Capítulo
V: EL CONOCIMIENTO DE DIOS EN LA TRADICIÓN PATRÍSTICA1
Paul Evdokímov, La connaissance de Dieu selon la Tradition Orientale , X. Mappus, Lyon. Paulinas, Madrid,
1969. (agotado).
En la Biblia , Dios se revela al hombre como objeto
posible de cierto conocimiento. Pero el término «conocer» en los autores
inspirados no se relaciona exclusivamente con la inteligencia. Es sabido que
según los hebreos se piensa con el corazón.
«Conocer» a Dios sería más exactamente
«reconocerle» en el acto de adoración que pone en juego el ser total del hombre
y todas las facultades de su espíritu.
Los
salmos expresan el estado de esperanza: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios
vivo; ¿cuándo me presentaré ante el rostro de Dios?» Si «a Dios nadie lo vio
jamás», en el siglo futuro, según san Juan (1 Jn 3,2; 4,12) «lo veremos como
es».
Admitiendo la visión beatífica como fin
último, la naturaleza y el objeto de esta visión recibirán una
interpretación doctrinal muy
diferente, según la tradición patrística en Oriente y en
Occidente.
En
el siglo XIV se plantea el problema desde ambos lados de la cristiandad y
recibe las soluciones propias de cada una de estas dos tradiciones. De una
parte está la incognoscibilidad radical de la esencia de Dios, aun en el reino,
y, de otra, la esencia de Dios se ofrece como objeto de la visión beatífica en
el siglo futuro. Para comprender las posiciones de la teología bizantina, hay
que recorrer la tradición patrística siguiendo su evolución histórica.
1 - El conocimiento
de Dios en la Biblia
Conocemos el carácter antinómico de los numerosos textos de la Escritura que desorienta
a
los exegetas; los doctores de la Iglesia sintieron la misma
dificultad desde el principio del Cristianismo. Se pueden clasificar los textos
a propósito del «conocimiento-visión» de Dios según su
sentido negativo o positivo.
En la serie negativa, están las palabras
conocidas del Salmo 17,12: Dios «de las tinieblas se hacía el velo». En
el Éxodo (33,20-23) Dios dice a Moisés: «no puede verme hombre alguno y
vivir» (cfr. también Jueces, 6,22; Isaías, 6,5). Las tinieblas o la nube
simbolizan la trascendencia divina; testimonian la presencia de Dios y al mismo
tiempo la ocultan y la velan. Según san Pablo (1 Tim 6,16), Dios «habita una
luz inaccesible, ningún hombre le vio ni puede verle». Para un ser mortal. Dios
es claramente inaccesible; lo que afirma
por su parte san Juan (1 Jn 4,12;
Jn 1,18): «A Dios nadie le vio
jamás»; «Un Dios unigénito... nos lo ha dado a conocer».
Un texto intermediario (Mt 11,27); «nadie
conoce perfectamente al Hijo sino el Padre; y nadie conoce al Padre
enteramente, sino el Hijo y aquel a quien el
Hijo quisiera revelárselo»,
dice claramente que sólo el Padre
y el Hijo se conocen mutuamente; sin embargo según la voluntad del Hijo se
puede conceder al hombre cierto conocimiento de Dios.
En la serie positiva, además de las
Teofanías numerosas, Dios se aparece a Jacob bajo la figura misteriosa de un
ángel y Jacob dice: «He visto a Dios cara a cara». Dios habla a Moisés «cara a
cara» y la luz divina se refleja sobre
su rostro. Job está seguro de que verá a Dios «el último día» (19, 25-26). Las bienaventuranzas evangélicas
prometen: «los corazones puros verán a Dios», y según el Apocalipsis
(22,4), «los servidores de Dios... verán su rostro». La carta de San Juan, (1,
Juan, 32) pone la visión de Dios en relación con la filiación que alcanzará su
estado de perfección en el momento de la Parusía :
«seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es». Asimismo san Pablo
en su himno al amor (1 Cor 13,12):
«Vemos ahora mediante un espejo,
confusamente; entonces veremos cara a cara... conoceré como fui conocido». A
las Teofanías de Dios en su creación sucederá la visión «cara a cara», marcada
por una reciprocidad de conocimiento tal como resulta de las relaciones entre
personas, visión condicionada por el «amor-ágape» y por el Pleroma del reino.
2
- La patrística en sus comienzos
Los Padres apostólicos y los Apologistas
estaban preocupados sobre todo de definir la actitud de la Iglesia respecto del
Judaísmo, la «pretendida gnosis» y la doctrina de los docetas y de trazar así
los fundamentos de la tradición. La palabra interior, logos endiathetos
se ha hecho la palabra pronunciada, logos prophoricos. Frente al mundo
pagano, expresaban en términos filosóficos la experiencia religiosa del Dios
cristiano y de su revelación. Los mártires nos permiten revivir el entusiasmo
de su fe ardiente.
Las cartas
cristianas de esta época describen, como la Didaché , los dos caminos de la vida
y de la muerte, de la luz y de las tinieblas. San Ignacio de Antioquía
centra su misticismo en la idea paulina de la imitación de Cristo y de su
habitación en el alma humana. Los cristianos son teóforos; estamos
llenos de Dios «si le amamos como debemos».Sobre todo hay una identificación de Cristo
y de la comunidad en cuanto que cuerpo litúrgico. El amor es el camino más
seguro para conocer a Dios. La doctrina de la fe y de la caridad de Ignacio, su
amor apasionado a Jesús, nos lo muestra de tipo profundamente contemplativo.
En Taciano
la incorruptibilidad, por consiguiente la inmortalidad, es un efecto del
conocimiento de Dios.
San
Teófilo de Antioquía (+ 180) dirige una apología en tres libros a un
pagano, Autólico. A su petición de que le mostrara a Dios, Teófilo replica:
«muéstrame a tu hombre y yo te mostraré a mi Dios»; el hombre a imagen de Dios
refleja el mismo misterio inefable. Dios se manifiesta en su creación, pero su
visión se coloca en el término de la historia:
«Cuando te revistas de incorruptibilidad, verás a Dios, según seas digno
de ello..., hecho inmortal, verás al Inmortal». Esta es la visión escatológica
concedida al ser humano reconstituido después de la resurrección y en la
medida de su
capacidad receptiva.
Los
dos primeros siglos están marcados por la espera de la próxima Parusía. Se
forma la creencia en el reino milenarista de los justos. El tiempo final será
rico de la comunión más intensa con Dios, pero por el momento sin ninguna
precisión sobre el modo y amplitud de su
conocimiento. Después de Teófilo, volvemos a encontrarnos con este estado de
espíritu, pero más profundo, en la enseñanza de san Ireneo de Lyon
(150-202). Presenta la idea de una revelación progresiva que va hasta la Encarnación del Verbo.
«Sin Dios no se puede conocer a Dios». Incognoscible en su Ser, Dios se revela
en su amor encarnado: «El Hijo es lo visible del Padre». El hombre perdió su
imagen y su semeja; era preciso pues que Dios recapitulara la raza humana y se
hiciera hombre para revelar la imagen perfecta y restableciera la semejanza por
el poder del Espíritu Santo. Desde entonces el hombre
está colocado sobre el camino del progreso espiritual: pero «lo veremos cara a
cara sólo cuando hayamos resucitado». El Padre es incomprensible; pero
condescendiendo en su amor, concede a los elegidos la gracia de la visión.
Profética en el Espíritu Santo, se convierte en la visión adoptiva por el Hijo
y culmina en la visión paternal en el reino. Esta visión de Dios en el siglo
futuro hará al hombre inmortal; porque vivir es participar de las condiciones
de la vida divina. La visión prefigurativa del Sinaí culmina sobre el Tabor que
es ya «el reino que llega en su fuerza». Ver la luz es estar en la luz: ver a Dios es estar en él. «El Verbo se hizo
hombre para que los hombres puedan hacerse dioses». De este tema, san Atanasio
hará la clave de bóveda de su enseñanza. Pero ya para Ireneo la Encarnación es
condición de nuestra deificación y fuente de nuestro conocimiento de Dios.
Si la luz del Padre se manifestó en Cristo transfigurado, la visión paternal,
propia del siglo futuro, empieza ya aquí abajo durante el reino de los justos.
Este reino milenarista inaugura la escatología; los justos se habituarán
progresivamente al conocimiento infinito de Dios. La bienaventuranza perfecta,
sin embargo, está reservada para el cielo. La visión de Dios diferirá en la
medida de la dignidad de cada uno; «sin embargo en todas partes el Señor será
visible».
3.-
La escuela de Alejandría
En Alejandría se ve
un ambiente completamente nuevo, propicio para la verdad cristiana, ambiente formado
intelectualmente por Plutarco, Ammonio y luego Plotino. Según Clemente de
Alejandría (150- 215), es evidente que se pueda ser creyente sin
cultura ninguna; pero sin una
dialéctica filosófica, no se
puede asimilar el contenido inteligible de la fe cristiana.
En
la corriente helénica, la contemplación natural se coloca en el centro. «La
intelección amorosa» inicia en la visión de una «luz admirable», «luz del bien»
que ilumina la inteligencia y la invita a superarse. En esta experiencia
extática, la inteligencia intenta conquistar el bien, que es, más que Dios lo divino.
En
la experiencia cristiana, por el contrario es Jesucristo, el único Mediador,
quien abre el acceso a la unión con el Dios trinitario. Dios toma la
iniciativa, suprime las distancias, pero exige por parte del hombre una
purificación suficiente para hallarse poseído por Dios más que poseerlo. La
contemplación mística de Dios es el fruto de un amor personal, de un encuentro
entre personas que se dan unas a otras. A la filantropía divina y a su
revelación gratuita, responde la adhesión total del hombre a la fuente misma de
su vida. Se ve ya la fusión íntima
e inseparable del amor perfecto y del conocimiento perfecto en la inteligencia
renovada en Cristo. El Antiguo Testamento preservaba celosamente la
trascendencia divina. La
Encarnación cambia las condiciones, gracias
a la imagen restaurada de Cristo; desde entonces el fin de la vida
cristiana se expresa en términos de deificación: qeousqai,
qeopoiein
y finalmente qeosiz.
