lunes, 30 de septiembre de 2013

Del infierno (Paul Evdokimov)


DEL INFIERNO  por  PAUL EVDOKÍMOV

 

Paul Evdokimov - (1901-1970)

Nació el 2 de agosto de 1901 en Petrograd, en una familia de la aristocracia. Llegó a Paris en 1923 y fue alumno del Instituto San Sergio. Casado en 1927 con una francesa de madre rusa, viudo en 1945, se casa de nuevo en 1954 con una joven japonesa. Hospitalario artista organizó jornadas teológicas para jóvenes griegos. Entre muchas obras, escribió La Mujer y la Salvación del mundo (1958), Gogol y Dostoievsky o el Descenso a los Infiernos (1961), El Sacramento del Amor (1962), El Arte del Icono, Teología de la Belleza (1970. Murió el 16 de septiembre de 1970.

 

La concepción corriente de los sufrimientos eternos es sólo una opinión escolar, una teología simplista de tipo “penitencial”, que descuida la profundidad de textos como los de Juan 3,17 y El Concilio Ecuménico (Constantinopla II -año 553-)  no examinó el problema de la duración de los sufrimientos infernales. El Emperador Justiniano (que, en este caso, se parece a Jonás decepcionado porque el castigo no tocó a los culpables), presentó al Patriarca su doctrina personal. A partir de ella, el Patriarca elaboró las tesis contra Orígenes, que negaba los sufrimientos eternos. El Papa Vigilio las confirmó y por error se las atribuyó al Concilio Ecuménico. Pero esta doctrina es sólo una opinión personal, y la de San Gregorio de Nisa que le es opuesta no fue jamás condenada. El problema queda abierto, quizás suspendido de la caridad humana. San Gregorio de Nisa habla incluso de la redención del diablo y San Gregorio Nacianceno, el Teólogo, habla de la APOCATÁSTASIS (el retorno final y eterno de todo al Reino). San Antonio decía que la apocatástasis no era una doctrina, sino la Juan 12,47*.  Lo que es inadmisible es imaginar que junto al Reino Eterno, Dios, prepara un infierno eterno, es decir, un fracaso del designio divino y una victoria parcial del mal.[...]

 

            plegaria para la salvación de todos. “El que bajó a las regiones inferiores (infernales) de la tierra es el mismo que subió por encima de todos los cielos para llenar todo” Efesios 4,9-10 [...].

 

 

* Juan 3,17: Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.

Juan 12,47: Si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino para salvar al mundo

 

 

 

 

 

 

Fragmento de Paul Evdokimov, Le Buisson Ardent ("La Zarza Ardiente"), cap IX: "L´eschatologie", Lethielleux, París,  1981.

 





 

 

 

 

 

domingo, 29 de septiembre de 2013

Miguel Ayuso (Juan Manuel de Prada)

A propósito de la burda campaña mediática y política contra el profesor Miguel Ayuso (presidente del Consejo de Estudios Hispánicos Felipe II y de la Unión Internacional de Juristas Católicos, y director de la revista Verbo), escribe hoy en ABC Juan Manuel de Prada :

Miguel Ayuso

JUAN MANUEL DE PRADA
ABC.es
 

En un mundo sano, un hombre de la nobleza intelectual y humana de Miguel Ayuso estaría ocupando puestos de honor
AUNQUE antes ya lo había tratado someramente, mi admiración hacia Miguel Ayuso nació con Lágrimas en la lluvia, el programa televisivo que dirijo desde hace tres años. Miguel Ayuso es un paladín del tradicionalismo hispánico, escuela que siempre había suscitado en mí gran interés intelectual. Me bastó invitarlo a un par de programas para descubrir que me hallaba ante una persona excepcional: un pensador profundo y sagaz, dotado de intuición creadora e insuperable expresividad, de erudición enciclopédica y sin embargo siempre amena, de humor irresistible y una generosidad a prueba de bomba; pero, sobre todo, más allá de sus plurales conocimientos, Miguel Ayuso me pareció uno de esos raros hombres que, más allá de ser expertos en una ciencia concreta, son capaces de armar todas las ciencias en sabiduría y de percibir las cosas abarcadoramente, vistas a la vez en sus más íntimos recodos y en panorámica, de tal modo que, allá donde posan la mirada, llevan una luz no usada, perspicaz y distinta, sobre cuestiones que nos habíamos acostumbrado a mirar con las anteojeras de los lugares comunes. He aquí el distintivo del verdadero sabio.
Miguel Ayuso es también la persona más brillante que yo haya conocido jamás. Cuando expone sus razones, asciende desde el plano de las contingencias al plano de los principios con tal poder persuasivo que quien lo escucha razonar se siente al instante prendido de sus razones. Los franceses tienen una expresión, maître à penser, para referirse al hombre que, a través de su pensamiento, no sólo nos incita a repensar las cosas, sino que nutre de esqueleto y musculatura nuestro pensamiento, enseñándonos a pensar. Y eso es, exactamente, Miguel Ayuso, cuya sabiduría se ha derramado en muchos programas de Lágrimas en la lluvia sobre las más diversas cuestiones culturales, políticas, filosóficas, históricas o religiosas, siempre con esa «unidad de mente» que reclamaba Santo Tomás al hombre de ciencia. Así se explica que Miguel Ayuso pueda ser a un tiempo polemista y apologeta, como lo fueron en su tiempo Chesterton o Belloc… y como, por desgracia, ya no puede serlo casi nadie, salvo que se resigne a arrostrar una condena al ostracismo.
Lo más admirable de Miguel Ayuso, sin embargo, no son estas dotes que acabo de describir. Lo más admirable de él es que, siendo un hombre al que su pensamiento (que no es de derechas ni de izquierdas, sino combativo contra ambas, como hijas podridas de la modernidad que son) ha impedido el triunfo mundano, no esté envenenado por el despecho ni por el «celo amargo», sino que en todo lo que hace y dice la jovialidad y la bonhomía, el donaire y la caballerosidad brinquen como liebres gozosas; y que nunca cese en su afán de ayudar a quienes le rodean, como hizo conmigo el día en que, habiéndose muerto su madre un par de horas antes, vino sin embargo a grabar un programa al que lo había invitado, por no dejarme en la estacada. Creo que en un mundo sano, un hombre de la nobleza intelectual y humana de Miguel Ayuso estaría ocupando puestos de honor y cosechando aplausos; pero ya sabíamos que nuestro mundo está enfermo. No sabíamos, sin embargo, que estuviera tan putrefacto como para que el resentimiento, la envidia, la manipulación periodística y la avilantez se aliasen, tergiversando sus palabras del modo más marrullero y arrastrando su fama por el fango.
Querido Miguel: Cernuda nos recordaba que ciertos insultos, por proceder de quienes proceden, son «formas amargas del elogio». Gozar de tu amistad y de tu magisterio vivo es uno de los honores más altos que me ha concedido el cielo.

El conocimiento de Dios en la Tradición Oriental. Capítulo X


Capítulo X: EL MENSAJE DE LA IGLESIA


 
Paul Evdokímov, La connaissance de Dieu selon la Tradition Orientale, X. Mappus, Lyon. Paulinas, Madrid, 1969. (agotado).
 

 


La constitución Gaudium et Spes del concilio Vaticano II, sobre «La Iglesia en el mundo actual», marca un cambio de importancia capital. Es una toma de conciencia en la que la Iglesia, bus­cando al mundo, se busca a sí misma, mientras que el mundo, por su parte, en sus esperanzas y en sus angustias, interpela e interroga a la Iglesia. Por eso ese texto es como una carta abierta dirigida a todos los hombres, porque a todos concierne la presencia secreta del Evangelio.

Lo que cambia con el pasado aún reciente es el deseo de no declarar ex officio todas las soluciones de los problemas del mundo, sino tratar de deducir las «posiciones evangélicas» en el contexto históri­co de hoy.

Visiblemente la Iglesia renuncia a decretar. En vez de condenar los errores, el Concilio trata de dis­cernir en las esperanzas del mundo las llamadas im­plícitas al Evangelio. La Iglesia inaugura así un diá­logo con todos los hombres, los invita a todos juntos a desentrañar y descifrar los «signos de los tiem­pos». 



El «pueblo de Dios» se ve colocado en el mundo en misión como «mensajero» entre las naciones y los pueblos. No recibe recetas y soluciones inexis­tentes a ese nivel; recibe el riesgo de formularlas lle­gado el momento; porque la Iglesia y el mundo se encuentran hoy en una interioridad recíproca abierta sobre el destino último de todos, más aún, sobre el destino de Dios mismo en la historia de los hom­bres.

Sólo la Encarnación hace verdadera la fórmula antigua: «El hombre es la medida de todas las co­sas», cuando ese hombre «en Cristo» se hace rey, profeta y sacerdote de la existencia, una «nueva criatura». La ciudad que los hombres construyen está misteriosamente integrada en la economía divina, en la historia de la salvación. Cristo entró tan pro­fundamente en la humanidad que desde entonces el dominio de la naturaleza cósmica, la emancipación de los pueblos, la obsesión por la paz, la solidaridad del género humano son ocasiones de la apertura de la interioridad humana sobre el amor inmenso de Dios.

