LOS LÍMITES DE LA POLÍTICA Y SU COMPROMISO ÉTICO EN LA TEORÍA POLÍTICA MEDIEVAL
Francisco Bertelloni
Primeras Jornadas Internacionales de Ética "No matarás"
Facultad de Filosofía, Historia y Letras - Universidad del Salvador
Buenos Aires, 17, 18 y 19 de mayo del 2000
Sobre la base de esta lectura integral del desarrollo de la historia de las ideas políticas cristianas, articulado en tres momentos encadenados entre sí, propongo aquí, en primer lugar, poner de manifiesto algunas estructuras propias de cada uno de estos tres modelos políticos; en segundo lugar, mostrar las diferencias que los oponen entre sí y, en tercer lugar, destacar algunos aspectos del primer y del tercer momento que mantienen cierta continuidad en el pensamiento político moderno.
Recurriendo a un estereotipo algo simplificado de las diferencias entre los tres momentos, podría sintetizarse el modelo del césaropapismo bizantino como una absorción de la religión en la política del Estado; el modelo hierocrático-papal -que fue la contrafigura del modelo bizantino-, como la absorción de la política por la religión o como la disolución de la política en la religión; y la teoría política del siglo XIII, a diferencia de las dos anteriores, como un decidido intento de distinguir teóricamente la política de la religión.
Un análisis del césaropapismo muestra que el modelo político del Imperio romano-cristiano bizantino promovió una fuerte concentración en la política -o en el Estado- de todas las restantes dimensiones de la vida estatal, inclusive de la religión, i.e. de Iglesia. Eusebio de Cesarea, el más entusiasta expositor de este modelo, colocó al emperador cristiano en dependencia directa de una concesión divina e hizo del Emperador el único representante de Dios en la tierra. En el Emperador -escribe Eusebio-, Dios "hace brillar la imagen de su omnipotencia absoluta". La realización histórica de esa dependencia directa es para Eusebio el emperador Constantino, elegido por Dios "como señor y conductor de todos". Por ello, agrega Eusebio, "ningún hombre se puede jactar de haberlo elevado a ese rango".
Contra este modelo que fundamenta la concentración de todo el poder político y religioso en la figura del Emperador porque es Emperador, el modelo hierocrático del papado romano, que surge como respuesta contra este modelo césaropapista, promueve la concentración en la cabeza de la Iglesia, i.e. en el supremo sacerdote, en el Papa, de todas las restantes dimensiones de la vida, incluida la política. En este caso, el fundamento de esta absorción de la política en el Papa es su carácter sacerdotal que hace de él el poseedor de un poder que concentra todos los poderes. No es necesario recordar aquí detalles de la teoría hierocrática papal que procedió a invertir el modelo césaropapista, convirtiendo al Papa en la sede de todo el poder, es decir de la plenitudo potestatis.
En el tercer momento, la reacción de la teoría política medieval a partir del siglo XIII contra ese modelo papal introdujo una posición novedosa equivalente a la solución de continuidad entre política y religión destinada a distinguir entre poder temporal y poder espiritual. Esta distinción entre dos poderes era ajena al monismo de Bizancio. Sin embargo, ella fue utilizada por el Papado medieval, pero su objetivo parece haber sido reducir el poder temporal al espiritual y, con ello, transformar la dualidad de poderes en un monismo político que veía en el poder temporal una suerte de derivación del espiritual. La distinción entre poderes, introducida por la teoría política de la edad media latina, inauguró en la teoría política una discusión en términos dualistas que, al mismo tiempo que distanció a la política de la religión, constituyó la primera reflexión cuya consecuencia teórica más notable fue que ella logró poner un límite a la política que provenía desde fuera de la política.