Clemente es el primero que emplea claramente este término. El carácter de
espíritu alegórico de la escuela de de Alejandría va más allá de la letra
judaica y busca en la Biblia
el sentido espiritual. El grado perfecto de un «gnóstico» ya no es una etapa
histórica proyectada en el reino de los justos (las doctrinas milenaristas
desaparecieron en el siglo III), sino la contemplación de Dios accesible desde
el presente y que constituye el fin de la vida cristiana.
En
Clemente se ve cierto esoterismo de iniciación en los misterios por el camino
de la contemplación. Se debe proceder por eliminación de todo lo que se puede
atribuir a los seres. Pasando de la majestad de Cristo, «región de las ideas
divinas», hacia el abismo —buqoz— del Padre, se
recibe cierto conocimiento de Dios, pero es un conocimiento, no de lo que es,
sino de lo que no es. Clemente inicia ya el camino apofático: Dios sobrepasa
toda figura, todo nombre, toda noción que son siempre inadecuados a su
Misterio. En la cumbre de lo accesible. Moisés entra en la tiniebla —gnofoz— que significa lo
invisible y lo inefable, el seno —kolpoz— del Padre.
El
verdadero conocimiento es una contemplación perpetua, superior a la simple fe.
Hay que elevarse a la verdadera gnosis suprimiendo las pasiones y llegando al
estado de impasibilidad —apaqeia—, análogo al de los
estoicos. «Un gnóstico es un hombre perfecto, un amigo de Dios». Los que tienen
el corazón puro verán a Dios eternamente «cara a cara». Pocos hombres pueden
alcanzar ese nivel del conocimiento de Dios. Sin embargo, si la visión «cara a
cara» se sitúa en el siglo futuro, los gnósticos perfectos gozan de ese
conocimiento por anticipado desde aquí abajo.
La contemplación de Clemente es fuertemente
intelectualista; la bienaventuranza significa la comprensión de lo
Incomprensible. El Verbo «diviniza al hombre por una enseñanza celestial». «Si
se propusiera escoger el conocimiento de Dios o la salvación eterna (suponiendo
que se pudiera separarlas), el gnóstico perfecto escogería el conocimiento».
Así se exalta la gnosis por encima de la salvación y ocupa el sitio que san
Pablo reserva al ágape.
En
la época de Clemente aún no estaba explicitada la doctrina trinitaria, el
término ousia
no designa aún la naturaleza una de las tres Personas divinas. En la
contemplación de Clemente, la esencia divina es más bien el abismo del Padre.
Los
gnósticos de Clemente forman un círculo casi esotérico; son elegidos que viven
en una comunión constante con Dios. Su vida debía terminar necesariamente en el
martirio, el ideal sugerido por la época de las persecuciones. En la descripción
de Clemente, no son seres históricos, sino más bien una ficción, una utopía del
género platónico, que se sitúa lejos de la visión escatológica, pero concreta
de san Ireneo.
Orígenes
(185-255) recoge la enseñanza de Clemente y la funda en datos de la sagrada
Escritura. En Cristo, la naturaleza divina y la naturaleza humana se unen,
«para que la naturaleza humana se deifique». La contemplación deificante de la
gnosis se consuma en la unión con Dios. Iniciada en
la tierra, tendrá su plenitud en el siglo futuro. El carácter intelectualista
hace ver en la divinización la restauración de la condición paradisíaca mucho
más que una gracia que eleva al hombre por encima de él mismo. La palabra debe
consumarse eucarísticamente, hasta el punto de que el cuerpo y la sangre del
Señor representan a su vez la enseñanza de Cristo del que se alimentan las
almas. En la doctrina sobre la escatología, después de una purificación por el
fuego, las almas entrarán en el paraíso como en una especie de escuela, «lugar
de erudición», donde Dios revelará la solución de todos los problemas del
universo. La bienaventuranza, como en Clemente,
es el conocimiento
de Dios, de
la simplicidad de su naturaleza
por el «entendimiento-espíritu». La plenitud cuando «Dios sea todo en todas las
cosas» significa que Dios estará «aun en cada uno», haciéndolo «un solo
espíritu con Dios».
Orígenes deriva el alma —ysuce de yscoz, frío, enfriamiento de la caridad lejos de
Dios. Así el hombre «exterior» es una degradación del hombre «espiritual». La
vida cae en la existencia temporal y material; el espíritu-nous se hace
alma y empieza la ascensión hacia su estado primitivo. Hay que empezar por
adquirir el conocimiento de sí mismo y emprender la lucha contra las pasiones
—-apath,
para alcanzar la patqeia y hacer sitio a Dios
en el corazón. La unión de las dos naturalezas en Cristo está condicionada por
la contemplación de Dios inherente a la humanidad de Cristo. Orígenes formula
la doctrina de la comunicación de idiomas —perijóresis— e introduce la
expresión qeanqropoz «Dios-hombre». La
deificación sigue el camino de la imitación de Cristo, para
llegar a ser «un dios en Cristo Jesús». Es la restitución del estado primero:
el alma vuelve a ser espíritu; deificado, el espíritu se une con el Hijo en el
conocimiento del Padre. Elevado a la cumbre del Tabor, «junto a Cristo», el
espíritu se verá irradiado de su luz e «iluminado con la voz del Padre mismo».
Cada uno conoce y contempla a Dios en
proporción de la apertura de los ojos del alma y del cierre de los ojos de la
sensibilidad. Orígenes esboza una doctrina de los sentidos espirituales y le da
un aspecto fuertemente intelectualista; es una interiorización de los sentidos
mucho más que su transfiguración. Para Orígenes, «ver» es diferente de
«conocer», como las realidades corporales son diferentes de las realidades
inteligibles. Así se acentúa fuertemente el aspecto intelectual de la
perfección y se manifiesta la oposición entre la «élite» y la masa de los
sencillos. Los hombres sencillos siguen la enseñanza moral relacionada con la
economía de la humanidad de Cristo; los perfectos capaces de «conocer» siguen
la teología relacionada con la divinidad de Cristo y con el conocimiento de la Trinidad. Aquí se
plantea la distinción entre la vida activa y la vida contemplativa. La praciz prepara la qeoria. Las dos hermanas
Marta y María son sus figuras, así como Pedro activo y Juan contemplativo. El Cantar
de los Cantares representa el grado más elevado de la vida contemplativa
con el conocimiento de la
Trinidad al término de la gnosis. Orígenes es el primero que
ve en el Cantar de los Cantares las bodas del alma con Cristo. El
verdadero gnóstico es Juan que descansó sobre el pecho de Jesús.
Si
san Ireneo habla de la visión escatológica de la luz del Padre a través
del cuerpo glorificado del Hijo, en Orígenes, la visión significa el
conocimiento de las realidades inteligibles. Con él se ha plantea do el
problema de la «contemplación-conocimiento» de Dios aquí abajo. Clemente y
Orígenes respondían a los paganos; querían mostrarles «la verdadera filosofía
del Evangelio»; era inevitable un acento intelectualista y platónico.
Pero, junto a un griego especulativo, está
también Orígenes asceta, hombre de oración y mártir. La tradición necesitará
siglos para superar su helenismo y su mística intelectualista (sic).
Pronto se impondrá cierta salida del mundo como uno de los métodos ascéticos
del monaquismo. Pero en el conjunto equilibrado de todos sus elementos y en lo
esencial, la tradición pondrá el acento sobre la salvación, en el Verbo
encarnado, de la totalidad de la creación. La resurrección de todo hombre en su
cuerpo personal confiere a la vida terrestre un valor inestimable.
San
Atanasio (293-373) es el gran doctor de la doctrina de la divinización. Fin
de la Encarnación ,
renueva la imagen de Dios, restaura el conocimiento de Dios y concede la
inmortalidad. El Verbo «se hizo hombre
para que nosotros nos hagamos dioses; se hizo visible, para que nosotros nos
hagamos una idea del Padre invisible; sufrió ultrajes, para que nosotros
tengamos parte en la inmortalidad».
«El
Espíritu, que está en el Verbo, nos une con el Padre». Atanasio identifica
divinización y filiación, pero subraya fuertemente que no quitan el límite
entre Dios y el hombre: «nos hacemos hijos y somos llamados dioses no
por naturaleza, sino según la gracia». Vista la distancia producida por la
caída, el Verbo realiza una verdadera nueva creación, porque el cuerpo
resucitado de Cristo se convierte en la raíz de la inmortalidad de los seres
creados.
«El
Verbo se hizo portador de la carne, para que los hombres puedan hacerse
portadores del Espíritu». El Espíritu termina la misión del Hijo. Por nuestra
participación y asimilación a Cristo, el Espíritu nos hace aptos para la gnosis
del Padre y de su Logos. Atanasio insiste: el conocimiento no es la fuente sino
el fruto de nuestra unión con el Verbo, es carismático. No son el conocimiento natural ni la evasión platónica los que pueden proporcionar la incorruptibilidad y la salvación. Aquí se ve
una diferencia radical y una clara demarcación y Atanasio irá a buscar el ideal
cristiano precisamente en
Egipto, cuna de los grandes maestros de la vida espiritual. En su Vida de
san Antonio, muestra el heroísmo de los Padres del desierto que realizan la
comunión con Dios en su lucha por adquirir la incorruptibilidad, primicias de
la victoria de Cristo.
4
- La época de los capadocios
La herejía de Arrio
obliga a la Iglesia
a eliminar radicalmente toda traza de subordinacionismo origenista y a forjar
una doctrina trinitaria firme y precisa. El
primer Concilio acepta
el término omoousios
propuesto por san Atanasio; desde entonces, la Iglesia confiesa la
esencia Una en tres Hipóstasis, la
Trinidad consubstancial e indivisible.
Así
Dídimo el Ciego (313-393), aunque apele todavía a Orígenes, emplea sin embargo
términos categóricos para afirmar la incognoscibilidad radical de la ousia, de la naturaleza o esencia de la Trinidad : «invisible,
incomprensible, aun para los serafines». El intelectualismo alejandrino se
encuentra aquí totalmente superado.
