PAVEL EVDOKIMOV: LAS DIMENSIONES CATAFATICA Y APOFATICA DE LA
TEOLOGIA DE LOS PADRES
Vuelta
hacia Dios, la teología, bajo su aspecto apofático de la negación de toda
definición humana, antropomorfa, se presenta como una aproximación a las
tinieblas, franja de la inaccesible luz divina. Su axioma dice: «De Dios sólo
sabemos que "es" y no "lo que es". «A Dios nadie le vio
jamás; un Dios Unigénito nos lo ha dado a conocer»; la única visión posible
del "cara a cara" es la del Hijo encarnado, huella misteriosa del
Padre. No hay nunca visión de la esencia de Dios, radicalmente trascendente,
pero sí la más real participación de las energías divinas increadas. Para san
Isaac el Sirio, la aproximación de Dios no suprime de ninguna manera la fe,
sino que la hace superior: es visión de
lo invisible pero que no deja de ser invisible. Dios es incomparable en el
sentido absoluto, ningún nombre lo expresa adecuadamente. Su «nombre está
sobre cualquier otro nombre» (Flp 2,9) y esto "eternamente" (Efesios,
1, 21) porque es el Nombre divino - Adonai- el Nombre que no puede ser
pronunciado. Cuando le llamamos Dios o Creador, no designamos a Dios en sí
mismo, sino su faz vuelta hacia el mundo, lo que está "alrededor de
Dios". La teología catafática, positiva, "simbólica", no se
aplica sino a los atributos revelados, a las manifestaciones de Dios en el
mundo. Este conocimiento de Dios en sus actos es una traducción de sus
revelaciones al mundo conceptual y no es
más que una expresión cifrada; porque la realidad de que da testimonio es absolutamente
original, irreductible a todo sistema de pensamiento, hasta el punto de que un
"Dios lógico" no sería más que un ídolo fabricado. Alrededor del
abismo abisal de Dios, del abismo paternal según Orígenes, hay trazado un cerco
de silencio.
El
método catafático procede por afirmaciones que limitan a Dios como lo hace toda
definición, y por eso su enseñanza es insuficiente; hay que completarla por el
método apofático. La teología positiva no es desvalorizada, sino precisada en
cuanto a su dimensión y a sus límites. Por el contrario, la teología negativa
habitúa a la distancia infranqueable y salvadora: "Los conceptos crean
ídolos de Dios" dice S. Gregorio de Nisa, "sólo la admiración capta
alguna cosa". "Los misterios se revelan más allá de todo
conocimiento, aun más allá de la incognoscencia, en las tinieblas más que
luminosas del silencio".
Esto no
es agnosticismo, porque gracias a esta incognoscencia misma, por una
"intuitividad primordial y simple" se conoce más allá de toda
inteligencia. La teología negativa es una superación, pero que no se aparta
nunca de su base, teología positiva de la revelación. Cuanto más alto se eleva
la vertical, más enraizada está en la horizontal. No se trata sólo de la
impotencia humana, sino de la profundidad inefable de la esencia divina; Dios
es la Persona libre, por consiguiente es misterio por su naturaleza. Las
tinieblas deslumbrantes son una manera de expresar la proximidad de lo
incomprensible; cuanto más presente está Dios, más próximo está y más escondido
La vía negativa no es una vía negadora; negatividad no es negación. La
afirmación triunfa por la negación, único remedio de su propia insuficiencia
que obliga a trascenderse, porque «hablar de Dios, dice Orígenes, aun en
términos precisos, no es riesgo pequeño... »
La
teología negativa tampoco es un simple correctivo y llamada de la prudencia;
es una teología autónoma y que posee su propio método y aporta cierto
conocimiento. Así los términos «super-bueno» o « super-existente » son «
negaciones-afirmaciones »y contienen cierta descripción de lo inconcebible. Se
sitúa en la experiencia generadora de la unidad, como el misterio de la unión
eucarística. Cuanto más incognoscible es Dios en la trascendencia de su Ser,
tanto más experimentable es en su proximidad inmanente en cuanto Existente.