La enseñanza escolar aún reciente presentaba la historia de la salvación según la fórmula lineal simplista: creación, pecado, redención. El Concilio la abandona e inicia el dinamismo de una teología del mundo totalmente nueva. Sin embargo, la Iglesia en el mundo actual, no es más que una situación de partida. El Señor ha colocado a la Iglesia en el mun­do y la ha encargado de una misión apostólica de tes­timonio y de evangelización. Su amplitud obliga a invertir los términos, a entrever el término, a reflexionar sobre el mundo en la Iglesia. Esta visión úl­tima de todas las dimensiones de la existencia impo­ne precisar el papel de los ángeles y de los demonios en la vida de los hombres, captar también toda la realidad de la santidad y del martirio en el contexto actual de la historia. Partiendo de Pentecostés, se abre ampliamente una perspectiva cósmica y escato­lógica. La creación y la Encarnación están «co-implicadas» y manifiestan un solo misterio de Dios que recapitula en Cristo todo lo humano.

No se trata sólo de la salvación; se trata del plan de Dios sobre el hombre y su destino. El hombre es salvado, pero también es promovido a «nueva criatu­ra», llamada a colaborar con Dios en la inaugura­ción del reino de Dios y de su justicia. El hombre toma posesión del dominium terrae; es encargado de la gerencia del mundo (Gén 1,28); entra en la libertad del heredero que ha llegado a la mayoría de edad (Gálatas, 4,1).

El Concilio llama a los cristianos «pueblo mesiá­nico», que proclama y lucha por la realización de las promesas divinas. Según las palabras de Pablo VI, en el corazón de la existencia se coloca a «Cristo hogar supremo de los deseos y de las esperanzas de la historia». Para que puedan pasar de la historia a los corazones de los hombres, hay que despojar la imagen de Dios de todos los espejos que deforman y comprenden que el Mesías bíblico es un Mesías que sufre y es crucificado, por consiguiente, sin efectos aparentes, pero en el que los fracasos resultan en definitiva éxitos, si se los descifra en Cristo muer­to y resucitado.

 

Para precisar el mensaje de la Iglesia después del Concilio, hay que darse cuenta de su contexto histórico. Su palabra no puede tomar todo su poder de «Paráclito-consolador» sino partiendo de los abismos del mundo.

 

En las sociedades europeas, el ateísmo «masifi­cado» se ha convertido en un hecho corriente, «na­tural», íntimo de la vida de los hombres. No es una ruptura, mucho menos una rebelión, sino un desliza­miento casi imperceptible, un dejarse ir, el estado amorfo de una disolución lenta en la terrible indi­ferencia. Ya no hay ninguna agresividad; sencilla­mente la religión ya no interesa al hombre. La po­sibilidad de cierta felicidad, poco profunda, poco du­radera, pero que basta al menos para el momento dado, hacer vivir a los seres en la ausencia de Dios, como antes vivían en su presencia. Como dice Roger Icor, «Dios es inútil»; no se piensa nunca en él. Ha­cerse ateo hoy, no es tanto escoger, menos aún ne­gar; más bien es dejarse ir para ser como todo el mundo. Ser religioso, indiferente o ateo, después de todo, para el hombre medio es cuestión de equili­brio psíquico o de temperamento, más frecuentemen­te aún de opción política.

La forma más corriente del ateísmo se detiene a medio camino y es el agnosticismo: ignora todo y no afirma nada. Pasado al escepticismo, relativiza toda certeza y declara: son problemas insolubles, que nos rebasan; ¡después de la muerte, veremos! Pero todo ateísmo que no obedece a su propia ley in­manente, es decir, a la ausencia de la certeza absolu­ta, por falta del Absoluto mismo, se convierte en una negación ilícita. Porque rebasa sus límites naturales y construye, por encima del conocimiento empírico, su propia mitología. Ahora bien, forzosamente el ateísmo no tiene ningún contenido metafísico propio, ninguna explicación constructiva y suficiente de la existencia. Su forma corriente es el ateísmo de hecho. invertebrado pero práctico; la contestación filosófi­ca no interviene, sino a posteriori para justificar las actitudes, invocar un alivio. Por eso el ateísmo aca­démico ya no se sitúa al término de la reflexión sino en su punto de partida. Tal es la actitud oficial del ateísmo universitario. Las creencias religiosas, el mie­do al juicio o la inquietud ante la muerte no dicen nada al hombre, más preocupado de cuestiones polí­ticas y económicas. El elemento religioso deja sim­plemente de interesar. Así simplificado, aligerado de todo problema metafísico, penetrando en las masas, el ateísmo se identifica con la situación histórica, se pone como consecuencia de las condiciones empíri­cas. El cientificismo se esfuerza por explicar el mundo sin hacer intervenir a los dioses. Así Laplace al pre­sentar su tratado de la mecánica celeste a Napoleón, hizo notar que su obra no tenía necesidad de la «hi­pótesis de Dios». Al explicar los secretos de la naturaleza, el hombre no prueba de ninguna manera que Dios no existe; pero deja de sentir la necesidad de Dios. Sin embargo, el cientificismo ya no promete ninguna «dicha»; ha perdido su fuerza de seduc­ción cuando, en lugar de las verdades, no ofrece más que soluciones momentáneamente prácticas e hipnotiza, por un instante, con la gama distrac­tiva de sus técnicas. Es sintomático que la misma indiferencia roe también, en los países del este, la propaganda antirreligiosa, la desarma y la obliga a múltiples diversiones.

 

La indiferencia es el signo de un alma vacía. Schopenhauer decía: «La vida humana, como un péndulo, se balancea entre el sufrimiento y el hastío». La «literatura existencialista» describe muy preci­samente ese estado de cosas. La famosa Náusea de Sartre es esa agonía de la naturaleza humana, des­de que bordea la frontera movediza del ser y de la nada, de lo humano y de lo demoníaco. En los con­fines de lo humano, se da un estado de abatimien­to de espíritu y de desesperación, con locura o sui­cidio hasta el punto de que Sartre confiesa clara­mente: «fui conducido a la incredulidad no por el conflicto de los dogmas sino por la indiferencia de mis abuelos». Los psiquiatras saben que la indife­rencia desemboca en la verdadera plaga de los tiem­pos modernos que es el hastío. Dostoievsky lo puso en el centro de sus reflexiones. Es tiempo de ha­cer un análisis fenomenológico del hastío y demos­trar su naturaleza metafísica y demoníaca. Un po­co en todas partes el hombre se aburre y bosteza. Como dijo proféticamente Dostoievsky, la humani­dad perecerá no por guerras sino de aburrimiento y hastío: del bostezo, grande como el mundo, saldrá el diablo.

En la misma época, hace un siglo, Kierkegaard previó que la evolución social y el progreso exclu­sivamente materialista desembocarían en los suici­dios masivos. Los países escandinavos han llegado a un nivel de vida avanzadísimo y al número de suicidios fuera de serie, por razón del hastío colecti­vo. Jorge Friedmann, a pesar de su agnosticismo, en su Fin del pueblo judío, lanza un grito dirigido a las religiones: «Mantened algunas reservas de an­gustia fecunda y saludable, de donde puedan bro­tar explosiones proféticas de las que tanta necesi­dad tiene este mundo técnico, esclavo de nuevos ídolos». Sí, frente a los ídolos y a los tranquilizan­tes terapéuticos, mantener la angustia saludable, ese gusto esencialmente bíblico de riesgo, siguiendo a Dios mismo, y del que nos habla Kierkegaard: sen­tir siempre bajo los pies el abismo móvil del océa­no. Es que los demonios sufren las modificaciones sociales y se adaptan a la sociología de los hombres; destilan venenos mortales y los introducen entre los hombres bajo forma del hastío infernal, morriña, disgusto de la vida, acedía según los ascetas.

El realismo de la fe cristiana le obliga a reco­nocer su terrible responsabilidad. Los obispos del concilio Vaticano II, sobre todo los que habían lle­gado de los países marxistas, subrayaron valiente y fuertemente que el ateísmo moderno es un fenóme­no específicamente cristiano en sus orígenes. Dios revela su amor, pero no se impone. Se deja al hom­bre un margen inmenso de libertad. El «Padre de la mentira» con su «misterio de iniquidad» se instala en ese margen sin fondo y justifica cierto pesi­mismo del Evangelio, su interrogante que queda abierto: «¿Habrá aún fe cuando el Hijo del hom­bre vuelva a la tierra?... »

No hay núcleo alrededor del cual se aglutinen una hipocresía más densa que la idea de Dios en un medio cristiano. La afirmación de Kierkegaard es quizá más actual que nunca y los teólogos de hoy vuelven a encontrarla: «Ya no sabemos exactamen­te qué es el cristianismo». Por eso «el ateísmo es la sal que impide que la creencia en Dios se corrom­pa», decía el filósofo Lagneu. También Simona Weil advierte que hay dos clases de ateísmo. Uno es una depuración de la idea de Dios, su despoja­miento de un contexto sociológico y teológico defi­nitivamente pasado de moda. «Dios ha muerto» ese slogan de choque, que hoy se pregona, significa la muerte del Dios de ciertos teólogos, más precisa­mente la muerte de cierta teología.

Los elementos de la fe purificados y rejuvene­cidos son los que constituyen el mensaje actual de la Iglesia. Entre sus temas escogemos la libertad y la alegría que son como una clave de bóveda.

