hacia el final de nuestro siglo XIII, y que está consignada en el Relato de las cosas extrañas y maravillosas que él había contemplado y visto con sus ojos en la Isla Verde situada en el Mar Blanco. No puedo aquí más que hacer alusión a grandes rasgos a este relato, sin detenerme en los detalles que nos garantizan la vía y la autenticidad de la transmisión (4). El narrador se extiende largamente sobre los años y las circunstancias de su vida que precedieron al acontecimiento; estamos ante la personalidad de un sabio y un espiritual que tiene los dos pies en la tierra. Nos informa de cómo se había expatriado, de cómo había recibido en Damasco la enseñanza de un shaykh andaluz y cómo se había unido a él; cuando éste se traslada a Egipto, él le sigue con algunos otros discípulos. Desde El Cairo le seguirá incluso hasta Andalucía, adonde es reclamado repentinamente el shaykh por una carta de su padre moribundo. Apenas llegado a Andalucía, nuestro narrador se ve afectado por unas fiebres que se prolongan durante tres días. Restablecido, sale de la aldea y observa un curioso grupo de hombres que había llegado de una región próxima al país de los bereberes, junto a la «península de los shiítas». Hay hasta allí veinticinco días de viaje, se le dice, y un gran desierto que atravesar. Decide entonces unirse al grupo. Hasta aquí estamos más o menos en el mapa geográfico.
Pero no es del todo seguro que sigamos todavía en él, cuando nuestro viajero llega a la península de los shiítas, península rodeada por cuatro recintos provistos de altas y magníficas torres; la muralla exterior limita con la orilla del mar. Pide que le lleven a la mezquita principal, y allí, por primera vez, cuando el muezin llama a la oración, oye resonar desde lo alto del minarete de la mezquita la invocación shiíta pidiendo que «sea apresurada la alegría», es decir, la alegría del aparecer futuro del Imam actualmente invisible. Para comprender su emoción y sus lágrimas, es preciso pensar en el estado de clandestinidad a que se vieron obligados los shiítas, los fieles de los santos Imames, durante tantos siglos en vastas regiones del territorio del Islam, a causa de las odiosas persecuciones. También el reconocimiento entre shiítas se produce aquí todavía al observar, de manera característica, las costumbres de la «disciplina del arcano».
Nuestro peregrino fija entonces su morada entre los suyos, pero se apercibe en el curso de sus paseos de que no hay ningún campo sembrado en los alrededores. ¿De qué viven los habitantes de la ciudad? Se enterará entonces de que los medios de subsistencia proceden de «la Isla Verde situada en el Mar blanco», que es una de las islas de los hijos del Imam oculto. Dos veces por año, una flota de siete navíos les aporta lo necesario. El primer viaje de aquel año ya había tenido lugar; había que esperar todavía cuatro meses hasta el próximo. Y el relato nos muestra al peregrino pasando los días, colmado por la gentileza de los habitantes, pero en la angustia de la espera, paseandose incansablemente por la orilla, escudriñando el mar, en dirección al oeste, anhelando la llegada de los barcos. Podríamos sentir la tentación de pensar que nos encontramos en la costa africana del Aflántico y que la Isla Verde pertenece por ejemplo al grupo de las Canarias o «Islas afortunadas». Los detalles que siguen bastarán para desengañarnos. Otras relatos tradicionales localizan en otra parte la Isla Verde -en el mar Caspio, por ejemplo- como para damos a entender que no tiene coordenadas en la geografía de este mundo.
Por fin, como si conforme a la ley del «octavo clima» el ardiente deseo hubiera abreviado el espacio, allí aparecen los siete navíos que llegan con cierto adelanto y hacen su entrada en el puerto. Del mayor de ellos desciende un shaykh de noble prestancia, de hermoso rostro y magníficas vestiduras. Se entabla un diálogo y nuestro peregrino se da cuenta con estupor de que el shaykh lo sabe ya todo de él, su nombre y su origen. Es su compañero y le anuncia que ha venido a buscarle: juntos deberán partir hacia la Isla Verde. Y este episodio lleva la marca característica del sentimiento gnóstico de todas partes y de todo tiempo: es un exiliado, separado de los suyos, de los que apenas conserva recuerdo, y menos aún del camino que puede conducirle de nuevo hasta ellos. Y hete aquí que un día llega un mensaje que de ellos procede: como en el «Canto de la perla» de los Hechos de Tomas, como en el Relato del exilio occidental de Sohravardî. Aquí, es algo mejor que un mensaje; es en persona uno de los compañeros del Imam. Entonces nuestro narrador exclama conmovido: «Oyendo estas palabras, me sentí colmado de felicidad. ¡Se habían acordado de mí, tenía un nombre para ellos!» ¿Había, pues, terminado el exilio? A partir de ahora es completamente seguro que el itinerario no puede ser rastreado en nuestros mapas.
En efecto, la travesía dura dieciséis días, al término de los cuales el navío penetra en una zona en la que las aguas del mar son completamente blancas; en el horizonte se perfila la Isla Verde. Nuestro peregrino se entera por su compañero de que este mar Blanco forma alrededor de la isla una zona de protección infranqueable; ningún navío tripulado por enemigos del Imam y los suyos puede adentrarse allí sin que las olas le engullan. Nuestros viajeros, llegan pues a la Isla Verde. Hay allí una ciudad situada al borde del mar; siete murallas provistas de altas torres la protegen (estamos ante el plano simbólico por excelencia). Hay una vegetación exuberante y abundantes ríos. Los edificios están construidos en un mármol diáfano. Los habitantes son todos hermosos y jóvenes y visten magníficos atuendos. Nuestro shaykh iranio siente volar de alegría su corazón, y a partir de ahí, en toda la segunda parte, el relato adquiere el ritmo y el sentido de un relato de iniciación, en el que podemos distinguir tres fases. Hay una primera serie de entrevistas con un noble personaje, que no es otro que un nieto del XII Imam (el hijo de uno de sus cinco hijos), y que gobierna la Isla Verde, el Sayyed Shamsoddin. Estas entrevistas suponen una primera iniciación al secreto del Imam oculto; prosiguen, ora en la sombra de una mezquita, ora en apacibles jardines poblados por árboles de todas las esencias. Sigue una visita a un misterioso santuario, en el corazón de la montaña que es la cima culminante de la Isla; por fin, una última serie de entrevistas de importancia decisiva en lo que atañe a la posibilidad o imposibilidad de tener una visión del Imam.
Resumo aquí al máximo y debo pasar por alto los detalles de una escenografia y una dramaturgia intensamente vivas, para no destacar más que el episodio central. En la cima o en el corazón de la montaña que está en el centro de la Isla Verde se encuentra un pequeño templo coronado por una cúpula en el que es posible comunicar con el lmam, pues allí deposita un mensaje personal, aunque no le está permitido a nadie subir hasta ese templo, excepción hecha de Sayyed Shamsoddin y aquellos que son semejantes a él. El pequeño templo se levanta a la sombra del árbol Tûbâ; ahora bien, sabemos que ése es el nombre del árbol que da sombra al paraíso; es el Árbol del ser. El templo está junto a una fuente que, brotando al pie del árbol del paraíso, no puede ser más que la Fuente de la Vida. Y, para confirmárnoslo, allí mismo nuestro peregrino se encuentra con el servidor del templo en el que reconocemos al misterioso profeta Khezr (Jadir). Es pues ahí, en el corazón del ser, bajo la sombra del Árbol y junto a la Fuente, donde se encuentra el santuario en el que se está tan cerca como es posible del Imam oculto. Tenemos ahí toda una constelación de símbolos arquetípicos fácilmente reconocibles.
 
