Paul Evdokímov, La connaissance de Dieu selon la Tradition Orientale , X. Mappus, Lyon. Paulinas, Madrid,
1969. (agotado).
INTRODUCCIÓN
El texto que
presentamos hoy resume las 12 lecciones dadas en la Facultad de Teología de
Lión (cátedra de ecumenismo) entre el 28 de febrero y el 5 de marzo de 19661. El tema general de los cursos era el
conocimiento de Dios en la enseñanza patrística, litúrgica e iconográfica de la Iglesia ortodoxa.
Este tema nos
parece uno de los más aptos para hacer captar cierta diferencia de perspectiva
teológica en Oriente y en Occidente y servir así al diálogo ecuménico.
Ciertamente el conocimiento de Dios no es un problema: no surge de la
especulación filosófica o teológica. Es el misterio de la revelación divina y,
por consiguiente, brota de la experiencia directa de ésta. De ahí resulta
inmediatamente que no se trata de aportar la solución, por otra parte
inexistente a ese nivel, porque precisamente estamos ante el misterio y no ante
un problema. Es evidente que nunca se puede racionalizar un misterio; por el
contrario, se le puede hacer "luminoso", según la expresión de
Gabriel Marcel. Nuestra tarea, pues, será el mostrar cómo se ha planteado este
tema en la conciencia eclesial en Oriente y cuáles son los elementos de la
tradición que proyectan sobre él alguna luz.
Capítulo
I: ALGUNAS CONSIDERACIONES PREVIAS DE ORDEN HISTÓRICO
Los acontecimientos
políticos, a finales del siglo V, separan a Occidente de Oriente. Roma y
Bizancio se encuentran forzosamente ante problemas distintos. Las tradiciones
locales se forman y la reflexión teológica se sitúa en climas sociales,
intelectuales y espirituales heterogéneos.
Pero de todos
modos, y en todo caso, se puede adelantar que cada tradición, en su tipo
acentuado, presenta siempre cierta individualización de la única revelación
según el genio propio de cada una de estas tradiciones. Como dice el
historiador Bardy en su estudio El sentido de la unidad: «El Oriente más
místico, se entrega completamente a la contemplación de los misterios de Dios y
a la meditación de la deificación; el Occidente, más moralizador, se ocupa de
la manera cómo el hombre rendirá cuentas a Dios». El Occidente reflexiona sobre
todo sobre la gracia y la libertad, sobre el pecado original y la
predestinación. Así la teología y sobre todo la antropología de san Agustín, más tarde la soteriología de san Anselmo, la
gnoseología de santo Tomás, son muy diferentes de la teología de san Atanasio,
de los grandes Capadocios, de san Máximo, de san Juan Damasceno, de san
Gregorio Palamás. Al principio, estas diferencias no representaban más que
aspectos complementarios de la misma riqueza, cuando la casa de Dios, la Iglesia , era una. En un
momento determinado el amor a la unidad, el deseo mismo de ser uno se agotó;
ahora Oriente y Occidente se buscan, más aún, buscan juntos la unidad en otro
tiempo muy real y tan trágicamente perdida en la historia.
Los términos
«tradición oriental» o «tradición occidental» hacen sentir inmediatamente su
insuficiencia formal: hoy las nociones puramente geográficas han quedado
superadas. Sin embargo, se puede hablar de ciertas «dominantes» que se forman y
se afirman a través de milenios, a pesar de la coexistencia, en el seno de la
misma comunión, de tipos teológicos acentuadamente diferentes2
Por medio de sus
facultades naturales, el hombre, contemplando el mundo puede elevarse al
conocimiento, no de Dios, sino de la gloria de Dios; como filósofo puede
formular la noción del Ser absoluto. Pero aquí se pone el límite infranqueable.
Según san Pablo, el conocimiento vivo de Dios como Padre celestial es acto
gratuito de su revelación.
Más que nunca la
existencia humana lleva consigo una exigencia de claridad ineludible, plantea
la única cuestión sería que puede dirigirse a todo hombre. Más allá de toda
literatura catequética o apologética, al nivel de la conciencia despojada de
todo prejuicio, el hombre creyente del siglo XX es invitado a responder: ¿qué
es Dios? y el hombre ateo, el que lo niega; tiene que precisar qué es el objeto
de su negación.
La pregunta
sorprende, y, si la respuesta tarda en llegar, el silencio es reparador. Esta
cuestión es reveladora para el hombre mismo, es una manera también de decirle:
¿Qué eres tú?
El que dijere: Dios es Creador,
Providencia, Salvador, repasa los capítulos de un manual, o da testimonio de
una especulación, de una distancia dialéctica entre Dios y él mismo. Dios, en
ese caso, no es el Todo, captado apasionada y espontáneamente, en un dato
inmediato de su Revelación. Uno de los ascetas más severos, san Juan Clímaco,
decía que hay que amar a Dios como un prometido ama a su prometida. Un amante,
un apasionado de su objeto, dirá: «¡Esto es todo!,.. ¡esto es mi vida!... ¡no
hay más que esto!... todo lo demás no cuenta, es como si no existiera». San
Gregorio de Nisa, en el colmo de su asombro, deja escapar simplemente estas
palabras: «Tú a quien ama mi alma... »
La tradición
patrística renuncia a toda definición formal, porque Dios está más allá de toda
palabra humana: «Los conceptos crean ídolos de Dios, sólo la admiración
comprende algo», confiesa san Gregorio de Nisa. Para los Padres la palabra de
Dios3 es el vocativo que se dirige al
Inefable».
