domingo, 22 de septiembre de 2013

El conocimiento de Dios en la Tradición Oriental. Capítulo IV


Capítulo IV LA IV  ANTROPOLOGIA DE LOS PADRES

 
Paul Evdokímov, La connaissance de Dieu selon la Tradition Orientale, X. Mappus, Lyon. Paulinas, Madrid, 1969. (agotado).
 

1.      La dimensión trascendente de la existencia hu­mana

 

San Focio, patriarca de Constantinopla, transmi­te bien la inspiración de la tradición patrística al advertir que es en su misma estructura donde el hombre  aborda "el enigma de la teología". Creado a ima­gen de Dios, el hombre se convierte en teología viviente, en «lugar teológico» por excelencia.

Los Padres definen el tipo humano partiendo de la imago Dei del Arquetipo divino; con este elemen­to divino de la naturaleza humana estructuran la esencia del hombre. Así la antropología alcanza el nivel de una teología del hombre. Esta, en su ampli­tud, se remonta hasta el estado anterior al pecado original. Aun después de la caída, el estado edénico, el primer destino no pesa menos con toda su carga sobre el destino terrestre y la vocación del hombre. La escatología es una de las dimensiones del tiempo inherente a la historia; permite un conocimiento místico de las primeras y de las últimas cosas y presupone por consiguiente cierta inmanencia del pa­raíso y del reino de Dios. «El reino de Dios está cerca, está en medio de vosotros», dice el Evangelio. «El paraíso se ha hecho de nuevo accesible al hom­bre», dice san Gregorio de Nisa. Según el oficio de la Navidad, el ángel con la espada resplandeciente se aleja del árbol de la vida cuyos frutos -la vida eterna- se ofrecen desde entonces en la eucaristía. A la nostalgia innata de la inmortalidad y del paraíso, siempre normativos de la verdadera naturale­za, corresponde la presencia real del Reino. El tiem­po litúrgico es ya la eternidad y el espacio sagrado del templo, litúrgicamente orientado, es ya el orien­te del reino. La eternidad no es ni anterior ni pos­terior al tiempo. La «nueva criatura» trasciende la historia hacia el advenimiento de las condiciones del reino, manifestadas ya aquí abajo, en la existencia terrestre de los santos. Un encuentro aun furtivo con un santo es ya una ventana abierta sobre el Rei­no; por esta abertura el sol nos inunda. «El alma cristiana es la vuelta al paraíso», dicen los Padres, y la historia es «la espera del alma ante las puertas del reino». La parte del hombre, su participación en la obra de su salvación tendrá siempre su lado antinómico. Por una parte, «si Dios mirara los méritos, nadie entraría en el reino», dice Marcos el Ermitaño; y, por otra parte, según el adagio patrístico: «Dios lo puede todo, menos coaccionar al hombre para que le ame». La verdad no puede ser sino una llamada, una invitación a su festín, invitación que encierra la virtualidad de una negativa posible. La fe es ese profundo y sagrado que el hombre pronuncia en la fuente de su ser; y entonces «el hombre es justificado por la fe» (Rom 3,28). Por su amor el hom­bre se coloca libre y totalmente en el objeto de su fe. Pero desde que abandona las cimas del misterio, la razón lanza la red deformadora de su «luz natu­ral». Ya el prefijo «pre» en la presciencia y pre­destinación aprisiona la Sabiduría de Dios en las categorías del tiempo y reduce la Encarnación a so­lo la soteriología, a un medio de salvamento.

