Capítulo VII: EL CONOCIMIENTO DE DIOS EN LA TRADICIÓN
LITÚRGICA
1 - La antropología de la deificación
La cuestión de la visión beatífica se plantea en el siglo
xiv en oriente y en occidente en contextos doctrinales muy distintos. La
constitución Benedictus Deus del papa Benedicto XII (29 enero de 1336)
declara: «Los elegidos ven la esencia divina con una visión intuitiva y
facial, sin ningún intermediario creado que se interponga como objeto de la
visión, apareciéndoseles la esencia divina inmediatamente, sin velo, clara y
abiertamente, de suerte que en esta visión gozan de la esencia divina misma».
La Iniciación teológica, publicada por los Padres dominicos
en 1956 (IV, p. 854), cita a san Juan Crisóstomo que niega la visión de la
esencia divina por los elegidos, y nota que la doctrina de los Latinos es más
firme. Después de haber recordado la constitución de Benedicto XII, el texto
precisa: «El dogma de la visión inmediata como lo mostró santo Tomás es
solidario del dogma de la creación inmediata por Dios y del de la inmortalidad del alma. El
fin responde al principio. No admitir la posibilidad de una visión
inmediata... era abolir la concepción del espíritu abierto sobre el infinito y
capaz de Dios». La afirmación es clara, el objeto de la visión beatífica es la
esencia de Dios.
El padre Congar, en su estudio sobre la deificación muestra
que, en la teología occidental, la esencia y la existencia en Dios se
identifican. Dios es lo que tiene; la simplicidad absoluta del Ser divino
prohíbe distinguir la esencia de las energías. En esta perspectiva, el fin
último de la vida en el siglo futuro no puede ser sino la visio Dei per
essentiam. Estando excluida la compenetración de las esencias divina y humana,
resulta difícil formular la deificación. No puede ser sino el fruto de la
gracia creada, noción que el oriente jamás ha aceptado. El hombre está ordenado
a la bienaventuranza, y todo en él tiende hacia la gracia de la visio beata.
Así la antropología occidental, según el padre Congar, aparece esencialmente
moral. Centrada sobre el Bien supremo, aspira a ganarlo por acciones
meritorias en el orden de las operaciones de la Iglesia militante, a fin de
conquistar el mundo.
En oriente, la esencia de Dios permanece eternamente
trascendente. Ni siquiera los ángeles tienen acceso a ella. La mano de Yavé
disimula el rostro que «nadie puede ver sin morir», porque «ver» y «definir»
significa «limitar». Por eso Dios concede su visión rehusándola; «ver a Dios de
espaldas» (Exodo, 33,23), es contemplar sus operaciones, sus energías, jamás
su esencia. La distinción en Dios entre esencia y energía, no toca de ninguna
manera a su simplicidad. Ésta no es un concepto sometido a las leyes de la
lógica. Los atributos «lógicos» no agotan el Misterio de Dios y jamás pueden
objetivarle. Dios está por encima de todo concepto.
Esta distinción entre esencia y energía funda la theosis, el
estado deificado del ser humano, su pneumatización por las energías divinas.
Así, la antropología oriental no es moral, sino ontológica; es la ontología
de la deificación. No está ordenada sobre la conquista de este mundo, sino
sobre el «rapto del reino de Dios»; es iluminación progresiva del ser cósmico.
La Iglesia aparece como el lugar de la metamorfosis por los sacramentos y la
liturgia y se revela esencialmente eucaristía, vida divina en lo humano.
Los Padres profundizan la «filiación» paulina en la
interpretación joánica: el hijo es aquel en quien Dios hace su morada; ésta es
la «inhabitación» de lo divino. San Cirilo de Jerusalén pone en ella un acento
muy fuerte, diciendo que los que comulgan se hacen «concorpóreos, consanguíneos
de Cristo». La oración de san Simeón Metafraste, que se lee después de la
comunión, lo subraya: «Tú que me diste voluntariamente tu carne en alimento,
Tú, que eres un fuego que consume a los indignos, no me quemes, Creador mío,
sino más bien deslízate en mis miembros, en todas mis articulaciones, en mis
lomos y en mi corazón. Consume las espinas de todos mis pecados, purifica mi
alma, santifica mi corazón, fortifica mis jarretes y mis huesos, ilumina mis
cinco sentidos y establéceme todo entero en tu amor...». El hombre «se
transforma en substancia del Rey», advierte Nicolás Cabasilas.
