jueves, 26 de septiembre de 2013

El conocimiento de Dios en la Tradición Oriental. Capítulo VIII


Capítulo VIII: EL CONOCIMIENTO DE DIOS EN LA TRADICIÓN ICONOGRÁFICA

 
 
1 - Preliminares históricos y terminológicos
 
La patria del icono es Oriente. Muy pronto la iconografía se convierte en una parte orgánica de la tradición y construye una verdadera «teología vi­sual». Se desarrolla fácilmente en el platonismo de la patrística oriental, en su filosofía de la trascenden­cia, porque ésta implica una reconducción simbólica de lo sensible a sus raíces celestiales. La reminis­cencia, la anamnesis, aquí más que una memoria, más que un recuerdo, es una evocación epifánica. Como el nombre de Dios en la Biblia, lo que es evo­cado se manifiesta, se hace presente. En vísperas de la cuestión sobre las relaciones entre el Absoluto y el mundo, el Antiguo Testamento respondió ya con su doctrina de los ángeles. Mediadores y mensaje­ros, los ángeles expresan la función simbólica por excelencia. Son los vehículos de la voz del trascen­dente, porque el nombre de Dios está depositado en los ángeles y Dios está presente en su nombre.


Por encima de la sensación y de la percepción, por encima, pues, del «pensamiento directo», se si­túa la esfera del «pensamiento indirecto», articulado sobre las revelaciones y el conocimiento de lo in­visible. Tratándose de un misterio, su sentido nunca es dado directamente, sino representado por medio de los intermediarios, de los mediadores: un ángel, un símbolo, un icono, mensajeros todos y portado­res de un mensaje secreto.
Para evitar las confusiones frecuentes, se impo­nen algunas precisiones. Así, el signo informa y en­seña. Su contenido es la más elemental y vacía de toda presencia. Tales son los signos algébricos, las fórmulas químicas, las señales del código de circu­lación, los signos de los almacenes. Entre el signo y lo significado no existe en esos casos ninguna rela­ción de presencia. Así también una alegoría es un medio explicativo por emblemas analógicos y no va más allá de una ilustración didáctica.
Por el contrario, un símbolo, en el espíritu de los Padres de la Iglesia y según la tradición litúrgica, contiene en sí la presencia de lo que simboliza. Desempeña la función comprehensiva del «sentido» y al mismo tiempo se erige en receptáculo expresivo de la «presencia». El conocimiento simbólico, siem­pre indirecto, apela a la facultad contemplativa del espíritu, a la imaginación evocadora e invocadora, para descifrar el sentido y captar la presencia, figu­rada, simbolizada, pero real de lo trascendente.
En occidente, los «Libros Carolingios» —llama­dos así porque se atribuían a Carlomagno (siglo XIII) — partiendo del contrasentido más desgraciado de la traducción latina de los textos del concilio II de Nicea (7. ° concilio ecuménico, 787) consagrados a los iconos, acusaban a ese Concilio de legitimar la «adoración» de las imágenes. El concilio de Franc­fort (794) y el sínodo de París (824) declararon que las imágenes no sirven sino para la ornamentación y que es indiferente tenerlas o no. Algo de esta acti­tud quedará, y esto explica quizá los atolladeros del arte sagrado de hoy. Ni aun las irrupciones del pasa­do, por grandiosas que sean, lograrán prevalecer, porque las definiciones teológicas sobre las imáge­nes, demasiado prudentes quizá, se limitan a lo uti­litario: el alcance pedagógico de enseñanza y de con­suelo.
Sin embargo, si las artes, hasta los siglos XI y XII atestiguan en todas partes el mismo clima y muestran el mundo como un «libro iluminado», que revelan las invisibilia, es porque felizmente mar­chan con retraso respecto de los conceptos teológi­cos: así surge el milagro de Chartres, del arte romá­nico, de la iconografía italiana; más tarde será el genio visionario de Fra Angélico, de Simón Marti­ni y de otros muchos todavía.
Se puede adelantar que, místicamente, la Edad Media muere precisamente cuando desaparecen los ángeles; el icono deja el sitio a la imagen alegórica y didáctica, el pensamiento indirecto al pensamien­to directo. Es el fin del arte románico, arte esencial­mente iconográfico.
El siglo XII hace del aristotelismo la filosofía por excelencia, con detrimento de la imaginación simbólica y de los modos del pensamiento indirecto. La física de Aristóteles explica un mundo desafec­tado, separado de lo trascendente. El entendimien­to extrae de la cosa su idea, pero no conduce de nuevo a su dimensión trascendente. En el pensa­miento escolástico, los ángeles están despojados de su función mediadora, están reducidos al papel de «virtudes» rectoras de un orden natural. Son espe­cies lógicas mucho más que mensajeros, personas vivientes. El deslizamiento hacia el realismo percep­tivo y el sensualismo acentúa el signo con detrimen­to de lo significado, hasta el punto de evacuarlo y ésta es la imagen naturalista. La poética de Aristóteles se apropia el campo estético de las artes, pero esta poética descansa sobre la imitación.
