Capítulo
IV LA IV ANTROPOLOGIA DE
LOS PADRES
Paul Evdokímov, La connaissance de Dieu selon la Tradition Orientale , X. Mappus, Lyon. Paulinas, Madrid,
1969. (agotado).
1. La
dimensión trascendente de la existencia humana
San
Focio, patriarca de Constantinopla, transmite bien la inspiración de la
tradición patrística al advertir que es en su misma estructura donde el
hombre aborda "el enigma de la
teología". Creado a imagen de Dios, el hombre se convierte en teología
viviente, en «lugar teológico» por excelencia.
Los
Padres definen el tipo humano partiendo de la imago Dei del Arquetipo
divino; con este elemento divino de la naturaleza humana estructuran la
esencia del hombre. Así la antropología alcanza el nivel de una teología del
hombre. Esta, en su amplitud, se remonta hasta el estado anterior al pecado
original. Aun después de la caída, el estado edénico, el primer destino no pesa
menos con toda su carga sobre el destino terrestre y la vocación del hombre. La
escatología es una de las dimensiones del tiempo inherente a la historia;
permite un conocimiento místico de las primeras y de las últimas cosas y
presupone por consiguiente cierta inmanencia del paraíso y del reino de Dios.
«El reino de Dios está cerca, está en medio de vosotros», dice el Evangelio.
«El paraíso se ha hecho de nuevo accesible al hombre», dice san Gregorio de
Nisa. Según el oficio de la
Navidad , el ángel con la espada resplandeciente se aleja del
árbol de la vida cuyos frutos -la vida eterna- se ofrecen desde entonces en la
eucaristía. A la nostalgia innata de la inmortalidad y del paraíso, siempre
normativos de la verdadera naturaleza, corresponde la presencia real del
Reino. El tiempo litúrgico es ya la eternidad y el espacio sagrado del templo,
litúrgicamente orientado, es ya el oriente del reino. La eternidad no es ni
anterior ni posterior al tiempo. La «nueva criatura» trasciende la historia
hacia el advenimiento de las condiciones del reino, manifestadas ya aquí abajo,
en la existencia terrestre de los santos. Un encuentro aun furtivo con un santo
es ya una ventana abierta sobre el Reino; por esta abertura el sol nos inunda.
«El alma cristiana es la vuelta al paraíso», dicen los Padres, y la historia es
«la espera del alma ante las puertas del reino». La parte del hombre, su
participación en la obra de su salvación tendrá siempre su lado antinómico. Por
una parte, «si Dios mirara los méritos, nadie entraría en el reino», dice
Marcos el Ermitaño; y, por otra parte, según el adagio patrístico: «Dios lo
puede todo, menos coaccionar al hombre para que le ame». La verdad no puede
ser sino una llamada, una invitación a su festín, invitación que encierra la
virtualidad de una negativa posible. La fe es ese sí profundo y sagrado
que el hombre pronuncia en la fuente de su ser; y entonces «el hombre es
justificado por la fe» (Rom 3,28). Por su amor el hombre se coloca libre y
totalmente en el objeto de su fe. Pero desde que abandona las cimas del
misterio, la razón lanza la red deformadora de su «luz natural». Ya el prefijo
«pre» en la presciencia y predestinación aprisiona la Sabiduría de Dios en las
categorías del tiempo y reduce la Encarnación a solo la soteriología, a un
medio de salvamento.
Ahora
bien, la razón profunda de la
Encarna ción no viene del hombre, sino de Dios, de su deseo
de hacerse hombre y de hacer de su humanidad consubstancial a todos una
Teofanía, su morada trinitaria: «Vendremos a él y haremos morada en él» (Jn
14,23). Según Metodio de Olimpo: «El Verbo bajó para hacerse hombre antes de
los siglos». Las grandes síntesis de Máximo el Confesor prolongan la línea
indicada por Ireneo y Atanasio: «Dios creó el mundo para hacerse hombre en él y
para que el hombre se hiciera en él dios por la gracia y participara de las
condiciones de la existencia divina... En su Consejo, Dios decide unirse con el
ser humano para deificarlo», lo
que no tiene medida común con el perdón
y la salvación solamente. Por encima de la curva posible de la caída,
Dios esculpió el rostro humano mirando en su Sabiduría a la humanidad eterna
de Cristo (Col 1,15; 1 Cor 15,47; Jn 3,11).