Por el contrario, una fracción del
arrianismo, la de los anomeos, profesa un intelectualismo extremo en cuanto al
conocimiento de Dios, Para Eunomio (finales del siglo IV), el Padre es una
Mónada perfecta. La generación significaría para él corrupción de la esencia
simple y el nacimiento del Hijo no quiere-decir sino creación;
ésta es la herejía de Arrio. Eunomio profesaba un optimismo gnoseológico
asombroso, diciendo que ¡conocía la esencia de Dios tan bien como se conocía a
sí mismo! El análisis de los
nombres objetivos y
esenciales revela el contenido
inteligible y por consiguiente la esencia de las cosas. Así el nombre de Dios
«no engendrado» no es sólo una relación entre el Padre y el Hijo, sino
revelación de la sustancia misma, hasta el punto de que Dios mismo no sabe nada
más sobre su esencia que no sepamos ya nosotros por medio de las nociones
adecuadas a la esencia de Dios.
La violenta reacción de los capadocios muestra
bien el peligro inminente del intelectualismo en el conocimiento de Dios. San
Basilio (330-379) conoce todo el valor de la reflexión capaz de percibir
las propiedades reales de las cosas, sin pretender sin embargo agotar todo el
contenido de su ser. Un residuo misterioso, el fondo de la esencia permanecerá
siempre trascendente a todo análisis. Por lo demás el conocimiento
de Dios presupone
ante todo la Filantropía de Dios que se revela; sus nombres en
la Escritura
designan su rostro vuelto hacia el mundo. «Conocemos a Dios en sus energías,
sin acercarnos a su esencia. Porque si sus energías descienden hasta nosotros,
su esencia permanece inaccesible». Es una distinción muy clara y que entrará
para siempre en la teología bizantina, distinción entre la ousía
radicalmente trascendente e inaccesible y las energías u operaciones
manifestadoras accesibles en cierto sentido inmanentes al espíritu humano,
según la gracia de Dios.
Eunomio llevó hasta
el absurdo el subordinacionismo de la teología naciente de los primeros siglos,
haciendo ver en el Hijo creado por el Padre un instrumento de la creación del
mundo. Ahora bien con los capadocios, la Trinidad es exaltada por encima de la economía de
las teofanías en la creación. El Hijo es la manifestación absoluta del Ser
divino en la eternidad divina. Por su Encarnación nos revela las relaciones
interiores de las tres Personas de la Trinidad.
Si en Orígenes la teología es una
contemplación de la simplicidad divina y del abismo paternal, con los
capadocios la teología es trinitaria por excelencia; no es la contemplación de
la ousía sino el conocimiento de los únicos de la Trinidad. Este
conocimiento viene de la comunión con el «Dios-Trinidad», de «la intimidad y de
la unión por amor». Basilio precisa la fuente de este conocimiento: podemos contemplar la imagen del Hijo en el
Espíritu Santo y por el Hijo al Arquetipo, al Padre. En adelante toda visión,
todo conocimiento de Dios será trinitario.
Si san Basilio muestra reservas respecto del
término de la divinización, san Gregorio Nacianceno (328-390) lo usa de
buen grado. Con mucha audacia, a propósito de la creación del hombre habla de
un «soplo de Dios» y aun de una «partícula divina». Comprueba el infinito
abismo que separa al Ser de Dios «que no se extiende más allá de las tres
Personas de la Trinidad »,
y las naturalezas humanas que no están más que «emparentadas con la divinidad».
Sin embargo la Encarnación
establece «una segunda comunidad mucho más magnífica que la primera» (de Adán).
Es una extensión de la realidad de Cristo que se convierte en la
transfiguración divinizante: «Es preciso que sea sepultado con Cristo, que
resucite con él, que me haga hijo de Dios, que me haga Dios».
Por
una parte la esencia divina permanece incognoscible aun para los «amigos de
Dios», y, por otra, en la eternidad conoceremos a Dios como nosotros hemos sido
conocidos. Esa es la visión cara a cara, cuando «la imagen se elevará hasta el
Arquetipo hacia el que hoy tiende». La conversación con Moisés en la nube, la
«visión de Dios de espaldas» es preliminar; la luz tabórica «descubre la
divinidad del Verbo, disimulada por la carne». La enseñanza de san Gregorio no
es clara. Hay pasajes en los que ni siquiera los ángeles pueden conocer la
esencia divina y, por otra parte, parece, que la naturaleza de Dios será el
objeto del conocimiento al contemplar a la Trinidad. De todos
modos, no es una contemplación intelectual de la sustancia divina simple, sino
la visión «de las tres luces que no forman más que una sola luz».
La
tiniebla debe ser superada. Hay que «unirse totalmente con el Espíritu total»;
esta unión con Dios supera con mucho la gnosis. También es totalmente superada
la mística intelectualista de Alejandría. La luz de la Trinidad trasciende el
entendimiento.
San
Gregorio de Nisa (325-399), siguiendo a Orígenes, estableció las tres
edades de la vida espiritual. A la infancia corresponde el Libro de los
Proverbios, a la juventud el Eclesiastés, a la madurez el Cantar
de los Cantares. Son praktiké theoria, physiké theoria y finalmente theologia.
Sin forzar demasiado estas clasificaciones, la Vida de Moisés señala los mismos
grados; la zarza que ardía sin consumirse
o la iluminación, la nube y la tiniebla, No son etapas propiamente
hablando, sino un progreso que tiene lugar por avances y superaciones continuas
y que no cesan jamás. Toda iluminación se hace
tenebrosa para estimular el progreso hacia una luz mayor.
Después de la purificación preliminar, por
encima de las apariencias y de lo sensible hay que aprehender a Dios en sus
obras y en sus atributos. En el tercer grado, la contemplación de los
inteligibles es trascendida hacia la experiencia de la presencia de Dios. El
alma empieza a «ver a Dios en las tinieblas»; es una visión reflejada en el
espejo del alma, contemplación mística que Gregorio llama qeognwsia.
Diferenciándose aquí de Gregorio Nacianceno, subraya la oscuridad, conocimiento
de Dios misterioso y oculto.
La noción de tiniebla tiene un sentido
místico. No es el signo de la impotencia natural de lo humano, sino de la
inaccesibilidad radical de la esencia divina cuya experiencia constituye la
suprema contemplación. Este es ya el comienzo de la teología apofática.
En el caso de Moisés, «entonces Dios
apareció en la luz; ahora en la tiniebla». Moisés ve a Dios «en lo invisible y
en lo incomprensible». «Aquí ver consiste en no ver», porque «la esencia divina
es inaccesible a toda naturaleza intelectual». La tiniebla es luminosa, es
tiniebla por sobreabundancia de luz.
En la cumbre de la experiencia mística, el
alma está unida con el Verbo por el amor y comprende que Dios escapa al alcance
de la inteligencia; sólo la oscuridad de la fe puede coger al Dios trascendente
más allá de toda representación. La fe introduce a Dios en el alma y esta es la
experiencia de la proximidad de Dios. El alma está rodeada de la noche divina y
el Esposo se hace presente, pero no se manifiesta... Da al alma un sentimiento
de presencia airqesiz parousiaz
escapando sin embargo al conocimiento». Cuanto más presente está Dios, más
escondido está en su misma epifanía.
Bajo el peso de esta presencia, el éxtasis
hace salir al alma de sí misma. «La embriaguez sobria» o el «sueño vigilante»
retira al alma de los sueños ilusorios y la presencia divina la cautiva
enteramente. El amor es extático,
«el eros es la
intensidad del ágape», opuesta a todo espíritu de posesión. En una
desapropiación total, el alma se centra en Dios que deja contemplar su belleza.
El alma crece avanzando en el interior de la tiniebla. La progresión
-epectasis, tensión— se continua hasta el infinito aun en el siglo futuro. La
perpetua superación, en la que cada punto de llegada se convierte en el nuevo
punto de partida, constituye la experiencia de la trascendencia de Dios.
Entre Dios y el alma, se forma «una
compenetración mutua; Dios viene al alma y el alma emigra a Dios». Esta es la
mística de la inhabitación divina en el alma humana. Porque trinitario. Dios es
amor; por esto en Cristo todos están unidos. Una comunidad monástica presenta
una imagen fiel del «sacramento del hermano» y del servicio mutuo enraizado en
el amor.
Gregorio resume bien todo su pensamiento
cuando dice: «Es verdad a la vez que el corazón puro ve a Dios y que nadie ha
visto nunca a Dios... Lo que es invisible por naturaleza, se hace visible por
sus energías». Es que la bienaventuranza no está en el conocimiento; hay que
«tener a Dios en sí» y contemplar en su imagen purificada las energías
deificantes. «El alma reconoce lo que busca (a su bien Amado) sólo en que no capta
lo que es». Más allá de la visión inteligible, se abre el camino sublime en el
que «la gnosis se convierte en el ágape».
La influencia de s.
Greorio en la espiritualidad, sobre todo en el medio monástico, fue muy grande.
Inspiró a Evagrio y a toda la escuela siria; es precursos autorizado del
Areopagita. En su esfuerzo común, los capadocios transforman el helenismo
alejandrino de Clemente y de Orígenes y superan las concepciones platónicas con
el dogma trinitario. Su teología de la Trinidad descarta toda visión inteligible de la
sustancia divina, mónada simple, y condiciona la espiritualidad que tiende a la
unión agápica más allá de toda gnosis (sic).
5 - Los medios teológicos extranjeros al alcance
del intelectualismo griego
En Siria las aficiones bíblicas son muy fuertes y el
tipo de reflexión es semita. Esta acentúa el temblor sagrado ante lo Inefable
y la conciencia de la distancia infinita, lo que descarta toda especulación
puramente intelectualista.
San Efrén el Sirio generaliza la experiencia de Moisés: todo el que se
imaginó haber visto a Dios, se vio a sí mismo y sus imaginaciones. «Y aunque
Moisés vio, supo que no había visto». «El Hijo nacido del Padre es el único
que conoce al Padre». Los ojos de san Pablo quedaron cegados, porque eran aún
más débiles que los de Moisés. Para Efrén, la unión con Dios no se realiza sino
en los sacramentos.