Aun los genios como Giotto, Masaccio, Duccio, Cimabue y Uccello, estos «locos  de la perspectiva», bajo una fuerte influencia del intelectualismo, re­nuncian a la realidad misteriosa, irracional del mun­do. Introducen la facticidad óptica, la perspectiva de la profundidad, el claroscuro; eso ya no es exacta­mente el arte de lo trascendente. El arte rompe con los «cánones iconográficos», cobra su independencia; su visión cada vez más subjetiva, ya no está integra­da en el misterio litúrgico. Continúa tratando plásticamente «temas religiosos», pero pierde el antiguo lenguaje sagrado de los símbolos y de las presencias. Las vestiduras de los santos ya no hacen sentir los «cuerpos espirituales». Aun los ángeles aparecen como seres hechos de carne y sangre. Los personajes se conducen como todo el mundo, son vestidos y co­locados en el ambiente contemporáneo del artista. Un paso más y con ocasión de un tema sagrado o de una escena bíblica se realizará sabiamente un paisa­je o una anatomía, un retrato realista. Cuando el ar­tista empieza a querer satisfacer los transportes del alma, el diálogo entre los espíritus se esfuma y deja el sitio a lo emotivo; el arte sagrado degenera en arte simplemente religioso, se desplaza hacia el retrato, el paisaje, la ornamentación.
El concilio de Trento precisa el honor, explica la utilidad y regula el uso de las imágenes en térmi­nos muy moderados. El verdadero problema queda­ría abierto; la estatua de tres dimensiones tendrá la precedencia sobre la superficie iconográfica, más misteriosa, de dos dimensiones.
Descartes sustituye lo «razonable» por lo «ra­cional» y asegura el triunfo de la pura semiología, es decir la victoria del signo sobre el símbolo, del «es­píritu geométrico» sobre el «espíritu de finura» e instaura el reino del algoritmo matemático. Con el positivismo científico del siglo xix, reina en las uni­versidades la concepción semiológica del mundo. La imaginación es apartada violentamente y la imagen artística es minimizada hasta el extremo, bajo el po­der pragmático del signo. El arte pasa a ser pura di­versión, ornamento, decoración.
Actualmente al arte realista soviético, al atolla­dero del arte social de imitación se opone el arte abstracto. Una rítmica de los planos coloreados bus­ca la musicalidad; pero la música no posee ninguna referencia a las formas de este mundo. Entre los grandes, como Kandinsky, Kupka, Malevitch, Mon­drian, se ve al principio el deseo «teosófico» de penetrar tras la realidad empírica hasta el caos «pre-mundial». La diagonal o líneas que se cortan en ángulo recto convergen hacia el cuadrado, sig­no geométrico del Absoluto divino. Del símbolo se vuelve al signo puro. Es el conocimiento de la dei­dad abstracta fuera del Sujeto, fuera de la Perso­na de Dios unida hipostáticamente y sobre todo fue­ra de la Encarnación. El arte retrocede hasta lo preformal, hasta el «pre-continente» y despliega in­definidamente un plano coloreado como un tapiz persa. Sin una razón para poder detenerse.
Una inflación universal de las imágenes, hasta el punto de sustituir la lectura por «publicaciones ilustradas» y por la televisión, culmina en los ído­los gigantes de las vedettes del cine o de los jefes de Estado. Es una contraofensiva de lo imaginario, pero sin reconducirnos a lo simbólico.
Por fortuna, en nuestros días, la «psicología de las profundidades» rehabilita poderosamente el valor de la imaginación creadora de un sentido, y filósofos como Bachelard, Lavelle, Paul Ricoeur, G. Durand, H. Corbin, colocan el símbolo en el centro de su reflexión filosófica.
Lo ilimitado de las expresiones del arte abstrac­to muestra la estrechez terrible, lo limitado del al­ma; porque lo ilimitado en los límites del mundo cerrado no trasciende verdaderamente nada. Es el arte de la «puerta cerrada». Por el contrario, lo ilimitado divino toma una forma muy precisa en la Encarnación, en la figura humana. El hieratismo de los santos en los iconos, su inmovilismo casi rígi­do, su exterior limitado, traduce lo verdaderamente ilimitado de su espíritu. «De la imagen de Cristo levantamos los ojos de nuestro espíritu a la imagen ilimitada de Dios», dice Teodoro Studita. «Cierta­mente por naturaleza eres ilimitado, pero has que­rido, Señor, reducirte bajo el velo de la carne» (Ofi­cio del primer domingo de Cuaresma).
La crisis actual del arte no es estética sino re­ligiosa. Viene de una pérdida progresiva del sentido sagrado y de su simbolismo. Porque la imagen viene en ayuda de la palabra impotente, no se trata de «referir» la historia sagrada, no se trata de ilustrar, sino de tocar el misterio del plan de Dios; aquí hay que escoger entre el realismo naturalista, la abstrac­ción semiótica y el realismo simbólico del icono. El arte moderno ha demolido los horrores de los si­glos recientes y en esto es reparador; ha dado muerte al mal gusto del academismo del siglo xix. Ha sido deshecha la forma exterior y el arte se encuen­tra ante la última elección: vivir para morir o morir para vivir. Parece que no es posible ya ninguna evolución; porque la clave del secreto de las correspondencias se ha perdido y la ruptura entre lo sa­grado y trascendente y lo «religioso inmanente» es tan radical que no permite evolucionar simplemen­te de un plano al otro. El acceso de la «forma in­terior» está cerrado por el ángel de espada resplan­deciente. Hay que pasar por el bautismo y esto es la muerte: morir para resucitar.
El arte se descompone no porque es hija de su siglo, sino porque renuncia a sus funciones sacer­dotales: de realizar el sacramento, de hacer el arte teofánico. Este es el ministerio del Paráclito: po­ner el icono, el ángel de la Presencia en lo más profundo de la sombra de la muerte, en el corazón de los cementerios de las esperanzas engañadas.
 