Hay una correspondencia estrecha entre el itinerario
sacramental y el camino de la vida espiritual. La iniciación sacramental se
consuma en la eucaristía y coincide con la cumbre de la elevación mística que
es la theosis. Ambas se esclarecen recíprocamente, presentan el mismo
acontecimiento, místicamente idéntico: «El hombre se hace según la gracia lo
que Dios es según la naturaleza».
Si la vida ascética sube con dificultad «la escala
paradisíaca», la vida sacramental ofrece la gracia instantáneamente. Nicolás
Cabasilas universaliza y socializa el método monástico de los grandes
espirituales, para que todos encuentren lo equivalente en la penetración de su
ser por la gracia inherente a la vida en la Iglesia. Para los fuertes la vida
heroica de los Padres del desierto, para todos, los sacramentos y la «oración
de Jesús».
Una homilía de san Juan Crisóstomo, leída durante los
maitines de Pascua, expresa bien la sobreabundancia de la gracia concedida sin
medida: «Entrad, pues, todos en la alegría de vuestro Maestro: recibid la
recompensa, los primeros como los segundos, los ricos como los pobres,
alegraos juntos; los abstinentes y los perezosos honrad este día; los que habéis
ayunado y los que no habéis ayunado gozaos hoy...; el festín está dispuesto,
participad de él todos...»
Se puede decir que la vida mística es la toma de conciencia
cada vez más plena de la vida sacramental. La descripción bajo la misma figura
del banquete y de las bodas místicas, muestra la idéntica experiencia
eucarística. En la comida del Señor, Cristo «funde en nosotros la realidad
celestial de su carne»; a imagen del pan y del vino, el hombre se hace una
partecita de la naturaleza deificada de Cristo.
2 - La liturgia
Los Padres insisten en la vocación orante del hombre:
«teólogo es el que sabe orar», dicen. Aun los dogmas definidos por los
Concilios se conciben como fórmulas doxológicas y que entran en la liturgia
orgánicamente como piezas propias.
«Orad sin cesar», insiste san Pablo, porque la oración es la
fuente y la forma más íntima de nuestro ser. «Entra en tu habitación y cierra
la puerta. ora a tu Padre que está en ese lugar secreto». Entrar en sí mismo y
hacer allí un santuario de la presencia de Dios; el «lugar secreto» es el
corazón humano, lugar del encuentro, lugar de la visitación. La vida de
oración, su densidad, su profundidad, su ritmo miden nuestra salud espiritual,
el grado de la comunión con Dios y de su conocimiento personal.
«Muy de mañana, se levantó, y salió y se fue a un lugar
solitario y allí oraba» (Marcos, 1, 35). El desierto, entre los ascetas, se
interioriza y significa la concentración de un espíritu recogido y silencioso.
A ese nivel, donde el hombre sabe callarse, se coloca la verdadera oración y el
ser es misteriosamente visitado.
El agua que quita la sed, se destila en ese silencio que
ofrece el retiro indispensable para abrir el alma hacia lo alto, pero también
hacia el otro. A la pregunta: ¿«vida contemplativa o vida activa»? San Serafín
respondió: «adquiere la paz interior y una multitud de hombres encontrarán su
salvación junto a ti». La paz interior es precisamente la presencia de Dios y
de su reino en el alma. En un tiempo de inflación verbal que no hace más que
agravar la soledad mala, sólo el hombre de la paz orante puede hablar todavía a
los demás, mostrar la palabra hecha rostro, la mirada hecha presencia. Su
silencio hablará allí donde la predicación ya no obra, su misterio hará atento
a una revelación que se ha hecho próxima, accesible. Cuando el que conoce el
silencio habla, encuentra de nuevo fácilmente el frescor virginal de toda
palabra. Su respuesta a las preguntas de vida o de muerte viene como el amén
de su oración perpetua.
