sábado, 28 de septiembre de 2013

El conocimiento de Dios en la Tradición Oriental. Capítulo IX


Capítulo IX: LA EXPERIENCIA MÍSTICA A LA LUZ DE LA TRADICIÓN ORIENTAL
 
 
 
Paul Evdokímov, La connaissance de Dieu selon la Tradition Orientale, X. Mappus, Lyon. Paulinas, Madrid, 1969. (agotado).
 
 
 
 
 
 
Aun a riesgo de repetirnos reafirmando algu­nas cosas, vamos a tratar de hacer el balance en una síntesis viva que presente la experiencia de los gran­des místicos.
 
La palabra «mística» está emparentada con la noción bíblica del misterio y designa el lazo de unión más íntimo entre Dios y el hombre, su co­munión de naturaleza nupcial. Esta última unión es el secreto de la sabiduría divina, lo oculto de su designio sobre el destino eterno del hombre.
La tradición oriental jamás ha distinguido cla­ramente entre «mística» y «teología», es decir entre la experiencia personal de los misterios divinos y el dogma confesado por la Iglesia. Jamás ha cono­cido el divorcio entre la teología y la espiritualidad, ni la devotio moderna con sus formas de piedad individual.
 
La experiencia mística vive el contenido de la fe común y la teología la ordena y sistematiza. Así la vida de todo fiel, asceta o místico, está estruc­turada por el elemento dogmático de la liturgia y la doctrina refiere la experiencia íntima de la ver­dad vivida por los santos y los Padres de la Igle­sia. La teología es mística y la vida mística es teológica; ésta es la cumbre de la teología, teología por excelencia, contemplación de la Trinidad.
Cuanto más místicas son la teología y la vida, más concretas son; los sacramentos son místicos por excelencia y son los actos más concretos.
Desde el siglo IV los Padres identifican el mis­terio de la salvación con la sustancia de los sacramentos, lo que explica en san Cirilo de Jerusalén el título de sus lecciones: Catequesis mistagógica, en san Máximo el Confesor el de Mistagogia dado a sus meditaciones sobre la liturgia; el Pseudo-Dio­nisio intitula uno de sus tratados: Teología mís­tica.
Así, la «vida mística» significa «vida cristia­na», desde que se convierte en la vivencia del amor de Dios que se apodera del ser humano y de lo que el hombre debe ser perfectamente consciente. Hay que subrayar el carácter eminentemente exis­tencial de la fe. Para san Gregorio de Nisa, el hom­bre que no es movido por el Espíritu Santo no es un ser humano; para san Simeón el Nuevo Teólogo, el que no es consciente de haberse revestido de Cris­to, anula la gracia del bautismo.
 
El culto de los mártires los muestra llenos de la presencia de Cristo, emparentados con Cristo cru­cificado y resucitado. La catarsis ascética de purifi­cación se reduce aquí al momento sublime de un don total de sí mismo. Ese momento, extendido a toda la vida, constituye la ascesis y los ascetas son los herederos directos de los mártires. La cruz es previa a la luz fulgurante de la resurrección. Sin embargo, si todo místico es asceta, no todo asceta es «místico» en el sentido más particular del que está «colmado de gracia». Así la ascesis nunca es un fin, sino un medio para llegar, si Dios lo quie­re, al estado de la unidad nupcial entre Dios y el alma humana. Este grado último de la experiencia mística depende de la gracia de Dios; todo lo que el hombre puede hacer aquí es hacer de su ser «lugar de Dios», lugar teofánico de su presencia. No existe ninguna «técnica» que permita hacerse maestro de la experiencia de Dios. El medio más avanzado cultiva el recogimiento silencioso, «hesi­quia»; el hombre se prosterna en el colmo de la humildad orante, que es el «estremecimiento del alma ante la puerta del reino»; esta puerta no se abre sino bajo el impulso del acto libre de Dios. La Escala paradisíaca de san Juan Clímaco enseña que la caridad madura no se da en el punto de partida, sino al término de la unión con Dios. El Dios bíblico nos ama con amor celoso, que nos de­sea enteramente; en Dios es donde la caridad uni­versal se despliega sin trabas, cuando Dios se ha­ce «todo en todos».
 
