¿Iglesia Católica u occidental?
Massimo Borghesi *
¿Por
qué la modernidad y el siglo XX, han rechazado el cristianismo? ¿Por qué la Iglesia ha visto construir
un mundo incristiano sin poder frenar la secularización? Después de las dos
guerras mundiales, donde la secularización y la modernidad mostraron su rostro
violento y totalitario, la
Europa que proyectaba frenar el avance del comunismo parecía
encontrar en la Iglesia
el baluarte contra el bloque soviético. Pero en esta alianza entre cristianismo
y modernidad hay mucho de instrumentalización por parte de Occidente: el poder
político-cultural hegemónico asume y "disuelve" los valores
cristianos hasta convertirlos en algo "inútil en su aspecto real,
histórico y temporal", en palabras de Romano Guardini. Ante esto, las
"soluciones" de la cristiandad occidental del siglo XX no estuvo a la
altura de las circunstancias. ¿Aprenderemos de nuestros errores, o
continuaremos "evangelizando" a través de las élites y por medio del
poder?
El
Occidente contra la Iglesia
(1915-1945)
El
"Nuevo Orden Europeo" demostraba, sin embargo, una profunda
fragilidad tanto en su aspecto político-institucional como en el espiritual.
Los años de entreguerras están caracterizados por el malestar general, un
sentimiento de desilusión y una frustración mucho más significativos por
parecer que los ideales de la
Ilustración habían llegado a concretarse, y que el Viejo
Mundo, del que la Iglesia
también formaba parte, había desaparecido definitivamente. La obra de Oswald
Spengler, Decline of the West (1917-1922) [1], indicaba ya en su
título la percepción de una época que, presumiendo de haber llegado a su
apogeo, barruntaba su propio final. Pero Spengler no era el único. André
Malraux escribía en La
Tentation de l´Occident (1926): "Los europeos
están cansados de sí mismos. Lo que les sostiene no es tanto un pensamiento
cuanto una fina estructura de negación". Lo mismo opinaba Paul Valéry,
[2] así como toda una consistente literatura que contará con obras emblemáticas
como In de schaduwen van morgen (1935) de Johan Huizinga y Die
Crisis der europäischen Wissenschaften (1936), de Edmund Husserl.
[3]
Las
opciones para salir de la "crisis" eran varias. Una la proporcionaba
el Oriente, cuya ambigua fascinación, como denunciaba ya en 1923 Henri
Massis, tentaba a Francia y a Occidente. Siddharta (1922), de Hermann
Hesse, indicaba este camino, camino que René Guénon confrontaba
críticamente con Europa. [4] Pero el Oriente no designaba sólo la India y los pueblos de Asia,
sino que, para el burgués europeo, también comprendía la Rusia de la Revolución de Octubre,
en la que, al contrario que en el Oeste, despuntaba el alba de un nuevo mundo. Gorges
Lukács y Ernest Bloch desembocarán en el marxismo siguiendo esta
dirección. Si la "izquierda" se afirmaba como solución para la
crisis, la "derecha" no le iba a la zaga. Todo el filón de la
"revolución conservadora" (Spengler, Schmitt, etc.), que
desembocará en el nacionalsocialismo, ambicionaba lo mismo.
El
Oriente, místico y esotérico, el Octubre ruso, el régimen hitleriano, aparecen
como otros tantos "caminos de salvación" orientados a fundar
religiosamente una "nueva fe" respecto a la cristiana. Junto a ellos,
aunque en posición opuesta, se afirma la perspectiva católica. En medio de la
deserción general y la crítica despiadada del viejo continente, la Iglesia , abandonada a su
suerte en el concierto de las naciones, no deseaba asumir el papel de su
defensora. El pensamiento católico de los años veinte-treinta, una parte
relevante de él, acoge las conclusiones de la obra de Spengler, vertidas en Decline
of the West, si bien rectificando su diagnóstico: Occidente está llegando a
su fin por haber renegado de sus propias bases: la memoria y el advenimiento de
Cristo. Su salvación no puede por menos que residir en la vuelta a esa memoria.