«El amigo del esposo está allí y le escucha». Lo esencial
del estado de oración es precisamente «mantenerse allí», oír la presencia de
Cristo; «haz de mi oración un sacramento de tu presencia». La práctica de la
«oración de Jesús» sugiere: «por la mañana pon tu inteligencia en tu corazón y
permanece todo el día en compañía de Dios». San Pablo lo dice:
«¿No reconocéis que Jesucristo está en vosotros?» (2 Cor
13,5).
La oración litúrgica viene de la totalidad de la verdad y
culmina en ella. Por eso toda regla de oración empieza por una invocación
trinitaria, plenitud de la revelación y lleva consigo la confesión del Credo.
Si las necesidades del momento inspiran naturalmente la
oración individual, por el contrario la oración litúrgica, desparticulariza e
introduce de golpe en la conciencia «católica», colegial, según el sentido de
la palabra liturgia que significa «obra común». Enseña la verdadera relación
entre mí y los demás, hace comprender las palabras: «ama a tu prójimo como a ti
mismo»; nos ayuda a desprendernos de nosotros mismos y hacer nuestra la
oración de la humanidad. Por ella se nos hace presente el destino de cada uno.
Las letanías, como olas poderosas, arrastran al fiel más
allá de sí mismo y de su círculo íntimo, hacia la asamblea, después hacia los
ausentes, hacia los que están en camino y en peligro, sobre la tierra, sobre el
amar y los aires, hacia los que penan y sufren, finalmente hacia los
agonizantes. La oración abraza a los que dan órdenes y encarnan el poder, a la
ciudad, a las naciones, a la humanidad y pide la paz del mundo y la unión de
todos.
En esta comunión el hombre refrescado, renovado por ese
dinamismo caritativo, recobra su propia verdad y la esencia verdadera de las
cosas. Se rompe la soledad y aun la naturaleza, sumergida en la espera de su
liberación, se expande en liturgia cósmica:
«Árboles, hierbas, aves, tierra, mar, aire, luz, todos me
decían que existían para el hombre, que testimonian el amor de Dios al hombre;
todo oraba, todo cantaba la gloria de Dios» (Relatos de un peregrino).
Así la liturgia hace vivir la verdad evangélica: la
salvación de una sola alma, abstrayendo de las otras, resulta imposible. El
pronombre litúrgico, el «yo», nunca está en singular, sino que designa la
asamblea colegial de los fieles. En Oriente, un sacerdote está obligado a no
celebrar la liturgia solo; es preciso que al menos haya otra persona, en quien
está presente y le asiste el mundo.
La oración litúrgica se erige en Canon, en regla de toda
oración. Hablando de la liturgia eucarística, los Padres decían «la oración»,
sin añadir nada más. Filtra toda tendencia subjetiva, emocional y pasajera;
llena de una emoción sana y de una vida afectiva poderosa, ofrece su forma
acabada, hecha perfecta por largos siglos y por todas la generaciones que
oraron con las mismas palabras. Como los muros de un templo llevan los sellos
de todas las oraciones, ofrendas, intercesiones, así también, las oraciones
litúrgicas, a través de los milenios, llevan la respiración de innumerables
vidas humanas. En ellas oímos la voz de san Juan Crisóstomo, de san Basilio y de
otros muchos aún, que dijeron las mismas oraciones, y dejaron en ellas la
huella indeleble de su espíritu. Nos ayudan a encontrar de nuevo su llama,
asociamos a su oración.
Sin embargo, si la oración litúrgica pone la medida y la
regla de toda oración, también ella solicita la oración espontánea, personal,
donde el alma canta y habla libremente a su Señor. Nadie puede hacerlo en mi
lugar. La oración litúrgica concede al alma y la impulsa a una conversación
directa e íntima, que conserva todo su valor propio de un encuentro y de un
conocimiento personal de Dios.