Nos enteramos, entre otras cosas, de que el acceso al pequeño templo místico no está permitido más que a aquel que, al alcanzar el grado espiritual en el que el lmam se convierte en su guía personal interior, ha alcanzado un estado semejante al del propio descendiente del Imam. Por eso la idea de esta adecuación interior está verdaderamente en el centro del relato de iniciación y es ella la que permite al peregrino conocer otros secretos de la Isla Verde; por ejemplo, el simbolismo de un rito particularmente elocuente (5). En el calendario litúrgico shiita, el viernes es el día de la semana especialmente consagrado al XII Imam. Además, en el calendario lunar, el centro del mes marca la mitad de la lunación, y el centro del mes de Sha'bân es el aniversario del nacimiento del XII Imam en este mundo. He aquí, pues, que un viernes, nuestro peregrino iranio, mientras reza en la mezquita, oye un gran tumulto en el exterior. Su iniciador, el Sayyed, le cuenta que cada vez que el día del centro del mes cae en viernes, los jefes de la milicia misteriosa que rodea al Imam se reúnen a «la espera de la alegría», término consagrado, como sabemos, que quiere decir «a la espera de la manifestación del Imam en este mundo». Al salir de la mezquita, ve, en efecto, una reunión de caballeros de la que asciende un clamor triunfal. Son los 313 jefes de esa caballería sobrenatural siempre presente, incognito, en este mundo, al servicio del Imam. Este último episodio nos orienta hacia las escenas finales que preceden al adiós. Como un leitmotiv, reaparece incansablemente el deseo de ver al Imam. Nuestro peregrino se enterará de que, dos veces en el curso de su vida, se había encontrado en su presencia: estaba perdido en el desierto, y el Imam vino en su ayuda. Pero como es regla casi constante, no tuvo conocimiento de ello entonces; se entera ahora, que ha llegado a la Isla Verde y que ¡ay! es preciso abandonar; el orden no puede ser alterado; los barcos están ahí y esperan; los mismos que vinieron. Pero, aún más que en el viaje de ida, nos es imposible jalonar el itinerario que del «octavo clima» reconduce a este mundo. Nuestro viajero borra sus huellas, y sin embargo él mismo conservará una huella material de su estancia: las notas tomadas en el curso de sus entrevistas con los nietos del Imam y el viático que éste le remite en el momento de la despedida.
El relato de la Isla Verde nos ofrece un amplio abanico de símbolos:
 
