lunes, 30 de noviembre de 2009

Caridad de lejanías (Juan Manuel de Prada)

MAGAZINE Firmas

Caridad de lejanías.

Juan Manuel Prada

XLSEMANAL 29 DE NOVIEMBRE DE 2009



Se atribuye a Stalin una frase desalmada (aunque quizás exactamente podríamos calificarla de «desencarnada», como enseguida veremos) que reza así: «Un muerto es una tragedia; un millón de muertos, mera estadística». Y, en efecto, basta contemplar la tragedia más encarnizada desde una atalaya (desde una perspectiva, en fin, que nos permita su contemplación panorámica) para que tal tragedia se convierta en una mera cifra, en una realidad abstracta; porque sólo allá donde se toca el dolor concreto, allá donde se abraza el dolor encarnado en alguien que sufre surge la verdadera compasión, la posibilidad de padecer con el otro, que así se convierte en prójimo. La enseñanza de Stalin ha alcanzado hoy un grado de perfeccionamiento que ni siquiera él hubiese soñado; y, paradójicamente, lo ha alcanzado disfrazado de humanitarismo v engalanado de bonitos y retumbantes discursos filantrópicos.

Esta `caridad de lejanías', rasgo característico de nuestra época, va la vislumbraba Dostoievski en un pasaje de Los hermanos Karamazov, en el que Zósima detalla una conversación que ha mantenido con un amigo suyo: «Amo -m decía- a la Humanidad; pero, para gran sorpresa mía, cuanto más amo a la Humanidad en general, menos amo a la gente en particular, como individuos. Más de una vez he soñado con pasión servir a la humanidad y quizás hubiera subido al calvario verdaderamente por mis semejantes, si hubiera hecho falta; pero no puedo vivir con una persona dos días seguidos en la misma habitación, lo sé por experiencia. En cuanto siento a alguien cerca de mí, su personalidad oprime mi amor propio y estorba mi libertad. En veinticuatro horas puedo cogerle manía a la mejor persona: al uno porque se queda demasiado tiempo a la mesa, al otro porque está resfriado y no hace más que estornudar». De esta incapacidad para «amar a la gente en particular», tan característica de nuestra época, nos brindan diario testimonio los medios de comunicación, muy diligente en ofrecer (maquillados o magnificados, según cual sea su adscripción ideológica los datos mensuales de crecimiento del paro o de la morosidad, pero cada vez más reacios a mostrarnos el dolor encarnado de quienes sufren las consecuencias de un despido o un desahucio. Y mientras el periodismo que desentraña cifras v datos estadísticos (casi siem­pre para embrollarlos y oscurecerlos) aumenta hasta la hipertrofia, el periodismo que fija su atención en las tragedias menudas de la gente se adelgaza hasta la consunción: por cada crónica o reportaje en el que los estragos de la crisis ,encarnan' en una persona que la sufre en su pellejo, hallamos en los periódicos y noticieros mil análisis de `expertos que dilucidan datos macroeconómicos que auguran crecimientos o caídas de consumo, que en definitiva `desencarnan' la tragedia y la convierten en una estadística. Y, una vez `desencarnada la tragedia por `expertos' analistas, periódicos y noticieros pueden permitir­se rematar la faena con discursos filan­trópicos o diatribas contra la ineptitud de los gobernantes.

En la parábola del Buen Samaritano, Jesús nos enseña que el prójimo no es una amorfa y difusa categoría estadística, sino alguien a quien puedo nombrar por su nombre, alguien a quien me tropiezo en el camino, cuyas llagas puedo tocar con mis propias manos, cuyo sufrimien­to puedo cargar sobre mi espalda. El sacerdote v el levita que pasan de largo ante el viajero herido, presurosos por llegar a Jerusalén, no son -como a sim­ple vista pudiera parecer-- monstruos de crueldad. Por el contrario, es más que probable que tengan prisa por llegar a Jerusalén para endilgar un discurso filantrópico, para lanzar una prédica en la que quede patente su inmenso amor a la Humanidad; es más que probable que pasen de largo ante el viajero herido por­que su atención se halla concentrada en la preparación de esa prédica o discurso; es más que probable que se parezcan demasiado a nosotros mismos.

