Capítulo VIII: EL CONOCIMIENTO DE DIOS EN LA TRADICIÓN ICONOGRÁFICA
1 - Preliminares históricos y terminológicos
La patria del icono es Oriente. Muy pronto la iconografía se convierte
en una parte orgánica de la tradición y construye una verdadera «teología visual».
Se desarrolla fácilmente en el platonismo de la patrística oriental, en su
filosofía de la trascendencia, porque ésta implica una reconducción simbólica
de lo sensible a sus raíces celestiales. La reminiscencia, la anamnesis, aquí
más que una memoria, más que un recuerdo, es una evocación epifánica. Como el
nombre de Dios en la Biblia ,
lo que es evocado se manifiesta, se hace presente. En vísperas de la cuestión
sobre las relaciones entre el Absoluto y el mundo, el Antiguo Testamento
respondió ya con su doctrina de los ángeles. Mediadores y mensajeros, los
ángeles expresan la función simbólica por excelencia. Son los vehículos de la
voz del trascendente, porque el nombre de Dios está depositado en los ángeles
y Dios está presente en su nombre.
Por encima de la sensación y de la percepción, por encima, pues, del
«pensamiento directo», se sitúa la esfera del «pensamiento indirecto»,
articulado sobre las revelaciones y el conocimiento de lo invisible.
Tratándose de un misterio, su sentido nunca es dado directamente, sino
representado por medio de los intermediarios, de los mediadores: un ángel, un
símbolo, un icono, mensajeros todos y portadores de un mensaje secreto.
Para evitar las confusiones frecuentes, se imponen algunas precisiones.
Así, el signo informa y enseña. Su contenido es la más elemental y
vacía de toda presencia. Tales son los signos algébricos, las fórmulas
químicas, las señales del código de circulación, los signos de los almacenes.
Entre el signo y lo significado no existe en esos casos ninguna relación de
presencia. Así también una alegoría es un medio explicativo por emblemas
analógicos y no va más allá de una ilustración didáctica.
Por el contrario, un símbolo, en el espíritu de los Padres de la Iglesia y según la
tradición litúrgica, contiene en sí la presencia de lo que simboliza. Desempeña
la función comprehensiva del «sentido» y al mismo tiempo se erige en
receptáculo expresivo de la «presencia». El conocimiento simbólico, siempre
indirecto, apela a la facultad contemplativa del espíritu, a la imaginación
evocadora e invocadora, para descifrar el sentido y captar la presencia, figurada,
simbolizada, pero real de lo trascendente.
En occidente, los «Libros Carolingios» —llamados así porque se
atribuían a Carlomagno (siglo XIII) — partiendo del contrasentido más
desgraciado de la traducción latina de los textos del concilio II de Nicea (7.
° concilio ecuménico, 787) consagrados a los iconos, acusaban a ese Concilio de
legitimar la «adoración» de las imágenes. El concilio de Francfort (794) y el
sínodo de París (824) declararon que las imágenes no sirven sino para la
ornamentación y que es indiferente tenerlas o no. Algo de esta actitud
quedará, y esto explica quizá los atolladeros del arte sagrado de hoy. Ni aun
las irrupciones del pasado, por grandiosas que sean, lograrán prevalecer,
porque las definiciones teológicas sobre las imágenes, demasiado prudentes
quizá, se limitan a lo utilitario: el alcance pedagógico de enseñanza y de consuelo.
Sin embargo, si las artes, hasta los siglos XI y XII atestiguan en todas
partes el mismo clima y muestran el mundo como un «libro iluminado», que
revelan las invisibilia, es porque felizmente marchan con retraso
respecto de los conceptos teológicos: así surge el milagro de Chartres, del arte románico,
de la iconografía italiana; más tarde será el genio visionario de Fra Angélico,
de Simón Martini y de otros muchos todavía.
Se puede adelantar que, místicamente, la Edad Media muere
precisamente cuando desaparecen los ángeles; el icono deja el sitio a la imagen
alegórica y didáctica, el pensamiento indirecto al pensamiento directo. Es el
fin del arte románico, arte esencialmente iconográfico.
El siglo XII hace del aristotelismo la filosofía por excelencia, con
detrimento de la imaginación simbólica y de los modos del pensamiento
indirecto. La física de Aristóteles explica un mundo desafectado, separado de
lo trascendente. El entendimiento extrae de la cosa su idea, pero no conduce
de nuevo a su dimensión trascendente. En el pensamiento escolástico, los
ángeles están despojados de su función mediadora, están reducidos al papel de
«virtudes» rectoras de un orden natural. Son especies lógicas mucho más que
mensajeros, personas vivientes. El deslizamiento hacia el realismo perceptivo
y el sensualismo acentúa el signo con detrimento de lo significado, hasta el
punto de evacuarlo y ésta es la imagen naturalista. La poética de Aristóteles
se apropia el campo estético de las artes, pero esta poética descansa sobre
la imitación.
