Capítulo IX: LA EXPERIENCIA MÍSTICA A LA LUZ DE LA TRADICIÓN ORIENTAL
Paul Evdokímov, La connaissance de Dieu selon la Tradition Orientale, X. Mappus, Lyon. Paulinas, Madrid,
1969. (agotado).
Aun a riesgo de repetirnos reafirmando algunas cosas,
vamos a tratar de hacer el balance en una síntesis viva que presente la
experiencia de los grandes místicos.
La palabra «mística» está emparentada con la noción
bíblica del misterio y designa el lazo de unión más íntimo entre Dios y el
hombre, su comunión de naturaleza nupcial. Esta última unión es el secreto de
la sabiduría divina, lo oculto de su designio sobre el destino eterno del
hombre.
La tradición oriental jamás ha distinguido claramente
entre «mística» y «teología», es decir entre la experiencia personal de los
misterios divinos y el dogma confesado por la Iglesia. Jamás ha conocido el
divorcio entre la teología y la espiritualidad, ni la devotio moderna con
sus formas de piedad individual.
La experiencia mística vive el contenido de la fe
común y la teología la ordena y sistematiza. Así la vida de todo fiel, asceta o
místico, está estructurada por el elemento dogmático de la liturgia y la
doctrina refiere la experiencia íntima de la verdad vivida por los santos y
los Padres de la Iglesia. La teología es mística y la vida mística es
teológica; ésta es la cumbre de la teología, teología por excelencia,
contemplación de la Trinidad.
Cuanto más místicas son la teología y la vida, más
concretas son; los sacramentos son místicos por excelencia y son los actos más
concretos.
Desde el siglo IV los Padres identifican el misterio
de la salvación con la sustancia de los sacramentos, lo que explica en san
Cirilo de Jerusalén el título de sus lecciones: Catequesis mistagógica, en
san Máximo el Confesor el de Mistagogia dado a sus meditaciones sobre la
liturgia; el Pseudo-Dionisio intitula uno de sus tratados: Teología mística.
Así, la «vida mística» significa «vida cristiana»,
desde que se convierte en la vivencia del amor de Dios que se apodera del ser
humano y de lo que el hombre debe ser perfectamente consciente. Hay que
subrayar el carácter eminentemente existencial de la fe. Para san Gregorio de
Nisa, el hombre que no es movido por el Espíritu Santo no es un ser humano;
para san Simeón el Nuevo Teólogo, el que no es consciente de haberse revestido
de Cristo, anula la gracia del bautismo.
El culto de los mártires los muestra llenos de la
presencia de Cristo, emparentados con Cristo crucificado y resucitado. La
catarsis ascética de purificación se reduce aquí al momento sublime de un don
total de sí mismo. Ese momento, extendido a toda la vida, constituye la ascesis
y los ascetas son los herederos directos de los mártires. La cruz es previa a
la luz fulgurante de la resurrección. Sin embargo, si todo místico es asceta,
no todo asceta es «místico» en el sentido más particular del que está «colmado
de gracia». Así la ascesis nunca es un fin, sino un medio para llegar, si
Dios lo quiere, al estado de la unidad nupcial entre Dios y el alma
humana. Este grado último de la experiencia mística depende de la gracia de
Dios; todo lo que el hombre puede hacer aquí es hacer de su ser «lugar de
Dios», lugar teofánico de su presencia. No existe ninguna «técnica» que permita
hacerse maestro de la experiencia de Dios. El medio más avanzado cultiva el
recogimiento silencioso, «hesiquia»; el hombre se prosterna en el colmo de la
humildad orante, que es el «estremecimiento del alma ante la puerta del reino»;
esta puerta no se abre sino bajo el impulso del acto libre de Dios. La Escala
paradisíaca de san Juan Clímaco enseña que la caridad madura no se da en el
punto de partida, sino al término de la unión con Dios. El Dios bíblico nos ama
con amor celoso, que nos desea enteramente; en Dios es donde la caridad universal
se despliega sin trabas, cuando Dios se hace «todo en todos».