Al buscar
a Dios, el hombre es encontrado por Dios; al perseguir su verdad, esta se
apodera del hombre y le transporta a su nivel. «Encontrar a Dios consiste en
buscarle sin cesar... ver verdaderamente a Dios es no estar nunca harto de
desearle». Es «el eternamente buscado», (san Gregorio de Nisa); no se le
encuentra sino buscándole siempre.
La
apofasis, en cuanto método, enseña la actitud correcta de todo teólogo: el
hombre no especula sino que se cambia. En este estado de cambio continuo,
de la deificación progresiva, contempla la Mónada una y trina que "permanece escondida en su misma
epifanía" según san Máximo.
LA ANTROPOLOGIA DE LOS PADRES
1.
La
dimensión trascendente de la existencia humana
San Focio, patriarca de Constantinopla, transmite bien
la inspiración de la tradición patrística al advertir que es en su misma
estructura donde el hombre aborda
"el enigma de la teología". Creado a imagen de Dios, el hombre se
convierte en teología viviente, en «lugar teológico» por excelencia.
Los Padres definen el tipo humano partiendo de la imago
Dei del Arquetipo divino; con este elemento divino de la naturaleza
humana estructuran la esencia del hombre. Así la antropología alcanza el nivel
de una teología del hombre. Esta, en su amplitud, se remonta hasta el estado
anterior al pecado original. Aun después de la caída, el estado edénico, el
primer destino no pesa menos con toda su carga sobre el destino terrestre y la
vocación del hombre. La escatología es una de las dimensiones del tiempo inherente
a la historia; permite un conocimiento místico de las primeras y de las últimas
cosas y presupone por consiguiente cierta inmanencia del paraíso y del reino
de Dios. «El reino de Dios está cerca, está en medio de vosotros», dice el
Evangelio. «El paraíso se ha hecho de nuevo accesible al hombre», dice san
Gregorio de Nisa. Según el oficio de la Navidad, el ángel con la espada
resplandeciente se aleja del árbol de la vida cuyos frutos -la vida eterna- se
ofrecen desde entonces en la eucaristía. A la nostalgia innata de la
inmortalidad y del paraíso, siempre normativos de la verdadera naturaleza,
corresponde la presencia real del Reino. El tiempo litúrgico es ya la
eternidad y el espacio sagrado del templo, litúrgicamente orientado, es ya el
oriente del reino. La eternidad no es ni anterior ni posterior al tiempo. La
«nueva criatura» trasciende la historia hacia el advenimiento de las
condiciones del reino, manifestadas ya aquí abajo, en la existencia terrestre
de los santos. Un encuentro aun furtivo con un santo es ya una ventana abierta
sobre el Reino; por esta abertura el sol nos inunda. «El alma cristiana es la
vuelta al paraíso», dicen los Padres, y la historia es «la espera del alma ante
las puertas del reino». La parte del hombre, su participación en la obra de su
salvación tendrá siempre su lado antinómico. Por una parte, «si Dios mirara los
méritos, nadie entraría en el reino», dice Marcos el Ermitaño; y, por otra
parte, según el adagio patrístico: «Dios lo puede todo, menos coaccionar al
hombre para que le ame». La verdad no puede ser sino una llamada, una
invitación a su festín, invitación que encierra la virtualidad de una negativa
posible. La fe es ese sí profundo y sagrado que el hombre pronuncia en
la fuente de su ser; y entonces «el hombre es justificado por la fe» (Rom
3,28). Por su amor el hombre se coloca libre y totalmente en el objeto de su
fe. Pero desde que abandona las cimas del misterio, la razón lanza la red
deformadora de su «luz natural». Ya el prefijo «pre» en la presciencia
y predestinación aprisiona la Sabiduría de Dios en las categorías del
tiempo y reduce la Encarnación a solo la soteriología, a un medio de
salvamento.