Cuando es interpelado y puesto en juego, el ateísmo de indiferencia se refiere al ateísmo militan­te, a sus argumentos muy gastados, pero tenaces. El sistema religioso aparece aquí como un instru­mento de esclavitud: se piensa a Dios contra el hombre; Dios es el adversario de la libertad y de la dignidad del hombre. Feuerbach, seguido por Marx. declara que el hombre alienado debe elimi­nar a Dios para recobrar la posesión de su propia esencia. El anarquista Bakunin formula esta te­sis de choque que Sartre recoge: «Si Dios existe, no soy libre; soy libre, pues, si Dios no existe». «La conciencia moral, el sentido del riesgo mueren al contacto con el Absoluto», dice Merleau-Ponty. «El destino, añade, ¡es un asunto de hombres que se ventila entre hombres! » Para Nietzsche, la reli­gión cristiana es un «platonismo para el pueblo», una ideología de evasión y de fuga ante lo real. Así, concluye Malraux: «Dios ha muerto, por lo mismo ¡ha nacido el hombre! »

Estas fórmulas lapidarias terminan una larga re­flexión que tiene su historia propia. La idea muy falsa que la cristiandad misma daba de Dios ha jugado su papel negativo y ha endurecido fuerte­mente la rebelión de los hombres fuera de la Igle­sia. Ya en los primeros siglos, por una deforma­ción flagrante de la enseñanza bíblica, Dios es a imagen del emperador terrestre. En la Edad Media, los pueblos se convierten frecuentemente en blo­que, como comunidades políticas y a punta de es­pada. La idea de Dios sale garante del edificio so­cial y político. Un poco en todas partes Dios se convirtió en un Dios impuesto. Su consecuencia in­mediata fue el nacimiento de la incredulidad mo­derna ante el escándalo de la religión a viva fuerza. Como resultado, todo el movimiento inmenso de investigaciones filosófica y científicas sobre las exigencias de la libertad y de la justicia que hacen al mundo y cuyas raíces son fundamentalmente cris­tianas, se ha desarrollado, fatalmente, a partir del Renacimiento, fuera de la Iglesia, después contra la Iglesia, deslizándose así, de la negación de un Dios impuesto, al ateísmo. Ahora bien la justicia so­cial que reivindica la revolución industrial se remon­ta a la imagen evangélica de Cristo pobre, imagen tan fuertemente subrayada por los Padres de la Iglesia y tan desgraciadamente olvidada en la his­toria. El socialismo de inspiración religiosa en sus principios, se unió con una metafísica materialista. Frente a la predicación cristiana, el mundo obrero en el siglo XIX no ve en ésta más que una de las formas de su explotación, al ser proyectada la jus­ticia en el siglo futuro. Se comprende la violencia de Proudhon que, sintetizando la enseñanza de san Basilio y de san Juan Crisóstomo, decía: «la pro­piedad, es un robo» y deseaba «desfatalizar la vo­cación del hombre».

En el medio cristiano, a finales de la Edad Me­dia, la devotio moderna, las «devociones modernas» marcan el divorcio entre la teología especulativa de escuela y la espiritualidad del pueblo, que se indi­vidualiza y consuma el desgarramiento de la co­munidad eclesial. El romanticismo se levanta con­tra la religión reducida a la moral, pero su impul­so demasiado psíquico resulta impotente. Falto de una teología vigorosa del Espíritu Santo y por con­siguiente de la belleza de la cultura, termina por no ser más que un grito de desesperación y de locura de los genios solitarios.

Bajo la presión masiva del racionalismo, del psicologismo y de las técnicas modernas, el sentido bíblico de una transfiguración ontológica del mun­do y la significación histórica de Pentecostés no se perpetúan sino en algunos espirituales, a la som­bra de los conventos y aislados de la sociedad. Es­ta decadencia resulta de factores propiamente teo­lógicos, si recordamos el sentido que dieron a la teología los Padres de la Iglesia: en oposición a toda especulación cerebral, un camino de conoci­miento experimental de Dios.

Aquí el problema fundamental es el de la li­bertad. Según Nicolás Berdiaev, la falta de su verdadera solución es una de las raíces más profundas del ateísmo del siglo xix, que sigue asombrosamente vivo bajo todas las indiferencias de nuestra época. El argumento clásico declara que la coexistencia de Dios y del mal aparecen contradictorias; el conflic­to entre la libertad y la necesidad es un callejón sin salida: en este caso, como dice Roger Ikor: «Dios no sirve para nada». Si existiera, sería culpable de la existencia del mal, del sufrimiento de los inocen­tes. Camus no hace más que profundizar todos los argumentos de Ivan Karamazov.

En el pensamiento religioso de escuela, se com­prueba una cosificación o momificación de la eter­nidad divina que está suspendida sobre el tiempo y el futuro. Según la expresión de V. Soloviev, la obra está escrita y no es dado a ningún actor cam­biar en ella ni una sola palabra; pero, en ese caso, se comprende a los filósofos que plantean la cues­tión perturbadora: si todo está decidido de antema­no, ¿por qué orar? Al parecer el problema comple­jo de la libertad y de la gracia no aporta ninguna luz; todo lo contrario. El misterio maravilloso, pero inefable, del amor de Dios, una vez conceptualizado y puesto en términos de causalidad, desemboca en la tesis pesimista de la massa damnata de san Agus­tín. Pronto o tarde semejante visión, llama lógicamente, con agudeza trágica, su consecuencia fa­tal: el «decreto terrible», la doctrina de la doble predestinación. Significa que Cristo en su miseri­cordia (¿o arbitrariedad?) no derramó su sangre si­no por los elegidos y que el resto de la humanidad es objeto de la cólera divina, que es justicia de Dios. También ahí el ateísmo se rebela y protesta, porque sólo los actos personales suscitan la culpabilidad y por consiguiente la responsabilidad siempre per­sonal.

El concilio Vaticano II ha subrayado con mu­cho acierto que la concepción antropomórfica y simplista de la presencia divina condiciona el es­quema insuficiente de la teología todavía reciente. Esta concepción introducía en la eternidad de Dios las categorías temporales marcadas por el prefijo pre: presciencia, predestinación. Ahora bien, si se coloca el origen de los actos divinos en el tiempo, este constituye inmediatamente un sistema determi­nista y fuertemente deísta. Ya san Juan Crisóstomo, para salvar la libertad humana, trató de distinguir la presencia de la predestinación; hay que confesar que, filosóficamente, esta solución no es suficiente. Hay que creer que en san Pablo, las expresiones paradójicas no son más que fórmulas humanas queridas que, por contraste, ponen de relieve la grandeza del amor divino sin límites, y sobre todo sin el sentido restrictivo que les ha atribuido san Agustín.

La ausencia de la economía del Espíritu San­to en la teología de los últimos siglos y su cristocentrismo desembocan en la sustitución de la li­bertad profética, de la deificación de lo humano, de la dignidad adulta y real del laicado, el na­cimiento de la «nueva criatura», por la institución jerárquica de la Iglesia, puesta en términos de obe­diencia y de sumisión.

Por eso, en los países del este, el mero recurso a la trascendencia se declara inmoral, porque contra­diría y disminuiría la dignidad humana. El universo autónomo e inmanente de la ciencia, universo pla­nificado, matematizado, cibernetizado, excluye toda intervención del más allá. Aquí se opera una prodi­giosa perversión de valores: el desconocimiento de la libertad en el medio cristiano desemboca en su destrucción total en el medio ateo.

Dostoievsky previó esta evolución bajo la forma de la sociedad convertida en un inmenso hormiguero o «palacio de cristal» de los socialistas, donde toda rebelión, toda apelación a la libertad son muertas de antemano, destruidas en germen. Todos los es­critos de Dostoievsky son un comentario genial de esta evolución, a la luz del relato evangélico de las tres tentaciones de Cristo en el desierto. Ya los Pa­dres de la Iglesia vieron en ese relato las ultima ver­ba del mensaje evangélico. A la visión del destino del hombre en la sabiduría divina, el tentador opone su propio proyecto. Toda la historia humana se desa­rrolla en un escorzo sorprendente donde se dice en un sentido o en otro. Satán adelanta la triple sín­tesis, las tres soluciones infalibles de la existencia hu­mana, infalibles porque representan las tres formas de destrucción de la libertad. Efectivamente, «trans­formar las piedras en pan» es fabricar en serie y a voluntad el «pan sin sudor», sin esfuerzo; es resol­ver el problema económico, es suprimir el obstácu­lo, la lucha ascética y la creación. «Arrojarse desde lo alto del templo», es suprimir el templo y la ne­cesidad misma de la oración; es sustituir a Dios por el poder mágico, apropiarse de todos los miste­rios y resolver así el problema del conocimiento. Fi­nalmente, «reunir todas las naciones» por el poder de la espada única, es resolver el problema político, inaugurar la era de paz de este mundo.