1. La Isla Verde es una de las islas de los hijos del XII Imam. 2. Es ésa la Isla en donde mana la Fuente de la Vida, a la sombra del Árbol del Paraíso, que asegura el medio de subsistencia de los adeptos del Imam que vive en la distancia, y que no puede ser más que un alimento «suprasubstancial». 3. Está situada al oeste, como la ciudad de Jâbarsâ está situada también al oeste del mundus imaginalis, y ahí encontramos una analogía extraña con el paraíso de occidente, el paraíso de Amitâbha, en el Budismo de la Tierra Pura; del mismo modo, el personaje del XII Imam no deja de sugerir un paralelismo con Maitreya, el Buda futuro; una analogía también con Tir-nan-Og, uno de los mundos del Más allá entre los celtas, el país del oeste y de la juventud eterna. 4. Como el dominio del Graal, es un intermundo que se basta a si mismo. 5. Está preservada e inmunizada contra todo ataque del exterior. 6. Nadie, salvo aquel que es llamado, puede encontrar el camino que lleva hasta ella. 7. Una montaña se levanta en el centro; ya hemos puesto de relieve los símbolos que encierra. 8. Como Montsalvat, la Isla Verde inviolable es el lugar en que los fieles se acercan al polo místico del mundo, el Imam oculto, que reina invisible sobre este tiempo y es el núcleo de la fe shiíta.
Este relato es completado por otros, pues, como hemos señalado, nada se nos ha dicho hasta aquí respecto a las islas en las que reinan estos personajes verdaderamente extraordinarios que son los cinco hijos del Imam oculto (homólogos a los que el shiísmo designa como los «Cinco personajes del manto»(6) y quizás también a aquellos que el maniqueísmo designa como los «Cinco hijos del Espíritu viviente»). Un relato anterior (7) (es de mediados del siglo XII y el narrador es un cristiano) nos proporciona las indicaciones topográficas complementarias. También ahí se nos habla de unos viajeros que de repente se percatan de que su barco ha entrado en una zona totalmente desconocida. Llegan a una primera isla, al-Mobâraka, la Ciudad bendita. Ciertas dificultades surgidas de la presencia entre ellos de musulmanes sunnitas les obligan a ir más lejos. Pero su piloto se niega; ante la región desconocida, siente miedo. Deben contratar una nueva tripulación. Sucesivamente nos enteramos de los nombres de las cinco islas y de aquellos que las gobiernan: al-Zâhera, la ciudad que tiene el esplendor de las flores; al-Râyeqa, la Ciudad límpida; al-Sâfiya, la Ciudad serena, etc. Quien penetra en ellas entra para siempre en la alegría. Cinco islas, cinco ciudades, cinco hijos del Imam, doce meses para atravesar las islas (dos meses para cada una de las cuatro primeras, cuatro meses para la quinta): otras tantas cifras con sentido simbólico. También aquí el texto se orienta hacia el relato iniciático; todos los viajeros acabarán por abrazar la fe shiíta.
Y puesto que no hay regla sin excepción, cito, para terminar y condensándolo en algunas líneas, un relato que ilustra un caso de manifestación del Imam en persona (8). Es un texto del siglo x. Un iranio de Hamadân se dirige en peregrinación a La Meca (a más de dos mil kilómetros de distancia); habiéndose apartado imprudentemente del camino durante la noche, pierde a sus compañeros. Helo ahí por la mañana, errante y sólo en el desierto, confiándose a Dios. De repente, un jardín del que ni él ni nadie han oído hablar jamás se ofrece a su visión. Se adentra en él; en la puerta de un pabellón, dos jóvenes pajes vestidos de blanco le esperan y le llevan junto a un adolescente de belleza sobrenatural. En su estupor, temeroso y maravillado, se entera de que se encuentra ante el XII lmam. Éste le informa de su aparecer futuro, y finalmente, llamándole por su nombre, le pregunta si desea volver a encontrar su casa y su familia. Así es, ciertamente. El Imam hace una seña a uno de sus pajes; éste entrega una bolsa al viajero, le toma de la mano y le gula a través de los jardines. Ambos caminan juntos hasta el momento en que el viajero se encuentra delante de unas casas, una mezquita y unas enramadas que le resultan familiares. El paje, sonriendo, pregunta: «¿Conoces este país? - Al lado de mi casa, en Hamadâm -responde-, hay un lugar llamado Asadâbâd que se parece muchísimo a éste». Y el paje le responde: «Precisamente, estás en Asadâbâd». El viajero, boquiabierto, se da cuenta de que está, en efecto, en las proximidades de su casa. Se vuelve; no hay ningún paje, está solo, y sin embargo tiene todavía en su mano el viático que le ha sido entregado. ¿No decíamos hace un momento que el dónde, el ubi, del «octavo clima» es un ubique?(9)
 
