martes, 24 de septiembre de 2013

El conocimiento de Dios en la Tradición Oriental.Capítulo VI


VI. La búsqueda de Dios en la filosofía religiosa en Rusia



 
Paul Evdokímov, La connaissance de Dieu selon la Tradition Orientale, X. Mappus, Lyon. Paulinas, Madrid, 1969. (agotado).
 



 

La tradición hesicasta penetra muy pronto en Rusia. Sin embargo los testimonios seguros no da­tan sino del siglo XIV. Como el icono, el hesicasmo plantado sobre el suelo ruso toma una tonalidad particular. Menos especulaciones teológicas, pero el sentido cósmico acentuado contribuye a humanizar la mística hesicasta; ésta confiere al monaquismo ru­so un ministerio social. Las traducciones de la litera­tura ascética y bizantina abundan.

El metropolita de Kiev, Cipriano, hesicasta, pre­dica la pobreza monástica. Al norte, la biblioteca de la Laura de la Trinidad, fundada por san Sergio de Radonez, contiene las obras de Gregorio el Sinaíta que datan del siglo XIV. Nilo de Sora, a la cabeza de los monjes del Trans-Volga, practica la espirituali­dad hesicasta, acentúa el carácter profético del mo­naquismo y llama al testimonio de la pobreza evan­gélica.

 

Paissy Vélitchkovsky (1722-1794) monje del mon­te Athos, después en Neamtsu, en Moldavia, es el gran restaurador y propagador de las tradiciones hesicastas en Rusia y en Rumanía. Bajo su influencia, los prime­ros «startsi» se reúnen en la oración de Jesús. Edita la Filocalia de Nicodemo en eslavo-ruso (1793) y traduce las obras de los Padres.

Nicodemo el Hagiorita, en el prefacio de su Filo­calia, publicada en Venecia el año 1782, escribe:

«El libro que aparece es el tesoro de la sabiduría espi­ritual, la guía mística y modelo de la vida activa». Co­lecciona los escritos de los Padres espirituales cen­trados sobre su apostolado carismático. Paissy, por su lado, subraya el carácter universal del ministerio hesi­casta: «Sabed que esta obra divina fue la ocupación constante de nuestros antiguos Padres teóforos y que, como el sol, brilla en el monte Sinaí, entre las ermi­tas de Egipto y del desierto de Nitria, en Jerusalén, en todo el Oriente, en Constantinopla, en el monte Athos, en las islas del archipiélago y finalmente en la gran Rusia».

En Rusia central, junto a la ciudad de Kozelsk, Optino, antiguo eremitorio del siglo XVI, recobra vi­da a principios del siglo XIX y goza de un renombre muy particular por sus célebres «startsi», Moisés, León. Leónidas, Macario, Ambrosio... Restablecen el ministerio carismático y profético y practican la dirección espiritual que atrae una muchedumbre de fieles y a la «élite» de los representantes de la cul­tura rusa en busca de Dios.

En esta línea se coloca san Serafín de Sarov (1759-1833). Sus Revelaciones —verdadero «apo­calipsis»— hacen revivir en nuestros días la expe­riencia de los Padres del desierto y de los grandes espirituales como Macario, Simeón y Palamás. Sin­tetiza la santidad rusa; pero sus vestidos blancos, su alegría pascual, su profetismo atestiguan tiempos nuevos, quizá aun preapocalípticos. El día de su fiesta, el acathista dice: «Alégrate con la alegría del reino que ya has gustado sobre la tierra».

Ante la evolución de la conciencia mundana que se complica y se desparrama, comprueba la rápida pérdida de la simplicidad inicial y normativa y di­ce: «Hoy ciertos pasajes de la Escritura sagrada nos parecen extraños... ¿se puede admitir que los hom­bres puedan ver a Dios de una manera tan concreta? Nos apartamos de la simplicidad primitiva de la conciencia cristiana. So pretexto de «luces» estamos metidos en una oscuridad de ignorancia tal, que hoy encontramos inconcebible todo aquello de lo que los antiguos tenían una noción bastante clara, para poder hablar entre sí de las manifestaciones de Dios a los hombres como de cosas conocidas de todos y de nin­guna manera extrañas».