Pero el misterio
del Creador se refleja en el espejo de la criatura y hace decir a Teófilo de
Antioquía: « Muéstrame tu hombre y yo te mostraré mi Dios». San Pedro habla del
homo cordis absconditus, el hombre oculto del corazón (1 Pe 3,4) El Deus
absconditus, Dios misterioso, creó su pareja: el homo absconditus, el
hombre misterioso, su icono, su imagen viviente.
La vida espiritual
brota en los «pastos del corazón», en sus espacios libres, desde el momento en
que en él se encuentran estos dos seres misteriosos, Dios y el hombre. «Lo más
grande entre Dios y el hombre, es aman y ser amado», áfirman los grandes
maestros de la vida espiritual.
«No se puede ver a
Dios y seguir viviendo». Esta advertencia bíblica significa para los Padres: no
se puede ver a Dios con la luz de nuestra razón, jamás se puede definir a
Dios porque toda definición es una limitación. Y sin embargo «nos es más
íntimo que nosotros mismos». A este nivel de profundidad, de su asombrosa
proximidad Dios vuelve su rostro hacia el hombre y le dice: «Yo soy el que
soy», y por otra parte: «Yo soy el Santo». Escogió entre sus Nombres
precisamente el que más le oculta. Es «el tres veces Santo», exclaman los
ángeles en el Sanctus, poniendo así de relieve el carácter incomparable,
absolutamente único, de la santidad divina. La sabiduría, el poder, aun el amor
pueden encontrar afinidades y semejanzas; por el contrario sólo la santidad no
tiene analogía aquí abajo, no puede ser ni medida, ni comparada con ninguna
realidad de este mundo. Ante la zarza ardiente, ante el fuego devorador del tu
solus Sanctus, todo lo humano no es más que «polvo y ceniza». Cuando la
santidad de Dios se manifiesta, provoca inmediatamente el mysterium
tremendum, el sentimiento formidable e irresistible del «totalmente otro».
Estando delimitados
los abismos infranqueables, Dios revela inmediatamente su conformidad
misteriosa: «el abismo llama al abismo» y, «como en el agua, el rostro responde
al rostro». El Dios «filántropo», «amigo de los hombres», trasciende su propia
trascendencia hacia el hombre, lo saca de su nada y lo llama a su vez a
trascender su inmanencia hacia el Santo. El hombre puede hacerlo, porque el
Santo divino quiso tomar su rostro. Más aún, «el Hombre de dolor» hace ver «al
Hombre de deseo»: al eterno amante que ama todo amor y se introduce en nosotros
para que podamos revivir en él. Dice a toda alma:; «Ponme como sello sobre tu
corazón, como sello sobre tu brazo; porque es fuerte el amor como la. muerte,
sus llamas son llamas de YHVH» (Cant 8,6).
Por eso la Escritura proclama: «Sed
santos como yo soy Santo; y cuando Pedro y Pablo quieren definir el fin de la
vida cristiana, hablan de la participación de la santidad de Dios (2 Pe
1,4; Heb 12,10).
Pero ¿qué significa
la santidad en el contexto histórico del mundo moderno, mundo
profundamente desacralizado? En el mejor de los casos es cortésmente relegada a
los claustros, lejos del mundo de los hombres, lo que quiere decir que no
interesa al hombre de hoy, la considera como un objeto inútil, que le estorba,
buena para ser relegada a los graneros de la historia. Pero hay más: aun en los
medios conformistas de la religión establecida, el nombre mismo de Dios provoca
en un alma sincera un reflejo inmediato de hastío. La hermosa mediocridad de
los «hombres religiosos» que se toman en serio impone su mentalidad hecha de
discursos edificantes y de sermones cuyas fórmulas vacías se presentan con
ostentación en medio de la inflación verbal universal e impone el estilo pesado
de las reglas y coacciones. Una vida religiosa domesticada, socializada,
democratizada, segrega las apariencias menos atrayentes. Los Padres del
Concilio Vaticano II ¿no afirmaron de la manera más clarividente que el único
culpable del ateísmo actual es la cristiandad misma, su teología escolástica,
su predicación arcaica, su catecismo inadecuado a su objeto? En estas
circunstancias resuena una llamada poderosa a volver a las fuentes, a hacer que
resuene de nuevo la. voz de los Padres, a escuchar el misterio de la liturgia y
el silencio contemplativo del icono, de la imagen, a aprender de la tradición,
para conocer lo que su savia misma dice sobre el conocimiento vivo de Dios.
1 Al reproducir los cursos dados oralmente, aligeramos el texto de
todo aparato de citas. Los que las busquen, encontrarán lo esencial de ellas en
nuestra obra L'Orthodoxie, ed. Delachaux et Niestlé, Neuchâtel-Paris,
1959.
2 El Oriente conoció teólogos y aun escuelas bajo la influencia
latina o protestante; así la
Academia de Teología de Kiev en los siglos XVI y XVII
fuertemente latinizante (Metrop. Pedro Moguila) o el Patriarca de
Constantinopla Cirilo Lukaris en el siglo XVII, formado en la teología de
Calvino.
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