San Juan Crisóstomo habla de la casa cristiana como de una
«iglesia doméstica», lugar de oración constante: «Que tu casa sea una iglesia,
dice, levántate en medio de la noche. Admira a tu Maestro. Despierta a tus
hijos, que se unan a ti en una oración común».
Existían y aún existen conventos en que los monjes
, los que no duermen, están distribuidos en equipos y la oración no
se interrumpe jamás, día y noche. En esas vigilias, los maestros de oración
llevan y presentan ante el rostro del Padre las preocupaciones de los hombres,
sus sufrimientos, su tristeza y su alegría. Aun el que despilfarra su tiempo y
lo mata, es mencionado y recordado en esas oraciones. Todo instante de nuestro
tiempo se rejuvenece y se repara con ese contacto de fuego de los espíritus en
oración y en adoración incesante. La loca carrera de las manecillas de
nuestros relojes se detiene sobre el mediodía inmóvil del amor; la esfera de
los misterios litúrgicos recompone el tiempo y lo redime.
En el griego clásico, la palabra (liturgia)
significa función pública; y es el que ejerce esas funciones. El
Nuevo Testamento hace pasar esta palabra del sentido profano a una
significación religiosa y sagrada. En Lucas 1,23, este término designa el
servicio litúrgico del sacerdote Zacarías; en los Hechos de los Apóstoles 13,2,
el culto del Señor. Es el servicio divino, la «divina liturgia». En la Didaché
(XV,l) se lee: «Elegíos obispos y diáconos... Estos liturgizan por vosotros la
liturgia de los profetas y de los doctores...» Dios se revela y obra siempre
en un todo inseparable: palabra, acto, don; pero los hombres no son iniciados
en ello sino gradualmente. En efecto, la palabra convoca, habla, se refiere y
finalmente se da en alimento. Tal es el contenido del culto litúrgico.
La liturgia oriental de san Basilio y de san Juan Crisóstomo
se divide en dos partes: la liturgia de los catecúmenos y la liturgia de los
fieles. La liturgia de los catecúmenos es la liturgia de la palabra. Sobre el
altar, en el centro, se pone el Evangelio. La liturgia de los fieles es la de
la eucaristía; en el centro se pone el cáliz. «Dios habla y eso llega»; lo que
la palabra anuncia en el Evangelio se realiza en el cáliz eucarístico.
Entre las dos liturgias se coloca la despedida de los
penitentes y catecúmenos: «Que todos los catecúmenos se retiren». Antiguamente
esa despedida iba acompañada del cierre de las puertas del templo. Aún hoy,
por reminiscencia, el diácono proclama: «Las puertas, las puertas.. . »
Simbólicamente la puerta de la liturgia de los fieles no se
abre sino por el bautismo y la unción del Espíritu y conduce así a la comunión
eucarística. El hombre viejo, el pagano, pero también el penitente y el
catecúmeno, muere en el umbral del templo; quien entra y se mantiene en el
templo de gloria es el hombre nuevo resucitado en Cristo, el fiel. Según el
sentido litúrgico, sólo los que comulgaban participaban en la liturgia de los
fieles. Y éste es un privilegio terrible.
Efectivamente, según san Máximo y san Simeón de Tesalónica
que le sigue, la exclamación «las puertas» no se relaciona de ninguna manera
con el templo. Son las puertas de la historia que se cierran en el umbral del
«misterio temible e inefable». Durante la liturgia de los catecúmenos, se
asistió a la venida de la Palabra a la historia. El tiempo centrado en Cristo
revela ahora su dimensión escatológica. San Simeón lo dice: «Los catecúmenos
son despedidos y los fieles retenidos, porque ese momento revela el fin de los
tiempos». El fiel proclama su fe diciendo el Credo y, en el momento de la
comunión, consume el «fuego del siglo futuro», y, por anticipado, resucita y
vive realmente la realidad del reino. San Juan Crisóstomo dice que los que
comulgan son «como leones»; poderosos con la vida eterna, están en la alegría
de las bodas del Cordero y en la luz del reino. «Hemos visto la luz verdadera»,
porque «hemos recibido al Espíritu celestial», canta la Iglesia al fin de la
liturgia; confiesa así la experiencia auténtica del más allá.