Aun los genios como Giotto, Masaccio, Duccio, Cimabue y Uccello, estos
«locos de la perspectiva», bajo una
fuerte influencia del intelectualismo, renuncian a la realidad misteriosa,
irracional del mundo. Introducen la facticidad óptica, la perspectiva de la
profundidad, el claroscuro; eso ya no es exactamente el arte de lo
trascendente. El arte rompe con los «cánones iconográficos», cobra su
independencia; su visión cada vez más subjetiva, ya no está integrada en el
misterio litúrgico. Continúa tratando plásticamente «temas religiosos», pero
pierde el antiguo lenguaje sagrado de los símbolos y de
las presencias. Las vestiduras de los santos ya no hacen sentir los
«cuerpos espirituales». Aun los ángeles aparecen como seres hechos de carne y
sangre. Los personajes se conducen como todo el mundo, son vestidos y colocados
en el ambiente contemporáneo del artista. Un paso más y con ocasión de un tema
sagrado o de una escena bíblica se realizará sabiamente un paisaje o una
anatomía, un retrato realista. Cuando el artista empieza a querer satisfacer
los transportes del alma, el diálogo entre los espíritus se esfuma y deja el
sitio a lo emotivo; el arte sagrado degenera en arte simplemente religioso, se
desplaza hacia el retrato, el paisaje, la ornamentación.
El concilio de Trento precisa el honor, explica la utilidad y regula el
uso de las imágenes en términos muy moderados. El verdadero problema quedaría
abierto; la estatua de tres dimensiones tendrá la precedencia sobre la
superficie iconográfica, más misteriosa, de dos dimensiones.
Descartes sustituye lo «razonable» por lo «racional» y asegura el
triunfo de la pura semiología, es decir la victoria del signo sobre el símbolo,
del «espíritu geométrico» sobre el «espíritu de finura» e instaura el reino
del algoritmo matemático. Con el positivismo científico del siglo xix, reina en
las universidades la concepción semiológica del mundo. La imaginación es
apartada violentamente y la imagen artística es minimizada hasta el extremo,
bajo el poder pragmático del signo. El arte pasa a ser pura diversión,
ornamento, decoración.
Actualmente al arte realista soviético, al atolladero del arte social
de imitación se opone el arte abstracto. Una rítmica de los planos coloreados
busca la musicalidad; pero la música no posee ninguna referencia a las formas
de este mundo. Entre los grandes, como Kandinsky, Kupka, Malevitch, Mondrian,
se ve al principio el deseo «teosófico» de penetrar tras la realidad empírica
hasta el caos «pre-mundial». La diagonal o líneas que se cortan en ángulo recto
convergen hacia el cuadrado, signo geométrico del Absoluto divino. Del símbolo
se vuelve al signo puro. Es el conocimiento de la deidad abstracta fuera del
Sujeto, fuera de la Perso na
de Dios unida hipostáticamente y sobre todo fuera de la Encarnación. El
arte retrocede hasta lo preformal, hasta el «pre-continente» y despliega indefinidamente
un plano coloreado como un tapiz persa. Sin una razón para poder detenerse.
Una inflación universal de las imágenes, hasta el punto de sustituir la
lectura por «publicaciones ilustradas» y por la televisión, culmina en los ídolos
gigantes de las vedettes del cine o de los jefes de Estado. Es una
contraofensiva de lo imaginario, pero sin reconducirnos a lo simbólico.
Por fortuna, en nuestros días, la «psicología de las profundidades»
rehabilita poderosamente el valor de la imaginación creadora de un sentido, y
filósofos como Bachelard, Lavelle, Paul Ricoeur, G. Durand, H. Corbin, colocan
el símbolo en el centro de su reflexión filosófica.
Lo ilimitado de las expresiones del arte abstracto muestra la
estrechez terrible, lo limitado del alma; porque lo ilimitado en los
límites del mundo cerrado no trasciende verdaderamente nada. Es el arte de la
«puerta cerrada». Por el contrario, lo ilimitado divino toma una forma
muy precisa en la
Encarnación , en la figura humana. El hieratismo de los santos
en los iconos, su inmovilismo casi rígido, su exterior limitado, traduce
lo verdaderamente ilimitado de su espíritu. «De la imagen de Cristo
levantamos los ojos de nuestro espíritu a la imagen ilimitada de Dios», dice
Teodoro Studita. «Ciertamente por naturaleza eres ilimitado, pero has querido,
Señor, reducirte bajo el velo de la carne» (Oficio del primer domingo de
Cuaresma).
La crisis actual del arte no es estética sino religiosa. Viene de una
pérdida progresiva del sentido sagrado y de su simbolismo. Porque la imagen
viene en ayuda de la palabra impotente, no se trata de «referir» la historia
sagrada, no se trata de ilustrar, sino de tocar el misterio del plan de Dios;
aquí hay que escoger entre el realismo naturalista, la abstracción semiótica y
el realismo simbólico del icono. El arte moderno ha demolido los horrores de
los siglos recientes y en esto es reparador; ha dado muerte al mal gusto del
academismo del siglo xix. Ha sido deshecha la forma exterior y el arte se
encuentra ante la última elección: vivir para morir o morir para vivir. Parece
que no es posible ya ninguna evolución; porque la clave del secreto de las
correspondencias se ha perdido y la ruptura entre lo sagrado y trascendente y
lo «religioso inmanente» es tan radical que no permite evolucionar simplemente
de un plano al otro. El acceso de la «forma interior» está cerrado por el
ángel de espada resplandeciente. Hay que pasar por el bautismo y esto es la
muerte: morir para resucitar.