Ahora bien, la razón profunda de la Encarnación no viene
del hombre, sino de Dios, de su deseo de hacerse hombre y de hacer de su
humanidad consubstancial a todos una Teofanía, su morada trinitaria: «Vendremos
a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). Según Metodio de Olimpo: «El Verbo
bajó para hacerse hombre antes de los siglos». Las grandes síntesis de Máximo
el Confesor prolongan la línea indicada por Ireneo y Atanasio: «Dios creó el
mundo para hacerse hombre en él y para que el hombre se hiciera en él dios por
la gracia y participara de las condiciones de la existencia divina... En su
Consejo, Dios decide unirse con el ser humano para deificarlo», lo que no tiene medida común con el perdón y la
salvación solamente. Por encima de la curva posible de la caída, Dios esculpió
el rostro humano mirando en su Sabiduría a la humanidad eterna de Cristo (Col
1,15; 1 Cor 15,47; Jn 3,11).
A propósito de la Encarnación, el Credo de Nicea
confiesa: «por nosotros, los hombres y por nuestra salvación». El padre Sergio
Boulgakov precisa: el «por nuestra salvación» designa la redención y el
«por nosotros, los hombres», la deificación. Esta, según san Pablo, es
«una sabiduría divina, misteriosa, oculta, que Dios predestinó para nuestra
gloria antes de los siglos» (1 Cor 2,7). La economía de la Gloria está más
allá de toda opción angélica o humana, de Lucifer o de Adán.
A la caída responden la expiación y el juicio, a la
Encarnación la deificación y el reino. Lo que hace ver en la Iglesia el
organismo de la salvación, los medios de santificación, pero también, y ya la
salvación misma, la presencia del reino. La recapitulación en Cristo del cielo
y de la tierra es universal y no excluye a nadie; sin embargo su término
realizado es un misterio trascendente del Padre y no permite prejuzgar: a lo
más, una esperanza abierta...
2 - La constitución del ser
humano
Según la Biblia el alma vivifica al cuerpo, lo hace
«alma viviente», y el espíritu «pneumatiza» a todo el ser humano. Lo corporal
y lo psíquico existen uno en el otro, regido cada uno por sus propias leyes;
lo espiritual no es la tercera esfera, sino el principio de cualificación que
se expresa a través de lo psíquico y lo carnal y los hace espirituales. Según
las palabras de san Agustín, el hombre puede hacerse carnal hasta en su
espíritu, o espiritual hasta en su carne. El espíritu es ese punto avanzado que
comunica con el más allá y participa de él.
Demasiado amplio en su significación, el espíritu no
puede servir de centro hipostático del ser humano. Hay que buscarlo en la
noción bíblica del corazón. Según los judíos, se piensa con el corazón, porque
integra todas las facultades del espíritu humano. Es el centro radiante, pero
que permanece oculto en su misteriosa profundidad.
Mis sentimientos, mis pensamientos, mis actos, mi
conciencia me pertenecen, son míos y de ellos tengo conciencia; pero el yo está
más allá de lo «mío»; es trascendente a sus propias manifestaciones. Aquí no se
trata del yo empírico, cognoscible, sino del yo espiritual que escapa a toda
investigación. Esta es la «noción-límite», centro de la totalidad que Jung
llama "Selbst", el uno mismo. Sólo la intuición mística
lo descubre y sólo el símbolo del corazón lo designa. «¿Quién puede conocer el
corazón?», pregunta Jeremías, y responde inmediatamente: «Sólo Dios sondea el
corazón». También san Gregorio de Nisa subraya esta misma profundidad
misteriosa:
Nuestra naturaleza espiritual existe según la imagen del
Creador; se parece a lo que está por encima de ella (a su Arquetipo divino); en
la incognoscibilidad de sí mismo, manifiesta el sello de lo inaccesible».
La presencia de Dios se manifiesta en los "espacios
o pastos del corazón"; y a este
nivel se sitúa la persona. El "personalismo" filosófico jamás
alcanza a dar una definición satisfactoria de la persona humana. La única luz
viene del dogma trinitario, porque el hombre en su estructura refleja lo
divino. Cada Persona divina es una donación subsistente en el Otro y en la
«circuminsesión» de los Tres únicos. Hablando estrictamente, sólo en Dios
existe la Persona y sólo Dios personaliza toda persona humana, la sitúa en su
verdad.