Ahora bien, la razón profunda de la Encarna­ción no viene del hombre, sino de Dios, de su deseo de hacerse hombre y de hacer de su humanidad consubstancial a todos una Teofanía, su morada trinitaria: «Vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). Según Metodio de Olimpo: «El Verbo bajó para hacerse hombre antes de los siglos». Las grandes síntesis de Máximo el Confesor prolongan la línea indicada por Ireneo y Atanasio: «Dios creó el mundo para hacerse hombre en él y para que el hombre se hiciera en él dios por la gracia y partici­para de las condiciones de la existencia divina... En su Consejo, Dios decide unirse con el ser humano para deificarlo», lo que no  tiene medida común con el perdón y la salvación solamente. Por encima de la curva posible de la caída, Dios esculpió el rostro humano mirando en su Sabiduría a la humani­dad eterna de Cristo (Col 1,15; 1 Cor 15,47; Jn 3,11).

A propósito de la Encarnación, el Credo de Ni­cea confiesa: «por nosotros, los hombres y por nues­tra salvación». El padre Sergio Boulgakov precisa: el «por nuestra salvación» designa la redención y el «por nosotros, los hombres», la deificación. Esta, según san Pablo, es «una sabiduría divina, miste­riosa, oculta, que Dios predestinó para nuestra glo­ria antes de los siglos» (1 Cor 2,7). La economía de la Gloria está más allá de toda opción angélica o humana, de Lucifer o de Adán.

A la caída responden la expiación y el juicio, a la Encarnación la deificación y el reino. Lo que hace ver en la Iglesia el organismo de la salvación, los medios de santificación, pero también, y ya la salvación misma, la presencia del reino. La recapi­tulación en Cristo del cielo y de la tierra es univer­sal y no excluye a nadie; sin embargo su término realizado es un misterio trascendente del Padre y no permite prejuzgar: a lo más, una esperanza abierta...

 

 

 

 

 

                   2 - La constitución del ser humano

 

Según la Biblia el alma vivifica al cuerpo, lo ha­ce «alma viviente», y el espíritu «pneumatiza» a to­do el ser humano. Lo corporal y lo psíquico existen uno en el otro, regido cada uno por sus propias le­yes; lo espiritual no es la tercera esfera, sino el prin­cipio de cualificación que se expresa a través de lo psíquico y lo carnal y los hace espirituales. Según las palabras de san Agustín, el hombre puede hacerse carnal hasta en su espíritu, o espiritual hasta en su carne. El espíritu es ese punto avanzado que co­munica con el más allá y participa de él.

Demasiado amplio en su significación, el espí­ritu no puede servir de centro hipostático del ser humano. Hay que buscarlo en la noción bíblica del corazón. Según los judíos, se piensa con el corazón, porque integra todas las facultades del espíritu hu­mano. Es el centro radiante, pero que permanece oculto en su misteriosa profundidad.

Mis sentimientos, mis pensamientos, mis actos, mi conciencia me pertenecen, son míos y de ellos ten­go conciencia; pero el yo está más allá de lo «mío»; es trascendente a sus propias manifestaciones. Aquí no se trata del yo empírico, cognoscible, sino del yo espiritual que escapa a toda investigación. Esta es la «noción-límite», centro de la totalidad que Jung llama "Selbst", el uno mismo. Sólo la intuición mística lo descubre y sólo el símbolo del corazón lo designa. «¿Quién puede conocer el corazón?», pre­gunta Jeremías, y responde inmediatamente: «Sólo Dios sondea el corazón». También san Gregorio de Nisa subraya esta misma profundidad misteriosa:

Nuestra naturaleza espiritual existe según la ima­gen del Creador; se parece a lo que está por encima de ella (a su Arquetipo divino); en la incognosci­bilidad de sí mismo, manifiesta el sello de lo inac­cesible».

La presencia de Dios se manifiesta en los "es­pacios o pastos del corazón";  y a este nivel se si­túa la persona. El "personalismo" filosófico jamás alcanza a dar una definición satisfactoria de la per­sona humana. La única luz viene del dogma trini­tario, porque el hombre en su estructura refleja lo divino. Cada Persona divina es una donación subsistente en el Otro y en la «circuminsesión» de los Tres únicos. Hablando estrictamente, sólo en Dios existe la Persona y sólo Dios personaliza toda per­sona humana, la sitúa en su verdad.