Si san Juan dice: «seremos semejantes a él», san Pablo
habla en presente: «nosotros reflejamos como en un espejo la gloria del Señor;
somos transformados en esa misma imagen, cada vez más gloriosa». El rostro
descubierto, los cristianos como Moisés reflejan la gloria de Cristo. La
contemplación de Dios en Cristo los hace semejantes a Dios. Así la vida
cristiana en todos sus grados lleva consigo la gracia de cierta visión de
Dios, aunque crepuscular, y que transforma el alma a su imagen; lleva consigo,
pues, creer, unirse, conocer y metamorfosearse en imagen y en parecido de
Dios.
1 - El objeto de la experiencia mística
Sensible en sumo grado a la impenetrabilidad del misterio
divino, el oriente niega radicalmente toda visión de la esencia divina,
eternamente trascendente. San Juan Crisóstomo niega la visión de la esencia a
los santos en el cielo; Marcos de Efeso, en el concilio de Florencia, se la
niega aun a los ángeles. La esencia de Dios está más allá de todo nombre, de
toda palabra; por eso una multitud de nombres la designa: Bueno, Justo, Santo,
Todopoderoso... Cuando decimos: «infinito» y «no engendrado», por esa forma
negativa confesamos nuestra impotencia y tocamos el límite puesto por la
apofasis. Dios es incomparable en el sentido absoluto por la ausencia radical
de toda escala de comparación. La teología catafática, positiva, es
«simbólica»; no se aplica sino a los atributos revelados, a las manifestaciones
de Dios en el mundo. Se traza un círculo de silencio alrededor del abismo intradivino,
alrededor de Dios en sí mismo.
«Las concepciones crean ídolos de Dios, dice san
Gregorio de Nisa; sólo el asombro y la admiración captan algo». La admiración
es ese sentido muy preciso de la distancia infranqueable, que se sitúa más allá
de todo conocimiento, «más allá aun de la incognoscencia, hasta la cima más
alta de las Escrituras místicas, donde los misterios simples, absolutos e
incorruptibles de la teología se revelan en la tiniebla más que luminosa del
silencio» (Dionisio).
No se trata de la impotente debilidad humana, sino de
la insondable e incognoscible profundidad de la esencia divina. La oscuridad
inherente a la fe protege el misterio inviolable de la proximidad de Dios. En
el sentido de cierto velo Isaac el Sirio afirma que aun la visión de Dios no
suprime la fe, se hace «una segunda fe», superior a la fe común. Cuanto más
presente está Dios más oculto es, más misterioso en su naturaleza misma. La
«tiniebla deslumbrante» no es más que una manera de expresar la proximidad más
real y al mismo tiempo incomprensible, imperceptible. «Encontrar a Dios
consiste en buscarle sin cesar... Ver verdaderamente a Dios es no estar nunca
harto de desearle». Dios es el «eternamente buscado». «Permanece oculto en su
misma epifanía».
La síntesis palamita expone correctamente la mística
ortodoxa. Es la mística paradójica de «la oscuridad divina», franja de su luz.
Del conocimiento al nivel del hombre, el Espíritu transporta por participación
al conocimiento al nivel de Dios. Esta es la teognosis joánica por la
inhabitación del Verbo y la iluminación interior por la luz divina increada.
La experiencia mística la vive desde su aspecto interior, oculto, hasta su
irradiación exterior: los nimbos de los santos, la luminosidad de su cuerpo,
la luz tabórica y la de la resurrección, luz vista por medio de los ojos
transfigurados, abiertos por el Espíritu.