Es más que probable, en fin, que cul­tiven la caridad de lejanías que Dostoie­vski vislumbraba en Los hermanos Kara­mazor, la misma caridad desencarnada que reduce las tragedias a estadística. Porque la caridad verdadera se encar­na en la tragedia de cada hombre que sufre; y esa caridad oprime demasiado nuestro amor propio (esto es, la quietud de nuestra conciencia) v estorba nues­tra libertad (para trepar a una atalaya v desde allí lanzar bonitos discursos). Pero sospecho que no hay caridad encarnada sin fe en la Encarnación.

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miércoles, 25 de noviembre de 2009

Vuelta a la tribu (José Jiménez Lozano, Diario de Ávila 22 -11-2009

A LA LUZ DE UNA CANDELA
JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO, PREMIO CERVANTES
Diario de Ávila 22 noviembre 2009

Vuelta a la tribu

Hay gestos y determinaciones más o menos conscientes en torno a asuntos como el de la fiscalización de la vida privada o el echar mano de lis­tas negras y el de los sambenitos, o presentar a los eventuales transgreso­res de la ley como portadores de ver­güenza individual, familiar y hasta de grupo, que son sumamente intran­quilizadores no ya respecto a lo que es una democracia - que aquí entre nosotros no está seguro que sepamos lo que es -, sino en cuanto al peligro que corren conquistas de la civiliza­ción pura y simplemente.

Parece, en efecto, que deberíamos preguntarnos seriamente cómo es que a estas alturas de la evolución de las costumbres, del Derecho Penal, y de la consideración general de la per­sona ante la ley pueden ocurrírsenos ciertas cosas que ya hace más de un par de siglos se consideraban verda­deramente bárbaras. La dulcificación y civilidad de las costumbres a este respecto se refleja en España en las primeras legislaciones liberales; es decir, el principio de que la pena o castigo del delito no podía llevar apa­rejada la ignominia personal del de­lincuente, lo que variaba radicalmen­te todo el modo de pensar y de en­tender las cosas anterior. Porque históricamente la ignominia del con­denado y hasta de su parentela debía acompañarlo, y las conductas repro­bables, aun sin ser delictivas llevaban aparejadas como castigo una ver­güenza pública. Pongamos por caso el hecho de que dos mujeres no sólo se llenaran de improperios sino que vinieran a las manos en la vía pública con daño para la paz y buenas cos­tumbres ciudadanas; entonces se co­locaban las muñecas de sus brazos en un solo cepo que apresaba los cua­tro miembros y así aparecían en pú­blico, para irrisión de éste.

Pero no habría rollos ni picotas pa­ra tanto ciudadano que pone de todos los colores a otro y a toda su parente­la, color social o político etc. Y desgra­ciadamente tampoco va a haber sambenitos para conservar la me­moria histórica de la maldad o «ganado roñoso» y «afrenta que nunca se acaba» como decía el Maestro fray Luis de León de las decisiones infamantes del Santo Oficio que resultaban menos lle­vaderas que las propias penas. Y hoy nos horroriza todo esto, y con razón; pero no podemos ser tan hipócritas como para olvidar que esas ocurrencias de las listas negras, las memorias infames con desentierro de huesos incluido, y las intromi­siones en la vida privada son del mismo género que aquella bar­barie antigua, están en el mismo plano moral que todas aquellas cosas de las que decimos horro­rizamos.

Costó siglos en conseguir que incluso en un delincuente se vie­ra un hombre, y se respetara su dignidad, pero ahora nos resulta facilísimo poner coroza y sambenito de maldito, fisgar en la vida del próji­mo o hacer que los hijos de los que comieron agraces tengan que doler­se de dentera. Es el regreso al mun­do tribal, o son los primeros efectos de un poder global sobre nuestras vi­das. Se siente un cierto escalofrío en la espalda .

martes, 24 de noviembre de 2009

Tecnología y elección moral (Juan Manuel de Prada, XLSEMANAL 22-11-2009)