Sé la abundancia de comentarios que podrían añadirse a estos relatos, ya seamos metafisicos, tradicionalistas o psicólogos. Pero, a modo de conclusión provisional, prefiero limitarme a plantear tres breves preguntas:
1. No somos ya integrantes de una cultura tradicional; vivimos en una civilización científica que extiende su dominio, se dice, incluso sobre las imágenes. Es un lugar común hablar ahora de la «civilización de la imagen» (pensando en las revistas, en el cine, en la televisión). Pero habría que preguntarse si, como todos los lugares comunes, éste no encierra un malentendido radical, un error completo. Pues en lugar de elevar la imagen al mundo que le es propio, en lugar de aparecer investida de una función simbólica, que remita a un sentido interior, de lo que ahora se trata es sobre todo de reducir la imagen al nivel de la percepción sensorial pura y simple, llegándose así, por eso mismo, a una degradación definitiva de la imagen. Por eso, cuanto más éxito tiene esta reducción, ¿no se pierde más el sentido de lo imaginal, y más nos condenamos a producir solamente lo imaginario?
2. En segundo lugar, toda la imaginería, la escenografía de un relato como el del viaje a la Isla Verde, o el repentino encuentro con el Imam en un oasis desconocido, todo eso ¿sería posible sin el hecho crucial, objetivo, absolutamente primario e irreductible (Urphaenomen), de un mundo de imágenes-arquetipos o de imágenes-fuente, cuyo origen no es ya racional y cuya irrupción en nuestro mundo resulta imprevisible, pero cuya existencia se impone?
3. En tercer lugar, ¿no es precisamente este postulado de la objetividad del mundo imaginal el que nos proponen, o nos imponen, ciertas figuras y ciertos emblemas simbólicos (hermetistas, kabbalistas, o también los mandalas) que tienen la virtud de operar una magia de las imágenes mentales, de modo que éstas adquieren una realidad objetiva?
 