2 - La deificación
La «teosis», el estado deificado del ser humano, su
penetración por las energías divinas expresa el ideal religioso del oriente. La
antropología oriental es la ontología de la deificación; iluminación progresiva
del ser cósmico y del hombre. Por sus sacramentos y su liturgia, la Iglesia
aparece el lugar de esta metamorfosis que da testimonio de la vida de Dios en
lo humano. Los Padres profundizan la «filiación» paulina a la luz joánica: el
hijo es aquel en quien el Dios trinitario hace su morada. El Espíritu nos
conduce al Padre por Jesucristo, haciéndonos «concorpóreos» con él (Efesios,
3, 6), imagen visiblemente eucarística. San Cirilo de Jerusalén pone un
acento muy fuerte sobre el hecho de que los que participan del banquete del
Señor se hacen «concorpóreos y con-sanguíneos» de Cristo. El hombre es
verdaderamente cristificado, verbificado, «el barro recibe la dignidad real...
se transforma en sustancia del Rey» (Nicolás Cabasilas).
Hay que subrayar una vez más la estrecha unión que
existe entre la teología y la mística, entre el itinerario sacramental y la
vida del alma en Cristo. La regla de oro de todo el pensamiento patrístico
enuncia: «Dios se hace hombre para que el hombre se haga dios»; «el hombre se
hace según la gracia lo que Dios es según la naturaleza»; participa de las
condiciones de la vida divina. A imagen del pan y del vino, el hombre por la
acción epiclética se hace partecita de la naturaleza deificada de Cristo. La
eucaristía, «levadura de la inmortalidad» y poder mismo de la resurrección, se
une con la naturaleza humana; las energías divinas la penetran y la
transfiguran. Se puede decir que la vida mística es la toma de conciencia cada
vez más plena de la vida sacramental. La descripción de una y otra bajo la
misma figura de las «bodas místicas» muestra la naturaleza idéntica de las dos.
Como lo dice Teodoreto de Ciro: «consumiendo la carne del Esposo y su sangre,
entramos en la koinonía nupcial».
3- La visión
de Dios
En la tradición judía, Moisés es la figura del que
contempla la luz; por eso son Moisés y Elías los que rodean a Cristo
transfigurado, porque fueron grandes visionarios. La nube luminosa acompaña al
éxodo, cubre el tabernáculo, llena el templo; es el lugar de la shekinah, gloria
de Dios, signo fulgurante de la presencia divina. El pueblo de la palabra
—«escucha Israel»—, cuando se trata de las realidades mesiánicas, oye: «levanta
los ojos y ve». La transfiguración del Señor abre la visión propiamente
apocalíptica.
Para san Ireneo, la visión de Dios se coloca en la
escatología. Alejandría, con Clemente y Orígenes, traza una doctrina
fuertemente intelectualista de la «visión-gnosis» de Dios, del abismo del Padre
y de la Mónada simple. Por el contrario, san Atanasio pondrá todo el acento
sobre la deificación y verá el ideal cristiano en la espiritualidad del desierto
que goza de las primicias de la incorruptibilidad. Con los Capadocios,
constituye el objeto de la teología el conocimiento de la Trinidad. En san
Basilio, la gnosis cede el sitio a la comunión con el Dios Trinidad; la llama
«la intimidad con Dios», «la unión por amor». Dice sin embargo:
«aun afirmando que conocemos a nuestro Dios en sus
energías, no prometemos acercarnos a él en su esencia misma. Porque si sus
energías descienden hasta nosotros, su esencia permanece inaccesible». Toda
visión de Dios es trinitaria: en el Espíritu Santo vemos la imagen del Hijo y
por él al arquetipo abisal, al Padre. Para Gregorio Nacianceno, es la
contemplación «de las tres luces que no forman más que una sola luz», «el
esplendor reunido» de la Trinidad que rebasa el entendimiento: «Trinidad,
cuyas sombras confusas me llenan de emoción».