En Palestina, san Cirilo de Jerusalén (315-386)
ahonda en el mismo aspecto sacramental del conocimiento de Dios. Fuera de los
sacramentos y de la liturgia, los santos más grandes no pueden sino confesar
su ignorancia y aun los ángeles reciben revelaciones únicamente por el Hijo y a
la medida de su receptividad. Sólo el Hijo y el Espíritu conocen las
profundidades de Dios. Así mismo, según Epifanio de Chipre, Dios
incognoscible por naturaleza, se da a conocer en su Hijo encarnado y
adaptándose a nuestra facultad de percibir.
En Antioquía, san Juan Crisóstomo (344-407) no
emplea el término que no es escriturario de «divinización», pero acentúa la
unión eucarística y desarrolla el tema de la filiación. Redacta contra Eunomio
las doce homilías «Sobre la naturaleza incomprensible de Dios». A
propósito de la visión de los profetas, explica de parte de Dios: «No he
mostrado mi esencia misma, sino condesciendo a la debilidad de los que me ven».
La visión accesible está en función de la Encarnación que es una
condescendencia hipostática. Ni siquiera los ángeles conocen la esencia de
Dios. En el siglo futuro los ojos inmortales contemplarán la gloria de Cristo y
ésta será la visión cara a cara: se verá a Dios en la humanidad de Cristo. La
teología de Teodoreto de Ciro está emparentada con la de san Juan. La
invisibilidad de Dios es absoluta, aun para los ángeles; viendo el rostro del
Padre, no ven más que cierta gloria, manifestación de su presencia. La
divinidad permanece oculta en la humanidad de Cristo; en el siglo futuro no se
la verá sino a través de la humanidad de Jesús. Así la escuela de Antioquía
suprime toda visión, todo conocimiento inmediato de Dios.
San Cirilo de Alejandría (370-444) completa las «pruebas escriturarias» con las
«pruebas patrísticas» y hace de acuerdo con los Padres una autoridad
indiscutida en toda argumentación teológica. El Concilio de Efeso adopta esta
«prueba por los Padres» como un elemento de la tradición. Cirilo sintetiza la
teología de Atanasio, de los capadocios y de Juan Crisóstomo. Por causa de las
dos naturalezas en Cristo, la consustancialidad del Hijo con el Padre y su
consustancialidad con los hombres condicionan la salvación y la realidad
efectiva de la divinización. El Espíritu Santo en el bautismo hace de los
hombres templos de Dios y en la eucaristía, la carne deificada de Cristo nos
diviniza. Cirilo elabora sobre todo la noción de la filiación. El Verbo es
Hijo por naturaleza; los hombres se hacen «hijos por participación». Participar
de la divinidad del Hijo es dejar que resplandezca en nosotros la belleza de
la naturaleza inefable de la Trinidad. Cirilo acentúa muy fuertemente la
pneumatología; somos deificados por el Espíritu Santo que nos hace semejantes
al Hijo. Opuesta a la contemplación platónica la teología de Cirilo coloca en
el Espíritu Santo la fuente del conocimiento. Perfecto en el siglo futuro, el
conocimiento de Dios será un resultado de la deificación final. La luz de
Cristo llenará nuestra inteligencia. La visión de Dios cara a cara será la
visión, no de la humanidad sola de Cristo, sino de la Persona divina encarnada,
y, en ella, el resplandor de la gloria trinitaria, «la belleza de la naturaleza
divina».
6 - Los autores ascéticos y la aportación del monaquismo
Evagrio el Póntico (345-399), discípulo de Orígenes y maestro de Isaac
el Sirio, tuvo gran influencia en la espiritualidad monástica y en toda la Edad Media bizantina. Por
su intelectualismo pronunciado, está cerca de Orígenes; pero también está en la
intimidad de los capadocios; se pone bajo la dirección de Macario de Scitis,
en Egipto, donde permanecerá hasta su muerte. Acusado con Orígenes, sus
escritos circularon bajo el nombre de san Basilio y de san Nilo del Sinaí.
Las investigaciones recientes han demostrado la gran
coherencia de la doctrina de Evagrio. Hace ver la división tripartita de la
ascensión espiritual. Se empieza por praktikh, vida ascética que despoja de las pasiones, alcanza
la apatheia y engendra la caridad. Después está la fusikh, conocimiento de las naturalezas por sus logoi. Finalmente
está la Qeologia, conocimiento
de Dios con Qevria thV ahiaV TriadoV en la cumbre, contemplación de la Santísima Trinidad.
En la vida todo está ordenado con vistas a la contemplación
y en función del conocimiento de Dios, hasta el punto de que la «caridad-ágape»
es esencialmente el amor del conocimiento. Pero el «conocimiento esencial»,
experimental de la Trinidad
es una gracia. Dios la da a quien quiere. Siguiendo a san Gregorio de Nisa,
Evagrio precisa que está por encima de todo pensamiento, sin concepto. Se
requiere la desnudez adámica del entendimiento. «Lugar de Dios» se llama al que
en la oración está «revestido de la luz sin forma».
La visión directa de la esencia divina es inaccesible;
Dios en sí mismo es inasequible. La visión de la luz es indirecta en el alma
deificada y en el entendimiento hecho «templo de Dios». Se identifica en el
grado más elevado de oración: «si oras verdaderamente, eres teólogo». Por la
oración se entra en una luz sin forma. «Por nada del mundo trates de percibir
una forma o una figura en el tiempo de la oración». «Esfuérzate por hacer tu
inteligencia sorda y muda y podrás orar».
El alma pecadora es el entendimiento que ha perdido
la contemplación de la Mónada
divina. Como, en Orígenes, la psyché es una deformación de la noûs que
se aleja de Dios y se materializa. La oración pura, «intelección de la
inteligencia», opera la vuelta hacia el estado inicial. La noûs se queda
desnuda, simple, despojada aun de los pensamientos; entonces la luz de la Trinidad brilla en el
espíritu. Pero es la inteligencia quien ve la luz. Conociendo a Dios, la nous
hecha simple se conoce como «lugar de Dios», y receptáculo de luz. «Cuando
la nous es admitida al conocimiento de la Trinidad , entonces, por
gracia, es llamada Dios, por haber llegado a la imagen plena de su Creador»;
por eso: «apresúrate a transformar tu imagen a semejanza del Arquetipo». Así la
contemplación nos asimila a los que nos hace contemplar. «Bienaventurado el
que llegó a la ignorancia infinita», que significa la intelectualidad desnuda
de todo conocimiento fuera de la gnosis de Dios. Es una mística
intelectualista. La visión de la luz es la cumbre que no conoce trascendencia.
La salida extática de la noûs es inútil, porque es receptora de la luz.
Es perfecta en la medida en que contempla a Dios. Entre la inteligencia y lo
divino hay cierto parentesco. La perfección es estable; la visión es siempre
idéntica a sí misma. La luz de la
Trinidad se percibe inmediatamente, sin intermediario;
desciende a la noûs durante la oración.
San Macario de Egipto, fundador de los ermitaños del desierto de Scitis, es
el autor presunto de las célebres Homilías espirituales. Las
investigaciones recientes han mostrado la ortodoxia correcta de las Homilías;
niegan que haya en ellas un escrito mesaliano. Los mesalianos enseñaban que
la esencia de la Trinidad
era accesible a la percepción sensible por los ojos carnales, que la oración
liberaba de las pasiones y suprimía los deberes de la moral y de la disciplina
de la Iglesia. El
Ascétikon de los mesalianos fue condenado en el 383.
Las Homilías están emparentadas con el De
instituto christiano de san Gregorio de Nisa; pero Macario añade a las
ideas de Gregorio una aportación de experiencia monástica. Descarta la
dialéctica de las tinieblas y describe la experiencia de las realidades
divinas, marcada de un carácter personal e inmediato. «Si tu alma se ha hecho
ojo espiritual y enteramente luz.., si tu hombre interior se ha establecido en
la experiencia y en la plenitud... vives verdaderamente la vida eterna». «Por
el contrario, si el hombre no adquiere ahora en su alma el goce incorruptible...
es una sal que ha perdido su sabor». La luz se siente como una realidad por
excelencia: pero no se precisa la naturaleza de la visión.
Los apotegmas coptos atribuyen a Macario la
tradición de la «oración de Jesús». No se menciona en las Homilías; pero
la noción bíblica del corazón está presente constantemente: «el corazón manda y
gobierna a todo el cuerpo. La gracia se apodera de los pastos del corazón».
«Los que se acercan al Señor deben hacer su oración en un estado de quietud (hesiquia)...
aplicando su atención al Señor por el esfuerzo del corazón y la sobriedad (népsis)
de los pensamientos». «El que se esfuerza cada día por perseverar en la
oración, es consumido por el amor espiritual, de un eros divino y de un deseo
inflamado por Dios, y recibe la gracia de la perfección santificante».
La mística de la luz en Macario es vivida, lo que la
distingue de toda especulación cerebral y la opone a la mística intelectualista
de Evagro y de Orígenes. Macario subraya la percepción consciente de la acción
del Espíritu, habla de «sensaciones espirituales» y de lo «divino sentido». Su
espiritualidad está fuertemente marcada de un carácter afectivo. Hay que
revestirse del Espíritu Santo que produce el silencio y la paz de las almas. En
este estado de la hesiquia, los grandes misterios de Dios se revelan en
un resplandor de luz y de fuego pentecostal. Toda el alma se hace ojos y recibe
la luz; secreta aquí abajo, se manifestará después de la resurrección. En el
reino, los justos no verán más que a Cristo, la luz de su divinidad; la visión
cara a cara será la de Cristo glorificado.
Diádoco, obispo de Foticé, une la mística del entendimiento y la mística del
corazón, síntesis que compromete a la naturaleza humana total. En el siglo
futuro, se verá a Dios en la virtud de su gloria, y, en una belleza sin forma,
se hará ver, permaneciendo invisible. Esta es la visión de Dios, no en su
naturaleza, sino en su gloria, visión de Cristo transfigurado.