A
propósito de la
Encarnación , el Credo de Nicea confiesa: «por nosotros, los
hombres y por nuestra salvación». El padre Sergio Boulgakov precisa: el «por
nuestra salvación» designa la redención y el «por nosotros, los
hombres», la deificación. Esta, según san Pablo, es «una sabiduría
divina, misteriosa, oculta, que Dios predestinó para nuestra gloria antes de
los siglos» (1 Cor 2,7). La economía de la Gloria está más allá de toda opción angélica o
humana, de Lucifer o de Adán.
A
la caída responden la expiación y el juicio, a la Encarnación la
deificación y el reino. Lo que hace ver en la Iglesia el organismo de la
salvación, los medios de santificación, pero también, y ya la salvación misma,
la presencia del reino. La recapitulación en Cristo del cielo y de la tierra
es universal y no excluye a nadie; sin embargo su término realizado es un
misterio trascendente del Padre y no permite prejuzgar: a lo más, una esperanza
abierta...
2 - La constitución del ser
humano
Según
la Biblia el
alma vivifica al cuerpo, lo hace «alma viviente», y el espíritu «pneumatiza» a
todo el ser humano. Lo corporal y lo psíquico existen uno en el otro, regido
cada uno por sus propias leyes; lo espiritual no es la tercera esfera, sino el
principio de cualificación que se expresa a través de lo psíquico y lo carnal
y los hace espirituales. Según las palabras de san Agustín,
el hombre puede hacerse carnal hasta en su espíritu, o espiritual hasta en su
carne. El espíritu es ese punto avanzado que comunica con el más allá y
participa de él.
Demasiado
amplio en su significación, el espíritu no puede servir de centro hipostático
del ser humano. Hay que buscarlo en la noción bíblica del corazón. Según los
judíos, se piensa con el corazón, porque integra todas las facultades del
espíritu humano. Es el centro radiante, pero que permanece oculto en su
misteriosa profundidad.
Mis
sentimientos, mis pensamientos, mis actos, mi conciencia me pertenecen, son
míos y de ellos tengo conciencia; pero el yo está más allá de lo «mío»;
es trascendente a sus propias manifestaciones. Aquí no se trata del yo
empírico, cognoscible, sino del yo espiritual que escapa a toda investigación.
Esta es la «noción-límite», centro de la totalidad que Jung llama "Selbst",
el uno mismo. Sólo la intuición mística lo descubre y sólo el
símbolo del corazón lo designa. «¿Quién puede conocer el corazón?», pregunta
Jeremías, y responde inmediatamente: «Sólo Dios sondea el corazón». También san
Gregorio de Nisa subraya esta misma profundidad misteriosa:
Nuestra
naturaleza espiritual existe según la imagen del Creador; se parece a lo que
está por encima de ella (a su Arquetipo divino); en la incognoscibilidad de sí
mismo, manifiesta el sello de lo inaccesible».
La
presencia de Dios se manifiesta en los "espacios o pastos del
corazón"; y a este nivel se sitúa
la persona. El "personalismo" filosófico jamás alcanza a dar
una definición satisfactoria de la persona humana. La única luz viene del
dogma trinitario, porque el hombre en su estructura refleja lo divino. Cada
Persona divina es una donación subsistente en el Otro y en la «circuminsesión»
de los Tres únicos. Hablando estrictamente, sólo en Dios existe la Persona y sólo Dios
personaliza toda persona humana, la sitúa en su verdad.
«Dios
honró al hombre concediéndole la libertad»; por eso «el Espíritu no engendra
ninguna voluntad que le resista. No transforma por divinización sino a la que
lo quiere», dice san Máximo. La angustia que el espíritu humano puede sentir
viene de lo arbitrario siempre posible y que lo acecha; porque puede rehusar la
vida, decir no a la existencia. El hombre está suspendido en cada momento entre
el ser que tiene la vocación de realizar y la vuelta a la nada de donde ha sido
sacado (sic); éste es el riesgo grande y noble de toda existencia y la
tensión suprema de la esperanza: «Siendo capaz el poder divino de inventar una
esperanza donde ya no hay esperanza y un camino en lo imposible», dice magníficamente
san Gregorio de Nisa. Lo imposible es esa tensión entre lo normativo de la
imagen de Dios y lo real caído.
El
hombre es un proyecto viviente de Dios. El debe descifrarlo y construir
libremente su destino. Así la existencia es la tensión creadora para descubrir
y vivir la propia verdad y entonces la verdad se hace vida: «No conozco la
verdad sino cuando se hace vida en mí», advertía profundamente Kierkegaard.