 
 
2 - El icono, paso de los signos a los símbolos
 
En griego, las palabras «diablo» y «símbolo» tienen la misma raíz; pero el diablo separa lo que el símbolo une. El símbolo es un puente que une lo visible con lo invisible, lo terrestre con lo celestial y transporta lo uno a lo otro.
En el arte de las catacumbas encontramos el ar­te «significativo» puro. Su fin es didáctico: procla­ma la salvación y traza sus instrumentos por me­dio de los signos cifrados. Se los puede clasificar en tres grupos: 1) todo lo que se relaciona con el agua: el arca de Noé, Jonás, Moisés, el pez, el an­cIa; 2) todo lo que se relaciona con el pan y el vi­no: multiplicación de los panes, las espigas de tri­go, la vid; 3) todo lo que se relaciona con las imá­genes de la salvación y de los salvados: los jóve­nes en el horno, Daniel entre los leones, el ave fé­nix, Lázaro resucitado, el «buen Pastor». Los per­sonajes no tienen más que lo estrictamente necesa­rio para expresar una acción salvadora: por ejem­plo, un muerto es resucitado, el que perece es sal­vado. Se comprueba el máximo descuido de toda forma artística y la ausencia de toda interpretación teológica. El «buen Pastor» no representa de nin­guna manera al Cristo histórico, sino quiere decir el Salvador salva realmente. Daniel entre los leones figura al alma salvada de la muerte. Son afirmacio­nes pintadas; breves e impresionantes, hablan de la salvación por medio de los sacramentos del bau­tismo y de la eucaristía. Una inscripción griega em­parentada con este arte explica bien su alcance:
«Yo soy Abercio, discípulo del santo Pastor que apacienta los rebaños en los montes y en la llanu­ra... En todas partes la fe ha sido mi guía y en todas partes me ha dado en alimento el Pez de la Fuente, el grande, el puro, que pescó la Virgen y ofrece en alimento a los amigos. También tiene un Vino delicioso mezclado con Agua que da con Pan... Que cada uno de los que piensan como yo y com­prende estas palabras ruegue por Abercio».
Todo converge hacia el único llamamiento: no hay vida eterna fuera de Cristo y de sus sacramen­tos. Todo se reduce al único signo y todo es ale­gría, porque la resurrección de los muertos está inscrita sobre los sarcófagos («roedores de carne»). La ausencia de todo arte marca el momento decisi­vo de su propia suerte. Su cumbre, todavía muy próxima, el arte antiguo, es inútil por el momento; se renuncia, pasa por su propia muerte, se sumerge en las aguas del bautismo, significado y consignado en los grafitos de las catacumbas, para salir de esas fuentes bautismales en los albores del siglo IV, bajo la forma antes nunca vista del icono. Es­te es el arte resucitado en Cristo: ni signo, ni cua­dro, sino icono, símbolo de presencia y su lugar bri­llante, visión litúrgica del misterio hecho imagen.
La Palabra hablada y escuchada está contenida en la Biblia; arquitecturada y construida, la Palabra abre las puertas del templo; cantada y repre­sentada sobre la escena hierofánica del culto, cons­tituye su liturgia; misteriosamente dibujada, se ofre­ce en contemplación, en «teología visual» bajo for­ma de icono.
 
 
 
3 - La sagrada liturgia
 
Sólo Dios es el Santo; la criatura no es santa sino de manera derivada, por participación. En la Biblia, las nociones de santo o de sagrado, encie­rran una relación de pertenencia total a Dios y, en cuanto tal, una separación. El acto trascenden­te retira un ser de las condiciones profanas y lo santifica en cuanto receptáculo puro de un poder o de una presencia. Así «este lugar es santo» (Exodo, 3,5) por la presencia de Dios, como era santo la parte del templo que contenía el arca de la alian­za, como lo son las «sagradas Escrituras», porque dan testimonio de la presencia del Verbo en su pa­labra, como toda la Iglesia es santa, porque Cris­to habla en ella y se da en alimento. Todo bautiza­do «participa de la naturaleza de Dios» (2 Pedro, 1, 4), de la santidad de Dios (He 12,10); es santo participando de las sancta, en la eucaristía. De la única fuente divina: «Sed santos como yo soy San­to», fluyen todas las santificaciones o cosas sagradas por participación. Operan una «desprofana­ción», en el ser mismo de este mundo. En el rito de la consagración de un icono, el sacerdote lo retira del mero plano artístico, lo coloca entre los sacramentales, lo encarga de una función litúrgica. Su forma plástica no es más que una condición pa­ra ejercer su ministerio sacramental.
Las formas arquitecturales de un templo, los frescos, los iconos, los objetos del culto, no están simplemente reunidos como objetos de un museo, sino, como los miembros de un cuerpo, viven con una vida mistérica y están integrados en el miste­rio litúrgico. Esto es lo esencial; jamás se puede comprender un icono fuera de esta integración. En las casas de los fieles, el icono está colocado en alto, en el punto dominante de la pieza; guía la mirada hacia lo alto, hacia el Altísimo y lo único necesario. La contemplación orante atraviesa por decirlo así el icono y no se detiene sino en el con­tenido viviente que él traduce. En su función litúr­gica, simbiosis del sentido y de la presencia, consa­gra la naturaleza: de una habitación neutra, hace una «iglesia doméstica», de la vida de un fiel, una liturgia interiorizada y continuada. Un visitante, al entrar, se inclina ante el icono, recoge la mirada de Dios y después saluda al señor de la casa. Se empieza por tributar honor a Dios, los honores tribu­tados a los hombres vienen después. No siendo nun­ca una decoración, el icono, punto de mira, cen­tra todo el interior sobre la irradiación del más allá que reina por completo.
Así también, todos los que franquean el um­bral de un templo ortodoxo, se sienten sorprendi­dos por la fuerte sensación de vida incesante. Aun fuera de los oficios, todo está en la espera de los santos misterios, todo está animado y tendido hacia aquel que viene para darse en alimento.
 