La Hipóstasis o la Persona en Dios está determi­nada por sus relaciones, pero es también todo lo que en ella rebasa esas relaciones: el Unico en sí mismo. Así también la persona humana escapa a toda definición racional y no puede ser captada sino por medio de una aprehensión intuitiva o reve­lación mística. También por ella el hombre es «el único» en el poder de rebasarse a sí mismo hacia el Infinito que es Dios. La persona se hace tras­cendiéndose hacia Dios. A este nivel, la persona en cuanto hipóstasis no nos pertenece en propiedad: la recibimos en la comunión con Dios; está «identida­d por la gracia», según la expresión de san Má­ximo. La Hipóstasis del Verbo es el lugar de la unión de lo divino y de lo humano. La «persona» de todo ser humano se hace «hipóstasis», cuando también y a imagen de Cristo es el lugar de la co­munión entre Dios y el hombre, cuando «enhipos­tasía» la existencia teándrica «divino-humana». «El hombre, decía san Basilio, es una criatura que ha recibido la orden de hacerse dios»; lo que significa hacerse hipóstasis de su ser deificado. Según san Máximo, la persona está llamada «a unir por el amor la naturaleza creada con la naturaleza increa­da» (las energías deificantes).

«Dios honró al hombre concediéndole la liber­tad»; por eso «el Espíritu no engendra ninguna vo­luntad que le resista. No transforma por divinización sino a la que lo quiere», dice san Máximo. La an­gustia que el espíritu humano puede sentir viene de lo arbitrario siempre posible y que lo acecha; porque puede rehusar la vida, decir no a la existencia. El hombre está suspendido en cada momento entre el ser que tiene la vocación de realizar y la vuelta a la nada de donde ha sido sacado (sic); éste es el ries­go grande y noble de toda existencia y la tensión suprema de la esperanza: «Siendo capaz el poder divino de inventar una esperanza donde ya no hay esperanza y un camino en lo imposible», dice mag­níficamente san Gregorio de Nisa. Lo imposible es esa tensión entre lo normativo de la imagen de Dios y lo real caído.

El hombre es un proyecto viviente de Dios. El debe descifrarlo y construir libremente su destino. Así la existencia es la tensión creadora para des­cubrir y vivir la propia verdad y entonces la ver­dad se hace vida: «No conozco la verdad sino cuan­do se hace vida en mí», advertía profundamente Kierkegaard.

"Ya no os llamo siervos... os llamo amigos» (Jn 15,15). Por encima de la ética de los esclavos y de los mercenarios, el Evangelio propone la «ética de los amigos de Dios». Nuestra libertad y por con­siguiente nuestro libre «obrar humano» se convierten en la verdadera libertad cuando se ponen dentro del «obrar de Dios»: la verdad es la que hace verdaderamente libres (Jn 8,32).

La gracia apremia en secreto a toda alma, sin coaccionarla jamás. En respuesta, la fe no es una sumisión ciega, ni simple adhesión, sino fidelidad consciente y total de la persona a la Persona. Estas son las relaciones nupciales; la Biblia se sirve siempre de ellas para describir las relaciones entre Dios y el hombre. Al  decir el "fiat", el "sí", me identifico con el ser amado. Dios pide al hombre la reali­zación de la voluntad del Padre, como si ésta fue­ra la voluntad propia del hombre. Este es el sentido del «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto».