San Gregorio de Nisa dice por su parte:
«Así es cierto a la vez que el corazón puro ve a Dios
y que nadie vio jamás a Dios. Efectivamente lo que es invisible por naturaleza
se hace visible por sus energías apareciendo en ciertos contornos de su
naturaleza».
La visión es interiorizada; el alma contempla en su
imagen purificada, como en un espejo, la luz divina, permaneciendo Dios
imperceptible en cuanto a su naturaleza. Aquí la experiencia mística se centra
en la inhabitación del Verbo en el alma y en la tensión de amor, epectasis
hacia la naturaleza inaccesible de Dios.
Para san Juan Crisóstomo y la escuela de Antioquía,
en el siglo futuro se verá a Cristo revestido de gloria divina, se verá a Dios
en la humanidad de Cristo. Por el contrario, para san Cirilo de Alejandría, no
será únicamente la naturaleza humana deificada del Verbo, sino la Persona
divina encarnada la que se hará ver en la gloria y luz comunes de los Tres Únicos.
San Máximo da una síntesis vigorosa: la visión de los elegidos se presenta
como una revelación energética de la divinidad en la Persona de Cristo; su
cuerpo será una teofanía visible. Esta es una visión que sobrepasa el
entendimiento, así como los sentidos; se dirige a todo el hombre: una comunión
de la persona con el Dios personal. San Atanasio el Sinaíta se refiere a la
«visión cara a cara» (Mateo, 18,10; 1 Cor 13,12), precisando que se dice «de
persona a persona», y no «de naturaleza a naturaleza». No es la naturaleza la
que ve a la naturaleza, es la persona la que ve a la Persona. Esta es
precisamente la respuesta ortodoxa a los argumentos de los iconoclastas formulada
por san Teodoro Studita: la imagen es siempre desemejante al prototipo» en
cuanto a la esencia»; pero le es parecido «en cuanto a la hipóstasis» y «al
nombre». Es la Hipóstasis del Verbo encarnado y no su naturaleza divina o
humana, la que está representada en los iconos de Cristo. Se trata, pues, de
una comunión con la Persona de Cristo, en la que se compenetran las energías
de las dos naturalezas, la naturaleza creada y la naturaleza increada. Así el
culto de los iconos inicia ya la visión de Dios. San Juan Damasceno la profundiza
y precisa: en la unión hipostática, la humanidad de Cristo participa de la
gloria divina y nos hace ver a Dios. La visión «cara a cara» es una comunión
con la Persona divina de Cristo.
San Simeón, el Nuevo Teólogo, hace pasar del contexto
cristológico al plano pneumatológico, a la luz increada que el Espíritu Santo
revela y de la que el hombre participa totalmente. Su experiencia trasciende
los límites del ser creado; es una salida hacia el misterio del «día octavo».
La contemplación mística alcanza la visión escatológica. En el siglo futuro,
el Espíritu Santo aparecerá en todo como luz, pero será la Persona de Cristo la
que será vista en una comunión personal con cada uno.
La síntesis palamita termina la tradición patrística,
supera el dualismo de lo sensible y de lo inteligible. La trascendencia divina
significa que Dios se da a conocer al hombre entero, sin que se pueda hablar de
una visión propiamente sensible o intelectual. La frontera se sitúa entre lo
creado y lo increado. Esto no es ni reducción de lo sensible a lo inteligible,
ni materialización de lo espiritual, sino comunión del hombre entero con lo
increado, unión de la persona humana con Dios por encima de toda limitación de
la naturaleza creada. «La naturaleza divina es participable no en sí misma,
sino en sus energías». «El que participa de la energía divina, se hace él
mismo, de alguna manera, luz», dice Palamás. Esta luz no es ni material, ni
espiritual, sino divina, increada; se comunica a todo el hombre y le hace
vivir en la comunión con la Santísima Trinidad, bienaventuranza del siglo
futuro. Este es el estado deificado, en el que Dios será todo en todos,
esplendor inefable de su gloria, anticipada en los sacramentos y asimilada
progresivamente en la experiencia de los santos. Esta es la escatología
inaugurada, porque, como dice Palamás: «no hay más que una sola y una misma
luz divina: la del Tabor, la contemplada por las almas purificadas desde ahora,
la de la parusía y los bienes eternos futuros».