Era lo que afirmaba en Alemania Karl Adam, Cristus und der Geist des
Adendlandes (1928); Peter Wust, Die Crisis des
Abendländischenmenschentums (1927); Henri Massis, Défense de
l´Occident (1927); en Inglaterra, Hilaire Belloc, Europe and
Faith (1927) y Christopher Dawson, The making of Europe
(1932). [5]
Ahora
bien, una perspectiva semejante, dentro de su innegable verdad, estaba sometida
a una limitación doble. Una de ellas de carácter teórico, debida a la
identificación demasiado estricta entre occidentalismo y catolicismo. Era de lo
que Jacques Maritain en Primauté du spirituel (1927) acusaba a Belloc:
"Europa no es la fe, como la fe no es Europa. Roma no es la capital del
mundo latino, Roma es la capital del mundo. Urbs caput orbis". En
segundo lugar, podía adquirir un significado definitivo sólo si iba acompañada
de un renacimiento efectivo del cristianismo en suelo europeo. De no ser así
podía sonar sólo como celebración de una tradición, defensa de unos valores que
habían dejado de ser actuales. De hecho, la Iglesia representará la cara más auténtica de
Occidente cuando, atrapada en medio del totalitarismo creciente demuestre ser
el último punto de resistencia al remitirse a Cristo como único manantial de
vida frente al neopaganismo. Como ponía agudamente de relieve Dietrich
Bonhoeffer, en su Ethik, escrita entre el 40 y el 43: "la
razón, la cultura, el humanitarismo, la tolerancia, la autonomía, todos estos
conceptos que hasta hace poco eran usados como santo y seña hostiles a la Iglesia , al cristianismo y
al mismo Jesús, se encontraron de repente sorprendentemente cercanos a la
esfera cristiana. Esto ocurría en un momento en que, como nunca anteriormente,
al cristianismo se le ponía entre la espada y la pared, y los dogmas se
exponían de la manera más rígida, más intransigente y más desconcertante para
la razón, la cultura, el humanitarismo y la tolerancia. Mientras más crecía la
violenta opresión del cristianismo y las restricciones de sus actividades, más
se le aliaron estos valores, confiriéndole de este modo una resonancia
inesperada. Evidentemente no era la
Iglesia la que buscaba la protección y la alianza con estos
valores, sino que, al contrario, eran estos últimos, que en cierto sentido
habían llegado a ser apátridas, los que buscaban asilo en el ámbito del
cristianismo y a la sombra de la
Iglesia cristiana". Es la actitud adoptada en el ensayo Perché
non possiamo non dirci "cristiani" (1943) [Porqué no podemos
decir que no somos "cristianos"], de un pensador liberal y laico
como era Benedetto Croce.
La
alianza entre Iglesia y Occidente (1945-1989)
Se
concreta de este modo la "moderna deslealtad" de que hablaba Romano
Guardini en Das Ende der Neuzeit (1950) [7]: "Aquel doble juego
que por un lado rechaza la doctrina y el orden cristiano de la vida, y por otro
reivindica para sí las consecuencias humanas y culturales de dicha
doctrina". La ideología neoilustrada lleva a cabo en este proceso una obra
de secularización de los valores cristianos, y al mismo tiempo su disolución,
por quedarse como ramas secas sin vigor. Neoilustración y nihilismo, desde este
punto de vista, son como las dos caras de una misma realidad.
Si
durante los años cincuenta la cara nihilista permanecía oculta era porque las
fuerzas de la tradición cristiana estaban aún en activo y, en segundo lugar,
porque precisamente la afinidad entre ideales cristianos y sus correspondientes
valores especulares (ilustrados) hacía de pantalla. Justo en esta afinidad, que
en términos positivos podía constituir un posible terreno de encuentro y
entendimiento, se celaba una asechanza mortal para los cristianos. Mientras que
durante los años 1915-45 el desafío lo constituían las ideologías
declaradamente anticristianas, cuyo fondo mitológico-pagano era en su mayor
parte evidente, en aquel entonces era más sutil, más difícil de captar.
En esta
nueva situación, el Occidente, formalmente cristiano, no iba hacia un
enfrentamiento directo con la
Iglesia , aliada útil y necesaria, sino más bien a una
asimilación tal de sus "valores" que convirtieran al cristianismo en
algo inútil en su aspecto real, histórico temporal. Los propios cristianos,
ante una aceptación acrítica de dicha perspectiva, estaban como desorientados,
impedidos a la hora de captar la novedad antropológica de su experiencia frente
a un mundo que se proclama en sus ideales "ya" cristiano. De esta
manera se confirmaba aquella "vacilación del cristiano en sus relaciones
con la Edad Moderna "
a que ya se había referido Guardini en su obra de 1950. El cristiano, escribía,
"encontraba en todas partes ideas y valores cuyo origen cristiano era
evidente, pero que eran declarados de propiedad común. Por todas partes se
topaba con valores esencialmente cristianos, y que, sin embargo, iban dirigidos
contra él". El "desencanto" ante este proceso iba a requerir una
clara autoconciencia cristiana, y paralelamente un conocimiento crítico de los
resultados nihilistas de la ideología neoilustrada.