Si san Juan dice: «seremos semejantes a él», san Pablo habla en presente: «nosotros reflejamos como en un espejo la gloria del Señor; somos trans­formados en esa misma imagen, cada vez más glo­riosa». El rostro descubierto, los cristianos como Moisés reflejan la gloria de Cristo. La contempla­ción de Dios en Cristo los hace semejantes a Dios. Así la vida cristiana en todos sus grados lleva con­sigo la gracia de cierta visión de Dios, aunque cre­puscular, y que transforma el alma a su imagen; lleva consigo, pues, creer, unirse, conocer y meta­morfosearse en imagen y en parecido de Dios.
 
 


1 - El objeto de la experiencia mística
 
Sensible en sumo grado a la impenetrabilidad del misterio divino, el oriente niega radicalmente toda visión de la esencia divina, eternamente tras­cendente. San Juan Crisóstomo niega la visión de la esencia a los santos en el cielo; Marcos de Efeso, en el concilio de Florencia, se la niega aun a los ángeles. La esencia de Dios está más allá de todo nombre, de toda palabra; por eso una multitud de nombres la designa: Bueno, Justo, Santo, Todopode­roso... Cuando decimos: «infinito» y «no engendra­do», por esa forma negativa confesamos nuestra im­potencia y tocamos el límite puesto por la apofasis. Dios es incomparable en el sentido absoluto por la ausencia radical de toda escala de comparación. La teología catafática, positiva, es «simbólica»; no se aplica sino a los atributos revelados, a las ma­nifestaciones de Dios en el mundo. Se traza un círculo de silencio alrededor del abismo intra­divino, alrededor de Dios en sí mismo.
«Las concepciones crean ídolos de Dios, dice san Gregorio de Nisa; sólo el asombro y la admiración captan algo». La admiración es ese sentido muy preciso de la distancia infranqueable, que se sitúa más allá de todo conocimiento, «más allá aun de la incognoscencia, hasta la cima más alta de las Escrituras místicas, donde los misterios simples, ab­solutos e incorruptibles de la teología se revelan en la tiniebla más que luminosa del silencio» (Dioni­sio).
No se trata de la impotente debilidad humana, sino de la insondable e incognoscible profundidad de la esencia divina. La oscuridad inherente a la fe protege el misterio inviolable de la proximidad de Dios. En el sentido de cierto velo Isaac el Si­rio afirma que aun la visión de Dios no suprime la fe, se hace «una segunda fe», superior a la fe co­mún. Cuanto más presente está Dios más oculto es, más misterioso en su naturaleza misma. La «tinie­bla deslumbrante» no es más que una manera de expresar la proximidad más real y al mismo tiem­po incomprensible, imperceptible. «Encontrar a Dios consiste en buscarle sin cesar... Ver verdadera­mente a Dios es no estar nunca harto de desearle». Dios es el «eternamente buscado». «Permanece ocul­to en su misma epifanía».
La síntesis palamita expone correctamente la mística ortodoxa. Es la mística paradójica de «la oscuridad divina», franja de su luz. Del conoci­miento al nivel del hombre, el Espíritu transporta por participación al conocimiento al nivel de Dios. Esta es la teognosis joánica por la inhabitación del Verbo y la iluminación interior por la luz di­vina increada. La experiencia mística la vive desde su aspecto interior, oculto, hasta su irradiación ex­terior: los nimbos de los santos, la luminosidad de su cuerpo, la luz tabórica y la de la resurrección, luz vista por medio de los ojos transfigurados, abier­tos por el Espíritu.
 