4 - El lugar de la vida ascética
Negativamente y visto desde abajo, el ascetismo es la
«lucha invisible», incesante, sin descanso; positivamente y visto desde arriba
es la iluminación, adquisición de los dones, el paso al estado carismático.
Un asceta empieza por la visión de su propia realidad
humana. «Conócete a ti mismo», porque «nadie puede conocer a Dios si
primeramente no se conoce a sí mismo». «El que ha visto su pecado es más grande
que el que ha visto a los ángeles». El arte ascético representa una especie de
escafandra para descender y explorar los abismos propios, poblados de
monstruos. Después de esta «instantánea» del abismo propio, el alma aspira
realmente a la misericordia divina: «desde el abismo de mis iniquidades, invoco
el abismo de tu gracia». La elevación es gradual y hace subir con dificultad
«la escala paradisíaca». El clima de la humanidad, cada vez más profundo,
envuelve toda la duración de la vida ascética. Se llama la atención sobre la
fuente espiritual del mal; éste no viene de la naturaleza, sino que se consuma
en el espíritu. La ascesis aspira al dominio de lo espiritual sobre lo material
y lleva consigo una rehabilitación ascética de la materia. El pecado carnal es
el pecado del espíritu contra la carne.
El esfuerzo ascético convierte las pasiones y las hace
converger hacia la espera silenciosa del momento en que Dios revista al alma
de la forma divina. El eros purificado pasa por un desprecio radical de todo
espíritu de posesión egocéntrica y se hace amor en el sentido más fuerte: «la
intensidad del ágape», como dice san Gregorio de Nisa: «Ver realmente a Dios es
no encontrar nunca hartura para este deseo». Cuando el alma descentrada de sí
misma en una «despropiciación-humildad» total, «la gnosis se transforma en
amor-unión».
5 - La ascensión mística
El camino místico alcanza las cimas de la libertad de
los hijos de Dios; pero interiormente está sostenido y estructurado por el
dogma vivido en la liturgia y los sacramentos. Fuera de la Iglesia no hay
mística. Sin embargo, el amor místico es lo menos «organizable»; la vida
mística no posee ninguna técnica; éste es el campo de la ascesis.
El corazón se abre en toda la medida de su receptibilidad
hacia la proyección en el hombre del misterio de la Encarnación, de la
inhabitación del Verbo, realizada y perpetuada ya por la eucaristía. Sólo Dios
hace conocer a Dios; el Espíritu Santo une con el Hijo y por él con el Padre.
La cumbre de la vida mística, según san Simeón está en el encuentro personal
con Cristo que habla en nuestros corazones por el Espíritu Santo.
Abrevada en la fuente litúrgica, guiada por el dogma,
la vida mística, sobria y despojada, sorprende por su equilibrio perfecto. Su
«pasión impasible» descarta radicalmente toda búsqueda de los fenómenos
visuales o sensitivos, excluye toda curiosidad. Aun el éxtasis es el hecho, no de
lo perfectos, sino de los novicios: «Si veis a un joven subir por su propia
voluntad al cielo, cogedle por el pie y tiradle hacia la tierra, porque eso no
le sirve de nada». La taumaturgia, la fama miraculorum, es el hecho no
del espiritual, sino del psíquico. «No te esfuerces por discernir durante la
oración alguna imagen o figura; sé inmaterial en presencia del Inmaterial»,
aconseja Evagrio.