La Hipóstasis o la Persona en Dios está determinada por
sus relaciones, pero es también todo lo que en ella rebasa esas relaciones: el
Unico en sí mismo. Así también la persona humana escapa a toda definición
racional y no puede ser captada sino por medio de una aprehensión intuitiva o
revelación mística. También por ella el hombre es «el único» en el poder de
rebasarse a sí mismo hacia el Infinito que es Dios. La persona se hace trascendiéndose
hacia Dios. A este nivel, la persona en cuanto hipóstasis no nos pertenece en
propiedad: la recibimos en la comunión con Dios; está «identidad por la
gracia», según la expresión de san Máximo. La Hipóstasis del Verbo es el lugar
de la unión de lo divino y de lo humano. La «persona» de todo ser humano se
hace «hipóstasis», cuando también y a imagen de Cristo es el lugar de la comunión
entre Dios y el hombre, cuando «enhipostasía» la existencia teándrica
«divino-humana». «El hombre, decía san Basilio, es una criatura que ha recibido
la orden de hacerse dios»; lo que significa hacerse hipóstasis de su ser
deificado. Según san Máximo, la persona está llamada «a unir por el amor la
naturaleza creada con la naturaleza increada» (las energías deificantes).
«Dios honró al hombre concediéndole la libertad»; por
eso «el Espíritu no engendra ninguna voluntad que le resista. No transforma
por divinización sino a la que lo quiere», dice san Máximo. La angustia que el
espíritu humano puede sentir viene de lo arbitrario siempre posible y que lo
acecha; porque puede rehusar la vida, decir no a la existencia. El hombre está
suspendido en cada momento entre el ser que tiene la vocación de realizar y la
vuelta a la nada de donde ha sido sacado (sic); éste es el riesgo
grande y noble de toda existencia y la tensión suprema de la esperanza: «Siendo
capaz el poder divino de inventar una esperanza donde ya no hay esperanza y un
camino en lo imposible», dice magníficamente san Gregorio de Nisa. Lo
imposible es esa tensión entre lo normativo de la imagen de Dios y lo real
caído.
El hombre es un proyecto viviente de Dios. El debe
descifrarlo y construir libremente su destino. Así la existencia es la tensión
creadora para descubrir y vivir la propia verdad y entonces la verdad se hace
vida: «No conozco la verdad sino cuando se hace vida en mí», advertía
profundamente Kierkegaard.
"Ya no os llamo siervos... os llamo amigos» (Jn
15,15). Por encima de la ética de los esclavos y de los mercenarios, el
Evangelio propone la «ética de los amigos de Dios». Nuestra libertad y por consiguiente
nuestro libre «obrar humano» se convierten en la verdadera libertad cuando se
ponen dentro del «obrar de Dios»: la verdad es la que hace verdaderamente
libres (Jn 8,32).
La gracia apremia en secreto a toda alma, sin coaccionarla
jamás. En respuesta, la fe no es una sumisión ciega, ni simple adhesión, sino
fidelidad consciente y total de la persona a la Persona. Estas son las
relaciones nupciales; la Biblia se sirve siempre de ellas para describir las
relaciones entre Dios y el hombre. Al
decir el "fiat", el "sí", me identifico con el ser
amado. Dios pide al hombre la realización de la voluntad del Padre, como si
ésta fuera la voluntad propia del hombre. Este es el sentido del «sed
perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto».