 
2 - La deificación
 
La «teosis», el estado deificado del ser humano, su penetración por las energías divinas expresa el ideal religioso del oriente. La antropología oriental es la ontología de la deificación; iluminación progre­siva del ser cósmico y del hombre. Por sus sacramentos y su liturgia, la Iglesia aparece el lugar de esta metamorfosis que da testimonio de la vida de Dios en lo humano. Los Padres profundizan la «filia­ción» paulina a la luz joánica: el hijo es aquel en quien el Dios trinitario hace su morada. El Es­píritu nos conduce al Padre por Jesucristo, hacién­donos «concorpóreos» con él (Efesios, 3, 6), imagen vi­siblemente eucarística. San Cirilo de Jerusalén po­ne un acento muy fuerte sobre el hecho de que los que participan del banquete del Señor se hacen «concorpóreos y con-sanguíneos» de Cristo. El hombre es verdaderamente cristificado, verbificado, «el barro recibe la dignidad real... se transforma en sustancia del Rey» (Nicolás Cabasilas).
Hay que subrayar una vez más la estrecha unión que existe entre la teología y la mística, entre el itinerario sacramental y la vida del alma en Cris­to. La regla de oro de todo el pensamiento patrís­tico enuncia: «Dios se hace hombre para que el hombre se haga dios»; «el hombre se hace según la gracia lo que Dios es según la naturaleza»; par­ticipa de las condiciones de la vida divina. A ima­gen del pan y del vino, el hombre por la acción epiclética se hace partecita de la naturaleza deifi­cada de Cristo. La eucaristía, «levadura de la in­mortalidad» y poder mismo de la resurrección, se une con la naturaleza humana; las energías divinas la penetran y la transfiguran. Se puede decir que la vida mística es la toma de conciencia cada vez más plena de la vida sacramental. La descrip­ción de una y otra bajo la misma figura de las «bodas místicas» muestra la naturaleza idéntica de las dos. Como lo dice Teodoreto de Ciro: «consumiendo la carne del Esposo y su sangre, entramos en la koinonía nupcial».
 


3-  La visión de Dios
 
En la tradición judía, Moisés es la figura del que contempla la luz; por eso son Moisés y Elías los que rodean a Cristo transfigurado, porque fueron grandes visionarios. La nube luminosa acompaña al éxodo, cubre el tabernáculo, llena el templo; es el lugar de la shekinah, gloria de Dios, signo fulgu­rante de la presencia divina. El pueblo de la palabra —«escucha Israel»—, cuando se trata de las realidades mesiánicas, oye: «levanta los ojos y ve». La transfiguración del Señor abre la visión propia­mente apocalíptica.
Para san Ireneo, la visión de Dios se coloca en la escatología. Alejandría, con Clemente y Orígenes, traza una doctrina fuertemente intelectualista de la «visión-gnosis» de Dios, del abismo del Padre y de la Mónada simple. Por el contrario, san Ata­nasio pondrá todo el acento sobre la deificación y verá el ideal cristiano en la espiritualidad del de­sierto que goza de las primicias de la incorrupti­bilidad. Con los Capadocios, constituye el objeto de la teología el conocimiento de la Trinidad. En san Basilio, la gnosis cede el sitio a la comunión con el Dios Trinidad; la llama «la intimidad con Dios», «la unión por amor». Dice sin embargo:
«aun afirmando que conocemos a nuestro Dios en sus energías, no prometemos acercarnos a él en su esencia misma. Porque si sus energías descien­den hasta nosotros, su esencia permanece inaccesi­ble». Toda visión de Dios es trinitaria: en el Espí­ritu Santo vemos la imagen del Hijo y por él al ar­quetipo abisal, al Padre. Para Gregorio Naciance­no, es la contemplación «de las tres luces que no forman más que una sola luz», «el esplendor reu­nido» de la Trinidad que rebasa el entendimiento: «Trinidad, cuyas sombras confusas me llenan de emoción».
San Gregorio de Nisa dice por su parte:
«Así es cierto a la vez que el corazón puro ve a Dios y que nadie vio jamás a Dios. Efectivamen­te lo que es invisible por naturaleza se hace visi­ble por sus energías apareciendo en ciertos contor­nos de su naturaleza».
 