Esta
autoconciencia clara, y por consiguiente verdaderamente crítica, viene
atenuándose progresivamente, lo que es otra prueba de la victoria de la
ideología occidentalista. Resulta evidente a partir de la década de los
sesenta, los años de la distención Este-Oeste, allí donde el occidentalismo
como humanismo positivo, como cristianismo sin el advenimiento de Jesucristo,
se impone incluso a los cristianos como el terreno de todo posible
"diálogo", Augusto del Noce escribirá: "¿Qué es lo que se
pide hoy por todas partes a los católicos, si no es la reducción del
cristianismo a una moral, separada de toda metafísica y toda teología, capaz,
en su autonomía y autosuficiencia, de alcanzar la universalidad y fundar una
sociedad justa? Esta moral, diría aún más, sería incluso capaz (…) de terminar
con la secular división entre Occidente y Oriente, como efectivamente se está
intentando. Esta moral universal es tolerante: admite que alguien, es decir, el
católico, puede añadir una esperanza ultraterrenal, específicamente religiosa
en sentido trascendente. Si él se siente revitalizado al concretar su acción
práctica, humana, mejor que mejor; ser católico para los humanitaristas es
esto. Pero se le pone una condición: que reconozca que su fe y su esperanza son
un "añadido"; ética y política prescinden de toda profesión
religiosa; tener conciencia de ello significa trabajar porlos hombres de buena
voluntad; la fe, en resumidas cuentas, puede llegar a dividir, mientras que el
amor, asociado a una ciencia para todos, une." [8]
Este
dualismo entre fe y vida presupone la aceptación preliminar de la visión
neoilustrada, de su concepción positiva del proceso de secularización. Visión
que determinaba tanto el occidentalismo acrítico de un "cristiano
burgués", conformista y asimilado a lo existente, como el
antioccidentalismo utópico de un "cristiano revolucionario" que veía
en el marxismo un humanismo positivo. En ambos casos, tanto en su aspecto
"apologético" como en el de "conciencia crítica", la
conciencia cristiana quedaba como subalterna respecto de una posición cultural
que reducía el advenimiento cristiano a cultura humanista y, por consiguiente,
a una concepción que preparaba su autoextinción de manera indolora e incruenta.
Es
interesante observar que desde esta perspectiva el diálogo tenía lugar con un
Occidente imaginario, filtrado a través de una precisa concepción ideológica, y
no ya con el Occidente real, el que sin negarse a una nostalgia de salvación no
por ello caía en la tentación de hacer del hombre la caricatura de Dios. Un
Occidente configurado por sus figuras más nombles, como eran, entre otros, Charles
Péguy, Georges Bernanos, Albert Camus, Thomas Eliot, Simone
Weil, Giuseppe Ungaretti, Cesare Pavese, etc. De este modo,
gran parte del catolicismo de la posguerra se libraba de la experiencia
dramática de la modernidad, el vacío y la desesperación que se ocultan tras su
censura sistemática de la pregunta por el significado de la vida. Prefería,
también por una especie de complejo de inferioridad frente a lo moderno (por la
cohibición de que hablaba Guardini) crearse un espacio "menor", en la
que la fe, lejos de ser la respuesta al deseo de vida y de verdad del
Occidente, indicaba metafóricamente, su "suplemento de alma", la
tabla de salvación, en términos ético-morales, de sus valores perennemente en
crisis.
Catolicismo
y "valores occidentales"
El
escenario de posguerra comienza a modificarse notablemente con el
derrumbamiento del ideal, e incluso práctico, del comunismo. Si en la década de
los ochenta se asiste a una renovada alianza entre Iglesia y Occidente, por el
papel de aquélla en la disolución de los regímenes de la Europa oriental, la
"revolución del 89" marca, en cierto sentido, el final de la larga
posguerra comenzada en 1945. La
Iglesia , pues, al no estar ya vinculada a la defensa de una
parte, puede encontrar una nueva libertad de movimiento, una libertad que no
implica coincidencia entre catolicismo y occidentalismo, aunque no por ello
hayan de surgir necesariamente divergencias. Es lo que la guerra del Golfo
Pérsico ha puesto particularmente de relieve. Aquí la universalidad
"católica" y la del "Nuevo Orden Internacional" se han
planteado como dos manera diferentes de entender la paz en el mundo.