Si Cristo rechaza las tres tentaciones, triple es­clavitud del hombre: el mismo plan demoníaco, por el contrario, se ofrece a los hombres y condiciona su historia. Hay que confesarlo, el imperio de Cons­tantino, proclamado demasiado rápidamente cris­tiano, se construyó mezclando la luz y la oscuridad, las tres tentaciones de Satanás y las tres respuestas inmortales de Cristo. En la historia, los imperios y los estados «cristianos», lo mismo que las teocra­cias, se desploman bajo el impulso del mundo, que rehúsa su sumisión pura y simple a las autoridades eclesiásticas. Las teocracias, tanto orientales como occidentales, son dudosas porque la libertad huma­na, querida por Dios al precio de su muerte, perma­necía desconocida. Ya san Agustín desatiende la primera libertad de elección y no reconoce más que la segunda libertad en el bien escogido o más exactamente impuesto. Aplastado por el compelle intrare (Lc 14,23), Agustín justifica la conversión forzada de los herejes, anticipo de la Inquisición y de la política de la espada. Según la fórmula de Ber­diaev, ésta es la «pesadilla del bien impuesto»; aho­ra bien, todo bien que viola y fuerza, se convierte en mal. Hay lugar para recordar las palabras de san Juan Crisóstomo, que traduce bien el espíritu del Evangelio: «El que mata a un hereje, realiza un pe­cado inexpiable».

Todos los grandes teólogos de hoy dicen que la teología de los últimos siglos perdió el sentido del misterio, se constituyó en ciencia, en especulación abstracta sobre Dios y no en pensamiento viviente en Dios; ésta es una de las causas profundas del ateísmo contemporáneo. Sorprende que los Padres del Concilio, con un valor y un realismo sumos, lo hayan dicho: el ateísmo de nuestros días se origina en una teología cerebral, en un catecismo sin vida, en una predicación arcaica e insuficiente.

Para la sensibilidad atea, el cristianismo oficial aparece como una religión de la ley y del castigo, que pasa a entredichos sociales. Como lo advierte muy justamente Olivier Clément, el ateo se rebela contra esa concepción infantil de Dios, denunciada por Freud bajo el nombre de Padre sádico. Seme­jante concepción de Dios viene de la regresión ju­daizante que olvida a la Trinidad y presenta a Dios bajo la figura de Juez celoso, Justiciero temible y aterrador, que prepara desde la eternidad el infier­no y el castigo.

F. Boulard, en su encuesta sobre los Problemas misionales hace esta observación: «Los practicantes ven en Dios a un señor y a un juez mucho más que a un padre. Dios es un ser lejano e impreciso, en el que no se piensa y por el que no se siente atractivo. Se practica porque se teme. Dios es sobre todo un señor con quien se arreglan las cuentas lo mejor posible, como con el propietario». Cita el testimonio de un párroco: «Mis cristianos, fuera quizá de una o dos excepciones, consideran a Dios como un Dios lejano, a quien hay que someterse cuanto se pueda, no por amor a él, sino por temor de caer en el infier­no. Dios no es el Padre... No; Dios es el que ha pues­to los diez mandamientos negativos: no harás... Con­clusión: Dios es el que impide ser hombre». En una encuesta publicada en Réalité, un ingeniero confiesa: «Dios es triste, es todo lo que no hay de­recho a hacer... lugares sombríos con velas peque­ñas, mujeres con oropeles, prohibiciones en los je­suitas. . . » Sartre, por su parte, hace el balance: «ne­cesitaba un creador, se me dio un Amo... »

En una mentalidad puritana o demasiado ascé­tica, el Evangelio se reduce a la observancia de una ley moral; el pecado carnal adquiere una importan­cia obsesionante que no tiene en el Evangelio don­de Cristo perdona a la mujer adúltera e invita a los «justos a arrojar la primera piedra... » Nicolás Ber­diaev advierte que el Evangelio es infinitamente más severo con la explotación del prójimo y con la rique­za. El ascetismo mal entendido se deforma en dua­lismo, en odio ascético de la mujer, del cosmos, de la belleza. La religión de la victoria sobre el infierno se advierte en la religión de la obsesión del in­fierno, religión «terrorista» basada sobre el temor al castigo.

Frente a la concepción científica, Dios es des­terrado al cielo y aun en medio de los creyentes «religiosos», se transforma en «tapagujeros» de las ignorancias humanas. La teología de los manuales, hecha «paternalista», ha hecho de Dios un Padre bonachón, aburrido, moralizante, a imagen del hom­bre medio. El fulgor trisolar de las Tres Personas deja el sitio a un «Dios bueno» anónimo. Ahora bien, entre la Trinidad y la nada, no existe ninguna tercera solución; por eso, en Heidegger, la libertad y la existencia son —zum Tode— para la muerte. Las últimas obras de Simona de Beauvoir, de Sartre, en el momento de su madurez, en la tarde de su vi­da y sin máscara, sorprenden por una tristeza infi­nita y punzante que hay que tomar en serio y con inmenso respeto. Son víctimas de un verbalismo teo­lógico de las garantías sobre la eternidad. Tienen la desgracia de no cruzarse nunca con la mirada de un santo, de no sentir nunca a Dios como la presencia viviente e irradiante de la «paternidad trinitaria» en el corazón de todo amor y de toda belleza. Sartre encarna la «conciencia revolucionaria»; pero la úni­ca revolución que puede cambiar la faz del mundo no puede venir sino del Evangelio, de las energías transfigurantes del Espíritu, de la «causa común» que reúne a todos los vivientes y a todos los muer­tos en un solo ímpetu de la resurrección. En las Pa­labras, como su abuelo, que se creía Víctor Hugo, Sartre, a través del espejo deformador del medio cristiano de su adolescencia, redujo la Palabra de la vida de los Evangelios al plano de meras «palabras».

Hoy es más que evidente que el optimismo mar­xista no tiene raíces ni profundidad. Según el testi­monio seguro y unánime, las persecuciones de la Iglesia en los países soviéticos se explican por la cri­sis profunda de la ideología marxista, por la crisis del ateísmo incapaz de responder a la pregunta so­bre el sentido absoluto de la existencia personal. El ateísmo sincero bordea sus propios abismos, toca la última desesperación y, en el último sobresalto, interroga a lo desconocido.

Es interesante comprobar que son las revistas más violentas, como por ejemplo «Science et Reli­gion», las que todavía permiten —ioh paradoja!— defender, al menos indirectamente, la libertad de conciencia. ¡Uno de sus colaboradores encuentra la poesía más auténtica hablando de esa asombrosa «Ave del paraíso», «Ave de fuego», resplandeciente de todos los colores, que era el icono bizantino! El ave maravillosa que escogió la pintura gris de las es­tepas inmensas de Rusia para incendiar sus espacios con el fulgor de su luz y que el régimen de persecu­ción había matado... Hay lugar para reflexionar so­bre el milagro sorprendente de la «primavera» de los iconos que, durante los años sangrientos de las persecuciones, hizo de frescos e iconos ennegreci­dos por el tiempo, imágenes como recién pintadas, y que fue declarada por la comisión científica: «cau­sa atmosférica desconocida», pero que para los creyentes es un verdadero consuelo que viene del Pa­ráclito.

 

 

En este contexto la Iglesia proclama la verdade­ra carta dictada por Dios, la de la libertad y de la alegría, las dos dimensiones del Espíritu Santo. Ha­cia ese centro convergen los textos del concilio Va­ticano II, con la Declaración sobre la libertad reli­giosa, lo más importante en su novedad. Se com­prende, porque el drama del ateísmo está centrado sobre la libertad.

A la fórmula atea: «si Dios existe, el hombre no es libre», hay que responder precisamente lo con­trario: «Si el hombre existe, Dios ya no es libre». El hombre puede decir no a Dios, puede hacerse in­diferente o proclamarse a sí mismo dios; su libertad es ilimitada. Ahora bien, Dios por su libre decisión, se ha comprometido tan profundamente que ya no puede decir no al hombre, porque, según san Pablo, no hay más que en Dios y Cristo lo dijo sobre la cruz.

Karl Jaspers descubre la prueba de la existen­cia de Dios precisamente en la libertad humana, por­que la grandeza de ésta da testimonio del Dador y de        su don regio: «Soy libre quiere decir: Dios existe». Dios creó la «segunda libertad» a su imagen;

corre ese riesgo supremo, el nacimiento de otra li­bertad. Dios que es libertad deja sitio a la libertad humana, vela su presciencia, para dialogar realmente con su «otro», capaz de poner en jaque a Dios mis­mo y obligarle a bajar a la muerte y al infierno crea­do por el hombre. El adagio patrístico enuncia que Dios lo puede todo, salvo coaccionar al hombre a amarle; por eso la «salvación por la fe» deja el sitio en oriente a la «salvación por el amor».

En presencia del sufrimiento de los inocentes, de los niños monstruos, de los accidentes y de toda for­ma del mal que reina visiblemente en el mundo, la única respuesta adecuada, es decir, que en función de la libertad humana Dios renuncia aquí a su omnipo­tencia y no puede sino sufrir con nosotros. Esta es una debilidad invencible, su «amor loco al hombre» según la expresión de Cabasilas. El Padre Justiciero de los ateos y de algunos teólogos extraviados en las nociones del Antiguo Testamento, resulta ser el Pa­dre que sufre, el que por amor al hombre crucifica a su Hijo, misterio que chorrea luz la noche de Pas­cua.