El himno llamado el Kerubikon testimonia que los fieles, en
la liturgia, se identifican místicamente con los ángeles que cantan sin cesar,
día y noche, la gloria de Dios. «El amigo del esposo, el que está a su lado y
lo oye, se alegra mucho con la voz del esposo» (Juan, 3,29-30) ¿Pueden
afligirse los amigos del esposo mientras el esposo está con ellos? «Comiendo la
carne del Esposo y su sangre, entramos en la Koinonia nupcial», dice Teodoreto
de Ciro. Por eso el día del Señor, en los primeros siglos, se celebraba como
fiesta de la alegría. Con estremecimiento ante lo Inefable del amor divino,
pero también con la confianza de los hijos gozosos del Padre, la «liturgia de
los fieles» introduce en la dimensión escatológica del reino y en la fiesta del
encuentro.
Poniendo en el centro de la liturgia de los catecúmenos la
lectura del Evangelio, la Iglesia enseña la consumación eucarística de la
palabra. Efectivamente, «el que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida
eterna»; pero también «el que escucha mi palabra... tiene la vida eterna».
Según los Padres, la «palabra misteriosamente rota» se consuma
eucarísticamente. Esta analogía significa que toda lectura de las Escrituras
conduce a la presencia real del Verbo. El pueblo, al escuchar la lectura y la
homilía, debe sentir lo que vivieron los discípulos de Emaús: «¿No ardía
nuestro corazón dentro de nosotros, cuando nos hablaba y explicaba las
Escrituras?» La comunión en la palabra prepara la comunión eucarística.
La eucaristía no es un sacramento entre los sacramentos,
sino según la expresión de Dionisio, «el sacramento de los sacramentos», su
consumación, y, en esta función de integración en la plenitud, la expresión
más adecuada de la Iglesia. En su esencia misma la Iglesia aparece como la
koinonía eucarística, la comunión continuada, perpetuada; la Iglesia está
allí donde se celebra la eucaristía, afirma el adagio de los Padres.
La eclesiología de los Padres es eucarística. Así lo dice
san Ireneo: «Nuestra doctrina está de acuerdo con la eucaristía y la
eucaristía la confirma». En ella está incluido todo y Nicolás Cabasilas
observa: «no se puede ir más lejos ni añadir nada». El padre Nicolás
Afanassieff llama la atención sobre el texto de los Hechos (2,47): «El Señor
añadía (a la Iglesia) cada día los que se salvaban». La traducción de la
expresión griega epí tó autó por «la Iglesia» es una interpretación excelente y
una definición eucarística precisa y adecuada del esse de la Iglesia: «El Señor
añadía cada día a los que se salvaban al conjunto de los fieles reunidos en un
mismo lugar y para lo mismo», es decir para la eucaristía.
La enseñanza de los Padres a partir de san Ignacio de
Antioquía es unánime: se llama a la eucaristía «remedio» o «levadura de
inmortalidad» en el sentido más fuerte. Los fieles participan del Señor
sustancialmente, se hacen consanguíneos y concorpóreos de Cristo; porque
participan también de las condiciones de la vida divina, reciben el germen de
la vida eterna. Es el «alimento verdadero» para el que sabe que sin este
alimento muere espiritualmente; antídoto para no morir ya, es la comunión
gozosa de amor, su fiesta. Sin ver todavía la humanidad deificada de Cristo,
participamos de ella sustancialmente; así entramos en comunión con el Cristo
total, anticipación de la plenitud del día octavo.