La visión es interiorizada; el alma contempla en su imagen purificada, como en un espejo, la luz divina, permaneciendo Dios imperceptible en cuan­to a su naturaleza. Aquí la experiencia mística se centra en la inhabitación del Verbo en el alma y en la tensión de amor, epectasis hacia la naturaleza inaccesible de Dios.
 
Para san Juan Crisóstomo y la escuela de An­tioquía, en el siglo futuro se verá a Cristo revestido de gloria divina, se verá a Dios en la humanidad de Cristo. Por el contrario, para san Cirilo de Alejan­dría, no será únicamente la naturaleza humana dei­ficada del Verbo, sino la Persona divina encarnada la que se hará ver en la gloria y luz comunes de los Tres Únicos. San Máximo da una síntesis vigoro­sa: la visión de los elegidos se presenta como una revelación energética de la divinidad en la Perso­na de Cristo; su cuerpo será una teofanía visible. Esta es una visión que sobrepasa el entendimiento, así como los sentidos; se dirige a todo el hombre: una comunión de la persona con el Dios personal. San Atanasio el Sinaíta se refiere a la «visión ca­ra a cara» (Mateo, 18,10; 1 Cor 13,12), precisando que se dice «de persona a persona», y no «de naturaleza a naturaleza». No es la naturaleza la que ve a la naturaleza, es la persona la que ve a la Persona. Esta es precisamente la respuesta ortodoxa a los argumentos de los iconoclastas formu­lada por san Teodoro Studita: la imagen es siem­pre desemejante al prototipo» en cuanto a la esen­cia»; pero le es parecido «en cuanto a la hipóstasis» y «al nombre». Es la Hipóstasis del Verbo encar­nado y no su naturaleza divina o humana, la que está representada en los iconos de Cristo. Se tra­ta, pues, de una comunión con la Persona de Cris­to, en la que se compenetran las energías de las dos naturalezas, la naturaleza creada y la natura­leza increada. Así el culto de los iconos inicia ya la visión de Dios. San Juan Damasceno la profun­diza y precisa: en la unión hipostática, la humanidad de Cristo participa de la gloria divina y nos hace ver a Dios. La visión «cara a cara» es una comunión con la Persona divina de Cristo.
 
San Simeón, el Nuevo Teólogo, hace pasar del contexto cristológico al plano pneumatológico, a la luz increada que el Espíritu Santo revela y de la que el hombre participa totalmente. Su experiencia trasciende los límites del ser creado; es una salida hacia el misterio del «día octavo». La contempla­ción mística alcanza la visión escatológica. En el siglo futuro, el Espíritu Santo aparecerá en todo como luz, pero será la Persona de Cristo la que se­rá vista en una comunión personal con cada uno.
 
La síntesis palamita termina la tradición pa­trística, supera el dualismo de lo sensible y de lo inteligible. La trascendencia divina significa que Dios se da a conocer al hombre entero, sin que se pueda hablar de una visión propiamente sensible o intelectual. La frontera se sitúa entre lo creado y lo increado. Esto no es ni reducción de lo sensible a lo inteligible, ni materialización de lo espiritual, sino comunión del hombre entero con lo increado, unión de la persona humana con Dios por encima de toda limitación de la naturaleza creada. «La natu­raleza divina es participable no en sí misma, sino en sus energías». «El que participa de la energía di­vina, se hace él mismo, de alguna manera, luz», di­ce Palamás. Esta luz no es ni material, ni espiri­tual, sino divina, increada; se comunica a todo el hombre y le hace vivir en la comunión con la Santísima Trinidad, bienaventuranza del siglo futuro. Este es el estado deificado, en el que Dios será todo en todos, esplendor inefable de su gloria, an­ticipada en los sacramentos y asimilada progresiva­mente en la experiencia de los santos. Esta es la escatología inaugurada, porque, como dice Pala­más: «no hay más que una sola y una misma luz divina: la del Tabor, la contemplada por las almas purificadas desde ahora, la de la parusía y los bie­nes eternos futuros».
 