MAGAZINE Firmas
XLSEMANAL 22 DE NOVIIEMBRE DE 2009


Animales de compañía
Por Juan Manual de Prada

Tecnología y elección moral

El escándalo provocado por ese sistema de intercepta­ción telefónica (Sitel) que permite almacenar infor­máticamente v acceder de forma casi instantánea a los millones de conversaciones que, a cada minuto, mantenemos los desavisados usuarios del teléfono me sirve corno muletilla o excusa para reflexionar sobre los efectos -aparentemente inocuos, sibilinamente inicuos- que la tecnología ejerce sobre nuestras elecciones morales. Hay quienes sospechan que ese sistema de inter­ceptación telefónica -versión sombría de aquel Aleph que permitía al prota­gonista del relato borgiano espiar de forma simultánea el vasto mundo- está siendo utilizado sin autorización judicial; v quienes afirman que pronto no. habrá comisaría de policía que no cuente con un artilugio que permita escuchar las conversaciones de los delincuentes. Y también, convendría añadir, las conver­saciones de quienes no son delincuentes, las conversaciones de cualquier hijo de vecino que susurra ternezas al oído de su novia, que se enzarza en disputas domésticas con su suegra, que intercam­bia confidencias con su amigo, que alivia las inquietudes de su hijo adolescente. Un artilugio, en fin, que con un simple golpe de tecla pueda saquear nuestra intimidad, como aquel diablo Cojuelo de Vélez de Guevara que levantaba los teja­dos de las casas.

Una vez que se posee un artilugio de estas características, ¿quién se privará de utilizarlo? La tecnología, al simplificar acciones que hasta hace poco resulta­ban costosas o erizadas de dificultades, simplifica también las decisiones mora­les que las preceden. Imaginemos, por ejemplo, a alguien que se siente incesan­temente perjudicado, hostigado, escar­necido por un enemigo al que odia. Es probable que, en un momento de calen­tura u ofuscamiento, desee la muerte de ese enemigo; e incluso no es del todo inverosímil que, siquiera por un segundo, fantasee con la posibilidad de matarlo con sus propias manos. Pero, salvo que el odio que profesa a su enemigo sea muy enconado v su conciencia irás negra que el betún, bastará que repare en la enor­midad del crimen con el que acaba de fantasear para que lo repudie y lo expulse de sus pensamientos; v puede, incluso, que aunque no lo repudie acabe por descartarlo, por temor a las consecuencias que su desvelamiento le acarrearía, o por mero desaliento ante el cúmulo de fati­gas que su preparación exige. Pero imagi­nemos ahora que esa misma persona que se siente incesantemente perjudicada, hostigada, escarnecida por su enemigo tuviera la posibilidad de matarlo pulsando el botón de un dispositivo elemental, como pulsamos una tecla para que aparezca una letra en la pantalla de nuestro ordenador o pulsamos la palanca de la cisterna de nuestro inodoro después de de evacuar las tripas; y que, después de pulsar ese botón, nada volviera a saberse de ese odiado enemigo. ¿Verdad que, al simplificarse el crimen, la decisión moral que precede a su comisión se simplifica también? Se simplifica, en realidad, hasta hacerse nimia; y si la tecnología nos permitiera matar a nuestros enemigos como hoy matamos marcianitos en un videojuego, sospecho que la conciencia moral de muchos se adelgazaría hasta la consunción.

La tecnología terminará por minar la resistencia de nuestra conciencia moral; la está minando ya, de hecho, sin que apenas lo advirtamos. El pornógrafo que hasta hace poco deseaba satisfacer sus apetitos tenía que bajar al quiosco a comprarse una revista guarra, y antes aún tenía que internarse en un submundo de clandestinidad donde se comerciaba con los materiales que alimentaban su rijo; y el paseo hasta el quiosco o el descenso al submundo clandestino donde se comer­ciaba con la pornografía comportaban un riesgo - de verse involucrado en sórdidos trapicheos, de verse simplemente des­cubierto y señalado- que favorecía la floración de conflictos de conciencia. La tecnología ha neutralizado ese riesgo; y al neutralizarlo, dificulta que tales con­flictos afloren, de tal modo que no sólo el pornógrafo inveterado, sino cualquier usuario de Internet se siente tentado -por curiosidad malsana, por aburri­miento, por mera disposición lúdica- a bucear en cualquier sentina pornográfica virtual: la elección moral es ensordecida por una pulsión instantánea; y todos los dilemas se resuelven apretando una tecla.