El arte se descompone no porque es hija de su siglo, sino porque
renuncia a sus funciones sacerdotales: de realizar el sacramento, de hacer el
arte teofánico. Este es el ministerio del Paráclito: poner el icono, el ángel
de la Presencia
en lo más profundo de la sombra de la muerte, en el corazón de los cementerios
de las esperanzas engañadas.
2 - El icono, paso de los signos a los símbolos
En griego, las palabras «diablo» y «símbolo» tienen la misma raíz; pero
el diablo separa lo que el símbolo une. El símbolo es un puente que une lo
visible con lo invisible, lo terrestre con lo celestial y transporta lo uno a
lo otro.
En el arte de las catacumbas encontramos el arte «significativo» puro.
Su fin es didáctico: proclama la salvación y traza sus instrumentos por medio
de los signos cifrados. Se los puede clasificar en tres grupos: 1) todo lo que
se relaciona con el agua: el arca de Noé, Jonás, Moisés, el pez, el ancIa; 2)
todo lo que se relaciona con el pan y el vino: multiplicación de los panes,
las espigas de trigo, la vid; 3) todo lo que se relaciona con las imágenes de
la salvación y de los salvados: los jóvenes en el horno, Daniel entre los
leones, el ave fénix, Lázaro resucitado, el «buen Pastor». Los personajes no
tienen más que lo estrictamente necesario para expresar una acción salvadora:
por ejemplo, un muerto es resucitado, el que perece es salvado. Se comprueba
el máximo descuido de toda forma artística y la ausencia de toda interpretación
teológica. El «buen Pastor» no representa de ninguna manera al Cristo
histórico, sino quiere decir el Salvador salva realmente. Daniel entre los
leones figura al alma salvada de la muerte. Son afirmaciones pintadas; breves
e impresionantes, hablan de la salvación por medio de los sacramentos del bautismo
y de la eucaristía. Una inscripción griega emparentada con este arte explica
bien su alcance:
«Yo soy Abercio, discípulo del santo Pastor que apacienta los rebaños en
los montes y en la llanura... En todas partes la fe ha sido mi guía y en todas
partes me ha dado en alimento el Pez de la Fuente , el grande, el puro, que pescó la Virgen y ofrece en alimento
a los amigos. También tiene un Vino delicioso mezclado con Agua que da con
Pan... Que cada uno de los que piensan como yo y comprende estas palabras
ruegue por Abercio».
Todo converge hacia el único llamamiento: no hay vida eterna fuera de
Cristo y de sus sacramentos. Todo se reduce al único signo y todo es alegría,
porque la resurrección de los muertos está inscrita sobre los sarcófagos
(«roedores de carne»). La ausencia de todo arte marca el momento decisivo de
su propia suerte. Su cumbre, todavía muy próxima, el arte antiguo, es inútil
por el momento; se renuncia, pasa por su propia muerte, se sumerge en las aguas
del bautismo, significado y consignado en los grafitos de las catacumbas, para
salir de esas fuentes bautismales en los albores del siglo IV, bajo la forma
antes nunca vista del icono. Este es el arte resucitado en Cristo: ni signo,
ni cuadro, sino icono, símbolo de presencia y su lugar brillante, visión
litúrgica del misterio hecho imagen.
3 - La sagrada liturgia
Sólo Dios es el Santo; la criatura no es santa sino de manera derivada, por
participación. En la Biblia ,
las nociones de santo o de sagrado, encierran una relación de pertenencia
total a Dios y, en cuanto tal, una separación. El acto trascendente retira un
ser de las condiciones profanas y lo santifica en cuanto receptáculo puro de un
poder o de una presencia. Así «este lugar es santo» (Exodo, 3,5) por la
presencia de Dios, como era santo la parte del templo que contenía el arca de
la alianza, como lo son las «sagradas Escrituras», porque dan testimonio de la
presencia del Verbo en su palabra, como toda la Iglesia es santa, porque
Cristo habla en ella y se da en alimento. Todo bautizado «participa de la
naturaleza de Dios» (2 Pedro, 1, 4), de la santidad de Dios (He 12,10); es
santo participando de las sancta, en la eucaristía. De la única fuente
divina: «Sed santos como yo soy Santo», fluyen todas las santificaciones o
cosas sagradas por participación. Operan una «desprofanación», en el ser mismo
de este mundo. En el rito de la consagración de un icono, el sacerdote lo
retira del mero plano artístico, lo coloca entre los sacramentales, lo
encarga de una función litúrgica. Su forma plástica no es más que una condición
para ejercer su ministerio sacramental.
Las formas arquitecturales de un templo, los frescos, los iconos, los
objetos del culto, no están simplemente reunidos como objetos de un museo,
sino, como los miembros de un cuerpo, viven con una vida mistérica y están
integrados en el misterio litúrgico. Esto es lo esencial; jamás se puede
comprender un icono fuera de esta integración. En las casas de los fieles, el
icono está colocado en alto, en el punto dominante de la pieza; guía la mirada
hacia lo alto, hacia el Altísimo y lo único necesario. La contemplación orante
atraviesa por decirlo así el icono y no se detiene sino en el contenido
viviente que él traduce. En su función litúrgica, simbiosis del sentido y de
la presencia, consagra la naturaleza: de una habitación neutra, hace una
«iglesia doméstica», de la vida de un fiel, una liturgia interiorizada y
continuada. Un visitante, al entrar, se inclina ante el icono, recoge la mirada
de Dios y después saluda al señor de la casa. Se empieza por tributar honor a
Dios, los honores tributados a los hombres vienen después. No siendo nunca
una decoración, el icono, punto de mira, centra todo el interior sobre la
irradiación del más allá que reina por completo.