Ante Dios, la voluntad humana proclama: «Hágase tu
voluntad». Pero podemos decir «sí», porque también podemos decir «que no
se haga tu voluntad»; nuestro sí resuena plenamente, porque resuena
libremente, porque podemos decir no. Es preciso, pues, que este sí sea
engendrado en lo más profundo de nuestro ser; por eso la que lo pronuncia por
todos en el momento de la anunciación, es una Virgen, nueva Eva, Madre de los
vivientes y fuente vivificante. Dios no da órdenes, sino lanza invitaciones,
llamadas: «Escucha, Israel», o «si quieres ser perfecto». Al decreto de
un tirano responde una resistencia sorda; a la invitación del Señor del
banquete, la aceptación gozosa de «el que tiene oídos... » En los «vasos de
barro» Dios ha depositado su libertad, su imagen. Si es posible el fracaso, si
en el acto creador se incluye la hipótesis de la ruina. es que la libertad de
los «dioses», su libre amor, constituye la esencia misma de la persona humana.
La palabra latina "persona", lo mismo
que el "prosopon" en griego, significa "máscara".
Enseña la inexistencia de un orden humano autónomo; porque existir es
participar del ser o de la nada. En esta participación el hombre realiza la
semejanza, el icono de Dios, o la desemejanza, la mueca demoníaca de un mono de
Dios. San Gregorio de Nisa lo dice claramente: "La humanidad se compone de
hombres de rostro de ángel y de hombres que llevan la marca de la bestia». Así
el hombre puede reavivar la llama de amor o el fuego de la gehenna; puede
convertir su sí en uniones infinitas; puede también con su no romper
su ser en separaciones infernales. Según san Juan (1 Jn 3,2), en el siglo
futuro «seremos semejantes a él», semejantes a Cristo en su comunión perfecta
de lo divino y humano. El hombre fue creado a imagen de Dios con vistas a esta
comunión. Los postulados del conocimiento de Dios se encuentran, pues, en la
estructura misma de su ser.
La imagen y la semejanza de Dios
Todos los antropologistas, creyentes o incrédulos, están
de acuerdo en la definición del hombre: un ser que aspira a superarse, un ser
que tiende hacia lo que es más grande que él. Se necesitaría a un san Pablo
para descifrar a ese «dios desconocido», para dar el nombre a esa
aspiración fundamental cuya fuente es la imago Dei. Esa «imagen», para
los Padres de la Iglesia, no es una idea reguladora o instrumental, sino el
principio constitutivo del ser humano.
El pecado, según san Juan (1 Jn 4,6), es la
"anomía", el desorden, transgresión del límite normativo,
constitutivo del ser humano, confusión profunda de los lechos ontológicos de la
naturaleza. La perversión reclama el acto terapéutico, reconstrucción de la
estructura normativa. La "catarsis ética", purificación de las
pasiones, desemboca en la «catarsis ontológica», curación de la naturaleza. Se
trata del restablecimiento de la forma primera, de la restauración de la
imagen arquetípica.
San Atanasio recoge la afirmación de san Ireneo y
formula la regla de oro de la Tradición: "Dios se hace hombre, para que el
hombre se haga dios". Insiste sobre el carácter ontológico de la participación
de lo divino por medio de la imagen. La imagen es constitutiva hasta el punto
que «creación» significa «participación»: el hombre es creado como un ser
participante, predestinado en su misma estructura a la iluminación de su "nous"
que le confiere la facultad innata de la "teognosia", del conocimiento
de Dios. También san Basilio dice: «Como en un microcosmo, en ti verás la
impronta de la sabiduría divina». Se ve al entendimiento en su intencionalidad
original, orientada hacia Dios: «De la naturaleza misma poseemos el deseo
ardiente de lo bello... todo aspira a Dios». San Gregorio Nacianceno hablando
del soplo divino subraya el carismatismo inicial que irradia la imagen. Así el
hombre no sólo está ordenado moralmente a lo divino, sino que es «de la raza divina» como dice san Pablo (Act
17,29). Según san Gregorio Niseno, «el hombre está emparentado con Dios», es deiforme
en su naturaleza, lo que le predestina a la "teosis", a la
"deificación", a la comunión más íntima con Dios. Si inteligencia,
sabiduría, amor son a imagen de las mismas realidades en Dios, de la imagen de
Dios le viene sobre todo el poder de determinarse libremente por sí mismo. La
función axiológica de juicio, de apreciación, de discernimiento hace del
hombre el señor que reina sobre la naturaleza, verbo cósmico que participa de
las condiciones de la vida divina. Entre Dios y el hombre deificado, la
diferencia es ésta: «Lo divino es increado, mientras que el hombre existe por
creación». Sobre este plano universal, en función de la imagen, el
cristianismo se define: "Imitación de la naturaleza de Dios", la
multitud de las hipóstasis humanas unidas en la misma naturaleza humana.
