El «pueblo de Dios» se ve colocado en el mundo en
misión como «mensajero» entre las naciones y los pueblos. No recibe recetas y
soluciones inexistentes a ese nivel; recibe el riesgo de formularlas
llegado el momento; porque la Iglesia y el mundo se encuentran hoy en una
interioridad recíproca abierta sobre el destino último de todos, más aún, sobre
el destino de Dios mismo en la historia de los hombres.
Sólo la Encarnación hace verdadera la fórmula antigua:
«El hombre es la medida de todas las cosas», cuando ese hombre «en Cristo» se
hace rey, profeta y sacerdote de la existencia, una «nueva criatura». La ciudad
que los hombres construyen está misteriosamente integrada en la economía
divina, en la historia de la salvación. Cristo entró tan profundamente en la
humanidad que desde entonces el dominio de la naturaleza cósmica, la
emancipación de los pueblos, la obsesión por la paz, la solidaridad del género
humano son ocasiones de la apertura de la interioridad humana sobre el amor
inmenso de Dios.
La enseñanza escolar aún reciente presentaba la
historia de la salvación según la fórmula lineal simplista: creación, pecado,
redención. El Concilio la abandona e inicia el dinamismo de una teología del
mundo totalmente nueva. Sin embargo, la Iglesia en el mundo actual, no
es más que una situación de partida. El Señor ha colocado a la Iglesia en el
mundo y la ha encargado de una misión apostólica de testimonio y de
evangelización. Su amplitud obliga a invertir los términos, a entrever el
término, a reflexionar sobre el mundo en la Iglesia. Esta visión última
de todas las dimensiones de la existencia impone precisar el papel de los
ángeles y de los demonios en la vida de los hombres, captar también toda la
realidad de la santidad y del martirio en el contexto actual de la historia.
Partiendo de Pentecostés, se abre ampliamente una perspectiva cósmica y escatológica.
La creación y la Encarnación están «co-implicadas» y manifiestan un solo
misterio de Dios que recapitula en Cristo todo lo humano.
No se trata sólo de la salvación; se trata del plan de
Dios sobre el hombre y su destino. El hombre es salvado, pero también es
promovido a «nueva criatura», llamada a colaborar con Dios en la inauguración
del reino de Dios y de su justicia. El hombre toma posesión del dominium
terrae; es encargado de la gerencia del mundo (Gén 1,28); entra en la
libertad del heredero que ha llegado a la mayoría de edad (Gálatas, 4,1).
El Concilio llama a los cristianos «pueblo mesiánico»,
que proclama y lucha por la realización de las promesas divinas. Según las
palabras de Pablo VI, en el corazón de la existencia se coloca a «Cristo hogar
supremo de los deseos y de las esperanzas de la historia». Para que puedan
pasar de la historia a los corazones de los hombres, hay que despojar la imagen
de Dios de todos los espejos que deforman y comprenden que el Mesías bíblico es
un Mesías que sufre y es crucificado, por consiguiente, sin efectos aparentes,
pero en el que los fracasos resultan en definitiva éxitos, si se los descifra
en Cristo muerto y resucitado.
Para precisar el mensaje de la Iglesia después del
Concilio, hay que darse cuenta de su contexto histórico. Su palabra no puede
tomar todo su poder de «Paráclito-consolador» sino partiendo de los abismos del
mundo.
En las sociedades europeas, el ateísmo «masificado»
se ha convertido en un hecho corriente, «natural», íntimo de la vida de los
hombres. No es una ruptura, mucho menos una rebelión, sino un deslizamiento
casi imperceptible, un dejarse ir, el estado amorfo de una disolución lenta en
la terrible indiferencia. Ya no hay ninguna agresividad; sencillamente
la religión ya no interesa al hombre. La posibilidad de cierta felicidad, poco
profunda, poco duradera, pero que basta al menos para el momento dado, hacer
vivir a los seres en la ausencia de Dios, como antes vivían en su presencia.
Como dice Roger Icor, «Dios es inútil»; no se piensa nunca en él. Hacerse ateo
hoy, no es tanto escoger, menos aún negar; más bien es dejarse ir para ser
como todo el mundo. Ser religioso, indiferente o ateo, después de todo, para el
hombre medio es cuestión de equilibrio psíquico o de temperamento, más
frecuentemente aún de opción política.