Así también, todos los que franquean el umbral de un templo ortodoxo,
se sienten sorprendidos por la fuerte sensación de vida incesante. Aun fuera
de los oficios, todo está en la espera de los santos misterios, todo está
animado y tendido hacia aquel que viene para darse en alimento.
4 - La teología de la presencia
Digamos lo esencial: para el oriente, el icono es uno de los
sacramentales de la presencia; el rito de su consagración le confiere un
carácter milagroso:
«Canal de la gracia por la virtud santificadora», es el lugar de las
«fanías» o manifestaciones. El Concilio séptimo lo declara muy explícitamente:
«Por la contemplación de la
Escritura o por la representación del icono... nos acordamos
de todos los prototipos y somos introducidos en ellos». «Cuando mis pensamientos
me torturan y me impiden gustar la lectura, dice san Juan Damasceno, me dirijo
a la iglesia... Mi vista se siente cautivada y lleva a mi alma a alabar a Dios.
Considero la valentía del mártir... su ardor me inflama... caigo en tierra para
adorar y orar a Dios por la intercesión del mártir». Porque éste precisamente
está presente en su función de intercesión y de comunión.
Ciertamente el icono no tiene realidad propia en sí mismo, no es más que
una tabla de madera; sin embargo precisamente porque saca todo su valor
teofánico de su participación del «totalmente otro», no puede encerrar
nada en sí mismo, pero se convierte en un punto esquemático de irradiación de
la presencia. La ausencia de volumen excluye toda
materialización; el icono suscita una presencia energética que no está
localizada, ni encerrada, sino que irradia todo alrededor de su punto de
condensación.
Esta teología litúrgica de la presencia es lo que distingue claramente a
un icono de un cuadro de tema religioso. Toda obra puramente artística se sitúa
en un triángulo cerrado: el artista, su obra, los espectadores. El artista
ejecuta su obra y suscita la emoción en el alma del espectador, el conjunto
se encuentra cerrado en un inmanentismo estético. El arte se sitúa entre los bienes
emotivos que obran por la sensibilidad. Ahora bien, el arte sagrado,
justamente, se opone a todo lo que es suave y emoliente, a todo acuerdo de las
almas románticas, por cierta sequedad hierática y por el despojo ascético de
su hechura.
El icono, por su carácter sacramental, rompe el triángulo y su mismo
inmanentismo. Se afirma independiente del artista y del espectador y suscita
no la emoción sino el advenimiento de un cuarto elemento con relación al
triángulo: el advenimiento del trascendente, cuya presencia atestigua. El
artista se borra tras la tradición que habla, la obra de arte se convierte en
el lugar teofánico, ante el cual ya no es posible permanecer como simple
espectador, el hombre se prosterna en el acto de adoración y de oración.
5 - El fundamento bíblico del icono
La ley del Antiguo Testamento prohibía las imágenes, porque ponían en
peligro el culto de un Dios único e invisible. Sólo el arte ornamental de las
formas geométricas traducía el sentimiento del Infinito. Entre los musulmanes
el arte no figurativo, los arabescos, el adorno poligonal, reforzaron la misma
noción de la trascendencia radical de Dios.
Hacia los principios de la era cristiana, el judaísmo se muestra menos
riguroso. Es que, junto al hombre pecador y débil, cuya semejanza con Dios pasa
a la desemejanza, sólo el plano angélico permanece puro, hasta el punto de que
su representación es hasta ordenada por Dios (Éxodo, 25,17-22). Esta orden
divina es de una importancia capital; significa que el mundo celestial de los
espíritus puede encontrar su expresión artística, su forma humana; sobre el
arca de la alianza, el Antiguo Testamento nos dejó el icono esculpido de los
querubines.
Este no sirve de obra de arte; su significación se esclarece
retrospectivamente. Antes de la
Encarna ción, por temor a la idolatría, toda expresión de lo
celestial se limita al mundo de los ángeles. Pero hay que comprender bien, para
no reincidir en la ley, que esta limitación muy precisa a los ángeles es la
purificación de la espera y una profecía sobre el advenimiento del icono en
Cristo. El texto del Éxodo (25,17-18) dice: «Harás un propiciatorio.., harás
dos querubines de oro, de oro batido, a los dos extremos del propiciatorio».
«Propiciatorio» —Kapporet— viene de «cubrir» y también de «hacer la expiación».
Esa plancha de oro que corona el arca es el lugar donde «se aparece Yavé» y
desde allí «habla». Es el «símbolo-profecía» de toda la economía de la
salvación. Efectivamente el icono de la resurrección de Cristo muestra una plancha
de madera (representa el sepulcro vacío) sobre la cual han quedado abandonadas
las vendas fúnebres y en dos extremidades hay dos ángeles querubines ante las
mujeres miróforas. Es una reproducción exacta del «propiciatorio» y que ahora
revela en Cristo su última significación.