La corriente mística del pensamiento judío pre­sentía ya este misterio. El Rabbi Baruch busca el medio de explicar que Dios es compañero de destie­rro, un solitario abandonado, un extranjero descono­cido por los hombres. Un día, su nieto jugaba al es­condite con otro niño. Se esconde pero el otro rehú­sa buscarle y se marcha. El niño va llorando a que­jarse a su abuelo. Entonces, con los ojos llenos de lá­grimas también éste, Rabí Baruch, exclamó: « ¡Dios dice lo mismo! ¡Me escondo, pero nadie me viene a buscar!...»

 


O esta otra frase tan fuerte: «El arrepentimien­to del hombre le abre la puerta de la oración y le re­concilia con Dios. Pero la misericordia divina es el arrepentimiento de Dios... »

Un santo decía a un niño: «Mira, si pudieras ju­gar con el Señor sería la cosa más enorme que ja­más se hubiera hecho. Todo el mundo le toma tan en serio que se le hace mortalmente aburrido... Jue­ga con Dios, hijo mío. Es el supremo compañero de juego... »

Cuanto más misterioso aparece Dios, más envuel­ve al hombre en su «ardiente proximidad». Un hom­bre espiritual de nuestros días dice: «Dios se da a los hombres, según su sed. A algunos que no pueden beber más, no da más que una gota. Pero le gustaría dar a raudales, para que los cristianos a su vez pu­dieran apagar la sed del mundo... » Simona Weil en­contró una imagen sorprendente de la única sed:

«llamar al Espíritu pura y simplemente; una llama­da, un grito como cuando, uno está al límite de la sed, cuando padece la enfermedad de la sed, ya no se representa el acto de beber en relación con él mis­mo, ni aun en general el acto de beber. Sólo se repre­senta el agua, el agua tomada en sí misma, pero esa imagen del agua es como un grito de todo el ser».

La relación «Señor-esclavo» deja el sitio al mis­terio «Padre-hijo». La salvación no depende de un Tribunal. Es el hecho sorprendente de ese Amor que proclama: «no hay cosa mayor que dar su vida por los demás», y Dios muere para que el hombre viva. Dios contra Dios, en la cruz, tomó el partido del hombre. La gracia y la libertad son dos aspectos del encuentro del amor descendente de Dios y del amor ascendente del hombre. Permite al hombre nacer por segunda vez en la divinidad, como Dios nació en la humanidad, y en la eucaristía, consumar el «sacramento del hermano». San Paisius el Grande oraba por su discípulo que había renegado de Cristo; en­tonces el Señor se le apareció y le dijo: «Paisius, ¿por quién oras? ¿No sabes que ha renegado de mí?» Pero el santo no cesó de tener piedad y de orar por su discípulo; entonces el Señor le dijo: «Paisius, te has asemejado a mí por tu amor... »

Es tiempo de corregir la concepción «terroris­ta» de Dios. El único mensaje que puede alcanzar a un ateo sincero de hoy, es el de Cristo bajando al infierno. Una parábola de Macario el Grande lo evoca de una manera conmovedora, mostrando a los hombres caídos, como cautivos, encadenados es­palda con espalda, de suerte que nunca pueden mi­rarse al rostro, para intercambiarse miradas confia­das... El mensaje puede decir: por profundo que sea el infierno en que los hombres ya se descubren, más profundamente está Cristo en espera. Lo que pide al hombre, no es el moralismo de las virtudes, ni la obediencia ciega, sino un grito de confianza y de amor desde el fondo de su infierno. La Iglesia hace contemplar el icono de la Deisis, que muestra el paso del juicio a las bodas del Cordero, la supe­ración inefable de la justicia por la misericordia. Se acuerda de un «loco por Cristo» que oró en el momento de su muerte: «¡Que toda la tierra se sal­ve! ¡Que todos los hombres se salven! » Recuerda también las palabras de san Antonio: «el infierno existe, pero para mí solo»; y sabe conservar su espíritu en medio de los infiernos y no desesperar ja­más, porque toda desesperación —como toda afir­mación demasiado explícita— hiere a la verdad y es Dios quien no desespera jamás.

Cuando el Papa Pablo VI habla del amor elevado a «actividad» esencial de la Iglesia, está en la teología de la salvación por el amor. Nicolás Caba­silas lo precisó bien: «Dios se presenta y declara su amor y pide que se le corresponda...; rechazado, espera a la puerta... Por todo el bien que nos ha he­cho, no pide en retorno más que nuestro amor; en cambio nos perdona toda nuestra deuda». Para los grandes místicos, el cristiano es un hombre misera­ble, pero sabe que hay alguien aún más miserable, ese Mendigo de amor a la puerta del corazón: «He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa; cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). El Hijo viene a la tie­rra para sentarse a la «mesa de los pecadores... »

En Dostoievsky, el pecador Marmeladov evoca a su manera el juicio final: «Entonces Cristo nos dirá: ¡Venid también vosotros! ¡Venid los borra­chos, venid los débiles, venid los libertinos! y nos dirá: ¡Seres viles! ¡sois a imagen de la bestia, pero al menos venid vosotros también! Y los sabios di­rán y los prudentes dirán: Señor, ¿por qué los aco­géis? Y él dirá: Si los acojo, sabios y prudentes, es porque ninguno de ellos se juzgó jamás digno de ello. Y nos tenderá sus brazos y caeremos a sus pies... y estallaremos en suspiros... y ¡comprenderemos to­do! ¡Entonces lo comprenderemos todo! Señor, ¡venga a nosotros tu reino!... El hombre no puede sino decir con Macario (Adolescente): «Todo está en ti, Señor, yo mismo estoy en ti, recíbeme. . . »

En un mundo de placeres efímeros y de hastío, el mensaje anuncia la presencia del Espíritu «dador de vida», creador de la belleza y de la alegría sin ocaso. Los grandes espirituales dicen algo muy sen­cillo y límpido: el solo pensamiento de que existe la Trinidad se convierte inmediatamente en fuente que inunda de alegría. El filósofo René Le Senne lo dice también: «Para mí, la prueba principal de la existencia de Dios es la alegría que siento al pensar que Dios existe». La Historia monachorum describe la mentalidad de los Padres del desierto: «Su ale­gría era tan grande que no hay hombre en el mundo que pueda experimentar una semejante. No se en­contraba uno solo que estuviera triste.. . » Un Serafín de Sarov decía a todos a manera de saludo: « ¡Mi alegría, Cristo ha resucitado! »

¿Qué se puede decir a un ateo que pide pruebas y garantías? Únicamente esto: cuando el hombre en­tra realmente en sí mismo, siente como una esperan­za que le viene del «Padre que está presente en el secreto». El Padre habla y su palabra no abruma; da testimonio de una proximidad más fuerte que la soledad y la muerte: «He aquí que estoy a la puerta y llamo». Por encima de la desesperación y del su­frimiento, más allá de la muerte vencida, Cristo «consigue para nosotros, más allá de toda medida, un peso eterno de gloria», eje inmóvil del Amor sin ocaso. Esto no es una demostración por medio de argumentos sin influencia sobre un corazón que gri­ta su soledad; hay ahí algo infinitamente más gran­de y sin comparación: una evidencia, una certeza indefectible: Dios existe, está presente, el amigo del Esposo oye su voz y su alegría es grande.

En la carta primera de san Juan el amor de Dios precede a todo y trasciende toda respuesta. Por eso, en lo más profundo del hombre mismo, el amor apa­rece como desinteresado, como la oblación pura del Siervo de Dios, como la alegría del amigo del Espo­so, alegría que subsiste por sí misma, semejante al aire puro y a la luz solar; una alegría a priori para todos. Jesús pide a sus discípulos (Juan 14,28) que estén alegres con esa alegría inmensa cuyas razones están más allá del hombre, en la única existencia objetiva de Dios, de su alegría trinitaria. De esta alegría límpida y pura viene la salvación del mundo. Dios lo dice: «Mira, te he amado con un amor eter­no». «Como la esposa hace la alegría de su esposo, así tú serás la alegría de tu Dios... »

La Biblia empieza por la alegría divina: «Vio Dios todo lo que había hecho y he aquí que todo era bueno». El Evangelio empieza por la anunciación:

Ave, gratia plena. En oriente, el día de la anuncia­ción, todo el mundo compra una jaula con pájaros cautivos y los libera, para asociar a la alegría de los hombres una alegría cósmica: «que toda criatura que respira dé gracias a Dios». El ángel dice a los pastores: «Os anuncio un gran gozo», y Cristo lo afirma: «Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea perfecta». Dios ha­ce don al hombre de su propia alegría y ésta es sin medida, alegría sobre alegría. X"ËD,, alegraos y adorad... El Memorial de Pascal lo inscribe con letras de fuego trinitario: «alegría, alegría, alegría, lágri­mas de alegría... »

El libro de Daniel (3,23-30) refiere la historia de tres jóvenes arrojados al horno. Entre los tres «que se pasean por el fuego sin sufrir daño», apare­ce el misterioso cuarto que tiene el «aspecto de un hijo de los dioses». En resumen es todo el misterio de la encarnación y de la salvación, el misterio de la presencia del otro divino junto a todo hombre.