Esta advertencia ayuda a comprender su ense­ñanza, que refiere en la célebre «Conversación». El interlocutor del santo es uno de sus discípulos muy próximos, Motovilov. La conversación se sitúa du­rante el invierno de 1831 en el corazón de un bos­que. San Serafín explica el fin de la vida cristiana:

la adquisición del Espíritu Santo y de sus dones. Mo­tovilov le pide algunas precisiones sobre el estado de gracia. El santo le dice que le mire. «Entonces le miré y fui presa de espanto», nota Motovilov. El santo le apareció vestido de sol. A la pregunta del santo, su discípulo comprueba que siente «una dicha, calma y paz inefables»; a este acuerdo del alma se añaden los fenómenos exteriores conocidos por los sentidos: la vista de la luz deslumbradora y una sensación desacostumbrada de calor y de perfume.

La experiencia referida no es un éxtasis, sino la anticipación de la transfiguración de todo el ser del hombre. La participación en ella de los sentidos es el elemento más sorprendente. La gracia experimen­tada, vivida, sentida como dulzura, paz, alegría y luz, anticipa el estado del siglo futuro. Esto no es ni la supresión de los sentidos desordenados por la caída, ni su sustitución por un órgano receptivo nue­vo, sino su transfiguración, su «sobre-elevación» al estado normativo.

 

El empleo litúrgico del canto oído, del icono con­templado, del incienso percibido y de la materia cós­mica de los sacramentos consumida, permite hablar de la vista, del oído, del olfato y del gusto litúrgicos. La materia es elevada al nivel de su verdadero des­tino que hace comprender que no es una sustancia autónoma o neutra, sino función del espíritu y vehí­culo de lo espiritual. En esta plenitud, se ve que el trigo y la vid culminan en la eucaristía, el olivo en el aceite de la unción, el agua en el baño del bau­tismo; el árbol de la cruz dice relación con el árbol de la vida, la tierra y la piedra reciben el cuerpo del Señor, y los dones de los magos, en el nacimien­to, hacen de todo el plano material, la ofrenda es­piritual al Rey.

Esta es la comunión de la naturaleza creada del hombre con la increada de las energías deificantes de Dios, misterio del día octavo, inaugura­do va en los sacramentos e iniciado en la experien­cia de los santos. Esta es la visión de Cristo rodeado de los ángeles y tomando parte en la litur­gia que fue dada a contemplar a Serafín diácono. Estas son las apariciones de la Virgen, de los após­toles y de los santos con una muchedumbre de de­talles y de precisiones históricas que muestran cla­ramente que no es una adaptación de lo espiritual a los sentidos groseros del hombre, sino su eleva­ción con todo el plano material, sin hacer desapa­recer nada. Este es el orden bíblico muy preciso de las teofanías terrestres. Así san Serafín distribuye con toda sencillez el pan que le queda des­pués de la visita de los seres celestiales; da tam­bién frutos que son visiblemente frutos de la «nue­va tierra», frutos celestiales. Este mundo y el otro se relacionan asombrosamente, se colocan en la mayor intimidad, bienestar natural que se ofrece a todos.

Esta es quizá la aportación esencial de la espi­ritualidad ortodoxa: hacer sensible al hombre moderno a la resurrección de Cristo y a la presencia del reino, hacer de él el hecho interior de la histo­ria y sobre ese eje fulgurante volverla completamen­te hacia la Parusía. El hombre recobra la libertad adulta del hijo de Dios, se hace signo del reino y va gozosamente al encuentro de la luz del día oc­tavo.