El monaquismo ha desempeñado un papel esencial en la
espiritualidad oriental. Forma una vasta estrategia en una lucha sin cuartel
contra las potencias del mal y del pecado. La ascesis del combate se coloca en
el centro. Se puede mencionar la
Historia lausíaca de Paladio (siglo V), el
Prado espiritual de Juan llamado Moscos (siglos VI-VII), las colecciones de
las Apotegmas, el Tratado sobre la oración de Evagrio. Diádoco en
sus Cien capítulos enseña la perfección monástica. Doroteo escribe las
24 Conferencias que gozan de gran autoridad.
El mejor intérprete de la espiritualidad monástica es
san Juan Clímaco, abad del Sinaí (525-605). Su Escala espiritual figura
la escala celestial vista en sueños por Jacob. Los treinta capítulos o marchas
de la ascensión, siguen los treinta años de la vida de Jesús y conducen a la
madurez espiritual. La parte final se intitula La carta al pastor. Junto
a la influencia visible de san Gregorio y del Pseudo-Dionisio, la fuente
directa es la experiencia personal de la vida ascética. Se presenta al
monasterio como una escuela preparatoria o antecámara del siglo futuro. Ante
todo, el monje debe realizar el ideal evangélico; es atleta en su alma y en su
cuerpo. La Escala
es una guía y un método: apartarse de todo para unirse totalmente a Dios
(«separado de todo y unido a todos»). «Que la escala te enseñe el encadenamiento
de las virtudes: la fe, la esperanza, y la caridad que es la mayor». Lo propio
del alma pura es el amor incansable a Dios. Se llega al conocimiento de Dios
por una adhesión total del alma amorosa. El oficio consagrado a su memoria,
dice de Juan que estaba inflamado del fuego del amor divino y no era más que
oración incesante, amor inexplicable a Dios. La impasibilidad conduce a la paz
del alma libre de las pasiones; la oración une con Dios en una conversación
familiar e incesante del hombre y de Dios.
La herencia de los anacoretas egipcios desemboca en
Juan Clímaco sobre la «memoria de Jesús» unida a la respiración. El nombre de
Jesús asimilado a la respiración atrae su presencia en el corazón del
hesicasta. En este clima del Sinaí toma (tiene) sus orígenes el hesicasmo
bizantino. Elías el Ecdicos se relaciona con la misma espiritualidad sinaíta;
pero en él no se separan la práctica y la contemplación. De la experiencia de
la proximidad de Dios hay que volver al mundo en la pura caridad.
El monaquismo cenobítico, activo y social, se
desarrolla en Constantinopla. Una comunidad de los acemetas recibe el
nombre de Studitas (del cónsul Studios). Su «typikon» es de espíritu
basiliano. El monasterio de este tipo es un verdadero hogar que se extiende sobre
toda la vida de la ciudad, fuera de los muros del convento. La fuerte tensión
entre el humanismo litúrgico y social del espíritu studita y la espiritualidad
carismática del Sinaí será muy fecunda para la espiritualidad propiamente bizantina.
7 - Dionisio el Peudo-Areopagita y el Corpus dionisiano
La personalidad histórica del autor del Corpus dionisiano
está envuelta en el mayor misterio. Algunos estudios recientes hacen ver su
parentesco con los capadocios y sobre todo su dependencia de san Gregorio de
Nisa; la influencia de Evagro es también visible. Sus obras aparecieron en los
medios monásticos sirios, probablemente a principios del siglo VI. Es citado
por primera vez en el concilio de Constantinopla del año 533. Hacia la mitad de
este siglo, Juan, obispo de Escitópolis publica el primer comentario de sus
escritos. Máximo el Confesor los incorporará a la tradición como una herencia
viva.
El nombre de «Dionisio» quiere decir visiblemente la
fidelidad a la tradición de los apóstoles y de los Padres. Es el jefe indudable
de las mística cristiana. Se sirve de cierto disfraz neo-platónico para
combatir al neo-platonismo en su propio terreno y empleando su propia técnica
filosófica.
Dionisio aporta cuadros doctrinales a la realidad de
la divinización. Esta se identifica con la asimilación a Dios por medio de la
contemplación y filiación divina. Dios se asimila, «como hace el fuego, a
todos los que admite a su unión, en la medida de su aptitud propia para recibir
la divinización». Cristo nos diviniza por los sacramentos y en la eucaristía
«se consuma nuestra comunión y nuestra unión con el Uno». El neoplatonismo
queda claramente superado, porque Dios en sí mismo está por encima del Uno y
de toda simplicidad accesible al alma. Se está más allá de la henosis plotiniana;
porque la unificación del alma postula la salida de sí mismo para unirse con
el Otro divino; y ésta es la theosis ontológica. En esta unión, no hay
ninguna identificación con Dios, sino asimilación. Dios no es el en, no es la unidad, sino la causa de la unidad y
Dionisio exalta, más allá del Uno, el nombre más sublime de la Trinidad.
La inteligencia de los ritos y de los símbolos
introduce en la Qevria sacramental y
en el orden jerárquico; cada uno debe practicar una proporcionada a su rango.
La contemplación mística es una pura visión inmaterial
más allá del discurso, de los sentidos y de la inteligencia. Penetrando «en la
tiniebla que está más allá de lo inteligible.., se tratará de un cese total de
la palabra y del pensamiento; al término, estaremos totalmente mudos y
plenamente unidos con el Inefable».
Dionisio se separa de los Alejandrinos, para quienes
la nous es por naturaleza «capaz» de Dios y la vida espiritual es un
estado intelectual. El místico escapa a sí mismo y, en el conocimiento por la
«incognoscencia», se coloca en la unión. El conocimiento se sitúa al término
de la teología negativa y constituye el «paso en el límite». La actividad
noética se niega y franquea el umbral del éxtasis, de la unión y de la divinización.
Dionisio, prepara una bifurcación entre una teología, ciencia humana, y una
teología mística, inefable que «no demuestra la verdad, sino que la hace ver al
descubierto, bajo los símbolos y hace penetrar en ella sin razonamiento al
alma sedienta de santidad y de luz». Este es el principio místico de la
evidencia y de la revelación.
La tiniebla no tiene el sentido privativo; es sobreabundancía
y exceso de luz; expresa simbólicamente la trascendencia divina en relación
con toda luz. La teología positiva y negativa se completan como la luz y la
tiniebla. La docta incognoscencia es un «hiper-conocimiento»; se opone a la
ignorancia privativa y significa que Dios escapa a toda referencia.
Dios se comunica (en sus manifestaciones) permaneciendo
incomunicable por naturaleza; se da a conocer, permaneciendo incognoscible en
lo que es. Las dunameiV son Dios,
pero fuera de su esencia. Esta es la distinción fundamental entre la ousía radicalmente
trascendente y las energías manifestadoras inmanentes. Estas energías no son
emanaciones degradadas de la naturaleza una, sino rayos sobreesenciales de la
tiniebla divina; Dios está ahí totalmente presente. «Dios se multiplica sin
perder su unidad».
En el estado de bienaventuranza, «hechos semejantes a
Cristo, gozando de su teofanía visible... iluminados por sus rayos, como los
discípulos cuando su divina transfiguración... participaremos en la unión más
allá de la inteligencia.., semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo
hijos de la resurrección». Todo el hombre entra en comunión con el Hijo
encarnado y goza de la visión. Contemplándolo cara a cara, el hombre conoce a
Dios en su luz. Sin embargo., en la unión, visión y conocimiento son superados,
porque la naturaleza sobreesencial permanece inaccesible.
La dialéctica del amor hace ver que el conocimiento
debido a la luz inteligible es generadora de la unidad que manifiesta la
presencia divina de orden propiamente místico. Este es el tipo de Qevria unitivo, inefable y transdiscursivo y que se consuma
en el amor extático.
8 - San Máximo el Confesor (580-662)
Filósofo de gran fuerza, san Máximo es ante todo un
teólogo y un gran maestro de la doctrina de la deificación, cuyo sentido y
naturaleza precisa claramente. Heredero de Alejandría, familiarizado con los
Capadocios, integra en la tradición de la teología depurada y equilibrada de
Evagro y de Dionisio y añade todo lo positivo de la escuela de Antioquía y por
consiguiente toda la savia de los Evangelios. Descarta los elementos dudosos de
un intelectualismo excesivo y precisa los elementos positivos de la mística ya
tradicional.
Funda su teología de la divinización en el dogma de
Calcedonia. La Encarnación
y la divinización son dos caras de un mismo misterio. «Dios se humaniza en su
amor del hombre, en la medida en que el hombre se convierte por Dios en dios».
El ser es superior a conocer; lo que nos diviniza es el amor. Por eso ninguna
ascesis privada de amor lleva a Dios. Purificado por encima de todo
razonamiento y de toda concepción, el hombre será inundado de ser.
De la «gnosis física» de los seres, se pasa a la
teología, por medio de la «gracia del conocimiento divino», Qeologikh cariV. Pero «cognoscible por la contemplación de sus
atributos, Dios es incognoscible en su esencia». La contemplación pasa a la
unión con Dios en la ignorancia que supera todo conocimiento. El éxtasis hace
salir hacia el ágape que tiene prioridad sobre la gnosis. En el término, los
hombres son llamados a reunir «por el amor, la naturaleza creada por la
naturaleza increada, haciéndolas aparecer en la unidad y en la identidad por
la adquisición de la gracia». A la «perijóresis», compenetración de lo creado
y de lo increado en Cristo, corresponde el estado de los «dioses por la
gracia».
En el siglo futuro, «la realidad secreta, la esencia
de Dios, nadie la ha visto, ni la verá». La visión será una revelación
energética de la divinidad en la persona de Cristo.
A partir del siglo VII Siria y Egipto caen bajo el
poder de los árabes; Constantinopla se convierte en el centro de la vida
espiritual del imperio. El interés prestado a las cosas del espíritu confiere
a la cultura bizantina y a su teología un carácter profundamente social. La
ortodoxia, la pureza de la fe y la solidez dogmática se convierten en una
realidad tanto religiosa como nacional. Una larga serie de herejías, cerrada
con el monotelismo, obligó a los defensores de la fe a ir más allá de la letra
y mostrar el espíritu y el fondo existencial del dogma. La dialéctica, como
método, ensancha el campo de las profundizaciones teológicas. Con Leoncio de Bizancio,
se utiliza ampliamente la filosofía para la explicación de los dogmas. La razón
griega, adaptada a lo finito, pasa a una inteligencia de lo infinito, del
discontinuo, elementos del pensamiento místico. La Mistagogia , de
san Máximo acentúa el aspecto litúrgico de la teología y el sentido del
misterio.