La forma más corriente del ateísmo se detiene a medio
camino y es el agnosticismo: ignora todo y no afirma nada. Pasado al
escepticismo, relativiza toda certeza y declara: son problemas insolubles, que
nos rebasan; ¡después de la muerte, veremos! Pero todo ateísmo que no obedece a
su propia ley inmanente, es decir, a la ausencia de la certeza absoluta, por
falta del Absoluto mismo, se convierte en una negación ilícita. Porque rebasa
sus límites naturales y construye, por encima del conocimiento empírico, su
propia mitología. Ahora bien, forzosamente el ateísmo no tiene ningún contenido
metafísico propio, ninguna explicación constructiva y suficiente de la
existencia. Su forma corriente es el ateísmo de hecho. invertebrado pero
práctico; la contestación filosófica no interviene, sino a posteriori para
justificar las actitudes, invocar un alivio. Por eso el ateísmo académico ya
no se sitúa al término de la reflexión sino en su punto de partida. Tal es la
actitud oficial del ateísmo universitario. Las creencias religiosas, el miedo
al juicio o la inquietud ante la muerte no dicen nada al hombre, más preocupado
de cuestiones políticas y económicas. El elemento religioso deja simplemente
de interesar. Así simplificado, aligerado de todo problema metafísico,
penetrando en las masas, el ateísmo se identifica con la situación histórica,
se pone como consecuencia de las condiciones empíricas. El cientificismo se
esfuerza por explicar el mundo sin hacer intervenir a los dioses. Así Laplace
al presentar su tratado de la mecánica celeste a Napoleón, hizo notar que su
obra no tenía necesidad de la «hipótesis de Dios». Al explicar los secretos de
la naturaleza, el hombre no prueba de ninguna manera que Dios no existe; pero
deja de sentir la necesidad de Dios. Sin embargo, el cientificismo ya no
promete ninguna «dicha»; ha perdido su fuerza de seducción cuando, en lugar de
las verdades, no ofrece más que soluciones momentáneamente prácticas e
hipnotiza, por un instante, con la gama distractiva de sus técnicas. Es
sintomático que la misma indiferencia roe también, en los países del este, la
propaganda antirreligiosa, la desarma y la obliga a múltiples diversiones.
La indiferencia es el signo de un alma vacía.
Schopenhauer decía: «La vida humana, como un péndulo, se balancea entre el sufrimiento
y el hastío». La «literatura existencialista» describe muy precisamente ese
estado de cosas. La famosa Náusea de Sartre es esa agonía de la
naturaleza humana, desde que bordea la frontera movediza del ser y de la nada,
de lo humano y de lo demoníaco. En los confines de lo humano, se da un estado
de abatimiento de espíritu y de desesperación, con locura o suicidio hasta el
punto de que Sartre confiesa claramente: «fui conducido a la incredulidad no
por el conflicto de los dogmas sino por la indiferencia de mis abuelos». Los
psiquiatras saben que la indiferencia desemboca en la verdadera plaga de los
tiempos modernos que es el hastío. Dostoievsky lo puso en el centro de sus
reflexiones. Es tiempo de hacer un análisis fenomenológico del hastío y demostrar
su naturaleza metafísica y demoníaca. Un poco en todas partes el hombre se
aburre y bosteza. Como dijo proféticamente Dostoievsky, la humanidad perecerá
no por guerras sino de aburrimiento y hastío: del bostezo, grande como el
mundo, saldrá el diablo.
En la misma época, hace un siglo, Kierkegaard previó
que la evolución social y el progreso exclusivamente materialista
desembocarían en los suicidios masivos. Los países escandinavos han llegado a
un nivel de vida avanzadísimo y al número de suicidios fuera de serie, por
razón del hastío colectivo. Jorge Friedmann, a pesar de su agnosticismo, en su
Fin del pueblo judío, lanza un grito dirigido a las religiones:
«Mantened algunas reservas de angustia fecunda y saludable, de donde puedan
brotar explosiones proféticas de las que tanta necesidad tiene este mundo
técnico, esclavo de nuevos ídolos». Sí, frente a los ídolos y a los
tranquilizantes terapéuticos, mantener la angustia saludable, ese gusto esencialmente bíblico
de riesgo, siguiendo a Dios mismo, y del que nos habla
Kierkegaard: sentir siempre bajo los pies el abismo móvil del océano. Es que
los demonios sufren las modificaciones sociales y se adaptan a la sociología de
los hombres; destilan venenos mortales y los introducen entre los hombres bajo
forma del hastío infernal, morriña, disgusto de la vida, acedía según
los ascetas.