Una simple tecla. ¿Quiénes resistirán la tentación de escuchar conversaciones ajenas y de perpetrar tropelías aún más pavorosas cuando la tecnología allane el escollo de la decisión moral hasta hacerlo añicos?

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miércoles, 11 de noviembre de 2009

Nacionalismo e internacionalismo (Jacques du Perron)

Una de las cuestiones que suscita siempre imprecisión en su concreción es el tema del nacionalismo, sobre todo en España, donde al revés que en la mayoría de los pueblos de Europa la palabra se refiere en principio más a los micronacionalismos periféricos que no a la propia España, donde nunca fue fuerte el nacionalismo al estilo moderno, quizá debido a lo que algunos denominarían sin rubor atraso secular en adaptar tarde y mal las ideas emanadas de la Revolución francesa. Menos aún sería cuestión de hablar de nacionalismo a la moderna en Castilla, donde, como recordaba Miguel Delibes, los castellanos tan solo se sienten vagamente españoles. Eso no obsta a la existencia de minúsculos grupos que se reclaman de nacionalismo castellano, por imitación bastante simiesca de los micronacionalismos periféricos, y dando al adjetivo castellano un sentido abstracto, bastante divagante que se corresponde poco o nada con lo que con cierta precisión se podría denominar castellano de acuerdo a las singularidades históricas.

Es interesante a este respecto el análisis que desde un punto de vista tradicional hace Jacques du Perron, en el capítulo VIII de su libro: DÉCADENCE ET COMPLOT. Droite et Gauche. Tradition et Revolution. Tome II. Éditions Godefroy de Bouillon. Paris 1998, que se trascribe íntegramente traducido al castellano.

Propone el autor unas aproximaciones al fenómeno nacionalista bastante ilustrativas, asi: "Los orígenes plebeyos del nacionalismo le transmiten numerosos caracteres que resultan de la psicología de las masas. "El nacionalismo no tiene teoría, a penas un programa: tiene antipatías potentes, aspiraciones vigorosas; es instintivo, pasional, sacudido por impulsos furiosos. ". Una caracterización que no es en absoluto extraña a los habitantes de la península ibérica, donde se sabe ahora mismo no solo de impulsos furiosos sino también criminales, convenientemente camuflados como guerra de liberación nacional, faltaría más.

Prosigue con su caracterización del moderno nacionalismo: “encuentra un terreno eminentemente favorable en las muchedumbres democráticas a las cuales da a la ilusión de ser los dueños de sus dueños; y al introducir el procedimiento de la delegación, da esta ilusión un color jurídico que place a las masas que luchan por sus "derechos." O también este otra: "las masas se divinizan ellas mismas instituyendo el culto de la Nación." El siglo XX y al parecer también el XXI ha tenido y sigue teniendo sobradas muestras de las masas siguiendo histéricas sus banderas y consignas lo mismo en Nürmberg que en Bilbao o en Tirana.

El nacionalismo aspira a su estado nacional, faltaría más, por privilegios de supremacía racial, no solamente esgrimidos por un Sabino Arana sino también por catalanes como Pompeu Fabra y otros conspicuos líderes del nacionalismo catalán, aunque ocultado esto en lo posible tras la II guerra mundial; una más próspera situación económica y unos supuestos y horribles agravios históricos, que se pretenden comparar al genocidio armenio, judío o al gulag soviético, hacen perentorio en el discurso micronacionalista la exigencia inexcusable de un estado nacional fieramente independiente y ya, so pena de multiplicar crímenes y atropellos como tributo al ídolo nacional. Del estado nos dice Jacques du Perron: Estado nacional, Evola pone de relieve la reducción de nivel espiritual, el paso de la calidad la cantidad, verdadero descenso al infierno, consecutivo al nacimiento del nacionalismo que se sitúa a nivel más bajo, el de la masa. "Es sobre esta masa que actúa el nacionalismo, por medio de mitos y sugestiones propios a galvanizarla, despertar instintos elementales, halagarlo con perspectivas quiméricas de primacía, de privilegios y de potencia. Cualesquiera que sean sus pretensiones de referirse una raza u otra, la sustancia del nacionalismo moderno no es un etnos, sino un demos, y su prototipo es el prototipo plebeyo suscitado por la Revolución francesa. "