Ante Dios, la voluntad humana proclama: «Há­gase tu voluntad». Pero podemos decir «sí», porque también podemos decir «que no se haga tu vo­luntad»; nuestro resuena plenamente, porque re­suena libremente, porque podemos decir no. Es preciso, pues, que este sí sea engendrado en lo más profundo de nuestro ser; por eso la que lo pronuncia por todos en el momento de la anunciación, es una Virgen, nueva Eva, Madre de los vivientes y fuente vivificante. Dios no da órdenes, sino lan­za invitaciones, llamadas: «Escucha, Israel», o «si quieres ser perfecto». Al decreto de un tirano res­ponde una resistencia sorda; a la invitación del Se­ñor del banquete, la aceptación gozosa de «el que tiene oídos... » En los «vasos de barro» Dios ha depositado su libertad, su imagen. Si es posible el fracaso, si en el acto creador se incluye la hipótesis de la ruina. es que la libertad de los «dioses», su libre amor, constituye la esencia misma de la persona humana.

La palabra latina "persona", lo mismo que el "pro­sopon" en griego, significa "máscara". Enseña la ine­xistencia de un orden humano autónomo; porque existir es participar del ser o de la nada. En esta participación el hombre realiza la semejanza, el icono de Dios, o la desemejanza, la mueca demoníaca de un mono de Dios. San Gregorio de Nisa lo dice claramente: "La humanidad se compone de hombres de rostro de ángel y de hombres que llevan la marca de la bestia». Así el hombre puede reavivar la llama de amor o el fuego de la gehen­na; puede convertir su en uniones infinitas; pue­de también con su no romper su ser en separaciones infernales. ­Según san Juan (1 Jn 3,2), en el siglo futuro «seremos semejantes a él», semejantes a Cristo en su comunión perfecta de lo divino y humano. El hombre fue creado a imagen de Dios con vistas a esta comunión. Los postulados del conocimiento de Dios se encuentran, pues, en la estructura misma de su ser.

 

 

La imagen y la semejanza de Dios

 

Todos los antropologistas, creyentes o incrédu­los, están de acuerdo en la definición del hombre: un ser que aspira a superarse, un ser que tiende hacia lo que es más grande que él. Se necesitaría a un san Pablo para descifrar a ese «dios desconocido», para dar el nombre a esa aspiración fundamental cuya fuente es la imago Dei. Esa «imagen», para los Padres de la Iglesia, no es una idea reguladora o instrumental, sino el principio constitutivo del ser humano.

El pecado, según san Juan (1 Jn 4,6), es la "anomía", el desorden, transgresión del límite normativo, constitutivo del ser humano, confusión profunda de los lechos ontológicos de la naturaleza. La perver­sión reclama el acto terapéutico, reconstrucción de la estructura normativa. La "catarsis ética", purificación de las pasiones, desemboca en la «catarsis ontológica», curación de la naturaleza. Se trata del restablecimiento de la forma primera, de la restau­ración de la imagen arquetípica.

 

San Atanasio recoge la afirmación de san Ire­neo y formula la regla de oro de la Tradición: "Dios se hace hombre, para que el hombre se haga dios". Insiste sobre el carácter ontológico de la participa­ción de lo divino por medio de la imagen. La ima­gen es constitutiva hasta el punto que «creación» significa «participación»: el hombre es creado co­mo un ser participante, predestinado en su misma estructura a la iluminación de su "nous" que le con­fiere la facultad innata de la "teognosia", del cono­cimiento de Dios. También san Basilio dice: «Como en un microcosmo, en ti verás la impronta de la sa­biduría divina». Se ve al entendimiento en su intencionalidad original, orientada hacia Dios: «De la naturaleza misma poseemos el deseo ardiente de lo bello... todo aspira a Dios». San Gregorio Na­cianceno hablando del soplo divino subraya el carismatismo inicial que irradia la imagen. Así el hombre no sólo está ordenado moralmen­te a lo divino, sino que es  «de la raza divina» como dice san Pablo (Act 17,29). Según san Gregorio Niseno, «el hombre está emparentado con Dios», es deiforme en su naturaleza, lo que le pre­destina a la "teosis", a la "deificación", a la comunión más íntima con Dios. Si inteligencia, sabiduría, amor son a imagen de las mismas realidades en Dios, de la imagen de Dios le viene sobre todo el poder de determinarse libremente por sí mismo. La función axiológica de juicio, de apreciación, de dis­cernimiento hace del hombre el señor que reina sobre la naturaleza, verbo cósmico que participa de las condiciones de la vida divina. Entre Dios y el hombre deificado, la diferencia es ésta: «Lo divino es increado, mientras que el hombre existe por crea­ción». Sobre este plano universal, en función de la imagen, el cristianismo se define: "Imitación de la naturaleza de Dios", la multitud de las hipóstasis humanas unidas en la misma naturaleza humana.