"Ya
no os llamo siervos... os llamo amigos» (Jn 15,15). Por encima de la ética de
los esclavos y de los mercenarios, el Evangelio propone la «ética de los amigos
de Dios». Nuestra libertad y por consiguiente nuestro libre «obrar humano» se
convierten en la verdadera libertad cuando se ponen dentro del «obrar de Dios»:
la verdad es la que hace verdaderamente libres (Jn 8,32).
La
gracia apremia en secreto a toda alma, sin coaccionarla jamás. En respuesta, la
fe no es una sumisión ciega, ni simple adhesión, sino fidelidad consciente y
total de la persona a la
Persona. Estas son las relaciones nupciales; la Biblia se sirve siempre de
ellas para describir las relaciones entre Dios y el hombre. Al decir el "fiat", el "sí",
me identifico con el ser amado. Dios pide al hombre la realización de la
voluntad del Padre, como si ésta fuera la voluntad propia del hombre. Este es
el sentido del «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto».
Ante
Dios, la voluntad humana proclama: «Hágase tu voluntad». Pero podemos decir «sí»,
porque también podemos decir «que no se haga tu voluntad»; nuestro sí resuena
plenamente, porque resuena libremente, porque podemos decir no. Es preciso,
pues, que este sí sea engendrado en lo más profundo de nuestro ser; por eso la
que lo pronuncia por todos en el momento de la anunciación, es una Virgen,
nueva Eva, Madre de los vivientes y fuente vivificante. Dios no da órdenes,
sino lanza invitaciones, llamadas: «Escucha, Israel», o «si quieres ser
perfecto». Al decreto de un tirano responde una resistencia sorda; a la
invitación del Señor del banquete, la aceptación gozosa de «el que tiene
oídos... » En los «vasos de barro» Dios ha depositado su libertad, su imagen.
Si es posible el fracaso, si en el acto creador se incluye la hipótesis de la
ruina. es que la libertad de los «dioses», su libre amor, constituye la esencia
misma de la persona humana.
La
palabra latina "persona", lo mismo que el "prosopon"
en griego, significa "máscara". Enseña la inexistencia de un
orden humano autónomo; porque existir es participar del ser o de la nada. En
esta participación el hombre realiza la semejanza, el icono de Dios, o la
desemejanza, la mueca demoníaca de un mono de Dios. San Gregorio de Nisa lo
dice claramente: "La humanidad se compone de hombres de rostro de ángel y
de hombres que llevan la marca de la bestia». Así el hombre puede reavivar la
llama de amor o el fuego de la gehenna; puede convertir su sí en
uniones infinitas; puede también con su no romper su ser en
separaciones infernales. Según san Juan (1 Jn 3,2), en el siglo futuro
«seremos semejantes a él», semejantes a Cristo en su comunión perfecta de lo
divino y humano. El hombre fue creado a imagen de Dios con vistas a esta
comunión. Los postulados del conocimiento de Dios se encuentran, pues, en la
estructura misma de su ser.
La
imagen y la semejanza de Dios
Todos
los antropologistas, creyentes o incrédulos, están de acuerdo en la definición
del hombre: un ser que aspira a superarse, un ser que tiende hacia lo que es
más grande que él. Se necesitaría a un san Pablo para descifrar a ese «dios
desconocido», para dar el nombre a esa aspiración fundamental cuya
fuente es la imago Dei. Esa «imagen», para los Padres de la Iglesia , no es una idea
reguladora o instrumental, sino el principio constitutivo del ser humano.
El
pecado, según san Juan (1 Jn 4,6), es la "anomía", el desorden,
transgresión del límite normativo, constitutivo del ser humano, confusión
profunda de los lechos ontológicos de la naturaleza. La perversión reclama el
acto terapéutico, reconstrucción de la estructura normativa. La "catarsis
ética", purificación de las pasiones, desemboca en la «catarsis
ontológica», curación de la naturaleza. Se trata del restablecimiento de la
forma primera, de la restauración de la imagen arquetípica.