El Espíritu Santo hace que se desvanezcan las tinieblas de la muerte, el temor del juicio, el abismo del infierno. La luz sin ocaso hace de la noche pas­cual un «festín de alegría». Una homilía de san Juan Crisóstomo, que se lee en los maitines de Pascua, lo ha cantado admirablemente: «El Señor es generoso, recibe al último como al primero, admite al obrero de la hora undécima, como al que ha tra­bajado desde la primera hora... Entrad pues todos en la alegría de vuestro Maestro: recibid la recom­pensa, los primeros lo mismo que los últimos; ricos y pobres alegraos juntos; los abstinentes, los pere­zosos, honrad este día; los que habéis ayunado y los que no habéis ayunado, regocijaos hoy... Que nadie se lamente de su pobreza, que nadie llore sus faltas, que nadie tema la muerte... El festín está preparado; participad de él todos. Que todos se deleiten en el banquete de la alegría... »

 

Sí, verdaderamente, todo puede desaparecer, co­mo se puede olvidar todo menos estas palabras de ruego del Señor que permanecen: «Os digo esto pa­ra que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea perfecta».

 

FIN

sábado, 28 de septiembre de 2013

El conocimiento de Dios en la Tradición Oriental. Capítulo IX


Capítulo IX: LA EXPERIENCIA MÍSTICA A LA LUZ DE LA TRADICIÓN ORIENTAL
 
 
 
Paul Evdokímov, La connaissance de Dieu selon la Tradition Orientale, X. Mappus, Lyon. Paulinas, Madrid, 1969. (agotado).
 
 
 
 
 
 
Aun a riesgo de repetirnos reafirmando algu­nas cosas, vamos a tratar de hacer el balance en una síntesis viva que presente la experiencia de los gran­des místicos.
 
La palabra «mística» está emparentada con la noción bíblica del misterio y designa el lazo de unión más íntimo entre Dios y el hombre, su co­munión de naturaleza nupcial. Esta última unión es el secreto de la sabiduría divina, lo oculto de su designio sobre el destino eterno del hombre.
La tradición oriental jamás ha distinguido cla­ramente entre «mística» y «teología», es decir entre la experiencia personal de los misterios divinos y el dogma confesado por la Iglesia. Jamás ha cono­cido el divorcio entre la teología y la espiritualidad, ni la devotio moderna con sus formas de piedad individual.
 
La experiencia mística vive el contenido de la fe común y la teología la ordena y sistematiza. Así la vida de todo fiel, asceta o místico, está estruc­turada por el elemento dogmático de la liturgia y la doctrina refiere la experiencia íntima de la ver­dad vivida por los santos y los Padres de la Igle­sia. La teología es mística y la vida mística es teológica; ésta es la cumbre de la teología, teología por excelencia, contemplación de la Trinidad.
Cuanto más místicas son la teología y la vida, más concretas son; los sacramentos son místicos por excelencia y son los actos más concretos.
Desde el siglo IV los Padres identifican el mis­terio de la salvación con la sustancia de los sacramentos, lo que explica en san Cirilo de Jerusalén el título de sus lecciones: Catequesis mistagógica, en san Máximo el Confesor el de Mistagogia dado a sus meditaciones sobre la liturgia; el Pseudo-Dio­nisio intitula uno de sus tratados: Teología mís­tica.
Así, la «vida mística» significa «vida cristia­na», desde que se convierte en la vivencia del amor de Dios que se apodera del ser humano y de lo que el hombre debe ser perfectamente consciente. Hay que subrayar el carácter eminentemente exis­tencial de la fe. Para san Gregorio de Nisa, el hom­bre que no es movido por el Espíritu Santo no es un ser humano; para san Simeón el Nuevo Teólogo, el que no es consciente de haberse revestido de Cris­to, anula la gracia del bautismo.
 
El culto de los mártires los muestra llenos de la presencia de Cristo, emparentados con Cristo cru­cificado y resucitado. La catarsis ascética de purifi­cación se reduce aquí al momento sublime de un don total de sí mismo. Ese momento, extendido a toda la vida, constituye la ascesis y los ascetas son los herederos directos de los mártires. La cruz es previa a la luz fulgurante de la resurrección. Sin embargo, si todo místico es asceta, no todo asceta es «místico» en el sentido más particular del que está «colmado de gracia». Así la ascesis nunca es un fin, sino un medio para llegar, si Dios lo quie­re, al estado de la unidad nupcial entre Dios y el alma humana. Este grado último de la experiencia mística depende de la gracia de Dios; todo lo que el hombre puede hacer aquí es hacer de su ser «lugar de Dios», lugar teofánico de su presencia. No existe ninguna «técnica» que permita hacerse maestro de la experiencia de Dios. El medio más avanzado cultiva el recogimiento silencioso, «hesi­quia»; el hombre se prosterna en el colmo de la humildad orante, que es el «estremecimiento del alma ante la puerta del reino»; esta puerta no se abre sino bajo el impulso del acto libre de Dios. La Escala paradisíaca de san Juan Clímaco enseña que la caridad madura no se da en el punto de partida, sino al término de la unión con Dios. El Dios bíblico nos ama con amor celoso, que nos de­sea enteramente; en Dios es donde la caridad uni­versal se despliega sin trabas, cuando Dios se ha­ce «todo en todos».
 
Si san Juan dice: «seremos semejantes a él», san Pablo habla en presente: «nosotros reflejamos como en un espejo la gloria del Señor; somos trans­formados en esa misma imagen, cada vez más glo­riosa». El rostro descubierto, los cristianos como Moisés reflejan la gloria de Cristo. La contempla­ción de Dios en Cristo los hace semejantes a Dios. Así la vida cristiana en todos sus grados lleva con­sigo la gracia de cierta visión de Dios, aunque cre­puscular, y que transforma el alma a su imagen; lleva consigo, pues, creer, unirse, conocer y meta­morfosearse en imagen y en parecido de Dios.
 
 


1 - El objeto de la experiencia mística
 
Sensible en sumo grado a la impenetrabilidad del misterio divino, el oriente niega radicalmente toda visión de la esencia divina, eternamente tras­cendente. San Juan Crisóstomo niega la visión de la esencia a los santos en el cielo; Marcos de Efeso, en el concilio de Florencia, se la niega aun a los ángeles. La esencia de Dios está más allá de todo nombre, de toda palabra; por eso una multitud de nombres la designa: Bueno, Justo, Santo, Todopode­roso... Cuando decimos: «infinito» y «no engendra­do», por esa forma negativa confesamos nuestra im­potencia y tocamos el límite puesto por la apofasis. Dios es incomparable en el sentido absoluto por la ausencia radical de toda escala de comparación. La teología catafática, positiva, es «simbólica»; no se aplica sino a los atributos revelados, a las ma­nifestaciones de Dios en el mundo. Se traza un círculo de silencio alrededor del abismo intra­divino, alrededor de Dios en sí mismo.
«Las concepciones crean ídolos de Dios, dice san Gregorio de Nisa; sólo el asombro y la admiración captan algo». La admiración es ese sentido muy preciso de la distancia infranqueable, que se sitúa más allá de todo conocimiento, «más allá aun de la incognoscencia, hasta la cima más alta de las Escrituras místicas, donde los misterios simples, ab­solutos e incorruptibles de la teología se revelan en la tiniebla más que luminosa del silencio» (Dioni­sio).
No se trata de la impotente debilidad humana, sino de la insondable e incognoscible profundidad de la esencia divina. La oscuridad inherente a la fe protege el misterio inviolable de la proximidad de Dios. En el sentido de cierto velo Isaac el Si­rio afirma que aun la visión de Dios no suprime la fe, se hace «una segunda fe», superior a la fe co­mún. Cuanto más presente está Dios más oculto es, más misterioso en su naturaleza misma. La «tinie­bla deslumbrante» no es más que una manera de expresar la proximidad más real y al mismo tiem­po incomprensible, imperceptible. «Encontrar a Dios consiste en buscarle sin cesar... Ver verdadera­mente a Dios es no estar nunca harto de desearle». Dios es el «eternamente buscado». «Permanece ocul­to en su misma epifanía».
La síntesis palamita expone correctamente la mística ortodoxa. Es la mística paradójica de «la oscuridad divina», franja de su luz. Del conoci­miento al nivel del hombre, el Espíritu transporta por participación al conocimiento al nivel de Dios. Esta es la teognosis joánica por la inhabitación del Verbo y la iluminación interior por la luz di­vina increada. La experiencia mística la vive desde su aspecto interior, oculto, hasta su irradiación ex­terior: los nimbos de los santos, la luminosidad de su cuerpo, la luz tabórica y la de la resurrección, luz vista por medio de los ojos transfigurados, abier­tos por el Espíritu.
 