Después de la
Encarnación , Cristo libra a los hombres de la idolatría no
negativamente, suprimiendo toda imagen, sino positivamente, revelando la verdadera
figura humana de Dios. Si la divinidad sola escapa a toda representación y si
la humanidad sola, separada de lo divino, ya no significa nada, el genio de
los Padres del Concilio séptimo proclama que «la humanidad de Cristo es el
icono de su divinidad». «Quien me ha visto, ha visto al Padre»; lo humano es
afirmado en su función iconográfica: imagen visible de lo invisible.
El fundamento bíblico del icono está en la creación del hombre a imagen
de Dios. Interrumpida por la caída, su plenitud se realiza en Cristo y pasa a
los «cristificados», a aquellos en quienes «se forma Cristo» (Gálatas 4,19). Dios en
sí mismo trasciende toda imagen; pero su rostro, vuelto hacia el mundo, se
apropia lo visible adecuado al misterio de su filantropía y esto es la figura
humana. Dios puede mirarse en lo humano y reflejarse en ello como en un espejo,
porque el hombre es a su imagen. Dios habla el lenguaje humano. Tiene también
la figura humana. La
Encarnación viene del deseo de Dios de llegar a ser hombre y
de hacer de su humanidad una teofanía, lugar e icono de su presencia.
Ciertamente, el mejor icono de Dios es un santo, pero también todo hombre;
durante la liturgia, el sacerdote incensa a los fieles por el mismo título que
a los iconos: la Iglesia
saluda así la imagen de Dios en los hombres. Dídimo de Alejandría cita unas
palabras atribuidas a Cristo: «Después de Dios, ve a Dios en todo hermano».
6 - El icono y la idolatría
El icono escapa radicalmente a toda idolatría. La palabra misma de
«icono» suprime toda identificación y muestra la diferencia de naturaleza
entre la imagen y su prototipo. Nunca se puede decir: «El icono de Cristo es
Cristo»; pero el icono atestigua y traduce su presencia. Su dimensión propia
está bien definida: destinado a la comunión orante, el icono opera un encuentro
en la oración; su lugar no está localizado en el icono en cuanto objeto material,
sino a través y por medio de él, en cuanto vehículo de la presencia
irradiante.
«El icono lleva el nombre del prototipo; no lleva (no contiene) su
naturaleza», precisa el Concilio séptimo. El lugar de la presencia no es la
plancha de madera; sino la semejanza que describe. No existe, pues, ninguna
naturaleza «inscrita», encerrada en la materia del icono. Participación e
«imagen conductora», el icono conduce al prototipo. Su presencia no se sirve
de ninguna manera del icono como de un lugar de encarnación, sino que encuentra
en él el centro de una irradiación energética. La presencia icónica es un
círculo cuyo centro se encuentra en todo icono, pero cuya circunferencia no
está en ninguna parte. El icono es un punto de irrupción del trascendente cuyas
olas de presencia trascienden todo límite.
San Teodoro Studita formula una solución correcta: el icono es
desemejante en cuanto a la naturaleza y semejante en cuanto a la persona. A
través de la humanidad de Cristo, representada simbólicamente y no como en
retrato, el icono pone en presencia del Cristo total y hace contemplar el
misterio mismo de la
Encarnación. Si se dice que el icono representa las dos
naturalezas juntas, se cae en el monofisismo, confusión de lo divino y de lo
humano; si se dice: sólo la humanidad, se cae en el nestorianismo, separación
de las dos naturalezas. San Anastasio el Sinaíta precisa: la naturaleza no ve a
la naturaleza sino la persona contempla a la persona. Esto explica una
multitud de composiciones, diferentes, porque todas son simbólicas y no a modo
de retratos.
El gran maestro Andrés Roublev (siglo XV) «elevaba sin cesar su espíritu
y lo sumergía en la luz inmaterial y divina». El Concilio séptimo lo subraya:
«No reconocemos en el icono sino una imagen que representa una semejanza del
Prototipo. Por esto recibe su nombre; en esto únicamente participa de él y por
esto es venerable y santo». La definición es fundamental: el milagro del icono,
su participación se sitúa únicamente en la semejanza hipostática, semejanza
misteriosa, milagrosa con la hipóstasis, con la persona. «Contemplamos a la vez
lo inefable y lo representado» dice el Concilio, no una cosa o la otra, sino
una en la otra. Este milagro orienta el movimiento anagógico de la oración:
«el honor tributado al icono va a su prototipo».
El argumento de la idolatría es un malentendido y los Padres responden a
él claramente: un ídolo es la expresión de lo inexistente, ficción, simulacro,
nada. Por consiguiente, idolatrar a un icono, adorarlo como identidad
substancial según la naturaleza, es destruirlo; encerrar una presencia en la
tabla, es hacer de ella un ídolo y hacer a la persona representada ausente y
al icono mismo inexistente. La definición del Concilio séptimo precisa y
advierte:
«Cuanto más mira el fiel los iconos más se acuerda del representado...
¡Ay de quien adora las imágenes!».