El
chantaje a que fue sometida la
Santa Sede durante el conflicto, enfatizado por los medios de
comunicación, ha sido precisamente el de "traicionar" a Occidente en
nombre del Sur del mundo. Lo que de verdad molestaba en el nuevo concierto
mundial, marcado por una homologación general tras la oposición Este-Oeste, era
que una voz se alzara fuera del coro, que la Iglesia , hasta ayer guardían de los valores de
Occidente, se negara hoy a legitimarlo en su "mundanidad". La
intolerancia ante las críticas y la increíble homogeneidad de que han dado
prueba los medios de comunicación durante la guerra evidencian por otro lado
que tras el derrumbe de todas las ideologías, la "occidental" es la
única que se ha quedado en pie dominando el escenario.
En el
nuevo horizonte unidimensional se confirma lo que escribía Augusto del Noce:
"En realidad, tras este abandono de la ideología, tras esta crítica
aparente del totalitarismo, se esconde un totalitarismo de nuevo cuño, mucho
más al día, mucho más capaz de dominio absoluto de lo que fueron los modelos
pasados, incluidos Stalin y Hitler. Digo que se esconde, pero
sería mejor decir que hoy se declara bastante abiertamente (...), anida en los
partidos, tiene en su poder las fuentes de información, cuida su propia
apología valiéndose de la casta de los intelectuales, está equitativamente
repartido según las diferentes posiciones posiciones culturales y políticas, desde
los católicos hasta los comunistas". [9] El mismo del Noce escribía a
propósito de la novela de Robert Hugh Benson El amo del mundo:
[10] "(...) hoy que el marxismo está en irreversible declive, hasta tal
punto que se corre el riesgo de hacer injusticia a su potencia filosófica y que
la revolución sexual y la combinación marxista-freudiana llevan la batuta, la
lucha contra el catolicismo tiene lugar precisamente bajo el signo del
humanitarismo." [11]
El fin
del comunismo marca, pues, el apogeo del occidentalismo, pero bajo una nueva
forma: utilizado parasitariamente y destruido el humus de la memoria cristiana,
aquél deja claramente al descubierto su voluntad de poder. Una vez vencido el
enemigo, Occidente puede, por un lado, verificar el alcance de su propio
triunfo, pero por otro es como si advirtiese la falta de autonomía de sus
propios ideales. Comprueba que ser democrático, liberal, tolerante, posee un
significado en la medida en que existen otros que son totalitarios y no
liberales; es decir, comprueba que estos valores pueden activarse sólo en
presencia de su enemigo, sin el cual no consigue cargar a la vida de sustancia
positiva. De modo que los "valores enloquecidos" del totalitarismo se
oponen a los "valores vacíos" del liberalismo. El nihilismo,
subyacente en la neoilustración, resurge en un mundo así configurado como no lo
había podido hacer en los 45 años pasados. Pero, paralelamente, el
"occidentalismo" asumido como ideología dentro de la Iglesia , como concepción
según la cual la función de una presencia de los católicos en el ámbito social
reside en la mera custodia de los "valores" de la tradición europea,
también advierte sus límites. De modo mucho más realista, Occidente, así como
el Este, Latinoamérica y África, se presenta como tierra de misión, como tierra
en la que el cristianismo como experiencia viva tuvo hace ya tiempo su ocasión,
de modo que su reactualización puede tener lugar no en la mediación con los
"valores europeos" –posición inevitablemente retórica y moralista-
sino sólo en el encuentro vivo con hombres en los que la correspondencia entre
el Acontecimiento de Cristo y su propia existencia es un dato evidente.
"En este contexto", como observa el cardenal Joseph Ratzinger,
"es interesante recordar que la
Iglesia antigua, tras el fin de la época apostólica,
desarrolló como Iglesia una actividad misionera relativamente reducida, que no
tenía ninguna estrategia propia para anunciar la fe a los paganos, y que, no
obstante, su época fue un período de gran éxito misionero. La conversión del
mundo antiguo al cristianismo no fue el resultado de una actividad planificada,
sino el fruto de la verificación de la fe en el mundo, tal y como se hacía
visible en la vida de los cristianos y en la comunidad de la Iglesia. La invitación
real, de experiencia a experiencia y nada más fue, humanamente hablando, la
fuerza misionera de la antigua Iglesia. La comunidad de vida de la Iglesia invitaba a la
participación en esta vida. Viceversa, la apostasía de la Edad Moderna se basa
en la caída de verificación de la fe en la vida de los cristianos. En esto queda
demostrada la gran responsibilidad de los cristianos de hoy." [12] A las
mismas conclusiones de Ratzinger, y con idénticas palabras, llegaba el teólogo Giuseppe
Colombo en un artículo aparecido en la La scuola cattolica (nov.-dic.,1970),
revista oficial del Seminario teológico de Milán, titulado "La teología de
la Gaudium
et Spes y el ejercicio del Magisterio eclesiástico".