 
4 - El lugar de la vida ascética
 
Negativamente y visto desde abajo, el ascetismo es la «lucha invisible», incesante, sin descanso; posi­tivamente y visto desde arriba es la iluminación, ad­quisición de los dones, el paso al estado carismático.
Un asceta empieza por la visión de su propia realidad humana. «Conócete a ti mismo», porque «nadie puede conocer a Dios si primeramente no se conoce a sí mismo». «El que ha visto su pecado es más grande que el que ha visto a los ángeles». El arte ascético representa una especie de escafandra para descender y explorar los abismos propios, po­blados de monstruos. Después de esta «instantánea» del abismo propio, el alma aspira realmente a la misericordia divina: «desde el abismo de mis iniquidades, invoco el abismo de tu gracia». La eleva­ción es gradual y hace subir con dificultad «la esca­la paradisíaca». El clima de la humanidad, cada vez más profundo, envuelve toda la duración de la vida ascética. Se llama la atención sobre la fuente espi­ritual del mal; éste no viene de la naturaleza, sino que se consuma en el espíritu. La ascesis aspira al dominio de lo espiritual sobre lo material y lleva consigo una rehabilitación ascética de la materia. El pecado carnal es el pecado del espíritu contra la carne.
El esfuerzo ascético convierte las pasiones y las hace converger hacia la espera silenciosa del momen­to en que Dios revista al alma de la forma divina. El eros purificado pasa por un desprecio radical de todo espíritu de posesión egocéntrica y se hace amor en el sentido más fuerte: «la intensidad del ágape», como dice san Gregorio de Nisa: «Ver realmente a Dios es no encontrar nunca hartura para este deseo». Cuando el alma descentrada de sí misma en una «des­propiciación-humildad» total, «la gnosis se transfor­ma en amor-unión».
 
5 - La ascensión mística
 
El camino místico alcanza las cimas de la liber­tad de los hijos de Dios; pero interiormente está sos­tenido y estructurado por el dogma vivido en la li­turgia y los sacramentos. Fuera de la Iglesia no hay mística. Sin embargo, el amor místico es lo menos «organizable»; la vida mística no posee ninguna técnica; éste es el campo de la ascesis.
El corazón se abre en toda la medida de su re­ceptibilidad hacia la proyección en el hombre del misterio de la Encarnación, de la inhabitación del Verbo, realizada y perpetuada ya por la eucaristía. Sólo Dios hace conocer a Dios; el Espíritu Santo une con el Hijo y por él con el Padre. La cumbre de la vida mística, según san Simeón está en el en­cuentro personal con Cristo que habla en nuestros corazones por el Espíritu Santo.
Abrevada en la fuente litúrgica, guiada por el dogma, la vida mística, sobria y despojada, sorpren­de por su equilibrio perfecto. Su «pasión impasible» descarta radicalmente toda búsqueda de los fenóme­nos visuales o sensitivos, excluye toda curiosidad. Aun el éxtasis es el hecho, no de lo perfectos, sino de los novicios: «Si veis a un joven subir por su pro­pia voluntad al cielo, cogedle por el pie y tiradle hacia la tierra, porque eso no le sirve de nada». La taumaturgia, la fama miraculorum, es el hecho no del espiritual, sino del psíquico. «No te esfuerces por discernir durante la oración alguna imagen o fi­gura; sé inmaterial en presencia del Inmaterial», aconseja Evagrio.
Apariciones raras, vienen siempre como una gra­cia y vencen la resistencia instintiva de los místicos. Visión de luz increada, luminosidad del cuerpo y su aligeramiento hasta la levitación, pero ninguna lla­ga sangrante, ningún dolorismo. El oriente venerará en la cruz no tanto el leño del suplicio cuanto el ár­bol de la vida que reverdece de nuevo en el corazón del mundo. Signo de victoria, la cruz estrecha entre sus brazos al mundo y rompe las puertas del infierno. Esta es la experiencia cada vez más inmediata del Transfigurado y del Resucitado que hace brotar un estremecimiento de alegría pascual. Esta es la mís­tica del sepulcro sellado y resplandeciente de donde brota la vida eterna.