El ateísmo, en su forma actual, no se preocu­pa ya del problema metafísico de la existencia de Dios. Por el contrario, la literatura soviética de los «anti-Dios» (ateos) militantes se centra en el único hecho concreto, porque es histórico: «Cristo no resucitó». Es interesante notar que san Isaac el Si­rio, en el siglo VII, sintetiza la enseñanza patrística y, como maestro de la ascesis, traza una fenomeno­logía del pecado: entre una multitud de pecados poco existentes a la vista de Dios, el único pecado, el pecado, es ser insensible al Resucitado, profecía conmovedora sobre nuestro tiempo...

Habrá que mencionar todavía la «paternidad es­piritual», el camino carismático del conocimiento de Dios ejercitado por los «padres espirituales» o «Padres» a secas, los ancianos, startsi, abades. El diccionario bíblico de Kittel subraya que la palabra semítica abba en el Nuevo Testamento toma un sentido absolutamente nuevo con relación al Anti­guo Testamento, porque brota de la revelación tri­nitaria. Efectivamente el amor del Padre a su Hijo se encuentra en su paternidad respecto de todos los hombres. Según la Carta a Diogneto, los catecú­menos aprendían ante todo a conocer a través del Hijo y del Espíritu a su Padre celestial: Abba, Pa­dre. A esta luz hay que entender las palabras del Señor: «No deis a nadie el nombre de Padre, por­que no hay más que un solo Padre celestial». Así la tradición de la «paternidad espiritual» es un homenaje rendido a la única paternidad divina y a su manifestación a través de las formas de participa­ción humana. En este sentido escribe san Pablo a «sus hijos» y san Juan dice τεκνία μου, «hijitos míos».

 

Un «padre espiritual» no es un maestro que ense­ña, sino el que «engendra» a imagen del Padre celes­tial; éste es un «sacramento de filiación». No se aprende el arte de la paternidad, como una ciencia en una escuela. La genealogía de los «padres népti­cos» habla de la transmisión carismática designada por el verbo «engendrar». Así «Macario engendra a Ammonas, Ammonas engendra a Sisoes», etc.

Para mayor claridad, hay que poner aparte el título de «Padres de la Iglesia» dado a los grandes doctores y teólogos que son Padres de la Iglesia en su conjunto, en el plano doctrinal de la verdad dog­mática.

A propósito del «padre», en el sentido de una relación personal, se ven dos tradiciones: la primera se remonta hasta san Ignacio de Antioquía y repre­senta la «paternidad funcional»; a todo obispo y a todo sacerdote se le llama «padre», en función de su sacerdocio.

Completamente distinta es la segunda tradi­ción que se remonta a los «Padres del desierto». Su paternidad no viene de ninguna función sacerdo­tal. San Antonio, fundador del monaquismo, fue un simple seglar. Aquí uno es «padre» por una elección divina, por los carismas del Espíritu Santo, por el hecho de ser teodidacta, enseñado directamente por Dios. Las colecciones que refieren los dichos y los hechos de estos carismáticos se llaman Apophteg­mata Patrum, Vitae, Patrrum o Pateriká.

El hecho sintomático de esta tradición es que los obispos venían a buscar ayuda y consejo espiri­tuales junto a estas gentes, monjes o laicos sencillos, pero guiados por el Espíritu Santo. El pueblo los re­conocía infaliblemente, como un magisterio carismá­tico dentro del magisterio ordinario de los obispos.

La condición esencial para llegar a ser «padre es­piritual», es haber llegado a ser ante todo él mismo pneumatikos. Como lo dice san Simeón: «el que aún no ha sido engendrado, no es capaz de engendrar a sus hijos espirituales»; y en otro lugar: «para dar al Espíritu Santo hay que tenerle». Es una alusión a las palabras del Señor: «No sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre quien ha­bla en vosotros»; un padre espiritual es un órgano del Espíritu Santo, «juzga según el Espíritu que es­tá en él». En él está curada la separación de las fun­ciones axiológica del corazón y gnoseológica de la inteligencia; la integridad de su ser restablecida se expresa en el adagio: «Hacer bajar la nous al cora­zón». San Gregorio Palamás insiste: «Nuestra pie­dad está en las realidades y no en las palabras»; no es un ministerio doctrinal sino el de la vida y del ser existente.