El realismo de la fe cristiana le obliga a reconocer
su terrible responsabilidad. Los obispos del concilio Vaticano II, sobre todo
los que habían llegado de los países marxistas, subrayaron valiente y
fuertemente que el ateísmo moderno es un fenómeno específicamente cristiano en
sus orígenes. Dios revela su amor, pero no se impone. Se deja al hombre un
margen inmenso de libertad. El «Padre de la mentira» con su «misterio de
iniquidad» se instala en ese margen sin fondo y justifica cierto pesimismo del
Evangelio, su interrogante que queda abierto: «¿Habrá aún fe cuando el Hijo del
hombre vuelva a la tierra?... »
No hay núcleo alrededor del cual se aglutinen una
hipocresía más densa que la idea de Dios en un medio cristiano. La afirmación
de Kierkegaard es quizá más actual que nunca y los teólogos de hoy vuelven a
encontrarla: «Ya no sabemos exactamente qué es el cristianismo». Por eso «el
ateísmo es la sal que impide que la creencia en Dios se corrompa», decía el
filósofo Lagneu. También Simona Weil advierte que hay dos clases de ateísmo.
Uno es una depuración de la idea de Dios, su despojamiento de un contexto
sociológico y teológico definitivamente pasado de moda. «Dios ha muerto» ese
slogan de choque, que hoy se pregona, significa la muerte del Dios de ciertos
teólogos, más precisamente la muerte de cierta teología.
Los elementos de la fe purificados y rejuvenecidos
son los que constituyen el mensaje actual de la Iglesia. Entre sus temas
escogemos la libertad y la alegría que son como una clave de bóveda.
Cuando es interpelado y puesto en juego, el ateísmo de
indiferencia se refiere al ateísmo militante, a sus argumentos muy gastados,
pero tenaces. El sistema religioso aparece aquí como un instrumento de
esclavitud: se piensa a Dios contra el hombre; Dios es el adversario de la
libertad y de la dignidad del hombre. Feuerbach, seguido por Marx. declara que
el hombre alienado debe eliminar a Dios para recobrar la posesión de su propia
esencia. El anarquista Bakunin formula esta tesis de choque que Sartre recoge:
«Si Dios existe, no soy libre; soy libre, pues, si Dios no existe». «La
conciencia moral, el sentido del riesgo mueren al contacto con el Absoluto»,
dice Merleau-Ponty. «El destino, añade, ¡es un asunto de hombres que se ventila
entre hombres! » Para Nietzsche, la religión cristiana es un «platonismo para
el pueblo», una ideología de evasión y de fuga ante lo real. Así, concluye
Malraux: «Dios ha muerto, por lo mismo ¡ha nacido el hombre! »
Estas fórmulas lapidarias terminan una larga reflexión
que tiene su historia propia. La idea muy falsa que la cristiandad misma daba
de Dios ha jugado su papel negativo y ha endurecido fuertemente la rebelión de
los hombres fuera de la Iglesia. Ya en los primeros siglos, por una deformación
flagrante de la enseñanza bíblica, Dios es a imagen del emperador terrestre. En
la Edad Media, los pueblos se convierten frecuentemente en bloque, como
comunidades políticas y a punta de espada. La idea de Dios sale garante del
edificio social y político. Un poco en todas partes Dios se convirtió en un
Dios impuesto. Su consecuencia inmediata fue el nacimiento de la
incredulidad moderna ante el escándalo de la religión a viva fuerza. Como
resultado, todo el movimiento inmenso de investigaciones filosófica y
científicas sobre las exigencias de la libertad y de la justicia que hacen al
mundo y cuyas raíces son fundamentalmente cristianas, se ha desarrollado,
fatalmente, a partir del Renacimiento, fuera de la Iglesia, después contra la
Iglesia, deslizándose así, de la negación de un Dios impuesto, al ateísmo.