Para indicar en qué sentido puede presentirse una respuesta a esta pregunta sobre la realidad objetiva de las Figuras sobrenaturales y el encuentro con ellas, me referiré a un texto extraordinario, en el que Villiers de l'lsle-Adam habla de la cara del Mensajero impenetrable con ojos de arcilla; esa cara «no puede ser percibida más que por el espíritu. Las criaturas experimentan solamente las influencias que son inherentes a la entidad arcangélica». «Los Ángeles -añade este autor- no son, en substancia, más que en el estado libre y sublime de los Cielos absolutos, donde la realidad sé unifica con lo ideal (...). No se exteriorizan más que en el éxtasis que suscitan y que forma parte de ellos mismos»
Estas últimas palabras -«un éxtasis que forma parte de ellos mismos»- me parecen de una lucidez profética, pues tienen la virtud de hacer mella en el granito de la duda, de paralizar el «reflejo agnóstico», en el sentido de que rompen el aislamiento recíproco de la conciencia y su objeto, del pensamiento y el ser; la fenomenología es desde ese momento una ontología. Y sin duda éste es el postulado implícito en la enseñanza de nuestros autores relativa al imaginal. Pues no hay ningún criterio exterior a la manifestación del Ángel, aparte de su manifestación misma. El Ángel es esto mismo, este ekstasis, ese «desplazamiento» o salida de nosotros mismos que es un «cambio de estado», de nuestro estado. Y por eso estas mismas palabras nos sugieren también el secreto del ser sobrenatural del «lmam oculto» y de las Apariciones para la conciencia shiíta: el Imam es el ekstasis mismo de esta conciencia. No puede verlo quien no esté en el mismo estado espiritual.
Y es a esto a lo que hacía alusión Sohravardi en su relato de El Arcángel teñido de púrpura, con las palabras que citábamos al comienzo: «Si tú eres Khezr, tú también, sin dificultad, podrás pasar a través de la montaña de Qâf».
                                                                                Marzo de l964
 
NOTAS
 
 
1.    Cf. nuestro artículo «La place de Mollâ Sadrâ Shîrâzî (fallecido en 1050/1640) dans la philosophie iranienne», en Studia Islamica, París, 1963, así como la obra citada supra, nota 5 de la primera parte.
 
 
2.    Cf. nuestra obra L 'Imagination créatríce dans le soufisme d'lbn 'Arabî, Flammarion, Paris, 2ª ed., 1977, p. 139 [La imaginación creadora en el sufismo de Ibn 'Arabî, Destino, Barcelona, 1993, p. 210].
 
 
3.    Sobre la teoría de los Angeli caelestes, cf. nuestro libro Avicenne el le Récit visionnaire, Berg international, Paris, 1982 (Avicena y el relato visionario), Paidós, Barcelona, 1995.
 
4.    Para más detalles, cf. En Islam iranien, t. IV, libro VII, «Le Douziéme Imâm et la chevalerie spirituelle», Gallimard, París, 1991,  así como nuestra Histoire de la philosophie islamique, vol. I, Gallimard, París, 1964, pp. 101 ss. (Historia de la filosofía islámica, Trotta, Madrid, 1994, pp. 74 ss.).
 
5.    Cf. En Islam Iranien, t. IV, libro VII, pp.346 ss.
 
     6.Ibid., pp. 361-362.
 
    7. Ibid., p. 373.
 
   8.Ibid., § 3, pp367 ss.
 
  9.Ibid., § 4, pp. 374 ss.
 
 10.Véase la primera parte de este trabajo, "Axis Mundi" 4, pp 47 ss.
 
11. Villiers de l´Isle-Adam, L´Annonciateur (epílogo).
 
 
(Publicado en "Axis Mundi" nº5, Arenas de San Pedro, otoño de 1995)
 
 
 

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