7 - Teología de la gloria
El Señor «se adorna de magnificencia y se viste de belleza» y «nosotros
contemplamos como en un espejo la gloria del Señor» (2 Cor 3,18). Dios «iluminó
nuestros corazones para que brille el conocimiento de la gloria de Dios, que
brilla en el rostro de Cristo» (2 Cor 4,5-6). Deslumbrado, el hombre contempla
la gloria, pero también la refleja: «Tu luz resplandece en los rostros de tus
santos». Hace brotar del corazón de toda criatura una doxología para cantar «su
reino, su poder y su gloria».
El icono es una doxología semejante; chorrea gloria y la canta por sus
propios medios. La verdadera belleza no tiene necesidad de pruebas; es una
evidencia que brilla y se erige en argumento iconográfico de la verdad divina.
Porque es verdadero, el Señor «se viste de belleza». Por eso un icono es bello
no en cuanto obra de arte, sino que su belleza está en su contenido epifánico;
es la verdad que se hace presente e irradia gloria. Un icono nunca puede ser
«bonito»; el aspecto estético demasiado subrayado detiene la mirada y se
convierte en un obstáculo.
Todo arte es medio de expresión, un lenguaje particular cuyos elementos
dicen relación al sentido, como las palabras de una frase se refieren al pensamiento.
Fusión de los principios artísticos y religiosos, el icono somete el conjunto
a su contenido, a su mensaje secreto. «Imagen conductora», el icono guía la
mirada más allá de él mismo y cultiva una madurez espiritual. El arte
asombroso de Andrés Roublev, en el icono de la divina Trinidad, traduce el
resplandor trisolar que inunda de claridad e ilumina el mundo.
Para Clemente de Alejandría, la luz del primer día preexiste a la
creación del mundo; es «la verdadera luz del Logos que ilumina las cosas
todavía ocultas y por la cual toda criatura ha llegado a la existencia». El
iconógrafo divino, durante seis días, creó, por una «clarificación progresiva»,
el ser cósmico del hombre. El día de Pentecostés, el Espíritu Santo transmuta
al hombre en lenguaje de fuego y de luz.
El atributo de la gloria es la luz. Para los santos, las palabras
«vosotros sois la luz del mundo» son ontológicamente normativas. Los nimbos que
rodean los temas iconográficos no son los signos distintivos de la santidad,
sino la irradiación de su luminosidad: gracia maravillosa de todo ser creado
que hace de él una figura, un espejo, un icono de lo increado.
La convergencia de los medios artísticos y contemplativos constituye
una «reflexión o teología visual». La Palabra se hace oír pero también se hace ver. La
transfiguración del Señor inaugura su parusía; Moisés y Elías le rodean como
«grandes videntes». Ese nivel de contemplación sitúa el ministerio carismático
de los «santos iconógrafos» y del arte sagrado. Aprenden «el ayuno de los ojos»
y se preparan con una larga ascesis de oración. Su visión es función de la fe, de la que decía san Pablo que es «visión de lo invisible»
(Hebreos, 11,1). Experimentan sobre ese invisible, ejercitan los ojos del
espíritu para contemplar los «cuerpos espirituales», para captar la «forma
interior» del ser, la «llama de las cosas» y la luz celestial.
Nunca hay fuente de luz sobre un icono; la luz es su objeto: no se
ilumina al sol. Este es el reino del «día sin ocaso»; «no tiene necesidad de la
luz del sol porque la gloria de Dios lo ilumina y el Cordero hace las veces de
antorcha» (Ap 21,23). La contemplación de la transfiguración enseña a todo
iconógrafo que pinta con luz tabórica y no con sólo los colores. Aun en
términos técnicos, el fondo de oro del icono se llama «luz» y el método
pictórico, «clarificación progresiva». Hecho notable: la pintura de la
transfiguración ordinariamente es el primer icono de todo monje iconógrafo para
que Cristo «haga brillar su luz en su corazón». Un manuscrito del monte Athos
prescribe la epiclesis o invocación del Espíritu Santo, sobre el «arte divino»:
«Que ore con lágrimas, para que Dios penetre su alma. Que vaya al sacerdote
para que éste ore por él y recite el himno de la transfiguración». Las reglas
de los Concilios sugieren «trabajar con temor de Dios, porque éste es un arte
divino».
8 - El arte divino
El arte profano sigue las leyes ópticas que echan su red sobre las
cosas, las coordinan, para formar una visión homogénea del mundo de las cosas.
Sus principios están en función del mundo caído, de su estado de exterioridad,
de distancia y de aislamiento. El arte se articula sobre la unidad de la
acción, de ahí la trama del tiempo; sobre la unidad de la perspectiva, de ahí
la trama del espacio; entre los ojos y las cosas se pone un enrejado formado
por los «a priori». Este es «un punto de vista» lleno de ilusión óptica, útil
para la vida corriente, pero éste no es todo el ojo, «el ojo de la paloma». La
superchería más curiosa es la profundidad de un cuadro por el juego óptico de
las líneas que se acercan alejándose del espectador hacia una profundidad
completamente ficticia. Los iconógrafos no ignoran nada de las «técnicas» más
modernas, pero nunca hacen de ellas la condición de su propio arte. Este es
totalmente insensible a la realidad material tal como se presenta a la óptica
habitual; impone al espectador sus propios principios: le enseña la verdadera
visión. Esta es toda una ciencia consumada, una cultura que hace sentir, casi
«palpar» la «llama de las cosas».