 
 
4 - La teología de la presencia
 
Digamos lo esencial: para el oriente, el icono es uno de los sacramentales de la presencia; el rito de su consagración le confiere un carácter milagroso:
«Canal de la gracia por la virtud santificadora», es el lugar de las «fanías» o manifestaciones. El Con­cilio séptimo lo declara muy explícitamente: «Por la contemplación de la Escritura o por la represen­tación del icono... nos acordamos de todos los pro­totipos y somos introducidos en ellos». «Cuando mis pensamientos me torturan y me impiden gus­tar la lectura, dice san Juan Damasceno, me dirijo a la iglesia... Mi vista se siente cautivada y lleva a mi alma a alabar a Dios. Considero la valentía del mártir... su ardor me inflama... caigo en tierra pa­ra adorar y orar a Dios por la intercesión del már­tir». Porque éste precisamente está presente en su función de intercesión y de comunión.
Ciertamente el icono no tiene realidad propia en sí mismo, no es más que una tabla de madera; sin embargo precisamente porque saca todo su va­lor teofánico de su participación del «totalmente otro», no puede encerrar nada en sí mismo, pero se convierte en un punto esquemático de irradiación de la presencia. La ausencia de volumen excluye toda materialización; el icono suscita una presen­cia energética que no está localizada, ni encerrada, sino que irradia todo alrededor de su punto de condensación.
Esta teología litúrgica de la presencia es lo que distingue claramente a un icono de un cuadro de tema religioso. Toda obra puramente artística se sitúa en un triángulo cerrado: el artista, su obra, los espectadores. El artista ejecuta su obra y susci­ta la emoción en el alma del espectador, el conjun­to se encuentra cerrado en un inmanentismo esté­tico. El arte se sitúa entre los bienes emotivos que obran por la sensibilidad. Ahora bien, el arte sa­grado, justamente, se opone a todo lo que es suave y emoliente, a todo acuerdo de las almas románticas, por cierta sequedad hierática y por el despojo ascé­tico de su hechura.
El icono, por su carácter sacramental, rompe el triángulo y su mismo inmanentismo. Se afirma independiente del artista y del espectador y susci­ta no la emoción sino el advenimiento de un cuar­to elemento con relación al triángulo: el adveni­miento del trascendente, cuya presencia atestigua. El artista se borra tras la tradición que habla, la obra de arte se convierte en el lugar teofánico, an­te el cual ya no es posible permanecer como simple espectador, el hombre se prosterna en el acto de adoración y de oración.
 