 

El cultivo de la atención espiritual entre los ascetas hace de ella un verdadero arte de ver todo ser humano como «Imagen de Dios». «Un monje perfecto, dice Nilo de Sinaí, estimará después de Dios a todos los hombres como a Dios mismo». La tradición de los grandes maestros de la vida espi­ritual sorprende por su tonalidad de alegría y por su apreciación maximal del hombre. Terapeutas prácticos, no tienen necesidad de enseñar nada so­bre la amplitud de la perversión, sino que su arte de cardiognosis y su penetración en las profundidades del alma hacen ver la «nueva criatura» revestida completamente de la forma divina. Un tropario del oficio de difuntos dice: «Llevo los estigmas de mis iniquidades, pero soy a imagen de tu gloria inefable».

 

Creada a imagen de Dios, la verdadera natura­leza es buena. Por eso la redención devuelve la naturaleza curada, no a la sobrenaturaleza, sino a su estado inicial, a su verdad «sobrenaturalmente natural».

Al recorrer el campo inmenso del pensamiento patrístico, infinitamente rico y matizado, se tiene la impresión de que éste evita toda sistematización, pa­ra salvaguardar toda flexibilidad asombrosa. Sin embargo se pueden sacar de él algunas conclusiones. Ante todo hay que apartar toda concepción substancialista de la imagen. Esta no es depositada en nos­otros como una parte de nuestro ser; sino que la to­talidad del ser humano es creada, esculpida, modelada "a imagen de Dios". La expresión primera de la imagen consiste en la estructura jerárquica del hombre, con la vida espiritual en el centro. Es el primado ontológico de la vida del espíritu, que con­diciona la aspiración fundamental a lo espiritual, al Infinito y al Absoluto. Es el impulso dinámico de todo nuestro ser hacia su Arquetipo divino, aspira­ción irresistible hacia Dios. Es el eros humano ten­dido hacia el Eros divino, sed inextinguible, densidad del deseo de Dios, como lo expresa admirable­mente san Gregorio Nacianceno:  «Vivo, hablo y canto para ti... »

En resumen, cada facultad del espíritu humano refleja la imagen (conocimiento, libertad, amor, crea­ción), y el todo está centrado sobre lo espiritual de lo cual es propio superarse para arrojarse en el océano de lo divino y encontrar allí el aplacamien­to de su nostalgia. Todo límite contiene un más allá, su propia trascendencia; por eso el alma no puede descansar sino en el Infinito divino. Es la "epectasis", tensión del icono hacia su Arquetipo. «Por medio de la imagen, dice san Macario, la Verdad lanza al hombre en su persecución». En nuestro deseo de Dios descubrimos ya su presencia, porque «el amor de Dios es siempre operante», dice san Gregorio de Nisa.

 

 

  La diferencia entre la imagen y la semejanza

 

Para el genio hebreo, siempre concreto, imagen­-tselem posee el sentido más fuerte. La prohibición de las imágenes talladas por parte de la ley se expli­ca por la significación dinámica y realista de la imagen: como el nombre, suscita la presencia del que representa; "Demouth" que se traduce por simili­tud, semejanza, incita a considerarse como otro. Se la puede comparar con la noción de "schaliach": el "apos­tolos" de un hombre es como otro él mismo.