El cultivo de la atención espiritual entre los ascetas
hace de ella un verdadero arte de ver todo ser humano como «Imagen de Dios».
«Un monje perfecto, dice Nilo de Sinaí, estimará después de Dios a todos los
hombres como a Dios mismo». La tradición de los grandes maestros de la vida
espiritual sorprende por su tonalidad de alegría y por su apreciación maximal
del hombre. Terapeutas prácticos, no tienen necesidad de enseñar nada sobre
la amplitud de la perversión, sino que su arte de cardiognosis y su penetración
en las profundidades del alma hacen ver la «nueva criatura» revestida
completamente de la forma divina. Un tropario del oficio de difuntos dice:
«Llevo los estigmas de mis iniquidades, pero soy a imagen de tu gloria
inefable».
Creada a imagen de Dios, la verdadera naturaleza es
buena. Por eso la redención devuelve la naturaleza curada, no a la
sobrenaturaleza, sino a su estado inicial, a su verdad «sobrenaturalmente
natural».
Al recorrer el campo inmenso del pensamiento patrístico,
infinitamente rico y matizado, se tiene la impresión de que éste evita toda
sistematización, para salvaguardar toda flexibilidad asombrosa. Sin embargo se
pueden sacar de él algunas conclusiones. Ante todo hay que apartar toda
concepción substancialista de la imagen. Esta no es depositada en nosotros
como una parte de nuestro ser; sino que la totalidad del ser humano es creada,
esculpida, modelada "a imagen de Dios". La expresión primera de la
imagen consiste en la estructura jerárquica del hombre, con la vida espiritual
en el centro. Es el primado ontológico de la vida del espíritu, que condiciona
la aspiración fundamental a lo espiritual, al Infinito y al Absoluto. Es el
impulso dinámico de todo nuestro ser hacia su Arquetipo divino, aspiración
irresistible hacia Dios. Es el eros humano tendido hacia el Eros divino, sed
inextinguible, densidad del deseo de Dios, como lo expresa admirablemente san
Gregorio Nacianceno: «Vivo, hablo y
canto para ti... »
En resumen, cada facultad del espíritu humano refleja la
imagen (conocimiento, libertad, amor, creación), y el todo está centrado sobre
lo espiritual de lo cual es propio superarse para arrojarse en el océano de lo
divino y encontrar allí el aplacamiento de su nostalgia. Todo límite contiene
un más allá, su propia trascendencia; por eso el alma no puede descansar sino
en el Infinito divino. Es la "epectasis", tensión del icono hacia su
Arquetipo. «Por medio de la imagen, dice san Macario, la Verdad lanza al hombre
en su persecución». En nuestro deseo de Dios descubrimos ya su presencia,
porque «el amor de Dios es siempre operante», dice san Gregorio de Nisa.
La diferencia
entre la imagen y la semejanza
Para el genio hebreo, siempre concreto, imagen-tselem
posee el sentido más fuerte. La prohibición de las imágenes talladas por
parte de la ley se explica por la significación dinámica y realista de la
imagen: como el nombre, suscita la presencia del que representa; "Demouth"
que se traduce por similitud, semejanza, incita a considerarse como otro.
Se la puede comparar con la noción de "schaliach": el "apostolos"
de un hombre es como otro él mismo.