El Apocalipsis abre su visión sobre lo que ocurre durante
la liturgia en la tierra y a la vez en el cielo: «Vi un Cordero como
degollado... Vi y oí la voz de una multitud de ángeles que decían con fuerte
voz: «Al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos». Y los
cuatro animales decían: «Amén». Y los Ancianos se prosternaron y adoraron»
(Apoc., 5, 6-14). Los planos cósmico, humano y angélico, se unen y se juntan en
la única eucaristía celebrada en el cielo por el Sumo Sacerdote, Cristo,
asistido de ángeles y de santos, visión representada sobre el icono célebre de
«La divina liturgia».
La deificación de la naturaleza humana de Cristo continúa
en los que participan de su «carne sagrada». No sólo se han configurado con
Cristo, sino que son cristificados, verbificados de hecho, «asociados a su
plenitud» como dice san Pablo (Col. 2,9). Inocencio, obispo de Tauride, subraya
la consecuencia de la perijóresis, comunicación de idiomas de las dos
naturalezas: «Comulgamos con Cristo, pero Cristo comulga con nosotros». Dios se
humaniza y el hombre se diviniza; a la Encarnación de Dios responde la
deificación del hombre. Estas son las bodas místicas de Cristo Esposo con la
Iglesia Esposa, pero también con toda alma, personalmente: «comiendo la carne
del Esposo y su sangre, entramos en la koinonía nupcial».
La liturgia proyecta su propia luz sobre la antropología y
pone en el centro la agiofanía, manifestación de la santidad con la dimensión
esencial de la doxología, adoración y alabanza. Los ángeles, por su naturaleza,
encarnan en su mismo ser la doxología. Por eso, durante la liturgia, se
acompaña la «pequeña» y la «gran» entrada con la entrada de toda la jerarquía
de los ángeles. El hombre se asocia a su canto, ante todo en el Trisagion:
«Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal»: el Padre, fuente de la santidad,
el Santo; el Hijo, el Fuerte, el que triunfa de la muerte; el Espíritu Santo,
el Vivificante, Soplo de Vida. Y el segundo canto, el Sanctus, resume el tema
de la anáfora, la adoración litúrgica trinitaria; el ministerio humano y el
ministerio angélico se unen de nuevo en el mismo impulso de adoración: «Santo,
Santo, Santo es el Señor de los ejércitos. El cielo y la tierra están llenos
de tu gloria... » De la santidad de Dios fluyen, por participación, todas las
formas de la santidad humana, de la santificación y de lo sagrado del mundo.
«Sed santos», «sed perfectos», siempre a imagen del único Santo y del único
Perfecto. Estas exhortaciones designan el mismo pleroma que se erige en
contenido positivo del siglo futuro, lleno de gloria, pero que ha empezado ya
aquí abajo.
Un santo no es un superhombre, sino el que encuentra y vive
la verdad del hombre en cuanto ser litúrgico. Así la definición antropológica
en los Padres encuentra su más plena expresión en la adoración litúrgica: el
ser humano, es el hombre del Trisagion y del Sanctus, el que dice por todo su
ser: «Canto a mi Dios en cuanto vivo».
«Antonio abad que vivía en la soledad, conoció un día, por
una visión, que un hombre de una santidad igual a la suya ejercía en el siglo
la profesión de médico; había dado a los pobres todo lo superfluo y cantaba
todo el día el Trisagion uniéndose al coro de los ángeles». Por esta «acción»
el hombre es «puesto aparte», hecho
santo. Según el Apocalipsis, cantar a su Dios es su única preocupación, su
único trabajo: «Y todos los ángeles, ancianos y animales cayeron de bruces
ante el trono y adoraron a Dios diciendo: Amén, Aleluya. Y una voz que salía
del trono, decía: «Cantad a nuestro Dios todos sus siervos, que le teméis,
pequeños y grandes» (Apocalipsis, 7,11; 19, 4-5).