El Oriente no conoce confesiones, memorias, autobiografías de santos. El lenguaje de los místi­cos, en lo poco que han dejado de sus escritos, es diferente del de los teólogos. Hablan en términos de experiencia siempre antinómica y paradójica, en términos de comunión y de amor.
La vida mística es esencialmente la vida en lo divino y lo divino en oriente no es ante todo el poder, sino la fuente del brote de la «nueva criatura». El es­tado místico muestra la superación de la condición misma de la criatura. Dios es más íntimo al hombre que el hombre lo es a sí mismo y la vida en lo divino es más «sobrenaturalmente natural» al hombre que la vida en lo humano. En un bautizado, Cristo es un hecho interior. Esta es la experiencia antinómica de la nada y del Absoluto; sin suprimir el hiato del abismo ontológico, Dios lo llena con su presencia. Un ser viene de la nada y vive las condiciones de la vida divina por participación: «Soy hombre por natu­raleza y dios por la gracia». Dios trasciende su propia trascendencia: «Viene súbitamente y, sin confusión, se confunde conmigo... Mis manos son las de un des­graciado; muevo mi mano y mi mano es todo Cris­to», dice san Simeón. Esta bajada, la parusía de Cristo, en el alma, la forma a su imagen. Es lo que san Juan Damasceno llama: la «vuelta de lo que es contrario a la naturaleza hacia lo que le es propio».
 