Entre los carismas de un padre espiritual, ante todo está el don de la caridad; toda ascesis privada de caridad, toda ascesis que no es el «sacramento del hermano», es inútil. Porque dicen: «En adelante ya no temo a Dios, sino le amo», los padres en su intercesión dicen con suma audacia: «Dios, que quieras o no, ya no te dejaré que no le socorras».

 

 

Según san Gregorio Nacianceno, «un espiritual es el depositario de la filantropía divina». El abad Poe­men añade a la paternidad una nota maternal:

«Cuando veo en el oficio a un hermano que se duer­me, coloco su cabeza sobre mis rodillas y le dejo descansar». Después es el don de la oración: «La medida de la oración es orar sin medida». Se pien­sa en la vida de san Antonio, que refiere que oró durante tres días y tres noches; al tercer día los de­monios fueron a echarse ante Dios para suplicarle que llamara al santo de su oración, porque su llama se hacía insoportable y ponía en peligro las bases demoníacas de este mundo. Los otros, durante la oración, veían la llama de las cosas y se transfor­maban ellos mismos en columna de luz. El abad Jo­sé decía: «Si quieres ser perfecto, hazte todo fuego»; al levantarse extendía sus manos hacia el cielo y sus manos se convertían como en diez cirios encen­didos.

Están también los dones de profecía, de cardiog­nosis, escrutación de los corazones y de los pensa­mientos secretos; de diacrisis, discernimiento de es­píritus y de clarividencia. Los startsi leían los pen­samientos sin preguntar nada, sabían el contenido de una carta sin abrirla, «levantaban el sello» de los corazones. Finalmente está el arte de penetrar y de iluminar la subconciencia. La exteriorización inme­diata de los pensamientos o logismoi evita su repre­sión. Adelantándose a los descubrimientos de la psi­cología de las profundidades decían: «Muchas pa­siones están ocultas en nuestra alma, pero escapan totalmente a la atención; la, tentación, las revela. Quien manifiesta sus pensamientos pronto es curado, quien los oculta enferma. Descubre tus pensamien­tos, pregunta a un padre capaz de discernirlos».

Nicodemo el Hagiorita presenta la Filocalia como el tesoro de la sabiduría centrada en el apostolado carismático de los espirituales. Uno de los más grandes, Paissy Vélitchkovsky (finales del siglo XVIII), describe admirablemente el arte universal de los Padres que se extiende sobre todos los países del mundo. Sus discípulos, los pobres de Dios, los peregrinos, los «locos por Cristo», sin salir del mun­do, lo iluminan con la luz tabórica y con las energías deificantes. La salvación aparece como una cura­ción que restaura el orden, el cosmos, la belleza. Filocalia significa el amor de lo bello. Un santo es bueno; pero también es hermoso. La vida, el ser hu­mano se ordenan aquí como un oficio litúrgico, co­mo la arquitectura de un templo, como la belleza de un icono que revela el rostro de eternidad y en­seña el arte de ser semejante al Arquetipo divino.

Hay que subrayar, en último lugar, lo que qui­zá es lo más esencial en este arte. Los padres advierten de cierto peligro que se corre buscando una ayuda humana. La búsqueda de una autoridad hu­mana es una tentación para una solución de facili­dad. La autoridad del Espíritu Santo no posee nin­gún criterio formal. Tal palabra no es verdad por­que haya sido pronunciada por un staretz; pero un staretz es un «padre» porque la verdad habla por él y a ella hay que someterse. Un hermano dice al abad Antonio: «Ruega por mí», Antonio responde:

«Ni yo tendré piedad de ti, ni Dios, si no te pones a ti mismo ante él seriamente y particularmente en el tiempo de la oración».