 
2 - La deificación
 
La «teosis», el estado deificado del ser humano, su penetración por las energías divinas expresa el ideal religioso del oriente. La antropología oriental es la ontología de la deificación; iluminación progre­siva del ser cósmico y del hombre. Por sus sacramentos y su liturgia, la Iglesia aparece el lugar de esta metamorfosis que da testimonio de la vida de Dios en lo humano. Los Padres profundizan la «filia­ción» paulina a la luz joánica: el hijo es aquel en quien el Dios trinitario hace su morada. El Es­píritu nos conduce al Padre por Jesucristo, hacién­donos «concorpóreos» con él (Efesios, 3, 6), imagen vi­siblemente eucarística. San Cirilo de Jerusalén po­ne un acento muy fuerte sobre el hecho de que los que participan del banquete del Señor se hacen «concorpóreos y con-sanguíneos» de Cristo. El hombre es verdaderamente cristificado, verbificado, «el barro recibe la dignidad real... se transforma en sustancia del Rey» (Nicolás Cabasilas).
Hay que subrayar una vez más la estrecha unión que existe entre la teología y la mística, entre el itinerario sacramental y la vida del alma en Cris­to. La regla de oro de todo el pensamiento patrís­tico enuncia: «Dios se hace hombre para que el hombre se haga dios»; «el hombre se hace según la gracia lo que Dios es según la naturaleza»; par­ticipa de las condiciones de la vida divina. A ima­gen del pan y del vino, el hombre por la acción epiclética se hace partecita de la naturaleza deifi­cada de Cristo. La eucaristía, «levadura de la in­mortalidad» y poder mismo de la resurrección, se une con la naturaleza humana; las energías divinas la penetran y la transfiguran. Se puede decir que la vida mística es la toma de conciencia cada vez más plena de la vida sacramental. La descrip­ción de una y otra bajo la misma figura de las «bodas místicas» muestra la naturaleza idéntica de las dos. Como lo dice Teodoreto de Ciro: «consumiendo la carne del Esposo y su sangre, entramos en la koinonía nupcial».
 


3-  La visión de Dios
 
En la tradición judía, Moisés es la figura del que contempla la luz; por eso son Moisés y Elías los que rodean a Cristo transfigurado, porque fueron grandes visionarios. La nube luminosa acompaña al éxodo, cubre el tabernáculo, llena el templo; es el lugar de la shekinah, gloria de Dios, signo fulgu­rante de la presencia divina. El pueblo de la palabra —«escucha Israel»—, cuando se trata de las realidades mesiánicas, oye: «levanta los ojos y ve». La transfiguración del Señor abre la visión propia­mente apocalíptica.
Para san Ireneo, la visión de Dios se coloca en la escatología. Alejandría, con Clemente y Orígenes, traza una doctrina fuertemente intelectualista de la «visión-gnosis» de Dios, del abismo del Padre y de la Mónada simple. Por el contrario, san Ata­nasio pondrá todo el acento sobre la deificación y verá el ideal cristiano en la espiritualidad del de­sierto que goza de las primicias de la incorrupti­bilidad. Con los Capadocios, constituye el objeto de la teología el conocimiento de la Trinidad. En san Basilio, la gnosis cede el sitio a la comunión con el Dios Trinidad; la llama «la intimidad con Dios», «la unión por amor». Dice sin embargo:
«aun afirmando que conocemos a nuestro Dios en sus energías, no prometemos acercarnos a él en su esencia misma. Porque si sus energías descien­den hasta nosotros, su esencia permanece inaccesi­ble». Toda visión de Dios es trinitaria: en el Espí­ritu Santo vemos la imagen del Hijo y por él al ar­quetipo abisal, al Padre. Para Gregorio Naciance­no, es la contemplación «de las tres luces que no forman más que una sola luz», «el esplendor reu­nido» de la Trinidad que rebasa el entendimiento: «Trinidad, cuyas sombras confusas me llenan de emoción».
San Gregorio de Nisa dice por su parte:
«Así es cierto a la vez que el corazón puro ve a Dios y que nadie vio jamás a Dios. Efectivamen­te lo que es invisible por naturaleza se hace visi­ble por sus energías apareciendo en ciertos contor­nos de su naturaleza».
 
La visión es interiorizada; el alma contempla en su imagen purificada, como en un espejo, la luz divina, permaneciendo Dios imperceptible en cuan­to a su naturaleza. Aquí la experiencia mística se centra en la inhabitación del Verbo en el alma y en la tensión de amor, epectasis hacia la naturaleza inaccesible de Dios.
 
Para san Juan Crisóstomo y la escuela de An­tioquía, en el siglo futuro se verá a Cristo revestido de gloria divina, se verá a Dios en la humanidad de Cristo. Por el contrario, para san Cirilo de Alejan­dría, no será únicamente la naturaleza humana dei­ficada del Verbo, sino la Persona divina encarnada la que se hará ver en la gloria y luz comunes de los Tres Únicos. San Máximo da una síntesis vigoro­sa: la visión de los elegidos se presenta como una revelación energética de la divinidad en la Perso­na de Cristo; su cuerpo será una teofanía visible. Esta es una visión que sobrepasa el entendimiento, así como los sentidos; se dirige a todo el hombre: una comunión de la persona con el Dios personal. San Atanasio el Sinaíta se refiere a la «visión ca­ra a cara» (Mateo, 18,10; 1 Cor 13,12), precisando que se dice «de persona a persona», y no «de naturaleza a naturaleza». No es la naturaleza la que ve a la naturaleza, es la persona la que ve a la Persona. Esta es precisamente la respuesta ortodoxa a los argumentos de los iconoclastas formu­lada por san Teodoro Studita: la imagen es siem­pre desemejante al prototipo» en cuanto a la esen­cia»; pero le es parecido «en cuanto a la hipóstasis» y «al nombre». Es la Hipóstasis del Verbo encar­nado y no su naturaleza divina o humana, la que está representada en los iconos de Cristo. Se tra­ta, pues, de una comunión con la Persona de Cris­to, en la que se compenetran las energías de las dos naturalezas, la naturaleza creada y la natura­leza increada. Así el culto de los iconos inicia ya la visión de Dios. San Juan Damasceno la profun­diza y precisa: en la unión hipostática, la humanidad de Cristo participa de la gloria divina y nos hace ver a Dios. La visión «cara a cara» es una comunión con la Persona divina de Cristo.
 
San Simeón, el Nuevo Teólogo, hace pasar del contexto cristológico al plano pneumatológico, a la luz increada que el Espíritu Santo revela y de la que el hombre participa totalmente. Su experiencia trasciende los límites del ser creado; es una salida hacia el misterio del «día octavo». La contempla­ción mística alcanza la visión escatológica. En el siglo futuro, el Espíritu Santo aparecerá en todo como luz, pero será la Persona de Cristo la que se­rá vista en una comunión personal con cada uno.
 
La síntesis palamita termina la tradición pa­trística, supera el dualismo de lo sensible y de lo inteligible. La trascendencia divina significa que Dios se da a conocer al hombre entero, sin que se pueda hablar de una visión propiamente sensible o intelectual. La frontera se sitúa entre lo creado y lo increado. Esto no es ni reducción de lo sensible a lo inteligible, ni materialización de lo espiritual, sino comunión del hombre entero con lo increado, unión de la persona humana con Dios por encima de toda limitación de la naturaleza creada. «La natu­raleza divina es participable no en sí misma, sino en sus energías». «El que participa de la energía di­vina, se hace él mismo, de alguna manera, luz», di­ce Palamás. Esta luz no es ni material, ni espiri­tual, sino divina, increada; se comunica a todo el hombre y le hace vivir en la comunión con la Santísima Trinidad, bienaventuranza del siglo futuro. Este es el estado deificado, en el que Dios será todo en todos, esplendor inefable de su gloria, an­ticipada en los sacramentos y asimilada progresiva­mente en la experiencia de los santos. Esta es la escatología inaugurada, porque, como dice Pala­más: «no hay más que una sola y una misma luz divina: la del Tabor, la contemplada por las almas purificadas desde ahora, la de la parusía y los bie­nes eternos futuros».
 
 
4 - El lugar de la vida ascética
 
Negativamente y visto desde abajo, el ascetismo es la «lucha invisible», incesante, sin descanso; posi­tivamente y visto desde arriba es la iluminación, ad­quisición de los dones, el paso al estado carismático.
Un asceta empieza por la visión de su propia realidad humana. «Conócete a ti mismo», porque «nadie puede conocer a Dios si primeramente no se conoce a sí mismo». «El que ha visto su pecado es más grande que el que ha visto a los ángeles». El arte ascético representa una especie de escafandra para descender y explorar los abismos propios, po­blados de monstruos. Después de esta «instantánea» del abismo propio, el alma aspira realmente a la misericordia divina: «desde el abismo de mis iniquidades, invoco el abismo de tu gracia». La eleva­ción es gradual y hace subir con dificultad «la esca­la paradisíaca». El clima de la humanidad, cada vez más profundo, envuelve toda la duración de la vida ascética. Se llama la atención sobre la fuente espi­ritual del mal; éste no viene de la naturaleza, sino que se consuma en el espíritu. La ascesis aspira al dominio de lo espiritual sobre lo material y lleva consigo una rehabilitación ascética de la materia. El pecado carnal es el pecado del espíritu contra la carne.
El esfuerzo ascético convierte las pasiones y las hace converger hacia la espera silenciosa del momen­to en que Dios revista al alma de la forma divina. El eros purificado pasa por un desprecio radical de todo espíritu de posesión egocéntrica y se hace amor en el sentido más fuerte: «la intensidad del ágape», como dice san Gregorio de Nisa: «Ver realmente a Dios es no encontrar nunca hartura para este deseo». Cuando el alma descentrada de sí misma en una «des­propiciación-humildad» total, «la gnosis se transfor­ma en amor-unión».
 