5 - El fundamento bíblico del icono
 
La ley del Antiguo Testamento prohibía las imágenes, porque ponían en peligro el culto de un Dios único e invisible. Sólo el arte ornamental de las formas geométricas traducía el sentimiento del Infinito. Entre los musulmanes el arte no figurati­vo, los arabescos, el adorno poligonal, reforzaron la misma noción de la trascendencia radical de Dios.
Hacia los principios de la era cristiana, el ju­daísmo se muestra menos riguroso. Es que, junto al hombre pecador y débil, cuya semejanza con Dios pasa a la desemejanza, sólo el plano angélico per­manece puro, hasta el punto de que su representa­ción es hasta ordenada por Dios (Éxodo, 25,17-22). Es­ta orden divina es de una importancia capital; sig­nifica que el mundo celestial de los espíritus pue­de encontrar su expresión artística, su forma huma­na; sobre el arca de la alianza, el Antiguo Testa­mento nos dejó el icono esculpido de los querubi­nes.
Este no sirve de obra de arte; su significación se esclarece retrospectivamente. Antes de la Encarna­ción, por temor a la idolatría, toda expresión de lo celestial se limita al mundo de los ángeles. Pero hay que comprender bien, para no reincidir en la ley, que esta limitación muy precisa a los ángeles es la purificación de la espera y una profecía sobre el ad­venimiento del icono en Cristo. El texto del Éxodo (25,17-18) dice: «Harás un propiciatorio.., harás dos querubines de oro, de oro batido, a los dos ex­tremos del propiciatorio». «Propiciatorio» —Kappo­ret— viene de «cubrir» y también de «hacer la ex­piación». Esa plancha de oro que corona el arca es el lugar donde «se aparece Yavé» y desde allí «ha­bla». Es el «símbolo-profecía» de toda la economía de la salvación. Efectivamente el icono de la resu­rrección de Cristo muestra una plancha de madera (representa el sepulcro vacío) sobre la cual han que­dado abandonadas las vendas fúnebres y en dos extremidades hay dos ángeles querubines ante las mujeres miróforas. Es una reproducción exacta del «propiciatorio» y que ahora revela en Cristo su úl­tima significación.
Después de la Encarnación, Cristo libra a los hombres de la idolatría no negativamente, suprimien­do toda imagen, sino positivamente, revelando la ver­dadera figura humana de Dios. Si la divinidad sola escapa a toda representación y si la humanidad sola, separada de lo divino, ya no significa nada, el ge­nio de los Padres del Concilio séptimo proclama que «la humanidad de Cristo es el icono de su divinidad». «Quien me ha visto, ha visto al Padre»; lo humano es afirmado en su función iconográfica: imagen visible de lo invisible.
El fundamento bíblico del icono está en la crea­ción del hombre a imagen de Dios. Interrumpida por la caída, su plenitud se realiza en Cristo y pasa a los «cristificados», a aquellos en quienes «se for­ma Cristo» (Gálatas 4,19). Dios en sí mismo trasciende toda imagen; pero su rostro, vuelto hacia el mundo, se apropia lo visible adecuado al misterio de su fi­lantropía y esto es la figura humana. Dios puede mirarse en lo humano y reflejarse en ello como en un espejo, porque el hombre es a su imagen. Dios habla el lenguaje humano. Tiene también la figura humana. La Encarnación viene del deseo de Dios de llegar a ser hombre y de hacer de su humanidad una teofanía, lugar e icono de su presencia. Ciertamente, el mejor icono de Dios es un santo, pero también to­do hombre; durante la liturgia, el sacerdote incensa a los fieles por el mismo título que a los iconos: la Iglesia saluda así la imagen de Dios en los hombres. Dídimo de Alejandría cita unas palabras atribuidas a Cristo: «Después de Dios, ve a Dios en todo hermano».
 
 
 
6 - El icono y la idolatría
 
El icono escapa radicalmente a toda idolatría. La palabra misma de «icono» suprime toda identi­ficación y muestra la diferencia de naturaleza entre la imagen y su prototipo. Nunca se puede decir: «El icono de Cristo es Cristo»; pero el icono atestigua y traduce su presencia. Su dimensión propia está bien definida: destinado a la comunión orante, el icono opera un encuentro en la oración; su lugar no está localizado en el icono en cuanto objeto mate­rial, sino a través y por medio de él, en cuanto vehí­culo de la presencia irradiante.
«El icono lleva el nombre del prototipo; no lleva (no contiene) su naturaleza», precisa el Concilio séptimo. El lugar de la presencia no es la plancha de madera; sino la semejanza que describe. No exis­te, pues, ninguna naturaleza «inscrita», encerrada en la materia del icono. Participación e «imagen conductora», el icono conduce al prototipo. Su pre­sencia no se sirve de ninguna manera del icono como de un lugar de encarnación, sino que encuentra en él el centro de una irradiación energética. La presen­cia icónica es un círculo cuyo centro se encuentra en todo icono, pero cuya circunferencia no está en ninguna parte. El icono es un punto de irrupción del trascendente cuyas olas de presencia trascienden to­do límite.
San Teodoro Studita formula una solución co­rrecta: el icono es desemejante en cuanto a la natu­raleza y semejante en cuanto a la persona. A través de la humanidad de Cristo, representada simbólica­mente y no como en retrato, el icono pone en pre­sencia del Cristo total y hace contemplar el misterio mismo de la Encarnación. Si se dice que el icono representa las dos naturalezas juntas, se cae en el monofisismo, confusión de lo divino y de lo huma­no; si se dice: sólo la humanidad, se cae en el nes­torianismo, separación de las dos naturalezas. San Anastasio el Sinaíta precisa: la naturaleza no ve a la naturaleza sino la persona contempla a la perso­na. Esto explica una multitud de composiciones, di­ferentes, porque todas son simbólicas y no a modo de retratos.
 
El gran maestro Andrés Roublev (siglo XV) «elevaba sin cesar su espíritu y lo sumergía en la luz inmaterial y divina». El Concilio séptimo lo su­braya: «No reconocemos en el icono sino una ima­gen que representa una semejanza del Prototipo. Por esto recibe su nombre; en esto únicamente par­ticipa de él y por esto es venerable y santo». La definición es fundamental: el milagro del icono, su participación se sitúa únicamente en la semejanza hipostática, semejanza misteriosa, milagrosa con la hipóstasis, con la persona. «Contemplamos a la vez lo inefable y lo representado» dice el Concilio, no una cosa o la otra, sino una en la otra. Este mila­gro orienta el movimiento anagógico de la oración: «el honor tributado al icono va a su prototipo».
El argumento de la idolatría es un malentendido y los Padres responden a él claramente: un ídolo es la expresión de lo inexistente, ficción, simulacro, nada. Por consiguiente, idolatrar a un icono, ado­rarlo como identidad substancial según la naturale­za, es destruirlo; encerrar una presencia en la tabla, es hacer de ella un ídolo y hacer a la persona repre­sentada ausente y al icono mismo inexistente. La definición del Concilio séptimo precisa y advierte:
«Cuanto más mira el fiel los iconos más se acuerda del representado... ¡Ay de quien adora las imá­genes!».
 