Los startsi son raros; «se los busca gimiendo»; el arte de un verdadero staretz crece a medida de su propia desaparición. Un discípulo, por ejemplo, formula así el fin de su pregunta: «Padre mío, confíame lo que el Espíritu Santo te sugiere para curar mi alma». Se busca la «rhema, palabra» paternal que lleva el sello del Espíritu: « ¡Abba, Padre, dime una sola palabra para que mi alma viva de ella! »El miedo de deformar la integridad de la persona del discípulo y de turbar la pureza de las «sugeren­cias-soplos» del Espíritu Santo, explica esa oblación total de sí mismo en un padre. San Serafín de Sarov precisa: «Renuncio totalmente a mi voluntad y a mi propia ciencia de las almas, yo escucho al Espíritu». Según el abad Poemen, un padre nunca es un maes­tro, un director, sino el que pone al alma en rela­ción directa con Dios: «Que no mande nunca, dice, sino que sea para todos un ejemplo, nunca el le­gislador». Aquí no se camina en las reglas, sino en Dios.

Un padre no «dirige», da ejemplo. Un novicio viene a encontrar a un staretz para ser instruido en el camino de la perfección; pero el anciano no dice una palabra. El otro le pregunta la razón de su silen­cio. «¿Soy, pues, un superior para mandarte? Le responde. No diré nada. Si quieres, haz lo que me ves hacer». El joven imitó al monje y aprendió el sentido del silencio y de la obediencia libre:

«Padre, una sola cosa me basta: verte».

Un staretz nunca engendra a su hijo espiritual; engendra a un hijo de Dios, hijo adulto y libre de todo lazo y autoridad puramente humanos. La vida de san Pacomio lo subraya: «sólo después de Dios era Pacomio el padre de la comunidad». Sin ningu­na idolatría de un espiritual, aunque sea un santo, sus consejos llevan al estado de un liberto proster­nado ante el rostro de Dios. La buena obediencia crucifica toda voluntad autónoma o heterónoma a fin de resucitar la libertad teónoma última: el espí­ritu humano a la escucha del Espíritu Santo. El dis­cernimiento se ejercita en no confundir el fin con los medios. «La oración, el ayuno, las vigilias y toda otra práctica no son más que los medios indispensa­bles para lograr la adquisición del Espíritu Santo», enseña san Serafín; porque según otro espiritual:

«La sed del Espíritu no puede ser apagada y nada podría colmarla».

Es el paso del estado de un esclavo (según Oríge­nes, el sentido de la historia es optar por el marti­rio o por la idolatría) a la libertad de los hijos de Dios, y la sustitución total de la voluntad humana por la voluntad divina. Nilo de Sora advierte: «Si no se encuentra staretz, hay que dirigirse por las Es­crituras». Teognosto en la Filocalia (Sobre la acción y la contemplación) afirma: «El que ha logrado la sumisión espiritual y sometido el cuerpo al espíritu, no tiene necesidad de sumisión a un hombre. Está sometido al Verbo de Dios como un obediente verdadero». Ciertamente éste es un consejo para los fuertes y los perfectos; las Vitae Patrum son aún más enérgicas: «Quien quiere habitar en el desierto no debe tener necesidad de ser engañado; debe ser él mismo doctor. Sin eso padecerá».

 

Los startsi de Optina en el siglo XIX consola­ban a los afligidos y revelaban los designios de Dios. Sin ninguna precisión, por razón de las circunstan­cias actuales, se puede decir sin embargo que, en su forma más oculta, esta tradición sigue siendo hasta nuestros días una realidad asombrosamente viva.

«Adquiere la paz interior y una multitud de hom­bres encontrarán su salvación junto a ti»; esta «pala­bra-rhema» de san Serafín tal vez es el mensaje esen­cial de los Padres para nuestro tiempo. También es la llamada al vuelo poderoso del corazón hacia los pastos del corazón divino, un salto sobre las alas del amor que da al corazón el Espíritu para marchar alegremente al encuentro del reino. «Para los que han llegado a ser hijos de la luz e hijos del día fu­turo, dice san Simeón, el día del Señor no llegará, porque siempre están con Dios, en Dios... »

 

 

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