5 - La ascensión mística
 
El camino místico alcanza las cimas de la liber­tad de los hijos de Dios; pero interiormente está sos­tenido y estructurado por el dogma vivido en la li­turgia y los sacramentos. Fuera de la Iglesia no hay mística. Sin embargo, el amor místico es lo menos «organizable»; la vida mística no posee ninguna técnica; éste es el campo de la ascesis.
El corazón se abre en toda la medida de su re­ceptibilidad hacia la proyección en el hombre del misterio de la Encarnación, de la inhabitación del Verbo, realizada y perpetuada ya por la eucaristía. Sólo Dios hace conocer a Dios; el Espíritu Santo une con el Hijo y por él con el Padre. La cumbre de la vida mística, según san Simeón está en el en­cuentro personal con Cristo que habla en nuestros corazones por el Espíritu Santo.
Abrevada en la fuente litúrgica, guiada por el dogma, la vida mística, sobria y despojada, sorpren­de por su equilibrio perfecto. Su «pasión impasible» descarta radicalmente toda búsqueda de los fenóme­nos visuales o sensitivos, excluye toda curiosidad. Aun el éxtasis es el hecho, no de lo perfectos, sino de los novicios: «Si veis a un joven subir por su pro­pia voluntad al cielo, cogedle por el pie y tiradle hacia la tierra, porque eso no le sirve de nada». La taumaturgia, la fama miraculorum, es el hecho no del espiritual, sino del psíquico. «No te esfuerces por discernir durante la oración alguna imagen o fi­gura; sé inmaterial en presencia del Inmaterial», aconseja Evagrio.
Apariciones raras, vienen siempre como una gra­cia y vencen la resistencia instintiva de los místicos. Visión de luz increada, luminosidad del cuerpo y su aligeramiento hasta la levitación, pero ninguna lla­ga sangrante, ningún dolorismo. El oriente venerará en la cruz no tanto el leño del suplicio cuanto el ár­bol de la vida que reverdece de nuevo en el corazón del mundo. Signo de victoria, la cruz estrecha entre sus brazos al mundo y rompe las puertas del infierno. Esta es la experiencia cada vez más inmediata del Transfigurado y del Resucitado que hace brotar un estremecimiento de alegría pascual. Esta es la mís­tica del sepulcro sellado y resplandeciente de donde brota la vida eterna.


El Oriente no conoce confesiones, memorias, autobiografías de santos. El lenguaje de los místi­cos, en lo poco que han dejado de sus escritos, es diferente del de los teólogos. Hablan en términos de experiencia siempre antinómica y paradójica, en términos de comunión y de amor.
La vida mística es esencialmente la vida en lo divino y lo divino en oriente no es ante todo el poder, sino la fuente del brote de la «nueva criatura». El es­tado místico muestra la superación de la condición misma de la criatura. Dios es más íntimo al hombre que el hombre lo es a sí mismo y la vida en lo divino es más «sobrenaturalmente natural» al hombre que la vida en lo humano. En un bautizado, Cristo es un hecho interior. Esta es la experiencia antinómica de la nada y del Absoluto; sin suprimir el hiato del abismo ontológico, Dios lo llena con su presencia. Un ser viene de la nada y vive las condiciones de la vida divina por participación: «Soy hombre por natu­raleza y dios por la gracia». Dios trasciende su propia trascendencia: «Viene súbitamente y, sin confusión, se confunde conmigo... Mis manos son las de un des­graciado; muevo mi mano y mi mano es todo Cris­to», dice san Simeón. Esta bajada, la parusía de Cristo, en el alma, la forma a su imagen. Es lo que san Juan Damasceno llama: la «vuelta de lo que es contrario a la naturaleza hacia lo que le es propio».
 
Visto desde arriba, un santo está ya tejido todo él de luz. Sin intentar una imitación cualquiera, si­gue a Cristo, reproduce interiormente su imagen:
«La pureza del corazón es el amor de los débiles que caen». El alma se dilata y se expande en cari­dad cósmica; asume el mal universal, atraviesa la agonía de Getsemaní y se eleva a esa otra visión que la despoja de todo juicio: «El que está purificado ve el alma de su prójimo». El semejante ve al seme­jante: «Cuando alguien ve a todos los hombres bue­nos y cuando nadie se le presenta como impuro, en­tonces se puede decir que es auténticamente puro de corazón... Si ves a tu hermano en trance de pe­car, arroja sobre sus espaldas el manto de tu amor», dice san Isaac. Un amor semejante es operante, por­que «cambia la sustancia misma de las cosas», según san Juan Crisóstomo.
Esto ya no es el paso de las pasiones a la conti­nencia, del pecado a la gracia, sino el paso del temor al amor: «El perfecto rechaza el temor, desdeña las recompensas y ama con todo su corazón», afirma san Isaac.
El alma se eleva por encima de todo signo de­terminado, fuera de toda representación y de toda imagen. Lo múltiple deja el sitio al uno y al simple. El alma, imagen, espejo de Dios, se hace morada de Dios. La elevación mística la orienta hacia el reino: «Si lo propio de la sabiduría es el conocimien­to de las realidades, nadie se llamará sabio, si no abarca también las cosas futuras». «Un espiritual de los últimos tiempos, dice san Isaac, recibe la gra­cia que le conviene». Esta es la visión iconográfica de la «liturgia divina». El coro celestial de los án­geles donde la «oveja perdida», la humanidad, ocupa su sitio, está ante el Cordero místico del Apoca­lipsis, rodeado del triple círculo de las esferas. Sobre la blancura del mundo celestial resalta la púrpura real de la pasión, tirando al resplandor del mediodía sin ocaso, color iconográfico del amor divino revesti­do de la humanidad. Es la vuelta del hombre a su dignidad celestial. En el momento de la ascensión de Cristo, ya brotaron los gritos de los ángeles:
«¿Quién es este rey de gloria?» y ahora los ángeles están en un profundo asombro ante el último mis­terio: la oveja perdida se hace una cosa con el Pas­tor. El Cantar de los Cantares canta las bodas del Verbo y de su prometida. El amor es el amante; el alma traída cada vez más violentamente se arroja en la tiniebla luminosa de Dios. Se siente la impoten­cia de las palabras: tiniebla luminosa, embriaguez sobria, pozo de agua viva, movimiento estable...
«Te has hecho hermosa acercándote a mi luz; tu acercamiento ha traído sobre ti la participación de mi belleza... Acercándose a la luz, el alma se hace luz». A este nivel no se trata de instruirse sobre Dios, sino de recibirle y de convertirse en él. «La ciencia hecha amor» es claramente de naturaleza eucarística: «El vino que alegra el corazón se llama desde la pasión la sangre de la vid», y «la vid mís­tica derrama la embriaguez sobria». «El amor es Dios que lanza la flecha, su Hijo unigénito; después de haber humedecido las tres extremidades de la pun­ta con el espíritu vivificante; la punta es la fe que no sólo introduce la flecha, sino al Arquero con ella» (san Gregorio de Nisa).
El alma transformada en paloma de luz sube siempre. Toda adquisición se convierte en un nuevo punto de partida. Gracia sobre gracia. «Habiendo puesto una vez el pie en la escala sobre la que se había apoyado Dios, no cesa de subir..., cada paso termina siempre en el más allá». Esta es la escala de Jacob.
Al encuentro del hombre vienen «no sólo los án­geles, sino el Señor de los ángeles. Pero ¿qué diré del que es inefable? ¿Cómo se podrá expresar con palabras lo que el ojo no vio, lo que el oído no oyó, lo que no ha venido al corazón del hombre?», murmura a nuestro oído san Simeón.


Cesa todo movimiento, la oración misma cambia de naturaleza: «el alma ora fuera de la oración». Esta es la hesiquia, el silencio del espíritu, su descan­so que está por encima de toda oración, la paz que sobrepuja toda paz. Este es ya el cara a cara dilatado por toda la eternidad, cuando según las hermosas palabras de san Gregorio de Nisa: «Dios viene al alma y el alma emigra a Dios».

 

El apofatismo oriental da testimonio del Espíritu Santo, Persona que permanece desconocida, pero que manifiesta todas las cosas de Dios y hace real toda vida espiritual. Siempre consciente, ésta pro­fundiza el conocimiento espiritual que san Isaac llama «el sentido de la vida eterna» y «el sentido de las realidades ocultas». Su perfección es la «con­templación-participación» de la luz divina de la Santísima Trinidad, manifestada en la visión de la Hipóstasis de Cristo transfigurado y dada ya desde aquí abajo a los santos que viven ya el festín del encuentro.

 

Las revelaciones sobre el camino de las ascen­siones parecen oscuras y luminosas simultáneamente. Las fulguraciones se oscurecen a medida de las cla­ridades más altas que nos esperan y así hasta la eter­nidad y el más allá. El mismo Misterio se vela sin cesar para descubrirse también sin cesar, convir­tiéndose cada punto de llegada en un nuevo plinto de partida. Pero tampoco el hombre, el sujeto, per­manece el mismo. La interiorización hace encontrar de nuevo el cosmos, materia litúrgica de alabanza en el fondo del alma en el silencio cada vez más lleno de Dios. El hombre experimenta transfiguraciones, que son otras tantas superaciones, en una línea de cimas del infinito. Todo es único, nuevo, recibido co­mo una nueva gracia de alegría y dicha pascual.