Apariciones raras, vienen siempre como una gracia y
vencen la resistencia instintiva de los místicos. Visión de luz increada,
luminosidad del cuerpo y su aligeramiento hasta la levitación, pero ninguna llaga
sangrante, ningún dolorismo. El oriente venerará en la cruz no tanto el leño
del suplicio cuanto el árbol de la vida que reverdece de nuevo en el corazón del
mundo. Signo de victoria, la cruz estrecha entre sus brazos al mundo y rompe
las puertas del infierno. Esta es la experiencia cada vez más inmediata del
Transfigurado y del Resucitado que hace brotar un estremecimiento de alegría
pascual. Esta es la mística del sepulcro sellado y resplandeciente de donde
brota la vida eterna.
El Oriente no conoce confesiones, memorias,
autobiografías de santos. El lenguaje de los místicos, en lo poco que han
dejado de sus escritos, es diferente del de los teólogos. Hablan en términos de
experiencia siempre antinómica y paradójica, en términos de comunión y de amor.
La vida mística es esencialmente la vida en lo divino
y lo divino en oriente no es ante todo el poder, sino la fuente del brote de la
«nueva criatura». El estado místico muestra la superación de la condición
misma de la criatura. Dios es más íntimo al hombre que el hombre lo es a sí
mismo y la vida en lo divino es más «sobrenaturalmente natural» al hombre que
la vida en lo humano. En un bautizado, Cristo es un hecho interior. Esta es la
experiencia antinómica de la nada y del Absoluto; sin suprimir el hiato del
abismo ontológico, Dios lo llena con su presencia. Un ser viene de la nada y
vive las condiciones de la vida divina por participación: «Soy hombre por naturaleza
y dios por la gracia». Dios trasciende su propia trascendencia: «Viene
súbitamente y, sin confusión, se confunde conmigo... Mis manos son las de un
desgraciado; muevo mi mano y mi mano es todo Cristo», dice san Simeón. Esta
bajada, la parusía de Cristo, en el alma, la forma a su imagen. Es lo que san
Juan Damasceno llama: la «vuelta de lo que es contrario a la naturaleza hacia
lo que le es propio».
Visto desde arriba, un santo está ya tejido todo él de
luz. Sin intentar una imitación cualquiera, sigue a Cristo, reproduce
interiormente su imagen:
«La pureza del corazón es el amor de los débiles que
caen». El alma se dilata y se expande en caridad cósmica; asume el mal
universal, atraviesa la agonía de Getsemaní y se eleva a esa otra visión que la
despoja de todo juicio: «El que está purificado ve el alma de su prójimo». El
semejante ve al semejante: «Cuando alguien ve a todos los hombres buenos y
cuando nadie se le presenta como impuro, entonces se puede decir que es
auténticamente puro de corazón... Si ves a tu hermano en trance de pecar,
arroja sobre sus espaldas el manto de tu amor», dice san Isaac. Un amor
semejante es operante, porque «cambia la sustancia misma de las cosas», según
san Juan Crisóstomo.
Esto ya no es el paso de las pasiones a la continencia,
del pecado a la gracia, sino el paso del temor al amor: «El perfecto rechaza el
temor, desdeña las recompensas y ama con todo su corazón», afirma san Isaac.
El alma se eleva por encima de todo signo determinado,
fuera de toda representación y de toda imagen. Lo múltiple deja el sitio al uno
y al simple. El alma, imagen, espejo de Dios, se hace morada de
Dios. La elevación mística la orienta hacia el reino: «Si lo propio de la
sabiduría es el conocimiento de las realidades, nadie se llamará sabio, si no
abarca también las cosas futuras». «Un espiritual de los últimos tiempos, dice
san Isaac, recibe la gracia que le conviene». Esta es la visión iconográfica
de la «liturgia divina». El coro celestial de los ángeles donde la «oveja perdida»,
la humanidad, ocupa su sitio, está ante el Cordero místico del Apocalipsis,
rodeado del triple círculo de las esferas. Sobre la blancura del mundo
celestial resalta la púrpura real de la pasión, tirando al resplandor del
mediodía sin ocaso, color iconográfico del amor divino revestido de la
humanidad. Es la vuelta del hombre a su dignidad celestial. En el momento de la
ascensión de Cristo, ya brotaron los gritos de los ángeles:
«¿Quién es este rey de gloria?» y ahora los ángeles
están en un profundo asombro ante el último misterio: la oveja perdida se hace
una cosa con el Pastor. El Cantar de los Cantares canta las bodas del Verbo y
de su prometida. El amor es el amante; el alma traída cada vez más
violentamente se arroja en la tiniebla luminosa de Dios. Se siente la impotencia
de las palabras: tiniebla luminosa, embriaguez sobria, pozo de agua viva,
movimiento estable...