San
Atanasio recoge la afirmación de san Ireneo y formula la regla de oro de la Tradición : "Dios se
hace hombre, para que el hombre se haga dios". Insiste sobre el carácter
ontológico de la participación de lo divino por medio de la imagen. La imagen
es constitutiva hasta el punto que «creación» significa «participación»: el
hombre es creado como un ser participante, predestinado en su misma estructura
a la iluminación de su "nous" que le confiere la facultad
innata de la "teognosia", del conocimiento de Dios. También san
Basilio dice: «Como en un microcosmo, en ti verás la impronta de la sabiduría
divina». Se ve al entendimiento en su intencionalidad original, orientada hacia
Dios: «De la naturaleza misma poseemos el deseo ardiente de lo bello... todo
aspira a Dios». San Gregorio Nacianceno hablando del soplo divino subraya el
carismatismo inicial que irradia la imagen. Así el hombre no sólo está ordenado
moralmente a lo divino, sino que es «de la raza divina» como dice san Pablo (Act
17,29). Según san Gregorio Niseno, «el hombre está emparentado con Dios», es deiforme
en su naturaleza, lo que le predestina a la "teosis", a la
"deificación", a la comunión más íntima con Dios. Si inteligencia,
sabiduría, amor son a imagen de las mismas realidades en Dios, de la imagen de
Dios le viene sobre todo el poder de determinarse libremente por sí mismo. La
función axiológica de juicio, de apreciación, de discernimiento hace del
hombre el señor que reina sobre la naturaleza, verbo cósmico que participa de
las condiciones de la vida divina. Entre Dios y el hombre deificado, la
diferencia es ésta: «Lo divino es increado, mientras que el hombre existe por
creación». Sobre este plano universal, en función de la imagen, el
cristianismo se define: "Imitación de la naturaleza de Dios", la
multitud de las hipóstasis humanas unidas en la misma naturaleza humana.
El
cultivo de la atención espiritual entre los ascetas hace de ella un verdadero
arte de ver todo ser humano como «Imagen de Dios». «Un monje perfecto, dice
Nilo de Sinaí, estimará después de Dios a todos los hombres como a Dios mismo».
La tradición de los grandes maestros de la vida espiritual sorprende por su
tonalidad de alegría y por su apreciación maximal del hombre. Terapeutas
prácticos, no tienen necesidad de enseñar nada sobre la amplitud de la
perversión, sino que su arte de cardiognosis y su penetración en las
profundidades del alma hacen ver la «nueva criatura» revestida completamente de
la forma divina. Un tropario del oficio de difuntos dice: «Llevo los estigmas
de mis iniquidades, pero soy a imagen de tu gloria inefable».
Creada
a imagen de Dios, la verdadera naturaleza es buena. Por eso la redención
devuelve la naturaleza curada, no a la sobrenaturaleza, sino a su estado
inicial, a su verdad «sobrenaturalmente natural».
Al
recorrer el campo inmenso del pensamiento patrístico, infinitamente rico y
matizado, se tiene la impresión de que éste evita toda sistematización, para
salvaguardar toda flexibilidad asombrosa. Sin embargo se pueden sacar de él
algunas conclusiones. Ante todo hay que apartar toda concepción substancialista
de la imagen. Esta no es depositada en nosotros como una parte de nuestro ser;
sino que la totalidad del ser humano es creada, esculpida, modelada "a
imagen de Dios". La expresión primera de la imagen consiste en la
estructura jerárquica del hombre, con la vida espiritual en el centro. Es el
primado ontológico de la vida del espíritu, que condiciona la aspiración
fundamental a lo espiritual, al Infinito y al Absoluto. Es el impulso dinámico
de todo nuestro ser hacia su Arquetipo divino, aspiración irresistible hacia
Dios. Es el eros humano tendido hacia el Eros divino, sed inextinguible,
densidad del deseo de Dios, como lo expresa admirablemente san Gregorio
Nacianceno: «Vivo, hablo y canto para
ti... »
En
resumen, cada facultad del espíritu humano refleja la imagen (conocimiento,
libertad, amor, creación), y el todo está centrado sobre lo espiritual de lo cual es propio superarse
para arrojarse en el océano de lo divino y encontrar allí el aplacamiento de
su nostalgia. Todo límite contiene un más allá, su propia trascendencia;
por eso el alma no puede descansar sino en el Infinito divino. Es la
"epectasis", tensión del icono hacia su Arquetipo. «Por medio de la
imagen, dice san Macario, la
Verdad lanza al hombre en su persecución». En nuestro deseo
de Dios descubrimos ya su presencia, porque «el amor de Dios es siempre
operante», dice san Gregorio de Nisa.