¿De qué manera el dualismo promovió el establecimiento de límites externos a la política? En primer lugar, porque la teoría política de la baja edad media fue el primer momento de la historia del pensamiento político cristiano que concibió la política en términos decididamente éticos. En segundo lugar, porque concebir la política en términos éticos fue equivalente a incorporar en la teoría política una discusión sobre los fines últimos del hombre. En tercer lugar, porque esa consideración de la política como una ética de los fines humanos últimos se desarrolló conflictivamente como una pugna entre teorías que intentaron hacer prevalecer o bien la identificación de esos fines últimos con fines ético-filosóficos o bien su identificación con fines ético-teológicos. Y en cuarto lugar - y aquí tiene lugar el tránsito desde la ética a la política- porque la definición de los fines últimos del hombre como filosóficos o como teológicos definía como última a la potestas con jurisdicción para conducir al hombre hacia su fin último.
Fue muy violenta la lucha doctrinal acerca de si el fin último era el fin ético-filosófico, o si en cambio el fin ético-teológico era más último que el fin ético-filosófico y por ello este debía subordinarse a aquel. Fue violenta porque de la determinación del carácter más último de uno u otro fin dependían las posibilidades de fundamentar teóricamente como más última - y por ello como superior- la jurisdicción sobre los hombres del poder temporal o del poder espiritual
Es interesante percibir que en ese conflicto ético entre fines - que no era otra cosa que un conflicto político entre jurisdicciones- logró consolidarse un modelo teórico-político, cuya característica más sobresaliente fue el hecho de que la discusión acerca de los fines implicaba poner a la política una suerte de freno o de límite externo, es decir una suerte de moderador no político que desde la teología o desde la filosofía, es decir desde fuera de la política, marcaba con claridad un compromiso ético, es decir, un compromiso extra político de la política. Durante un siglo la política muestra un desarrollo teórico en el que ella asumió una definición no rigurosamente política ni estrictamente jurídica, sino sobre todo ética y moral, estrechamente anclada a la realización moral y ética del hombre. Ello implicaba que ya se tratara de que los fines de la política debían ser marcados por la ética filosófica o por la ética teológica; de todos modos, ello equivalía a mostrar que la política tenía un límite ético que ella recibía desde fuera de sí misma.
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Tanto Tomás de Aquino como Juan de París habían aceptado, casi sin cuestionamientos, a la pólis aristotélica como el ámbito equivalente al regnum o a la provincia dentro de los cuales tienen lugar las relaciones políticas entre los hombres. Dante, en cambio, extiende sensiblemente el ámbito de las relaciones políticas desde la pólis y el regnum hasta el imperium que abarca a toda la humanidad. Obviamente, sostener que es toda la humana civilitas el nuevo ámbito de la política exigía una demostración. Para ello Dante recurre en la Monarchia a la doctrina del intelecto posible.
Para Dante el fin del hombre es un fin intelectual: actualizar todas las posibilidades del intelecto posible de modo permanente y sin interrupciones. Puesto que este fin no puede ser alcanzado por medio del conocimiento de un solo hombre, sino de toda la humanidad, es necesario recrear las condiciones para alcanzar la paz universal, que a su vez es la condición necesaria para lograr la actualización total del intelecto. A esa paz universal conduce el gobierno de uno solo, el Emperador. Así, Dante inaugura la Monarchia con una secuencia de momentos demostrativos que comienzan en el Emperador como el garante de la paz, que a la vez constituye la garantía de realización del fin intelectual último del hombre.
Del mismo modo como Dante hace de la humana civilitas, entendida como el conjunto universal de sujetos que conocen el punto de partida de su tratado, este también culmina con una teoría basada en el conocimiento filosófico, cuyo objetivo es distinguir los fines naturales de los hombres de sus fines sobrenaturales. Esta teoría debe lograr separar los fines ético-filosóficos de los fines ético-teológicos..
Su teoría de los duos fines está armada sobre la base de una antropología que transforma en últimos, en el orden natural, los fines naturales del hombre y, últimos, en el orden sobrenatural, los fines sobrenaturales. Ellos consisten respectivamente en "la felicidad de esta vida, que se resuelve en el ejercicio de la virtud propia del hombre, y... la felicidad de la vida eterna...a la que no se accede por virtud propia, sino con ayuda de la divina gracia". Por último identifica los gobiernos adecuados para que la humanidad pueda alcanzar cada uno de estos fines: "A estas felicidades llegamos, como a términos diferentes, a través de medios diferentes".