«Te has hecho hermosa acercándote a mi luz; tu
acercamiento ha traído sobre ti la participación de mi belleza...
Acercándose a la luz, el alma se hace luz». A este nivel no se trata de
instruirse sobre Dios, sino de recibirle y de convertirse en él. «La ciencia
hecha amor» es claramente de naturaleza eucarística: «El vino que alegra el
corazón se llama desde la pasión la sangre de la vid», y «la vid mística
derrama la embriaguez sobria». «El amor es Dios que lanza la flecha, su Hijo
unigénito; después de haber humedecido las tres extremidades de la punta con
el espíritu vivificante; la punta es la fe que no sólo introduce la flecha,
sino al Arquero con ella» (san Gregorio de Nisa).
El alma transformada en paloma de luz sube siempre.
Toda adquisición se convierte en un nuevo punto de partida. Gracia sobre
gracia. «Habiendo puesto una vez el pie en la escala sobre la que se había
apoyado Dios, no cesa de subir..., cada paso termina siempre en el más allá».
Esta es la escala de Jacob.
Al encuentro del hombre vienen «no sólo los ángeles,
sino el Señor de los ángeles. Pero ¿qué diré del que es inefable? ¿Cómo se
podrá expresar con palabras lo que el ojo no vio, lo que el oído no oyó, lo que
no ha venido al corazón del hombre?», murmura a nuestro oído san Simeón.
Cesa todo movimiento, la oración misma cambia de
naturaleza: «el alma ora fuera de la oración». Esta es la hesiquia, el silencio
del espíritu, su descanso que está por encima de toda oración, la paz que
sobrepuja toda paz. Este es ya el cara a cara dilatado por toda la eternidad,
cuando según las hermosas palabras de san Gregorio de Nisa: «Dios viene al alma
y el alma emigra a Dios».
El apofatismo oriental da testimonio del Espíritu
Santo, Persona que permanece desconocida, pero que manifiesta todas las cosas
de Dios y hace real toda vida espiritual. Siempre consciente, ésta profundiza
el conocimiento espiritual que san Isaac llama «el sentido de la vida eterna» y
«el sentido de las realidades ocultas». Su perfección es la «contemplación-participación»
de la luz divina de la Santísima Trinidad, manifestada en la visión de la
Hipóstasis de Cristo transfigurado y dada ya desde aquí abajo a los santos que
viven ya el festín del encuentro.
Las revelaciones sobre el camino de las ascensiones
parecen oscuras y luminosas simultáneamente. Las fulguraciones se oscurecen a
medida de las claridades más altas que nos esperan y así hasta la eternidad y
el más allá. El mismo Misterio se vela sin cesar para descubrirse también sin
cesar, convirtiéndose cada punto de llegada en un nuevo plinto de partida.
Pero tampoco el hombre, el sujeto, permanece el mismo. La interiorización hace
encontrar de nuevo el cosmos, materia litúrgica de alabanza en el fondo del
alma en el silencio cada vez más lleno de Dios. El hombre experimenta
transfiguraciones, que son otras tantas superaciones, en una línea de cimas del
infinito. Todo es único, nuevo, recibido como una nueva gracia de alegría y
dicha pascual.
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