La «imagen» es entera, sagrada por excelencia no puede
sufrir ninguna alteración. Pero se la puede reducir al silencio y hacerla
ineficaz por la modificación de las condiciones ontológicas. La imagen, fundamento
objetivo, no puede manifestarse sino en la semejanza subjetiva; la caída la
hizo radicalmente inaccesible a las fuerzas naturales del hombre. Sin estar
pervertida, la imagen se ha hecho inoperante. San Gregorio Palamás precisa la
tradición: «En nuestro ser a imagen, el hombre es superior a los ángeles;
pero es inferior en la semejanza porque es inestable; ... después de la caída,
hemos rechazado la semejanza, pero no hemos perdido el ser a imagen». Cristo
devuelve al hombre el poder de obrar. Los sacramentos del bautismo y de la
unción crismal restauran la «semejanza en el acto», lo que libera
inmediatamente a la imagen cuya irradiación se hace perceptible en los santos y
en los niños. Gracias a la imagen el hombre conservó siempre la libertad de opción.
Aun en el tiempo de la Antigua Alianza, el deseo del bien subsiste, sin que
sin embargo el hombre pueda actualizarlo en su vida. En su teología de la
gracia, los Padres distinguen claramente entre el «libre albedrío de la
intención» y el «libre albedrío de los actos». Afirman la plena libertad del
deseo de ser salvado, la sed de la curación, la capacidad de formular el
"fiat". Después de la Encarnación, la gracia actualiza la deiformidad
virtual. «Ser creado a imagen de Dios» se convierte en «existir a imagen de
Dios». Desde entonces, como dice san Máximo: «tiene dos alas para alcanzar el
cielo, la libertad y la gracia». A todo esfuerzo de la voluntad responde la
gracia para llevarlo a su término. Dios hace todo en nosotros, la gnosis, la
victoria, la sabiduría, la bondad y la virtud, sin que nosotros aportemos
absolutamente nada sino la buena disposición de la voluntad»; pero esta buena
disposición de la voluntad es un acto absolutamente libre que coloca el obrar
humano dentro del obrar divino. La «virtud» es esa disposición que dispara la
acción de la gracia y hace los actos sinérgicos. En un sentido, el deseo del
hombre es ya operante, porque responde al deseo de Dios y así atrae la venida
de la gracia. Este es todo el papel inmenso del "fiat"de la Virgen.
La Anunciación es como una pregunta que Dios dirige a la humanidad: ¿tienes sed
de la salvación, quieres verdaderamente llevar en tus entrañas y engendrar a tu
propio Salvador? Y de parte de todos, la Virgen dice sí. Ese sí es la condición
objetiva de la Encarnación; el Verbo no podía forzar a la naturaleza humana; la
Virgen se la ofrece libremente de parte de todos.
Para los Padres, un ser no es humano sino cuando está
maduro por el Espíritu Santo, cuando es efectivamente «imagen que se parece».
Un santo es llamado litúrgicamente "semejante". La imagen
constitutiva y normativa; en su función de deiformidad hace reales las
palabras: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». La cristología
enseña que en Cristo «los hijos en el Hijo» son realmente los hijos del Padre
«semejantes al Hijo». San Gregorio de Nisa subraya la función de la imagen:
«para participar de Dios, es indispensable poseer en el ser algo
correspondiente al participado". A "Dios es amor" corresponde
el "amo ergo sum" del hombre. Calixto en la "Filocalia"
dice: "Lo más grande que sucede entre Dios y el alma humana, es amar y
ser amado".
Así, la antropología de los Padres y su noción de la
imagen muestran al ser humano deiforme en su estructura misma, destinado a la
comunión deificante y capaz de conocer a Dios a la medida de su propia
capacidad de recibirle. Como escribe un maestro de la vida espiritual
contemporáneo: «Dios se da a los hombres según su sed. A los que no pueden
beber más, no da más que una gota. Pero le gustaría dar a raudales, para que a
su vez los cristianos pudieran apagar la sed del mundo».
(Capítulos 3 y 4 de: Pavel Evdokímov, "La connaissance de
Dieu selon la Tradition Orientale", X. Mappus, Lyon. Trad. Cast.: El
conocimiento de Dios en la tradición oriental, Paulinas, Madrid, 1969).
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