Ahora bien la justicia social que reivindica la revolución industrial se remonta
a la imagen evangélica de Cristo pobre, imagen tan fuertemente subrayada por
los Padres de la Iglesia y tan desgraciadamente olvidada en la historia. El
socialismo de inspiración religiosa en sus principios, se unió con una
metafísica materialista. Frente a la predicación cristiana, el mundo obrero en
el siglo XIX no ve en ésta más que una de las formas de su explotación, al ser
proyectada la justicia en el siglo futuro. Se comprende la violencia de
Proudhon que, sintetizando la enseñanza de san Basilio y de san Juan
Crisóstomo, decía: «la propiedad, es un robo» y deseaba «desfatalizar la vocación
del hombre».
En el medio cristiano, a finales de la Edad Media, la
devotio moderna, las «devociones modernas» marcan el divorcio entre la
teología especulativa de escuela y la espiritualidad del pueblo, que se individualiza
y consuma el desgarramiento de la comunidad eclesial. El romanticismo se
levanta contra la religión reducida a la moral, pero su impulso demasiado
psíquico resulta impotente. Falto de una teología vigorosa del Espíritu Santo y
por consiguiente de la belleza de la cultura, termina por no ser más que un
grito de desesperación y de locura de los genios solitarios.
Bajo la presión masiva del racionalismo, del
psicologismo y de las técnicas modernas, el sentido bíblico de una
transfiguración ontológica del mundo y la significación histórica de
Pentecostés no se perpetúan sino en algunos espirituales, a la sombra de los
conventos y aislados de la sociedad. Esta decadencia resulta de factores
propiamente teológicos, si recordamos el sentido que dieron a la teología los
Padres de la Iglesia: en oposición a toda especulación cerebral, un camino de
conocimiento experimental de Dios.
Aquí el problema fundamental es el de la libertad.
Según Nicolás Berdiaev, la falta de su verdadera solución es una de las raíces
más profundas del ateísmo del siglo xix, que sigue asombrosamente vivo bajo
todas las indiferencias de nuestra época. El argumento clásico declara que la
coexistencia de Dios y del mal aparecen contradictorias; el conflicto entre la
libertad y la necesidad es un callejón sin salida: en este caso, como dice
Roger Ikor: «Dios no sirve para nada». Si existiera, sería culpable de la
existencia del mal, del sufrimiento de los inocentes. Camus no hace más que
profundizar todos los argumentos de Ivan Karamazov.
En el pensamiento religioso de escuela, se
comprueba una cosificación o momificación de la eternidad divina que está suspendida sobre el tiempo y el futuro.
Según la expresión de V. Soloviev, la obra está escrita y no es dado a ningún
actor cambiar en ella ni una sola palabra; pero, en ese caso, se comprende a
los filósofos que plantean la cuestión perturbadora: si todo está decidido de
antemano, ¿por qué orar? Al parecer el problema complejo de la libertad y de la
gracia no aporta ninguna luz; todo lo contrario. El misterio maravilloso, pero
inefable, del amor de Dios, una vez conceptualizado y puesto en términos de
causalidad, desemboca en la tesis pesimista de la massa
damnata de san Agustín. Pronto o
tarde semejante visión, llama lógicamente, con agudeza trágica, su consecuencia
fatal: el «decreto terrible», la doctrina de la doble predestinación.
Significa que Cristo en su misericordia (¿o arbitrariedad?) no derramó
su sangre sino por los elegidos y que el resto de la humanidad es objeto de la
cólera divina, que es justicia de Dios. También ahí el ateísmo se rebela
y protesta, porque sólo los actos personales suscitan la culpabilidad y por
consiguiente la responsabilidad siempre personal.
El concilio Vaticano II ha subrayado con mucho
acierto que la concepción antropomórfica y simplista de la presencia divina
condiciona el esquema insuficiente de la teología todavía reciente. Esta
concepción introducía en la eternidad de Dios las categorías temporales marcadas
por el prefijo pre: presciencia, predestinación. Ahora bien, si se
coloca el origen de los actos divinos en el tiempo, este constituye
inmediatamente un sistema determinista y fuertemente deísta. Ya san Juan
Crisóstomo, para salvar la libertad humana, trató de distinguir la presencia de
la predestinación; hay que confesar que, filosóficamente, esta solución no es
suficiente. Hay que creer que en san Pablo, las expresiones paradójicas no son
más que fórmulas humanas queridas que, por contraste, ponen de relieve la
grandeza del amor divino sin límites, y sobre todo sin
el sentido restrictivo que les ha atribuido san
Agustín.