 
7 - Teología de la gloria
 
 
El Señor «se adorna de magnificencia y se viste de belleza» y «nosotros contemplamos como en un espejo la gloria del Señor» (2 Cor 3,18). Dios «ilu­minó nuestros corazones para que brille el conoci­miento de la gloria de Dios, que brilla en el rostro de Cristo» (2 Cor 4,5-6). Deslumbrado, el hombre contempla la gloria, pero también la refleja: «Tu luz resplandece en los rostros de tus santos». Hace brotar del corazón de toda criatura una doxología para cantar «su reino, su poder y su gloria».
El icono es una doxología semejante; chorrea gloria y la canta por sus propios medios. La verda­dera belleza no tiene necesidad de pruebas; es una evidencia que brilla y se erige en argumento icono­gráfico de la verdad divina. Porque es verdadero, el Señor «se viste de belleza». Por eso un icono es bello no en cuanto obra de arte, sino que su belleza está en su contenido epifánico; es la verdad que se hace presente e irradia gloria. Un icono nunca pue­de ser «bonito»; el aspecto estético demasiado sub­rayado detiene la mirada y se convierte en un obs­táculo.
Todo arte es medio de expresión, un lenguaje particular cuyos elementos dicen relación al sentido, como las palabras de una frase se refieren al pensa­miento. Fusión de los principios artísticos y religio­sos, el icono somete el conjunto a su contenido, a su mensaje secreto. «Imagen conductora», el icono guía la mirada más allá de él mismo y cultiva una madu­rez espiritual. El arte asombroso de Andrés Rou­blev, en el icono de la divina Trinidad, traduce el resplandor trisolar que inunda de claridad e ilumi­na el mundo.
Para Clemente de Alejandría, la luz del primer día preexiste a la creación del mundo; es «la ver­dadera luz del Logos que ilumina las cosas todavía ocultas y por la cual toda criatura ha llegado a la existencia». El iconógrafo divino, durante seis días, creó, por una «clarificación progresiva», el ser cós­mico del hombre. El día de Pentecostés, el Espíritu Santo transmuta al hombre en lenguaje de fuego y de luz.
El atributo de la gloria es la luz. Para los san­tos, las palabras «vosotros sois la luz del mundo» son ontológicamente normativas. Los nimbos que rodean los temas iconográficos no son los signos dis­tintivos de la santidad, sino la irradiación de su luminosidad: gracia maravillosa de todo ser creado que hace de él una figura, un espejo, un icono de lo increado.
La convergencia de los medios artísticos y con­templativos constituye una «reflexión o teología vi­sual». La Palabra se hace oír pero también se hace ver. La transfiguración del Señor inaugura su paru­sía; Moisés y Elías le rodean como «grandes viden­tes». Ese nivel de contemplación sitúa el ministerio carismático de los «santos iconógrafos» y del arte sagrado. Aprenden «el ayuno de los ojos» y se pre­paran con una larga ascesis de oración. Su visión es función de la fe, de la que decía san Pablo que es «visión de lo invisible» (Hebreos, 11,1). Experimentan sobre ese invisible, ejercitan los ojos del espíritu para contemplar los «cuerpos espirituales», para captar la «forma interior» del ser, la «llama de las cosas» y la luz celestial.
Nunca hay fuente de luz sobre un icono; la luz es su objeto: no se ilumina al sol. Este es el reino del «día sin ocaso»; «no tiene necesidad de la luz del sol porque la gloria de Dios lo ilumina y el Cor­dero hace las veces de antorcha» (Ap 21,23). La contemplación de la transfiguración enseña a todo iconógrafo que pinta con luz tabórica y no con sólo los colores. Aun en términos técnicos, el fondo de oro del icono se llama «luz» y el método pictórico, «clarificación progresiva». Hecho notable: la pintu­ra de la transfiguración ordinariamente es el primer icono de todo monje iconógrafo para que Cristo «haga brillar su luz en su corazón». Un manuscrito del monte Athos prescribe la epiclesis o invocación del Espíritu Santo, sobre el «arte divino»: «Que ore con lágrimas, para que Dios penetre su alma. Que vaya al sacerdote para que éste ore por él y re­cite el himno de la transfiguración». Las reglas de los Concilios sugieren «trabajar con temor de Dios, porque éste es un arte divino».
 
 


8 - El arte divino

 

 

El arte profano sigue las leyes ópticas que echan su red sobre las cosas, las coordinan, para formar una visión homogénea del mundo de las cosas. Sus principios están en función del mundo caído, de su estado de exterioridad, de distancia y de aislamiento. El arte se articula sobre la unidad de la acción, de ahí la trama del tiempo; sobre la unidad de la pers­pectiva, de ahí la trama del espacio; entre los ojos y las cosas se pone un enrejado formado por los «a priori». Este es «un punto de vista» lleno de ilu­sión óptica, útil para la vida corriente, pero éste no es todo el ojo, «el ojo de la paloma». La superche­ría más curiosa es la profundidad de un cuadro por el juego óptico de las líneas que se acercan aleján­dose del espectador hacia una profundidad completa­mente ficticia. Los iconógrafos no ignoran nada de las «técnicas» más modernas, pero nunca hacen de ellas la condición de su propio arte. Este es totalmente insensible a la realidad material tal como se presenta a la óptica habitual; impone al espectador sus propios principios: le enseña la verdadera vi­sión. Esta es toda una ciencia consumada, una cul­tura que hace sentir, casi «palpar» la «llama de las cosas».