9 - San Juan Damasceno (640-749)
San Juan pasa su vida, como monje y sacerdote, en el,
convento de San Sabas, junto a Jerusalén. Hace la primera exposición
sistemática del dogma. Eco fiel de los Padres, sintetiza su pensamiento y asegura
su transmisión. Subraya que la
Ortodoxia no se aparta nunca de su base histórica y no
despliega su misticismo y su pensamiento sino en el interior del dogma, a fin
de asimilarlo. Coloca en el centro la noción de existencia. San Juan considera
la angustia como el deseo de existir frente a la muerte, de ahí la aspiración
a la restauración final que eterniza. La razón no es una fuente de conocimiento
y de verdad, si no nos hace abordar la verdad. La única fuente es la fe. El
pensamiento verdadero no es racional sino por haber sido ante todo místico.
A propósito de Dios, san Juan afirma claramente la
incognoscibilidad de Dios en cuanto a su naturaleza: «Está sobre todo
conocimiento. Lo que decimos de Dios se refiere a sus atributos, que son
después de la naturaleza». Sólo las manifestaciones ad extra, las
potencias y las energías son accesibles. Con la escuela de Antioquía, san Juan
niega categóricamente la visión de la esencia divina misma por los santos en
el siglo futuro. «En la transfiguración, Cristo no llegó a ser lo que antes no
era, sino que apareció a sus discípulos tal como era, abriéndoles los ojos». A
través de la humanidad deificada y glorificada, los discípulos contemplaron la
energía de la naturaleza divina, su gloria. La naturaleza divina permanece
inaccesible, pero su gloria se manifiesta en la naturaleza humana. En virtud
de la perijóresis, la humanidad de Cristo participa de la gloria y hace ver a
Dios. En el siglo futuro, la visión cara a cara será una comunión recíproca
con la persona de Cristo; le veremos y seremos vistos, «visión-participación»
en la gloria divina.
Los defensores del icono, con san Juan a su cabeza,
desarrollaron una teología de lo visible como símbolo de lo invisible; la
noción litúrgica del símbolo incluye la presencia de lo simbolizado en lo
simbolizante. Así la
Encarnación del Verbo hace ver lo divino en lo humano y hace
absolutamente real y verdadera la visión iconográfica.
En este sentido san Anastasio el Sinaíta distingue la
naturaleza φύσις y la persona πρόσωπον que puede querer decir también el
«rostro». Así la «visión cara a cara» significa que es la persona que ve a la
persona y no la naturaleza. También Teodoro Studita precisa que la imagen es
distinta del prototipo en cuanto a la esencia, pero semejante en cuanto a la
hipóstasis (persona) y al nombre. Es evidente, pues, que, en el icono de
Cristo, se contempla, no su naturaleza divina o humana, sino mediante su
humanidad la hipóstasis del Verbo encarnado. El icono inicia así la visión
futura de la Persona
de Cristo en quien las energías de las dos naturalezas se compenetran. El
iconoclasmo es una nueva forma del monofisismo y del monotelismo, doblada de la
mentalidad «judeo-árabe». Su racionalismo empuja hacia la separación o hacia la
confusión lógicamente. Ahora bien el icono, en su milagro, hace ver, sin
confusión ni separación, lo divino y lo humano en Cristo y funda así la
realidad de la divinización del ser humano.
La «suma» de san Juan Damasceno precisa el
conocimiento de Dios en la perspectiva cristológica, pero es el Espíritu quien
manifiesta al Verbo y actualiza la comunión. El aspecto personal de la divinización
se colocará en la perspectiva pneumatológica ya indicada en san Cirilo de
Alejandría.
10 - El aspecto pneumatológico y la mística de la luz
Desde el principio del Cristianismo, se ven dos
deslizamientos peligrosos: por una parte el intelectualismo platónico de
Orígenes y de Evagrio y por otra la materialización de la experiencia sensible
de Dios en los mesalianos. Sobre este fondo inquietante se destacan la mística
de san Macario de la gracia vivida y sentida y la contemplación de Diadoco que
descarta toda imagen sensible, así como el intelectualismo alejandrino.
Dionisio y Máximo superan lo sensible y lo intelectual por la salida extática
hacia la unión con Dios donde «la ignorancia supera todo conocimiento» y la
oración une el corazón y la nous. Esta es ya la perspectiva hesicasta.
Después de las definiciones trinitarias, los Concilios precisan las
modalidades de la
Encarnación del Verbo; la deificación de la humanidad de
Cristo por las energías divinas pone la unión de dos voluntades. La época de
proclamaciones cristológicas termina con la victoria sobre el iconoclasmo y la
celebración en el 842 del «Triunfo de la ortodoxia». La Iglesia se presenta como
la fuente de la «cristificación» que íntegra a los fieles en sinaxis
eucarística, participación sustancial del Cristo glorificado.
Pero según el Evangelio, el fuego que Cristo vino a
traer a este mundo es el fuego pentecostal. Según los Padres, el Verbo, en
cierto sentido, es el gran Precursor del Espíritu Santo. Preparada por esta
reflexión, la Iglesia
del siglo IX entra en la época pneumatológica. Las mismas verdades van a ser conocidas
más a fondo a la luz del Espíritu Santo. Con san Focio (V 892) el dogma de la procesión del Espíritu deja toda
abstracción doctrinal y condiciona la experiencia «pentecostal» y de la luz.
San Simeón el Nuevo Teólogo (949-1022) es uno de los teólogos
bizantinos y de los jefes espirituales del hesicasmo más originales. En su
caso, no se trata de una doctrina sino de una experiencia; teologizar es hacer
el relato de lo que se vive y de lo que se ve. En comunión ininterrumpida, el
hombre «respira a Dios»; «tengo sed por la abundancia de las aguas». Simeón
descubre la tradición de los «silenciosos», «amigos y profetas de Dios» y hace
una llamada incansable a la experiencia personal. Sólo los «espirituales»
tienen la plena autoridad de los testigos porque son los hijos del día; la
verdadera paternidad espiritual no es funcional, sino carismática.
Con san Simeón, la mística de las tinieblas deja el
sitio a la mística de la luz. La nube vista por Simeón no es la nube de
Moisés, sino la luz del Tabor. Ve «una especie de nube muy luminosa, sin forma
ni contorno y llena de la gloria inefable de Dios».
Describe la unión deificante: «Dios es luz y Semejante
a una luz es su contemplación... Pregunta:
¿Eres tú mi Dios? Y llega la respuesta que dice:
Sí, yo, yo soy el Dios hecho hombre por ti y he aquí
que te he hecho y te haré, como lo ves, dios... »«Como esta luz se hacía sobre
él semejante al sol en el esplendor de su mediodía, advirtió que él mismo
estaba en el centro de la luz y completamente lleno de alegría y lágrimas...
Vio que la luz misma se unía de una manera increíble a su carne y penetraba
poco a poco sus miembros... y le convertía a él mismo completamente en fuego y
en luz».
El pecado es olvido de Dios y sueño del alma. La
vigilia de la ascesis despierta la conciencia y la dirige hacia el conocimiento
de Dios. Hay que darse cuenta de que la vida eterna empieza desde ahora. La
espera de la parusía es ya juicio y revelación de la desemejanza que suscita
las lágrimas del arrepentimiento. «Ningún viviente será justificado por las
obras de la ley, sino, gracias a mi fe en Dios, espero ser salvado por un don
de su inefable piedad». El hombre es salvado gratuitamente. Lo que pertenece
como propio al hombre es «inflamarse del deseo de Dios». «El arrepentimiento es
la puerta que conduce de las tinieblas a la luz». La «puerta de la gnosis» de
Orígenes, cede el sitio aquí a la «puerta del arrepentimiento». Los que pasan
por esta puerta no van al juicio, sino se dirigen hacia el «misterio del día
octavo». «Los que se han hecho hijos de la luz e hijos del día que ha de
venir.., están siempre con Dios en Dios». La contemplación mística alcanza la
visión escatológica.
Simeón no desea exaltar ningún «género de vida»
monástica o en el mundo: «cualesquiera que sean las obras y las prácticas, la
que es bienaventurada es la vida por Dios y según Dios». Toda forma, toda
institución, no encuentran su fin sino en el «acontecimiento», en una súbita
irrupción del Espíritu Santo. Su gracia no permanece oculta y se manifiesta
como luz en las cumbres de la vida espiritual. Las descripciones de Simeón son
antinómicas. Habla de la visibilidad de la «luz invisible». Las realidades
divinas trascienden el intelecto y los sentidos; por eso son percibidas por la
totalidad del hombre y no por una de sus facultades: «Dios entra en unión con
todo el hombre». «Que te hagas un solo espíritu conmigo, sin confusión, sin
alteración». La unión deificante es una comunión personal con el Dios personal.
Sin embargo Dios «viene bajo cierta imagen, una imagen de Dios: porque Dios no
aparece en una figura o en un vestigio cualquiera, sino que se hace ver en su
simplicidad, formada por la luz sin forma, incomprensible e inefable. No puedo
decir más. Sin embargo se hace ver claramente, es perfectamente reconocible,
habla y oye de una manera que no se puede expresar...; nosotros no podemos
medir de ninguna manera por la inteligencia, ni expresar con palabras ese don
de Dios.. . »
En el reino, el Espíritu Santo iluminará todo, pero
lo que se verá será la Persona
de Cristo. «Aunque permaneciendo sin cambio, Cristo se hará ver diferentemente
a cada uno. Entrará en comunión con cada uno, en la medida en que cada uno sea
digno de recibirle».