«Aún no se ha manifestado lo que seremos», dice san Juan;
sin embargo el velo que oculta la vida del siglo futuro, se levanta y permite
entrever su tonalidad gozosa. Pero aun aquí en la tierra, todo lo que el hombre
produce, su creación, su trabajo, sus esfuerzos para construir la ciudad de
los hombres y buscar lo único necesario, todo lo que llena su existencia, puede
tomar la misma forma orante, litúrgica, sin disminuir nada de sus actividades,
Se trata de la actitud del hombre que ocupa su lugar en el mundo y ve el
contenido de su trabajo como una tarea que le ha confiado el Padre celestial y
que desempeña la gloria de Dios como un acto litúrgico.
En las catacumbas la imagen más frecuente es una figura de
mujer en oración, «el orante»: representa la única actitud verdadera del alma
humana. No basta tener oración, hay que llegar a ser, ser oración encarnada,
construirse en forma de oración y transformar al mundo en templo de adoración,
en liturgia cósmica.
El hombre es llamado a ofrecer, no lo que tiene, sino lo que
es. Es un asunto muy querido de la iconografía; sintetiza el mensaje del
Evangelio en una sola palabra : «alegraos y adorad... que toda criatura
que respira dé gracias a Dios». Este es el alivio maravilloso del peso del
mundo, de la pesadez del hombre mismo. Durante la liturgia, todo está dirigido
hacia la parusía divina: El Rey de reyes, Cristo, avanza, ‘rodeado de su corte
celestial, del cortejo de los ángeles y de los santos; y esto es lo único
necesario, el reino encontrado y vivido; el hombre no puede sino hacer brotar
de todo su ser el canto de gloria: «Representando místicamente a los
querubines, cantemos a la Trinidad vivificante el himno tres veces santo;
depongamos todos los cuidados del mundo, para recibir al Rey de todas las
cosas, escoltado invisiblemente por los ejércitos angélicos. Aleluya, Aleluya,
Aleluya». Como en el triple Amén de la epiclesis, en «el reino, el poder y la
gloria», doxología de la oración dominical, encontramos de nuevo el sello
trinitario, el pleroma. Este reino no sólo viene; el Memorial litúrgico es una
anamnesis epifánica: recuerda lo que viene y da testimonio de su venida, de su
parusía. Para responder a su vocación doxológica el hombre es un ser
carismático, como lo dice claramente san Pablo: «Habéis sido sellados con el
Espíritu Santo de la promesa... y Dios adquirió (a estos hombres sellados con
el Espíritu Santo) para alabanza de su gloria» (Ef 1,14). No se podría precisar
más exactamente el destino litúrgico del hombre.
La meditación patrística se orienta siempre hacia la opus
Dei, hacia la doxología eternal. «Avanzo cantándote», exclama san Juan Clímaco
con la misma alegría que se transparenta a través de las palabras tan aladas de
san Gregorio Nacianceno:
«Tu gloria, Cristo, es el hombre al que has hecho como un
ángel y cantor de tu gloria.. - Por ti vivo, hablo y canto.., la única ofrenda
que me queda de todas mis posesiones». Y san Gregorio Palamás:
«El hombre, iluminado, alcanza cimas eternales... y ya aquí,
en la tierra, se hace todo milagro. Y aun sin estar en el cielo, concurre con
las fuerzas celestiales en el canto incesante; manteniéndose en la tierra
como un ángel, conduce hacia Dios a toda criatura».
Vemos a los grandes espirituales y místicos que siguen la
llamada personal, que escalan la subida al Carmelo y al Tabor; son elegidos; el
Espíritu los conduce a donde el hombre, contemplando la luz de Dios, llega a
ser él mismo luz. Pero sobre el fondo de estos senderos fulgurantes, la Iglesia
se dirige a todos y los introduce «graciosamente», gratuitamente, en el tiempo
y en el espacio litúrgicos, en el culto que reproduce todos los momentos de la
vida del Señor, hechos «contemporáneos» de los fieles; el milagro es que esta
experiencia del conocimiento de Dios se ofrece a todos: «Reunidos en tu templo,
nos vemos en la luz de tu gloria celestial», canta la Iglesia.
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