 

La «imagen» es entera, sagrada por excelencia no puede sufrir ninguna alteración. Pero se la puede reducir al silencio y hacerla ineficaz por la modificación de las condiciones ontológicas. La imagen, fundamento objetivo, no puede manifestarse sino en la semejanza subjetiva; la caída la hizo radicalmente inaccesible a las fuerzas naturales del hombre. Sin estar pervertida, la imagen se ha hecho inoperante. San Gregorio Palamás precisa la tradición: «En nues­tro ser a imagen, el hombre es superior a los án­geles; pero es inferior en la semejanza porque es inestable; ... después de la caída, hemos rechazado la semejanza, pero no hemos perdido el ser a ima­gen». Cristo devuelve al hombre el poder de obrar. Los sacramentos del bautismo y de la unción crismal restauran la «semejanza en el acto», lo que libera inmediatamente a la imagen cuya irradiación se hace perceptible en los santos y en los niños. Gracias a la imagen el hombre conservó siem­pre la libertad de opción. Aun en el tiempo de la An­tigua Alianza, el deseo del bien subsiste, sin que sin embargo el hombre pueda actualizarlo en su vi­da. En su teología de la gracia, los Padres distin­guen claramente entre el «libre albedrío de la intención» y el «libre albedrío de los actos». Afirman la plena libertad del deseo de ser salvado, la sed de la curación, la capacidad de formular el "fiat". Des­pués de la Encarnación, la gracia actualiza la dei­formidad virtual. «Ser creado a imagen de Dios» se convierte en «existir a imagen de Dios». Desde entonces, como dice san Máximo: «tiene dos alas pa­ra alcanzar el cielo, la libertad y la gracia». A todo esfuerzo de la voluntad responde la gracia para llevarlo a su término. Dios hace to­do en nosotros, la gnosis, la victoria, la sabiduría, la bondad y la virtud, sin que nosotros aportemos absolutamente nada sino la buena disposición de la voluntad»; pero esta buena disposición de la voluntad es un acto absolutamente libre que coloca el obrar humano dentro del obrar divino. La «virtud» es esa disposición que dispara la acción de la gracia y hace los actos sinérgicos. En un sentido, el deseo del hombre es ya ope­rante, porque responde al deseo de Dios y así atrae la venida de la gracia. Este es todo el papel inmenso del "fiat"de la Virgen. La Anunciación es como una pregunta que Dios dirige a la humanidad: ¿tienes sed de la salvación, quieres verdaderamente llevar en tus entrañas y engendrar a tu propio Salvador? Y de parte de todos, la Virgen dice sí. Ese sí es la condición objetiva de la Encarnación; el Verbo no podía forzar a la naturaleza humana; la Virgen se la ofrece libremente de parte de todos.

Para los Padres, un ser no es humano sino cuan­do está maduro por el Espíritu Santo, cuando es efec­tivamente «imagen que se parece». Un santo es lla­mado litúrgicamente "semejante". La imagen constitutiva y normativa; en su función de dei­formidad hace reales las palabras: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». La cris­tología enseña que en Cristo «los hijos en el Hijo» son realmente los hijos del Padre «semejantes al Hijo». San Gregorio de Nisa subraya la función de la imagen: «para participar de Dios, es indispensable poseer en el ser algo correspondiente al par­ticipado". A "Dios es amor" corresponde el "amo ergo sum" del hombre. Calixto en la "Filocalia" dice: "Lo más grande que sucede entre Dios y el alma humana, es amar y ser amado".

Así, la antropología de los Padres y su noción de la imagen muestran al ser humano deiforme en su estructura misma, destinado a la comunión dei­ficante y capaz de conocer a Dios a la medida de su propia capacidad de recibirle. Como escribe un maestro de la vida espiritual contemporáneo: «Dios se da a los hombres según su sed. A los que no pue­den beber más, no da más que una gota. Pero le gustaría dar a raudales, para que a su vez los cris­tianos pudieran apagar la sed del mundo».

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