11 - El humanismo bizantino y la época pre-palamita
En Constantinopla, la enseñanza universitaria es
«platonizante». La vida social debe reflejar el orden cósmico y participar de
la esencia inteligible del ser. Bizancio sueña con una asunción del cosmos a la
luz del Tabor.
Psellos, jefe de los humanistas, cultiva la filosofía
en sus relaciones inmediatas con la teología. Si los Padres hacían de los
filósofos griegos discípulos de Moisés, Psellos ve en ellos precursores del
cristianismo. Su aristotelismo es formal; se libera de la escolástica ortodoxa
y sigue a los Padres que cultivan a Platón y Plotino. Su discípulo Juan Italos
enseña una metafísica neoplatónica; es condenado en 1082 y relegado a un
monasterio. Entre sus alumnos se cristaliza la dialéctica de Aristóteles, así
Miguel de Efeso o Eustrato de Nicea.
La filosofía bizantina precede y plantea los mismos
problemas que la filosofía medieval en occidente. El Renacimiento verá la
victoria de Platón, pero ésta se prepara ya en Bizancio.
A finales del primer milenio se ve surgir un lugar
alto de oración y ascesis: el monte Atos. La Iglesia centrada en el misterio de la deificación
ve palpitar allí su corazón. En el siglo IX los ermitaños constituyen una
cofradía reconocida por las autoridades. En el siglo X se constituyen los
monasterios bajo el impulso de san Atanasio. Las formas cenobíticas diorítmicas
y eremíticas convergen hacia un sistema federal dirigido por el Consejo de los
higumenos. El silencio, la oración, la llamada incesante del ágape divino están
inspirados por la búsqueda del Espíritu Santo expresada en ese logion antiguo:
«Da tu sangre y recibe el Espíritu... » (abad Longinos).
Si hay una tensión entre el monaquismo extremo y el
medio culto humanista, es positiva y prepara la gran síntesis del siglo XIV. La
experiencia del Espíritu Santo se enraíza en la conciencia teológica. Aun los
canonistas precisan la unión estrecha entre Cristo y el Espíritu Santo y ponen
de relieve la significación litúrgica del rito del zéon y el carácter «pneumático»
de la eucaristía, del cuerpo vivo, caliente, pneumatizado.
La muerte es absorbida por la vida, la iconografía lo
muestra. La muerte del Verbo es vivificante por su unión indestructible con el
Espíritu y sus energías deificantes. El movimiento herético de los «bogomilas»
exaltaba una pneumatología separada de la base cristológica, de los sacramentos
y de la Igle sia.
La Iglesia
replica vigorosamente y condena «a los que blasfeman del Espíritu Santo».
Opuesta al desorden carismático de los iluminados, la espiritualidad oriental
es una interiorización sacramental de la escatología, una Eclesiofanía,
Iglesia de los «sacramentos-misterios» y fuente del conocimiento de Dios.
El tiempo de las cruzadas causó una herida profunda.
«Bizancio bebió la copa de la cólera». A pesar de las circunstancias opresoras,
la obra teológica en el siglo XIII es rica. Enfrentada con los problemas occidentales
del primado del poder y de la teología del Espíritu Santo, Bizancio responde
por la boca de Juan Camateros, patriarca de Constantinopla. La Iglesia es comunión de las
iglesias locales, integrada cada una por su obispo en la plenitud eucarística.
El oriente reconoce una relación analógica entre Pedro y el Obispo de Roma.
Este está dotado de una prioridad de testimonio, de una diaconía de la unidad,
pero sin ningún poder jurisdiccional sobre las Iglesias fuera de su diócesis;
es sólo el primado en honor, la presencia en el ágape.
El concilio de Lyón planteó el problema del Filioque.
Gregorio de Chipre precisa la distinción entre el misterio de Dios en sí mismo,
el plano de la vida «intra-divina» y el plano «de la economía» de la salvación,
plano de las manifestaciones.
Es en las circunstancias trágicas del hundimiento del
imperio cuando la Iglesia
realiza la síntesis de su teología y de su espiritualidad, síntesis creadora y
que sembrará de su luz el encuentro entre el Occidente y el Oriente. Desborda
la oposición simplista de los «místicos» y de los «humanistas», de la
escatología y de la historia. El oriente se vuelve hacia su tradición secreta,
pero ininterrumpida y que ahora brilla manifiestamente como la más alta
espiritualidad ortodoxa abierta a todos los miembros de la Iglesia.
12 - La oración de Jesús
Nicéforo el Solitario compuso el Tratado de la
sobriedad y de la guarda del corazón, como conclusión de una pequeña
filocalia, centrada sobre el método de la vida en Jesús. Hacer «bajar»,
colocar el entendimiento en el corazón, significa hacer consciente y vivida la
presencia de Jesús en el corazón. «Respirando a Dios» el hombre lo encuentra en
su corazón; ésta es la antigua tradición de la oración de Jesús o de la oración
del corazón. Se desarrolla en el Sinaí y en el monte Athos. Señalada con los
nombres de san Macario, de Diadoco de Foticé, de Juan Clímaco, de Simeón y de
todos los grandes espirituales, brota de la concepción bíblica del nombre.
Según la
Biblia , el nombre de Dios es uno de sus atributos, el lugar
teofánico, lugar de su presencia. De modo particular la invocación del nombre de Jesús universaliza la gracia de su Encarnación,
permite a todo hombre su apropiación personal: su corazón recibe al Señor. La
fuerza de la presencia divina en su nombre se revela como una grandeza en sí:
«Yo enviaré un ángel delante de ti... respeta su presencia... pues mi nombre
está en él» (Éxodo, 23,20).
El nombre está depositado en el ángel; por eso es el
portador formidable de la presencia divina. Cuando se pronuncia el nombre de
Dios sobre un pueblo o sobre una persona, éstos entran en relación íntima con
Dios. La invocación del nombre de Dios va acompañada de su manifestación
inmediata, porque el nombre es una forma de su presencia. Por eso el nombre de
Dios sólo podía ser pronunciado por el sacrificador, el día de Yom-Kippur, en
el «santo de los santos» del templo de Jerusalén. La Encarnación hace de
todo hombre un sacrificador; pero el hombre es depositario del nombre en todo
momento. El nombre de Jesús, Jéschuah, quiere decir Salvador. Nomen
est Omen, contiene en potencia cifrada la energía de la salvación: «el
nombre del Hijo de Dios sostiene al mundo entero», dice Hermas en su Pastor,
porque está presente en él y nosotros le adoramos en su nombre.
La «oración del corazón» libera sus espacios y atrae a ellos a Jesús
por la invocación incesante:
«Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí,
pecador... »
En esta oración que es la del publicano evangélico,
está toda la Biblia ,
todo su mensaje reducido a su simplicidad esencial: confesión del Señorío de
Jesús, de su filiación divina, por consiguiente de la Trinidad ; después el
abismo de la caída que invoca al abismo de la misericordia divina. El comienzo
y el fin están reunidos aquí en una sola palabra cargada de la presencia
sacramental de Cristo en su nombre. Esta oración resuena sin cesar en el fondo
del alma, aun fuera de la voluntad y de la conciencia; al fin, el nombre de
Jesús resuena por sí mismo y toma el ritmo de la respiración; de alguna manera
está «pegado» al aliento, aun durante el sueño:
«yo duermo, pero mi corazón vela» (Cant., 5,2).
Jesús atraído al corazón, ésta es la liturgia interiorizada
y el reino en el alma pacificada. El nombre llena al hombre como templo suyo,
lo cambia en lugar de la presencia divina, lo cristifica. Esta es la
experiencia de san Pablo a la luz de esta oración:
«Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí».
Actualmente gran número de creyentes de todas las
confesiones encuentra una ayuda eficaz en esta práctica esencialmente bíblica,
que se revela un lugar ecuménico privilegiado de unidad y de encuentro en el
nombre de Jesús.
«Hay poderes semejantes en san Miguel; pero a nosotros
los débiles no nos queda sino refugiarnos en el nombre de Jesús», confiesa san
Barsanufo. San Juan Clímaco añade: «Hiere a tu adversario con el nombre de
Jesús, no hay arma más poderosa sobre la tierra y en los cielos».
13 - El hesicasmo
San Gregorio el Sinaíta (1255-1346) sistematiza el
método y la práctica de la «oración de Jesús». A su escuela contemplativa pasan
los futuros obispos promotores de la renovación interior de la Iglesia. La pneumatología
experimental se ahonda centrada en el corazón «maduro por el Espíritu» y en la
«respiración» de los soplos divinos. La antropología se compone alrededor del
ser humano hecho «memoria viviente de Dios», opuesta a toda división y dispersión,
fuente de la «autoidolatría» y de la angustia maligna. Antes de los
descubrimientos de la psicología de las profundidades, el genio de los
espirituales poseía perfectamente el arte de penetrar el subconsciente,
iluminarlo y sublimar las pasiones.
De la memoria constante de la muerte, por el
arrepentimiento bañado de lágrimas, por la oración, se abre el camino hacia la
paz gozosa. El Espíritu vivificante «viene y permanece»; y entonces llega «el
vuelo poderoso por los espacios infinitos del corazón divino».
La «oración de Jesús», de los medios monásticos
penetra la masa de los fieles seglares. Según la exhortación de san Pablo
«orad sin cesar», la oración se ofrece a todos. Se forman los círculos de los
«seglares piadosos» y practican el «monaquismo interiorizado».
Lo «único necesario», ese reino idéntico con el
Espíritu Santo y que irradia el nombre de Jesús es el punto de partida de un
vasto movimiento hesicasta que realiza una síntesis genial de la tradición y
al mismo tiempo una reforma interior eclesial.
Atanasio I, patriarca hesicasta, profeta y taumaturgo,
lucha por la pobreza monástica y confía la dirección a los espirituales
«teodidactas», enseñados por el Espíritu. «Los pobres, predica Gregorio
Palamás, son hermanos de Dios». El amor al prójimo tiene la prioridad sobre
todo y éste es el «sacramento del hermano» opuesto a todo deseo de propiedad.
El pauperismo auténticamente evangélico arraiga profundamente, a pesar de la
oposición de los medios conformistas.