Así las relaciones entre las dimensiones reales de los seres y de las cosas no entran de ninguna ma­nera en un icono, porque no pinta la naturaleza. En lugar de un paisaje, traza y sugiere más bien la pre­sencia esquemática del cosmos, las más de las veces por medio de las formas geométricas, en gradas su­perpuestas y escarpadas de una roca que se alarga hacia lo alto. Estas formas cósmicas o arquitectóni­cas, las plantas y las construcciones no tienen valor en sí mismas; siguen y toman las actitudes de los per­sonajes, refuerzan su significación y muestran la su­misión del plano material interiorizado en el espíri­tu humano. La materia está viva, pero está como inmovilizada y recogida, prestando oídos a las reve­laciones. El icono descosifica, desmaterializa, ali­gera, pero no desrealiza. El peso y la opacidad de la materia desaparecen, y líneas doradas, penetrando co­mo rayos de la energía deificante, espiritualizan los cuerpos. El homo terrenus se hace homo caelestis, ligero, alegre y alado. Los cuerpos están como fundi­dos en el oro etéreo de la luz divina. La simetría fre­cuente hace ver el centro ideal al que todo está so­metido. Los cuerpos siguen las líneas de las bóvedas de un templo y sufren modificaciones sabias; si es necesario, se alargan y se lanzan hacia el punto cen­tral. Es la unidad en lo múltiple, la catolicidad del reino que pone de acuerdo todo en sinaxis litúrgi­ca.

El icono trata el espacio y el tiempo con una li­bertad total, dispone a su arbitrio todos los elemen­tos de este mundo y deja lejos, detrás de él, todas las audacias de la pintura moderna. Puede represen­tar a la Virgen con tres brazos (milagro de san Juan Damasceno), hacer andar a un mártir llevando entre sus manos su propia cabeza, dar a un «loco por Cris­to» los rasgos de un perro (san Cristóbal), poner el cráneo de Adán al pie de la cruz, personificar el cos­mos en la figura de un rey anciano (el icono de Pentecostés) y al Jordán en la de un pescador (el icono de la Epifanía), cambiar la perspectiva y hacer que culminen en un solo punto todos los tiempos y todos los lugares. Todo se despliega fuera del «espacio-pri­sión»; la posición de los sujetos y su grandeza depende de su valor y significación propios. Si es ne­cesario, los personajes del fondo pueden ser más grandes que los del primer plano. La factura plana da la libertad de disponer cada parte en función de ella misma y salvaguardar el ritmo propio de la composición.

Así el iconógrafo no tiene cuenta ninguna de la tercera dimensión; jamás utiliza el claro oscuro, ni la profundidad ficticia, el fondo de oro la substituye. Organiza su composición no en profundidad, sino en altura, y subordina el conjunto a la superficie pla­na del lienzo. Con un arte consumado, instala sus personajes sobre las dos dimensiones de la tabla. Las figuras se mueven y deslizan, por decirlo así, a lo largo de la superficie con sorprendente facilidad o gravitan hacia la superficie, dejándola o casi deján­dola y avanzan hacia el que las contempla. El artista encuentra la relación perfecta entre los contornos de los seres y el espacio libre asombrosamente aéreo. Lo mismo ocurre con el tiempo; no existe orden cro­nológico. Se asocian los episodios según su sentido y la necesidad interior, lo que hace comprender por qué la composición nunca está encerrada entre mu­ros. La acción ocurre fuera de los límites del lugar y del tiempo, lo que quiere decir, en todas partes y ante todos y cada uno. Si es necesario, se muestra el interior esquemáticamente en el fondo y se signi­fica por el velum suspendido entre los muros. Así el icono nunca es una «ventana sobre la naturaleza» ni sobre un lugar, sino sobre el mundo que se abre y todo él se hace «puerta que lleva a la vida».

 

Frecuentemente la perspectiva está cambiada. Es el comentario iconográfico de la metanoia evan­gélica. Su efecto es sorprendente, porque toma su punto de partida en el que contempla el icono; entonces las líneas se acercan al espectador y da la impresión que los personajes salen y van a su en­cuentro. El mundo del icono está vuelto hacia el hombre. En lugar de la visión dual de los ojos car­nales, según el «punto de huida» del espacio caído, donde todo se pierde en la lejanía, es la visión por los ojos del corazón del espacio rescatado que se dilata en el infinito donde se vuelve a encontrar to­do. El punto de huida cierra; el punto que acerca dilata y abre...

Las formas hábilmente hechas inhabituales ha­blan de la metamorfosis en acción, del mundo en es­tado de llegar a ser «cosmos», belleza que canta la alegría de la nueva criatura. Las formas hacen asom­brosamente próximas la dimensión espiritual, la profundidad del espíritu. De «prisión para el alma», el cuerpo se convierte en templo. Es trazado ligeramen­te, más bien se le adivina a través de los vestidos que forman sobrios pliegues; su casi sequedad lineal no llama la atención sobre la anatomía, sino hace sentir el cuerpo deificado, celeste. Aun la desnudez sobre los iconos se muestra como el vestido de gloria; no descubre la carne, sino revela el espíritu. Un santo es vestido de espacio y desnudez adámica.