La diferencia entre la imagen y la
semejanza
Para
el genio hebreo, siempre concreto, imagen-tselem posee el sentido más
fuerte. La prohibición de las imágenes talladas por parte de la ley se explica
por la significación dinámica y realista de la imagen: como el nombre, suscita la presencia del que
representa; "Demouth" que se traduce por similitud,
semejanza, incita a considerarse como otro. Se la puede comparar con la noción de "schaliach":
el "apostolos" de un hombre es como otro él mismo.
La
«imagen» es entera, sagrada por excelencia no puede sufrir ninguna alteración.
Pero se la puede reducir al silencio y hacerla ineficaz por la modificación de
las condiciones ontológicas. La imagen, fundamento objetivo, no puede
manifestarse sino en la semejanza subjetiva; la caída la hizo radicalmente
inaccesible a las fuerzas naturales del hombre. Sin estar pervertida, la imagen
se ha hecho inoperante. San Gregorio Palamás precisa la tradición: «En nuestro
ser a imagen, el hombre es superior a los ángeles; pero es inferior en la
semejanza porque es inestable; ... después de la caída, hemos rechazado la
semejanza, pero no hemos perdido el ser a imagen». Cristo devuelve al hombre
el poder de obrar. Los sacramentos del bautismo y de la unción crismal
restauran la «semejanza en el acto», lo que libera inmediatamente a la imagen
cuya irradiación se hace perceptible en los santos y en los niños. Gracias a la
imagen el hombre conservó siempre la libertad de opción. Aun en el tiempo de la An tigua Alianza, el deseo del
bien subsiste, sin que sin embargo el hombre pueda actualizarlo en su vida. En
su teología de la gracia, los Padres distinguen claramente entre el «libre
albedrío de la intención» y el «libre albedrío de los actos». Afirman la plena
libertad del deseo de ser salvado, la sed de la curación, la capacidad de
formular el "fiat". Después de la Encarnación , la gracia
actualiza la deiformidad virtual. «Ser creado a imagen de Dios» se convierte
en «existir a imagen de Dios». Desde entonces, como dice san Máximo: «tiene dos
alas para alcanzar el cielo, la libertad y la gracia». A todo esfuerzo de la
voluntad responde la gracia para llevarlo a su término. Dios hace todo en
nosotros, la gnosis, la victoria, la sabiduría, la bondad y la virtud, sin que
nosotros aportemos absolutamente nada sino la buena disposición de la
voluntad»; pero esta buena disposición de la voluntad es un acto absolutamente
libre que coloca el obrar humano dentro del obrar divino. La «virtud» es esa
disposición que dispara la acción de la gracia y hace los actos sinérgicos. En
un sentido, el deseo del hombre es ya operante, porque responde al deseo de
Dios y así atrae la venida de la gracia. Este es todo el papel inmenso del
"fiat"de la
Virgen. La Anunciación es como una pregunta que Dios dirige a
la humanidad: ¿tienes sed de la salvación, quieres verdaderamente llevar en tus
entrañas y engendrar a tu propio Salvador? Y de parte de todos, la Virgen dice sí. Ese sí es
la condición objetiva de la
Encarnación ; el Verbo no podía forzar a la naturaleza humana;
la Virgen se
la ofrece libremente de parte de todos.
Para
los Padres, un ser no es humano sino cuando está maduro por el Espíritu Santo,
cuando es efectivamente «imagen que se parece». Un santo es llamado
litúrgicamente "semejante". La imagen constitutiva y normativa; en su
función de deiformidad hace reales las palabras: «Sed perfectos como vuestro
Padre celestial es perfecto». La cristología enseña que en Cristo «los hijos
en el Hijo» son realmente los hijos del Padre «semejantes al Hijo». San
Gregorio de Nisa subraya la función de la imagen: «para participar de Dios, es
indispensable poseer en el ser algo correspondiente al participado". A
"Dios es amor" corresponde el "amo ergo sum" del
hombre. Calixto en la "Filocalia" dice: "Lo más grande
que sucede entre Dios y el alma humana, es amar y ser amado".
Así,
la antropología de los Padres y su noción de la imagen muestran al ser humano
deiforme en su estructura misma, destinado a la comunión deificante y capaz de
conocer a Dios a la medida de su propia capacidad de recibirle. Como escribe un
maestro de la vida espiritual contemporáneo: «Dios se da a los hombres según su
sed. A los que no pueden beber más, no da más que una gota. Pero le gustaría
dar a raudales, para que a su vez los cristianos pudieran apagar la sed del
mundo».
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