En otro plano, el hesicasmo suscita una renovación
litúrgica y lucha contra el ritualismo, el formalismo y la suficiencia
farisaica en la vida sacramental. Apela a la comunión frecuente, a una predicación
eficaz y a la lectura asidua de las Escrituras.
El monte Athos pasa del poder imperial a la obediencia
del patriarca. El emperador Juan III Cantacuceno (hecho monje) defiende el
principio de los Concilios contra la presión del Estado y declara: «no hay fe
forzada». Cada vez resulta más evidente que la Iglesia trasciende la
historia y el Estado. Gregorio Palamás ve en el yugo musulmán la voz de la Provi dencia que inaugura un
diálogo con el Islam. Cautivo él mismo, da de ello un ejemplo asombroso. El
testimonio del Evangelio y la experiencia de Dios trascienden todo éxito
histórico aparente y parecen erigir al martirio en el único testimonio pleno.
14 - El palamismo y la síntesis del siglo XIV
Los humanistas bizantinos cultivaban el helenismo y
seguían la poética de Aristóteles basada en la imitación, lo que suprimía el
sentido litúrgico del símbolo, sustituido por el signo privado de participación
y de presencia. En esta perspectiva, la teología apofática se emparienta con
el agnosticismo; la razón permanece lo que es, sin ser renovada por «la
inteligencia de Cristo»; la concepción esencialista de Dios favorece la
concepción de la gracia y de la luz como realidades creadas. Uno de los que se
oponen violentamente al hesicasmo, el monje Barlaam, ridiculiza a los
«onfalopsíquicos» y los acusa de mesalianismo.
San Gregorio Palamás (1294-1359), un verdadero maestro, se levanta en
«defensa de los santos hesicastas». Portavoz de los Concilios entre 1340 y
1360, es canonizado por el patriarca Filoteo, poco tiempo después de su muerte
en 1368. El segundo domingo de Cuaresma celebra su memoria y su doctrina.
Es atacado por un monje y filósofo calabrés Barlaam,
latinizante sin ser tomista; es un humanista helenizante, nominalista y privado
del sentido místico. Las afirmaciones de los Concilios del siglo XIV no son
simplemente antilatinas, sino que hacen una síntesis de la tradición
absolutamente correcta y en la línea de la gran patrística oriental (los
Capadocios, Macario, Dionisio, Máximo, Damasceno). La espiritualidad hesicasta
es confirmada en su ortodoxia perfecta. Palamás no entra por la «técnica» hesicasta,
pone el acento sobre la visión de la luz divina ofrecida a todo el ser humano.
La visión, en términos de luz y de fuego, remonta al Tabor, a la gloria de
Cristo transfigurado. Su antropología y la experiencia mística se centran sobre
el corazón en el sentido bíblico y macariano. Recogiendo lo que está en germen
en Diadoco de Foticé, Palamás subraya que la visión mística implica la
participación del cuerpo y del alma. Los apóstoles vieron con sus ojos transfigurados
la luz increada.
La afirmación esencial pone la metamorfosis de la
inteligencia colocada en Cristo y éste es el fundamento de la gnoseología
oriental. En el sentido de los Padres la teología no es nunca un sistema de conceptos,
sino la transmisión de la experiencia de Dios y el fruto de la adoración
orante, de la doxología litúrgica y por eso forzosamente antinómica. «Dios, por
un exceso de bondad, siendo trascendente a todas las cosas, incomprensible e
inefable, consiente en llegar a ser participable... e invisiblemente visible...
«Todo entero se manifiesta y no se manifiesta... todo entero es participable e
imparticipable». Palamás subraya en el Ser mismo de Dios una misteriosísima
«distinción-identidad» de la esencia y de las Hipóstasis, lo que no toca a la
simplicidad y a la unidad de Dios. La esencia y las energías son dos modos de
la existencia y de la presencia divinas, en sí mismo y fuera de su esencia.
Esta distinción se encuentra ya en san Gregorio Nacianceno y en la concepción
judía que distingue, sin separar, la trascendencia y la inmanencia de Dios.
Dios, dice Palamás, «no es una cosa única, sino el Viviente, el Existente
único». La existencia tiene prioridad sobre la esencia. No proviene de la
esencia «El que es», sino la esencia proviene de « El que es».
Las Personas divinas «se compenetran mutuamente de
modo que no poseen sino una sola energía», una, pero multiforme en sus
manifestaciones.
Para los adversarios de Palamás, lo que no es la
esencia, no es Dios y no es más que un efecto creado, así la gracia y la luz.
La noción racionalista de la causalidad confunde la fuente y la causa. La
cuestión es grave en el plano de la deificación y de la comunión con Dios. La
comunión con la esencia es imposible y, por otra parte, la comunión con una
realidad creada (la gracia creada) no es la comunión con Dios mismo. El
palamismo plantea la comunión energética; en sus energías Dios está
totalmente presente sin dejar su esencia inaccesible.
El Tomo hagiorítico precisa: «Los que son
dignos perciben por sus sentidos así como por la inteligencia lo que está sobre
todo sentido y todo entendimiento». La luz increada es el «misterio del día
octavo»; pero los que se unen con Dios llegan a ver, desde esta vida, «el reino
de Dios que ha venido en su fuerza». Porque Dios trasciende el ser creado, se
da a conocer a todo el hombre por encima y más allá de lo sensible y de lo
inteligible, por la superación de las limitaciones de la naturaleza creada.
«El que participa de la energía divina, se hace, de alguna manera, él mismo
luz». Esta comunión con la Santísima Trinidad , en la que los justos serán
transfigurados por la luz y resplandecerán como el sol, constituye la
bienaventuranza del siglo futuro. El estado deificado verá a Dios que será todo
en todos por sus energías. La visión del rostro luminoso de Dios será la
visión de Cristo transfigurado, hará brillar «el resplandor inefable de la
naturaleza una en tres Hipóstasis».
Nicolás Cabasilas (1320-1371), teólogo, humanista y hombre de gran
cultura, uno de los mayores liturgistas, escribió un tratado sobre los
sacramentos, intitulado La vida en Jesucristo y su célebre Explicación
de la divina liturgia. Discípulo de Palamás recibe de él el principio de
una participación real en la vida divina y se sirve de ello para construir una
espiritualidad vigorosa para los seglares.
Si para san Gregorio, el hombre es superior al ángel,
porque es espíritu encarnado, para Cabasilas, el seglar, en cierto sentido, es
más completo que un monje, porque está consagrado no a la vida angélica sino a
la vida humana como hombre total, hombre al máximo. Dirige sus escritos a los
que «viven en la ciudad en medio del tumulto» y enseña un humanismo
transfigurado que santifica «todas las profesiones y lleva la vida a su
intensidad más alta».
Si el monje asume la vocación particular de un combate
solitario, el seglar está sobre un camino accesible a todos. La vocación
universal es la de la vida intensa en la Iglesia por medio de la liturgia y de los
sacramentos, que Cabasilas intitula «la vida en Jesucristo». El corazón, «lugar
de Dios» de la espiritualidad monástica, se transforma en espiritualidad
eucarística que hace del corazón de todo fiel un «templo de Dios».
Recibimos el ser en el bautismo; la unción crismal nos
otorga el dinamismo de los actos y la eucaristía nos hace inmortales. «No se
puede ir más allá, ni añadir nada», subraya fuertemente Cabasilas a propósito
de la eucaristía, porque el hombre se «transforma en sustancia del Rey». «El
pan de la vida transforma y se asimila al que lo come». Siguiendo a su maestro
Palamás, Cabasilas precisa el alcance escatológico de la eucaristía: «es el reino
de Dios dentro de nosotros».
Recoge el vocabulario hesicasta del «despertar», de la
«vigilancia» y de la «memoria de Dios»; la aplica a la meditación sobre la
inmensidad del amor de Dios que llama manikon eros, «amor loco» de Dios
al hombre. Este es el descubrimiento maravilloso de la salvación por amor:
«Por todo el bien que nos ha hecho, Dios no pide en retorno más que nuestro
amor; en cambio de nuestro amor, nos perdona toda nuestra deuda». El corazón
humano es «un estuche inmenso, bastante grande para contener a Dios mismo. . .
» Como «verdadero amante», Dios no se impone y lo soporta todo: «ante una
recusación no se retira, no se ofende por la injuria; rechazado, espera a la
puerta y hace todo lo que está en su mano para mostrarse verdadero amante;
soporta las afrentas y muere... »
En la perspectiva litúrgica, el Sacerdocio real del
laicado manifiesta su dignidad eucarística, la dignidad del hombre a quien Dios
asimila sustancialmente. La «oración de Jesús» muestra que Cristo no está ausente
de ninguna parte; con los que le buscan, Dios se une inmediatamente y más
íntimamente que su mismo corazón. Semejante espiritualidad puede definirse:
escatología sacramental.
1 Cfr. los manuales de patrología de QUASTEN, ALTANER, de CAYRE; el
«Diction. de Spiritualité Ascétique et Mystique», art. Contemplation,
PRESTIGE, Dieu dans la pensée patristique. Initiation théologique,
Paris, 1956; V. LOSSKY, Visión de Dieu, 1962: B. TATAKIS, La
philosophie byzantine, Paris, 1949; L. BOUYER, La Spiritualité
du Nouveau Testament et des Peres, Paris, 1960; La Spiritualité
du Moyen Age, Paris, 1961; VAN G. H. BECK, Kirche und Theologische
Literatur im Byzantinischen Reich, München, 1959; O. CLEMENT, L'essor du
christianisme oriental, Paris, 1964; Byzance el le Christianisme, Paris, 1964; G.
BARDY, La Vie
spirituelle d'aprés les Peres des trois premiers siècles; C. KERN, Anthropologie de Saint Grégoire Palomas (en ruso), Paris,
1950.
Además de los textos de los Padres véanse
las numerosas monografías sobre su teología:
von Balthasar, J. Daniélou, Lot-Borodine, J. Meyendorff, B. Krivochéine,
Cadiou, P. Viller, P. Rahner, Walther Volker, Ireneo Hausherr, Warner Jaeger,
Marcel Viller, von Ivanika, J. Stigimayr, V. Grumel...
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