Así las relaciones entre las dimensiones reales de los seres y de las
cosas no entran de ninguna manera en un icono, porque no pinta la naturaleza.
En lugar de un paisaje, traza y sugiere más bien la presencia esquemática del
cosmos, las más de las veces por medio de las formas geométricas, en gradas superpuestas
y escarpadas de una roca que se alarga hacia lo alto. Estas formas cósmicas o
arquitectónicas, las plantas y las construcciones no tienen valor en sí
mismas; siguen y toman las actitudes de los personajes, refuerzan su
significación y muestran la sumisión del plano material interiorizado en el
espíritu humano. La materia está viva, pero está como inmovilizada y recogida,
prestando oídos a las revelaciones. El icono descosifica, desmaterializa, aligera,
pero no desrealiza. El peso y la opacidad de la materia desaparecen, y líneas
doradas, penetrando como rayos de la energía deificante, espiritualizan los
cuerpos. El homo terrenus se hace homo caelestis, ligero, alegre
y alado. Los cuerpos están como fundidos en el oro etéreo de la luz divina. La
simetría frecuente hace ver el centro ideal al que todo está sometido. Los
cuerpos siguen las líneas de las bóvedas de un templo y sufren modificaciones
sabias; si es necesario, se alargan y se lanzan hacia el punto central. Es la
unidad en lo múltiple, la catolicidad del reino que pone de acuerdo todo en
sinaxis litúrgica.
El icono trata el espacio y el tiempo con una libertad total, dispone a
su arbitrio todos los elementos de este mundo y deja lejos, detrás de él,
todas las audacias de la pintura moderna. Puede representar a la Virgen con tres brazos
(milagro de san Juan Damasceno), hacer andar a un mártir llevando entre sus
manos su propia cabeza, dar a un «loco por Cristo» los rasgos de un perro (san
Cristóbal), poner el cráneo de Adán al pie de la cruz, personificar el cosmos
en la figura de un rey anciano (el icono de Pentecostés) y al Jordán en la de
un pescador (el icono de la
Epifanía ), cambiar la perspectiva y hacer que culminen en un
solo punto todos los tiempos y todos los lugares. Todo se despliega fuera del
«espacio-prisión»; la posición de los sujetos y su grandeza depende de su
valor y significación propios. Si es necesario, los personajes del fondo
pueden ser más grandes que los del primer plano. La factura plana da la
libertad de disponer cada parte en función de ella misma y salvaguardar el
ritmo propio de la composición.
Así el iconógrafo no tiene cuenta ninguna de la tercera dimensión; jamás
utiliza el claro oscuro, ni la profundidad ficticia, el fondo de oro la
substituye. Organiza su composición no en profundidad, sino en altura, y
subordina el conjunto a la superficie plana del lienzo. Con un arte consumado,
instala sus personajes sobre las dos dimensiones de la tabla. Las figuras se
mueven y deslizan, por decirlo así, a lo largo de la superficie con
sorprendente facilidad o gravitan hacia la superficie, dejándola o casi dejándola
y avanzan hacia el que las contempla. El artista encuentra la relación perfecta
entre los contornos de los seres y el espacio libre asombrosamente aéreo. Lo
mismo ocurre con el tiempo; no existe orden cronológico. Se asocian los
episodios según su sentido y la necesidad interior, lo que hace comprender por
qué la composición nunca está encerrada entre muros. La acción ocurre fuera de
los límites del lugar y del tiempo, lo que quiere decir, en todas partes y ante
todos y cada uno. Si es necesario, se muestra el interior esquemáticamente en
el fondo y se significa por el velum suspendido entre los muros. Así el
icono nunca es una «ventana sobre la naturaleza» ni sobre un lugar, sino sobre
el mundo que se abre y todo él se hace «puerta que lleva a la vida».
Frecuentemente la perspectiva está cambiada. Es el comentario
iconográfico de la metanoia evangélica. Su efecto es sorprendente, porque toma
su punto de partida en el que contempla el icono; entonces las líneas se
acercan al espectador y da la impresión que los personajes salen y van a su encuentro.
El mundo del icono está vuelto hacia el hombre. En lugar de la visión dual de
los ojos carnales, según el «punto de huida» del espacio caído, donde todo se
pierde en la lejanía, es la visión por los ojos del corazón del espacio
rescatado que se dilata en el infinito donde se vuelve a encontrar todo. El
punto de huida cierra; el punto que acerca dilata y abre...
Las formas hábilmente hechas inhabituales hablan de la metamorfosis en
acción, del mundo en estado de llegar a ser «cosmos», belleza que canta la
alegría de la nueva criatura. Las formas hacen asombrosamente próximas la
dimensión espiritual, la profundidad del espíritu. De «prisión para el alma»,
el cuerpo se convierte en templo. Es trazado ligeramente, más bien se le
adivina a través de los vestidos que forman sobrios pliegues; su casi sequedad
lineal no llama la atención sobre la anatomía, sino hace sentir el cuerpo
deificado, celeste. Aun la desnudez sobre los iconos se muestra como el vestido
de gloria; no descubre la carne, sino revela el espíritu. Un santo es vestido
de espacio y desnudez adámica.