Visto desde arriba, un santo está ya tejido todo él de luz. Sin intentar una imitación cualquiera, si­gue a Cristo, reproduce interiormente su imagen:
«La pureza del corazón es el amor de los débiles que caen». El alma se dilata y se expande en cari­dad cósmica; asume el mal universal, atraviesa la agonía de Getsemaní y se eleva a esa otra visión que la despoja de todo juicio: «El que está purificado ve el alma de su prójimo». El semejante ve al seme­jante: «Cuando alguien ve a todos los hombres bue­nos y cuando nadie se le presenta como impuro, en­tonces se puede decir que es auténticamente puro de corazón... Si ves a tu hermano en trance de pe­car, arroja sobre sus espaldas el manto de tu amor», dice san Isaac. Un amor semejante es operante, por­que «cambia la sustancia misma de las cosas», según san Juan Crisóstomo.
Esto ya no es el paso de las pasiones a la conti­nencia, del pecado a la gracia, sino el paso del temor al amor: «El perfecto rechaza el temor, desdeña las recompensas y ama con todo su corazón», afirma san Isaac.
El alma se eleva por encima de todo signo de­terminado, fuera de toda representación y de toda imagen. Lo múltiple deja el sitio al uno y al simple. El alma, imagen, espejo de Dios, se hace morada de Dios. La elevación mística la orienta hacia el reino: «Si lo propio de la sabiduría es el conocimien­to de las realidades, nadie se llamará sabio, si no abarca también las cosas futuras». «Un espiritual de los últimos tiempos, dice san Isaac, recibe la gra­cia que le conviene». Esta es la visión iconográfica de la «liturgia divina». El coro celestial de los án­geles donde la «oveja perdida», la humanidad, ocupa su sitio, está ante el Cordero místico del Apoca­lipsis, rodeado del triple círculo de las esferas. Sobre la blancura del mundo celestial resalta la púrpura real de la pasión, tirando al resplandor del mediodía sin ocaso, color iconográfico del amor divino revesti­do de la humanidad. Es la vuelta del hombre a su dignidad celestial. En el momento de la ascensión de Cristo, ya brotaron los gritos de los ángeles:
«¿Quién es este rey de gloria?» y ahora los ángeles están en un profundo asombro ante el último mis­terio: la oveja perdida se hace una cosa con el Pas­tor. El Cantar de los Cantares canta las bodas del Verbo y de su prometida. El amor es el amante; el alma traída cada vez más violentamente se arroja en la tiniebla luminosa de Dios. Se siente la impoten­cia de las palabras: tiniebla luminosa, embriaguez sobria, pozo de agua viva, movimiento estable...
«Te has hecho hermosa acercándote a mi luz; tu acercamiento ha traído sobre ti la participación de mi belleza... Acercándose a la luz, el alma se hace luz». A este nivel no se trata de instruirse sobre Dios, sino de recibirle y de convertirse en él. «La ciencia hecha amor» es claramente de naturaleza eucarística: «El vino que alegra el corazón se llama desde la pasión la sangre de la vid», y «la vid mís­tica derrama la embriaguez sobria». «El amor es Dios que lanza la flecha, su Hijo unigénito; después de haber humedecido las tres extremidades de la pun­ta con el espíritu vivificante; la punta es la fe que no sólo introduce la flecha, sino al Arquero con ella» (san Gregorio de Nisa).
El alma transformada en paloma de luz sube siempre. Toda adquisición se convierte en un nuevo punto de partida. Gracia sobre gracia. «Habiendo puesto una vez el pie en la escala sobre la que se había apoyado Dios, no cesa de subir..., cada paso termina siempre en el más allá». Esta es la escala de Jacob.
Al encuentro del hombre vienen «no sólo los án­geles, sino el Señor de los ángeles. Pero ¿qué diré del que es inefable? ¿Cómo se podrá expresar con palabras lo que el ojo no vio, lo que el oído no oyó, lo que no ha venido al corazón del hombre?», murmura a nuestro oído san Simeón.


Cesa todo movimiento, la oración misma cambia de naturaleza: «el alma ora fuera de la oración». Esta es la hesiquia, el silencio del espíritu, su descan­so que está por encima de toda oración, la paz que sobrepuja toda paz. Este es ya el cara a cara dilatado por toda la eternidad, cuando según las hermosas palabras de san Gregorio de Nisa: «Dios viene al alma y el alma emigra a Dios».

 

El apofatismo oriental da testimonio del Espíritu Santo, Persona que permanece desconocida, pero que manifiesta todas las cosas de Dios y hace real toda vida espiritual. Siempre consciente, ésta pro­fundiza el conocimiento espiritual que san Isaac llama «el sentido de la vida eterna» y «el sentido de las realidades ocultas». Su perfección es la «con­templación-participación» de la luz divina de la Santísima Trinidad, manifestada en la visión de la Hipóstasis de Cristo transfigurado y dada ya desde aquí abajo a los santos que viven ya el festín del encuentro.

 

Las revelaciones sobre el camino de las ascen­siones parecen oscuras y luminosas simultáneamente. Las fulguraciones se oscurecen a medida de las cla­ridades más altas que nos esperan y así hasta la eter­nidad y el más allá. El mismo Misterio se vela sin cesar para descubrirse también sin cesar, convir­tiéndose cada punto de llegada en un nuevo plinto de partida. Pero tampoco el hombre, el sujeto, per­manece el mismo. La interiorización hace encontrar de nuevo el cosmos, materia litúrgica de alabanza en el fondo del alma en el silencio cada vez más lleno de Dios. El hombre experimenta transfiguraciones, que son otras tantas superaciones, en una línea de cimas del infinito. Todo es único, nuevo, recibido co­mo una nueva gracia de alegría y dicha pascual.

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