La ausencia de la economía del Espíritu Santo en la
teología de los últimos siglos y su cristocentrismo desembocan en la sustitución
de la libertad profética, de la deificación de lo humano, de la dignidad
adulta y real del laicado, el nacimiento de la «nueva criatura», por la
institución jerárquica de la Iglesia, puesta en
términos de obediencia y de sumisión.
Por eso, en los países del este, el mero recurso a la
trascendencia se declara inmoral, porque contradiría y disminuiría la dignidad
humana. El universo autónomo e inmanente de la ciencia, universo planificado,
matematizado, cibernetizado, excluye toda intervención del más allá. Aquí se
opera una prodigiosa perversión de valores: el desconocimiento de la libertad
en el medio cristiano desemboca en su destrucción total en el medio ateo.
Dostoievsky previó esta evolución bajo la forma de la
sociedad convertida en un inmenso hormiguero o «palacio de cristal» de los
socialistas, donde toda rebelión, toda apelación a la libertad son muertas de
antemano, destruidas en germen. Todos los escritos de Dostoievsky son un
comentario genial de esta evolución, a la luz del relato evangélico de las tres
tentaciones de Cristo en el desierto. Ya los Padres de la Iglesia vieron en
ese relato las ultima verba del mensaje evangélico. A la visión del
destino del hombre en la sabiduría divina, el tentador opone su propio
proyecto. Toda la historia humana se desarrolla en un escorzo sorprendente
donde se dice en un sentido o en otro. Satán adelanta la triple síntesis, las
tres soluciones infalibles de la existencia humana, infalibles porque
representan las tres formas de destrucción de la libertad. Efectivamente,
«transformar las piedras en pan» es fabricar en serie y a voluntad el «pan sin
sudor», sin esfuerzo; es resolver el problema
económico, es suprimir el obstáculo, la lucha ascética y la
creación. «Arrojarse desde lo alto del templo», es suprimir el templo y la necesidad
misma de la oración; es sustituir a Dios por el poder mágico, apropiarse de
todos los misterios y resolver así el problema del
conocimiento. Finalmente, «reunir todas las naciones» por el poder
de la espada única, es resolver el problema político,
inaugurar la era de paz de este mundo.
Si Cristo rechaza las tres tentaciones, triple esclavitud
del hombre: el mismo plan demoníaco, por el contrario, se ofrece a los hombres
y condiciona su historia. Hay que confesarlo, el imperio de Constantino,
proclamado demasiado rápidamente cristiano, se construyó mezclando la luz y la
oscuridad, las tres tentaciones de Satanás y las tres respuestas inmortales de
Cristo. En la historia, los imperios y los estados «cristianos», lo mismo que
las teocracias, se desploman bajo el impulso del mundo, que rehúsa su sumisión
pura y simple a las autoridades eclesiásticas. Las teocracias, tanto orientales
como occidentales, son dudosas porque la libertad humana, querida por Dios al
precio de su muerte, permanecía desconocida. Ya san Agustín
desatiende la primera libertad de elección y no reconoce más que la segunda
libertad en el bien escogido o más exactamente impuesto. Aplastado por el compelle
intrare (Lc 14,23), Agustín justifica la conversión
forzada de los herejes, anticipo de la Inquisición y de la política de la
espada. Según la fórmula de Berdiaev, ésta es la «pesadilla del bien
impuesto»; ahora bien, todo bien que viola y fuerza, se convierte en mal. Hay
lugar para recordar las palabras de san Juan Crisóstomo, que traduce bien el
espíritu del Evangelio: «El
que mata a un hereje, realiza un pecado inexpiable».
Todos los grandes teólogos de hoy dicen que la
teología de los últimos siglos perdió el sentido del misterio, se constituyó en
ciencia, en especulación abstracta sobre Dios y no en pensamiento
viviente en Dios; ésta es una de las causas profundas del ateísmo
contemporáneo. Sorprende que los Padres del Concilio, con un valor y un
realismo sumos, lo hayan dicho: el ateísmo de nuestros días se origina en una teología cerebral, en un catecismo
sin vida, en una predicación arcaica e
insuficiente.