Después de la
Encarnación del Verbo, todo está dominado por el rostro, la
figura humana de Dios. El iconógrafo empieza siempre por la cabeza, es ella la
que da la dimensión y la posición del cuerpo y manda sobre el resto de la
composición. Aun los elementos cósmicos toman frecuentemente la figura humana,
siendo el hombre el verbo cósmico. Los ojos agrandados con una mirada fija ven
el más allá. El rostro está centrado en la mirada, el fuego celestial lo
ilumina desde el interior y es el espíritu el que nos mira. Los labios finos
están privados de todo sensualismo (las pasiones y el deseo), están hechos
para cantar la alabanza, consumir la eucaristía y dar el beso de paz. Las
orejas alargadas escuchan el silencio. La nariz no es más que una curva muy
fina, la frente ancha y alta, su ligera deformación acentúa el predominio
contemplativo del pensamiento. El tinte oscuro de los rostros suprime toda
nota realista y sensual. La posición frontal no distrae la vista por el
dramatismo psíquico de la pose y el gesto. El perfil interrumpe la comunión,
inicia la fuga, se convierte rápidamente en ausencia; el cara a cara hunde la
mirada en los ojos del espectador y establece inmediatamente un lazo de
comunión. «Que toda carne se calle»; la inmovilidad de los cuerpos sin ser
nunca estática, concentra todo el dinamismo en el rostro que revela el
espíritu. Esta inmovilidad exterior es muy particular, porque es la que crea la
fuerte impresión de que todo vive en el interior: «Se avanza por el hecho de
estar detenido», «el pozo de agua viva», «el movimiento inmóvil». El icono
ilustra admirablemente estas paradojas del lenguaje místico donde toda palabra,
toda descripción se paran, impotentes. El plano material parece recogido en la
espera del mensaje; sólo la mirada traduce toda la tensión de las energías en
acción. Toda inquietud, toda preocupación, toda fiebre de gesticulación se
desvanecen ante la paz interior. El icono hace ver al homo cordis absconditus,
«el hombre escondido en el fondo del corazón» del que habla san Pedro (1 Pe
3,4). Por el contrario, los demonios y los pecadores presentan sus perfiles y
manifiestan la mayor «agitación-incapacidad» de contemplar. Así también el
lado anecdótico, narrativo, queda reducido a lo estrictamente necesario de una
llamada. Los mártires no llevan los instrumentos de su suplicio, están ya por
encima de la historia terrestre; están presentes en ella, pero de otro modo.
Los iconógrafos son grandes maestros del dibujo. Los contornos son
claros y puros, con una claridad suma. Varían la línea hasta el infinito; pero
ésta permanece siempre precisa hasta el máximo; el trazado «continuo» se
asocia con el ritmo. El cerco negro destaca del contexto y subraya el valor
propio de la figura. Los colores radiantes y exultantes nunca son apagados ni
sombríos. Todo color es llevado a su saturación suma y ofrece una gama
cromática plena. Salvo algunos (el oro, la púrpura, el azul) pueden cambiar
siguiendo el tema lineal y el sentido de la composición. Sorprenden, resultan
sonoros y asombran por su densidad gozosa. Los tonos azul pálido, rojo subido,
verde claro, alfóncigo, ultramar, púrpura o escarlata, forman múltiples
matices que se hablan y que en su variedad infinita, reflejan la luz divina. La
transfiguración, la resurrección, la ascensión chorrean oro; pero cuando se
pone en primer término la humanidad de Cristo, la kenosis, ocultando la
divinidad bajo el aspecto del siervo, esto se significa con otros colores. Cada
uno oculta un sentido preciso, aunque no sea inmediatamente evidente para
todos.
El icono de la divina Sabiduría, como el sol de la mañana, ilumina todas
las cosas de púrpura escarlata. El rostro y las alas de san Juan Bautista de
Novgorod reflejan este color de fuego. Todo lo que representa el reino y la
gloria está cubierto de rasgos finos y ligeros en lluvia de oro. Los ángeles
resplandecientes de blancura —segundas luces— refractan la luz tabórica. El
azul profundo del cielo estrellado pasando por el azul pálido o turquesa llegan
hasta el azul etéreo y brillante del mediodía. El oro del sol en el cenit
trascendente inunda y penetra todo con sus flechas fulgurantes y ordena el arco
iris donde todo color encuentra su lugar. El resplandor del más allá se pone
sobre todas las cosas de este mundo y da un sentido a todo, por la refracción
multicolor y el centelleo dorado de su luz.
Esos colores sostienen y llevan las llamas del Paráclito. La maternidad
cósmica, como receptáculo puro, recibe sus energías irradiantes. La luz del primer
día se resuelve en el acuerdo final de la ciudad luminosa del último día. De
las cumbres de la cultura humana, de todos sus iconos, el Espíritu Santo,
Hipóstasis de la belleza, hace ya el icono del reino de Dios. «A los que
conocen y reciben las visiones proféticas en las formas y las figuras que Dios
mismo ha dado y que el coro de los profetas profesan haber visto, que conserva
también la tradición, escrita u oral, transmitida por los apóstoles a los Padres
y que, por esta razón, representan en imágenes las cosas santas y las veneran,
memoria eterna».
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