El tratado prácticamente culmina colocando la conducción hacia cada uno de los fines -correspondientes a cada una de las dos vidas, la terrena y la celeste- en manos de dos autoridades que son de naturaleza tan diferente como lo son los fines: mientras la felicidad eterna está a cargo del Papa, la felicidad terrena está a cargo del Emperador: "Para lo cual fue necesario que el hombre tuviera una doble dirección de acuerdo al doble fin: el sumo Pontífice, que según la verdad revelada lleva al género humano a la vida eterna, y el Emperador, que según las verdades filosóficas lleva al género humano a la felicidad temporal". Puesto que el camino del hombre hacia ambos fines comienza en esta vida, ambos fines corren en esta vida en forma paralela.
El imperio universal es para Dante, nuevamente, la garantía de realización de un fin moral del hombre. De ello es testimonio tanto la necesidad puesta de manifiesto al principio del tratado de que la humanidad se unifique para actualizar todas las posibilidades del intelecto, como el proyecto del final del tratado, en el que Dante confía al Emperador el fin ético-moral de conducir a la humanidad a su fin último natural por medio de las verdades de la filosofía. Por ese motivo, quizá sea de Dante el texto de teoría política medieval, donde más se agudiza el propósito de colocar el fundamento de la política en el principio de la racionalidad.
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Mi reflexión final - referida al destino histórico del dualismo político de la teoría política medieval y al destino histórico del monismo político bizantino- tiene ahora como objetivo poner de manifiesto las diferencias entre la fortuna y la recepción posterior de cada una de estos modelos políticos.
La consecuencia del fenómeno de limitación de la política desde fuera de ella por parte de un programa de carácter ético fue una fuerte toma de distancia respecto de la absorción hierocrática de la política por la religión y, sobre todo, respecto de la absorción césaropapista de la religión por la política. El hecho de que el discurso político occidental asumiera un fuerte compromiso ético no solo implicó que la política tuviera un límite extrapolítico. Además canonizó una estructura que persistió en la teoría política de Occidente. Esta estructura consistió en pensar y construir la política desde fuera de ella. Si en la edad media los límites de la política fueron éticos, esos límites ético-morales fueron luego sustituidos por otros: primero fue la ética, después los derechos del hombre, a veces la economía. Creo que la gran originalidad del pensamiento político medieval consistió en haber introducido una discusión teórica que abrió el camino hacia el desarrollo de doctrinas, incluso modernas, cuyo esquema mantenía la misma estructura de las teorías políticas medievales, por más que los límites que se ponían a la política fueran diferentes de los límites que le impuso el medioevo.
Si analizamos ahora brevemente la absorción bizantina de las dimensiones del estado en la política, percibimos que ella desarrolló un camino diferente del camino de la teoría política occidental.
Aunque Constantinopla cayó en manos de los turcos en 1453, la idea política bizantina no desapareció, sino que fue heredada por el principado de Moscú, cuya conciencia histórica y eclesiástica interpretó que la caída de Constantinopla había tenido las mismas consecuencias que para Bizancio tuvo la conquista de Roma por los germanos. La pretensión política del imperio romano mundial y la pretensión espiritual de la Iglesia estatal bizantina fueron asumidas por la Iglesia moscovita y Moscú. Esta se transformó en la tercera Roma y desarrolló una idea histórico-religiosa similar a que se había generado en la conciencia histórica bizantina. En Moscú se renovaba el poder político y eclesiástico de la vieja Roma y la figura del Zar, el nuevo Constantino, volvía a reactivar el modelo bizantino de disolución en el poder político de las dimensiones de la vida humana que la teoría política de Occidente quiso poner bajo la tutela de la libertad.
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