Para la sensibilidad atea, el cristianismo oficial
aparece como una religión de la ley y del castigo, que pasa a entredichos
sociales. Como lo advierte muy justamente Olivier Clément, el ateo se rebela
contra esa concepción infantil de Dios, denunciada por Freud bajo el nombre de Padre
sádico. Semejante concepción de Dios viene de la regresión judaizante que
olvida a la Trinidad y presenta a Dios bajo la figura de Juez celoso,
Justiciero temible y aterrador, que prepara desde la eternidad el infierno y
el castigo.
F. Boulard, en su encuesta sobre los Problemas
misionales hace esta observación: «Los practicantes ven en Dios a un señor
y a un juez mucho más que a un padre. Dios es un ser lejano e impreciso, en el
que no se piensa y por el que no se siente atractivo. Se practica porque se teme. Dios es sobre todo un señor con quien se arreglan
las cuentas lo mejor posible, como con el propietario». Cita el testimonio de
un párroco: «Mis cristianos, fuera quizá de una o dos excepciones, consideran a
Dios como un Dios lejano, a quien hay que someterse cuanto se pueda, no por
amor a él, sino por temor de caer en el infierno. Dios no es el Padre... No;
Dios es el que ha puesto los diez mandamientos negativos: no harás... Conclusión:
Dios es el que impide ser hombre». En una encuesta publicada en Réalité,
un ingeniero confiesa: «Dios es triste, es todo lo que no hay derecho a
hacer... lugares sombríos con velas pequeñas, mujeres con oropeles,
prohibiciones en los jesuitas. . . » Sartre, por su parte, hace el balance:
«necesitaba un creador, se me dio un Amo... »
En una mentalidad puritana o demasiado ascética, el
Evangelio se reduce a la observancia de una ley moral; el pecado carnal
adquiere una importancia obsesionante que no tiene en el Evangelio donde
Cristo perdona a la mujer adúltera e invita a los «justos a arrojar la primera
piedra... » Nicolás Berdiaev advierte que el Evangelio es infinitamente más
severo con la explotación del prójimo y con la riqueza. El ascetismo mal
entendido se deforma en dualismo, en odio ascético de la mujer, del cosmos, de
la belleza. La religión de la victoria sobre el infierno se advierte en la
religión de la obsesión del infierno, religión «terrorista» basada sobre el temor al
castigo.
Frente a la concepción científica, Dios es desterrado
al cielo y aun en medio de los creyentes «religiosos», se transforma en
«tapagujeros» de las ignorancias humanas. La teología de los manuales, hecha
«paternalista», ha hecho de Dios un Padre bonachón, aburrido, moralizante, a
imagen del hombre medio. El fulgor trisolar de las Tres Personas deja el sitio
a un «Dios bueno» anónimo. Ahora bien, entre la Trinidad y la nada, no existe
ninguna tercera solución; por eso, en Heidegger, la libertad y la existencia
son —zum Tode— para la muerte. Las últimas obras de Simona de Beauvoir,
de Sartre, en el momento de su madurez, en la tarde de su vida y sin máscara,
sorprenden por una tristeza infinita y punzante que hay que tomar en serio y
con inmenso respeto. Son víctimas de un verbalismo teológico de las garantías
sobre la eternidad. Tienen la desgracia de no cruzarse nunca con la mirada de
un santo, de no sentir nunca a Dios como la presencia viviente e irradiante de
la «paternidad trinitaria» en el corazón de todo amor y de toda belleza. Sartre
encarna la «conciencia revolucionaria»; pero la única revolución que puede
cambiar la faz del mundo no puede venir sino del Evangelio, de las energías
transfigurantes del Espíritu, de la «causa común» que reúne a todos los
vivientes y a todos los muertos en un solo ímpetu de la resurrección. En las Palabras,
como su abuelo, que se creía Víctor Hugo, Sartre, a través del espejo deformador
del medio cristiano de su adolescencia, redujo la Palabra de la vida de los
Evangelios al plano de meras «palabras».