 

Después de la Encarnación del Verbo, todo está dominado por el rostro, la figura humana de Dios. El iconógrafo empieza siempre por la cabeza, es ella la que da la dimensión y la posición del cuerpo y manda sobre el resto de la composición. Aun los elementos cósmicos toman frecuentemente la figura humana, siendo el hombre el verbo cósmico. Los ojos agrandados con una mirada fija ven el más allá. El rostro está centrado en la mirada, el fuego celes­tial lo ilumina desde el interior y es el espíritu el que nos mira. Los labios finos están privados de to­do sensualismo (las pasiones y el deseo), están he­chos para cantar la alabanza, consumir la eucaris­tía y dar el beso de paz. Las orejas alargadas escu­chan el silencio. La nariz no es más que una curva muy fina, la frente ancha y alta, su ligera deforma­ción acentúa el predominio contemplativo del pen­samiento. El tinte oscuro de los rostros suprime toda nota realista y sensual. La posición frontal no distrae la vista por el dramatismo psíquico de la pose y el gesto. El perfil interrumpe la comunión, inicia la fuga, se convierte rápidamente en ausencia; el cara a cara hunde la mirada en los ojos del espectador y establece inmediatamente un lazo de comunión. «Que toda carne se calle»; la inmovilidad de los cuerpos sin ser nunca estática, concentra todo el di­namismo en el rostro que revela el espíritu. Esta inmovilidad exterior es muy particular, porque es la que crea la fuerte impresión de que todo vive en el interior: «Se avanza por el hecho de estar detenido», «el pozo de agua viva», «el movimiento inmóvil». El icono ilustra admirablemente estas paradojas del lenguaje místico donde toda palabra, toda descrip­ción se paran, impotentes. El plano material parece recogido en la espera del mensaje; sólo la mirada traduce toda la tensión de las energías en acción. Toda inquietud, toda preocupación, toda fiebre de gesticulación se desvanecen ante la paz interior. El icono hace ver al homo cordis absconditus, «el hom­bre escondido en el fondo del corazón» del que ha­bla san Pedro (1 Pe 3,4). Por el contrario, los demo­nios y los pecadores presentan sus perfiles y manifiestan la mayor «agitación-incapacidad» de contem­plar. Así también el lado anecdótico, narrativo, que­da reducido a lo estrictamente necesario de una lla­mada. Los mártires no llevan los instrumentos de su suplicio, están ya por encima de la historia terrestre; están presentes en ella, pero de otro modo.

 

Los iconógrafos son grandes maestros del dibu­jo. Los contornos son claros y puros, con una clari­dad suma. Varían la línea hasta el infinito; pero és­ta permanece siempre precisa hasta el máximo; el trazado «continuo» se asocia con el ritmo. El cerco negro destaca del contexto y subraya el valor propio de la figura. Los colores radiantes y exultantes nun­ca son apagados ni sombríos. Todo color es llevado a su saturación suma y ofrece una gama cromática plena. Salvo algunos (el oro, la púrpura, el azul) pue­den cambiar siguiendo el tema lineal y el sentido de la composición. Sorprenden, resultan sonoros y asom­bran por su densidad gozosa. Los tonos azul pálido, rojo subido, verde claro, alfóncigo, ultramar, púr­pura o escarlata, forman múltiples matices que se hablan y que en su variedad infinita, reflejan la luz divina. La transfiguración, la resurrección, la ascen­sión chorrean oro; pero cuando se pone en primer término la humanidad de Cristo, la kenosis, ocultan­do la divinidad bajo el aspecto del siervo, esto se significa con otros colores. Cada uno oculta un sen­tido preciso, aunque no sea inmediatamente eviden­te para todos.

El icono de la divina Sabiduría, como el sol de la mañana, ilumina todas las cosas de púrpura es­carlata. El rostro y las alas de san Juan Bautista de Novgorod reflejan este color de fuego. Todo lo que representa el reino y la gloria está cubierto de rasgos finos y ligeros en lluvia de oro. Los ángeles resplan­decientes de blancura —segundas luces— refractan la luz tabórica. El azul profundo del cielo estrellado pasando por el azul pálido o turquesa llegan hasta el azul etéreo y brillante del mediodía. El oro del sol en el cenit trascendente inunda y penetra todo con sus flechas fulgurantes y ordena el arco iris donde todo color encuentra su lugar. El resplandor del más allá se pone sobre todas las cosas de este mundo y da un sentido a todo, por la refracción multicolor y el centelleo dorado de su luz.

Esos colores sostienen y llevan las llamas del Paráclito. La maternidad cósmica, como receptáculo puro, recibe sus energías irradiantes. La luz del pri­mer día se resuelve en el acuerdo final de la ciudad luminosa del último día. De las cumbres de la cul­tura humana, de todos sus iconos, el Espíritu Santo, Hipóstasis de la belleza, hace ya el icono del reino de Dios. «A los que conocen y reciben las visiones proféticas en las formas y las figuras que Dios mis­mo ha dado y que el coro de los profetas profesan haber visto, que conserva también la tradición, es­crita u oral, transmitida por los apóstoles a los Pa­dres y que, por esta razón, representan en imágenes las cosas santas y las veneran, memoria eterna».

 

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