En dicho
artículo, y tras someter a severa crítica el planteamiento ideológico y la
intención pastoral de la Gaudium
et Spes, documento de la generosa tentativa del Concilio Vaticano II de
dialogar con el Occidente ilustrado, Giuseppe Colombo concluía diciendo
"Una situación de cultura pluralista es una situación de confrontación,
antes que de diálogo. Ahora bien, la exigencia prejuicial para realizar la
confrontación y, llegado el caso, mantener el diálogo, es la de declararse a sí
mismo, puesto que de lo contrario fallará la confrontación. En cuanto al
diálogo, la imegen no debe confundir: no puede ser la de dos personas que
buscan el acuerdo, sino la de concepciones diferentes que, verificándose en los
hechos, revelan en ellos su mayor o menor capacidad de comprender. Es, pues, un
diálogo mantenido en el plano objetivo de las realizaciones y que obliga a cada
cual a realizarse a sí mismo: realizándose a sí mismo se pone y se mantiene en
diálogo con los demás.
De ambas
motivaciones deriva la exigencia de presentar la palabra cristiana en su
especificidad, y por consiguiente, de evidenciar lo que le es propio respecto a
lo que podía tener en común con las palabras no cristianas. De esta exigencia
de carácter general se deduce que, en relación al problema particular de la
antropología, el pensamiento cristiano debe hoy exponer la antropología que lo
caracteriza propiamente, es decir, no la antropología que se puede deducir de
la reflexión sobre el hombre, sino de la revelada por la Palabra de Dios. El
anuncio de esta antropología y el testimonio de ella ofrecen los cristianos al
encarnarla y verificarla en y con su propia vida, es la exigencia que se le
plantea hoy a la Iglesia
con absoluta prioridad frente a cualquier otra; en el fondo es la exigencia que
comprende todas las demás."
_____________________
* Massimo Borghesi es
Dr. en Filosofía. Catedrático de Filosofía de la Religión en la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad
de Perugia (Italia), Así mismo, imparte clases de Estética, Ética y Teología
filosófica en la
Pontificia Facultad Teológica “S. Buenaventura”,
recientemente ha tomado la cátedra “filosofía y cristianismo” en el Ateneo
Pontificio Regina Apostolorum. Entre sus obras publicadas destacan: La
figura di Cristo in Hegel, (1983), Romano Guardini. Dialettica e
antropología (1990), L´etá dello Spirito in Hegel. Dal Vangelo “storico”
al Vangelo “eterno” (1995), Posmodernidad y cristianismo. ¿Una radical
mutación antropológica? (1997), y recientemente, Memoria, evento,
educazione (2000). Colaborador de las revistas 30Días, Il Nuovo
Areopago, COMMUNIO. Revista Católica Internacional de Teología.
Notas
[1]
Oswald Splenger, La decadencia de Occidente, Espasa Calpe, Madrid, 1989,
2 vols.
[2] Paul Válery, Notes sur la grandeur et la décadence
de l´Europe (1927)
[3]
Edmund Husserl, Crisis de las ciencias europeas, Crítica, Barcelona,
1993.
[4] René Guénon, Orient et Occident, (1922)
[5]
Christopher Dawson, Los orígenes de Europa (1932), Rialp, Madrid, 1991.
[6]
Christopher Dawson, La relilgión y el origen de la cultura occidental,
(1951), Ediciones Encuentro, Madrid, 1995.
[7]
Romano Guardini, El ocaso de la edad moderna (1950), Guadarrama, Madrid,
1963.
[8] 30
Giorni, febrero de 1988.
[9] Il
Sabato, 25 de agosto de 1990.
[10]
Robert Hugh Benson, El amo del mundo (1908), Palabra, Madrid, 1988.
[11] 30
Giorni, febrero de 1988.
[12]
Joseph Ratzinger, Mirar a Cristo (1989), Edicep, Valencia, 1990.
No hay comentarios:
Publicar un comentario