Hoy es más que evidente que el optimismo marxista no
tiene raíces ni profundidad. Según el testimonio seguro y unánime, las persecuciones
de la Iglesia en los países soviéticos se explican por la crisis profunda de
la ideología marxista, por la crisis del ateísmo incapaz de responder a la
pregunta sobre el sentido absoluto de la existencia personal. El ateísmo
sincero bordea sus propios abismos, toca la última desesperación y, en el
último sobresalto, interroga a lo desconocido.
Es interesante comprobar que son las revistas más
violentas, como por ejemplo «Science et Religion», las que todavía permiten
—ioh paradoja!— defender, al menos indirectamente, la libertad de conciencia.
¡Uno de sus colaboradores encuentra la poesía más auténtica hablando de esa
asombrosa «Ave del paraíso», «Ave de fuego», resplandeciente de todos los
colores, que era el icono bizantino! El ave maravillosa que escogió la pintura
gris de las estepas inmensas de Rusia para incendiar sus espacios con el
fulgor de su luz y que el régimen de persecución había matado... Hay lugar
para reflexionar sobre el milagro sorprendente de la «primavera» de los iconos
que, durante los años sangrientos de las persecuciones, hizo de frescos e
iconos ennegrecidos por el tiempo, imágenes como recién pintadas, y que fue
declarada por la comisión científica: «causa atmosférica desconocida», pero
que para los creyentes es un verdadero consuelo que viene del Paráclito.
En este contexto la Iglesia proclama la verdadera
carta dictada por Dios, la de la libertad y de la alegría, las dos dimensiones
del Espíritu Santo. Hacia ese centro convergen los textos del concilio Vaticano
II, con la Declaración sobre la libertad religiosa, lo más importante
en su novedad. Se comprende, porque el drama del ateísmo está centrado sobre
la libertad.
A la fórmula atea: «si Dios existe, el hombre no es
libre», hay que responder precisamente lo contrario: «Si el hombre existe,
Dios ya no es libre». El hombre puede decir no a Dios, puede hacerse indiferente
o proclamarse a sí mismo dios; su libertad es ilimitada. Ahora bien, Dios por
su libre decisión, se ha comprometido tan profundamente que ya no puede decir
no al hombre, porque, según san Pablo, no hay más que sí en Dios y
Cristo lo dijo sobre la cruz.
Karl Jaspers descubre la prueba de la existencia de
Dios precisamente en la libertad humana, porque la grandeza de ésta da
testimonio del Dador y de su don
regio: «Soy libre quiere decir: Dios existe». Dios creó la «segunda libertad» a
su imagen;
corre ese riesgo supremo, el nacimiento de otra libertad.
Dios que es libertad deja sitio a la libertad humana, vela su presciencia, para
dialogar realmente con su «otro», capaz de poner en jaque a Dios mismo y
obligarle a bajar a la muerte y al infierno creado por el hombre. El adagio
patrístico enuncia que Dios lo puede todo, salvo coaccionar al hombre a amarle;
por eso la «salvación por la fe» deja el sitio en oriente a la «salvación por
el amor».
En presencia del sufrimiento de los inocentes, de los
niños monstruos, de los accidentes y de toda forma del mal que reina
visiblemente en el mundo, la única respuesta adecuada, es decir, que en función
de la libertad humana Dios renuncia aquí a su omnipotencia y no puede sino
sufrir con nosotros. Esta es una debilidad invencible, su «amor loco al hombre»
según la expresión de Cabasilas. El Padre Justiciero de los ateos y de
algunos teólogos extraviados en las nociones del Antiguo Testamento, resulta
ser el Padre que sufre, el que por amor al hombre crucifica a su Hijo,
misterio que chorrea luz la noche de Pascua.
La corriente mística del pensamiento judío presentía
ya este misterio. El Rabbi Baruch busca el medio de explicar que Dios es
compañero de destierro, un solitario abandonado, un extranjero desconocido
por los hombres. Un día, su nieto jugaba al escondite con otro niño. Se
esconde pero el otro rehúsa buscarle y se marcha. El niño va llorando a quejarse
a su abuelo. Entonces, con los ojos llenos de lágrimas también éste, Rabí
Baruch, exclamó: « ¡Dios dice lo mismo! ¡Me escondo, pero nadie me viene a
buscar!...»