En realidad el nacionalismo moderno, hijo de la Revolución francesa, es solo el primer paso hacia un internacionalismo global hacia cual ha tendido lo mismo el movimiento socialista que la alta finaza internacional. La pretensión igualitaria no solo pretende hacer tabla rasa de estamentos, privilegios y demás formas de distinción en una solo nación sino en el mundo entero. Pero en un mundo que siendo las pautas revolucionarias cada es vez más unitario, las diferencias económicas entre naciones y clases sociales cada vez son mayores, lo que hace cuestionarse al autor acerca de las intenciones ocultas de la Revolución: ¿Quiere verdaderamente establecer la igualdad? ¿O no es más que un señuelo destinado seducir a las muchedumbres?.

¿Cuál es entonces el verdadero fin de la Revolución? , la respuesta no deja lugar a dudas: la revolución deseada es moral y espiritual, una anarquía por la cual todos los principios establecidos durante diecinueve siglos serán invertidos, todas tradiciones pisoteadas por los pies, y finalmente el ideal cristiano suprimido." Si tal es el objetivo de la Subversión, no puede faltar de manifestarse en todos los ámbitos de la existencia y particularmente en el ámbito religioso; se trata no solamente de luchar contra la Religión, sino de crear una contra-religión.

Y añade: el resultado lógico del pensamiento revolucionario que no ha dejado desde siglos de poner todo en cuestión, de combatir los fundamentos de las sociedades humanas, incluido del orden cósmico.

De acuerdo con esta visión: el socialismo no es un programa de división de las riquezas, sino en realidad un método de consolidar y controlar la riqueza. Aunque hay todavía demasiada ignorancia e ingenuidad este respecto. La corriente mundialista, de la que nuestro autor opina que es demasiado potente para que se la reduzca a la acción de simples idealistas, por numerosos que sean, está básicamente impulsada por la alta finanza internacional y el socialismo en sus diversas variantes y a nivel de sofismas intelectuales por la teoría del Caos de la que afirma taxativamente : La teoría del Caos sería a nivel filosófico lo que es el socialismo a nivel político. De hecho entre las hipótesis sófisticas de dicha teoría se encuentra una vaga solidaridad en base a la cual se propugna la liquidación de los viejos estados nacionales en pro del mundialismo, mediante la revivificación de las fórmulas federativas y confederativas para sobrepasar el Estado-nación." En España se oye hablar mucho de eso, es al parecer la panacea de muchos micronacionalistas; de lo que no cabe duda sin embargo es que una balcanización de la península ibérica facilitaría mucho las cosas en pro de una rápida mundialización, sobre todo a la alta finaza internacional; probablemente detrás de todo esto haya fuerzas mucho más poderosas que los partidos micronacionalistas conocidos públicamente.

La Revolución, que según el autor comenzó mucho antes del episodio histórico de la revolución Francesa, precisa para sus fines una revolución a nivel pedagógica, de la cual dice: Conocer esta revolución pedagógica permite accesoriamente explicar el hecho paradójico de una subida constante de los créditos consagrados a la Enseñanza seguida por una reducción no menos continua de la calidad de los estudios. En efecto, no se trata ya de despertar los espíritus y de transmitirles un conocimiento, sino del transformarlos en instrumentos flexibles del futuro Orden mundial. De eso sabemos también un poco en España; ahora comienza precisamente una nueva etapa de dicha revolución con la formación para la ciudadanía.

El autor concluye este capítulo con la siguiente conclusión: En cualquier caso, podemos pretender, en virtud de todos los elementos de los que disponemos, que el reino de la Igualdad no es más que un objetivo secundario de la Revolución, su objetivo principal, pero oculto, consiste establecer un régimen totalitario que será la prefiguración de reino del Anticristo.