Consideraciones heterodoxas en torno a una cuestión irresuelta.
Por Andreas A. Böhmler
Hay gente de muy buena fe que confunde la esperanza con el optimismo. El optimismo casi siempre es una forma muy sutil del egoísmo, una manera de desolidarizarse de la desgracia ajena. En católico, dicha falta de solidaridad —que es el optimismo— está hecha carne y hueso en un orden político donde la neutralidad religiosa, que es animadversión encubierta, ha institucionalizado la dificultad de alcanzar la salvación eterna. ¿Por qué, entonces, la adhesión subrepticia de los católicos a los principios y modos del liberalismo político y económico? ¿No será que tantos católicos —guerrilleros de lo que llaman el mal menor— son alegres anfitriones de ese pecado de optimismo sin fundamento? Cuando las democracias hayan hecho triunfar— incluso con la guerra— su versión de libertad y justicia en el mundo, ¿qué quedará de la cristiandad? Porque cuando no son según Cristo, estos bienes humanos se vuelven animal rabioso.
A mi juicio ese optimismo insolidario no es sino un sucedáneo de la esperanza, y puede encontrarse en cualquier parte. La esperanza, en cambio, se conquista. No se llega a la esperanza sino a través de la verdad, al precio de grandes esfuerzos y de larga paciencia. Esta es la postura del catolicismo tradicional, que no espera de la libertad el engendramiento de la verdad, sino justo al revés, sabe que sólo la Verdad nos hará libres: in veritate libertas. Por ello acepta sin vacilaciones el carácter de escándalo de la cruz; aun más, el mismo Dios en la cruz. Y no podemos esperar razonablemente que esa verdad de fe nos haga merecer la cruz de la Legión de Honor. Quien se abre indiferentemente tanto a la verdad como a la falsedad está maduro, una vez más, para cualquier tiranía. La pasión por la libertad ha de ir a la par con la pasión por la verdad.
Hoy, la propaganda mediática, con su desarrollo gigantesco —esta empresa universal de atontamiento— prueba lo que quiere, y se acepta más o menos pasivamente lo que propone. Se miente con una desvergüenza tal que ya no se trata ni siquiera de abusar de la opinión pública, porque la opinión pública ya no es abusada por semejantes mentiras: está tan desganada de la verdad que ya no tiene, sin más, interés en conocerla. Sin duda esta indiferencia oculta más bien una fatiga. El hombre liberal ya no se compromete porque ya no tiene nada que comprometer. Pero el caballero católico tradicional, confrontado con la verdad y la mentira, el bien y el mal, siempre está dispuesto a comprometer su alma —es decir, de arriesgar su salud temporal a favor de la eterna— porque la creencia metafísica en él es una fuente inagotable de energía. Los mundanos, por cierto, no quieren más que verdades tranquilizadoras. Pero la verdad no tranquiliza: compromete.
El optimismo —según la certera apreciación de Bernanos— es una «falsa esperanza para uso de los cobardes y de los imbéciles»(1). He aquí la tentación del catolicismo liberal post-revolucionario, que encontró su lamentable confirmación en las enseñanzas del Concilio Vaticano II. El distanciamiento doctrinal entre los dos concilios vaticanos encuentra su perfecta analogía en el distanciamiento de la doctrina política de los pontífices conciliares del tradicional rechazo del liberalismo y del modernismo, por parte de Pío IX y Pío X respectivamente. Es la tentación de los cristianos demasiado optimistas, aterrados además ante la idea de que puede tenérseles por reaccionarios. Sin darse cuenta, dan síntomas de la misma ceguera, y cometen la misma falta que ese clero del siglo XIX que, en nombre de la paz y del orden, terminaba reconociéndole a la burguesía —y después al pueblo— una especie de derecho divino.
Estamos nada menos que ante la sacralización de la soberanía popular, de sus instrumentos (constitución inorgánica, sufragio universal) y de sus hábiles instrumentadores (partidos políticos). Los católicos liberales, al parecer, están padeciendo un complejo agudo de inferioridad, complejo que les produce una especie de atrofia del juicio y de la voluntad frente a la civilización moderna. El poder material de ésta ha estado alucinando su imaginación desde la infancia, y su propaganda los alimenta día y noche. Muy pronto, como cualquier hombre sin fe, serán absolutamente incapaces de concebir otra distinta. Y conste: esta civilización del optimismo ¡no es precisamente optimismo lo que engendra! El hombre liberal-progresista es una especie de anormal, un enfermo que no es capaz de gozar de nada sino al precio de los mayores esfuerzos, y que tiene una súbita voracidad de todo porque no tiene realmente hambre de nada.
Por eso hay que darse prisa en salvar al hombre, porque mañana no podrá ser salvado, por la sencilla razón de que no querrá(2). ¡Qué candidez la de ciertos ambientes católicos, pensar que una vez equipado el planeta —según las mejores técnicas— con este homo sapiens-consumens, siempre habría tiempo para convertirlo y bautizarlo, es decir, para devolverle lo que le falta! ¡Error profundo! Estoy firmemente convencido de que el catolicismo liberal defiende —y hasta refuerza— una civilización perdida, porque la nuestra es —para recordar una expresión feliz de Chesterton— una civilización cristiana que se ha vuelto loca; y cada día comprendemos mejor que esta locura es una locura furibunda, el delirium tremens.
Dos encíclicas emblemáticas: la Quanta Cura (con el Syllabus) del beato Pío IX, y la Pascendi de San Pío X, permiten entender —al que pueda o quiera— el triste final, inevitable, de la trayectoria de la «democracia cristiana», que con el fin de hacer las paces con la Revolución (no sólo francesa) arrancó de optimistas, como Lamennais, Lacordaire, Montalembert o Dupanloup en Francia, y que está expirando por momentos (los ejemplos de Italia, Alemania, y el P.P. español lo confirman).
A la hora de estudiar con rigor este camino de confusión, no hay exageración en afirmar que el conocimiento de las relaciones doctrinales y electorales habidas entre Cristianismo y Revolución, desde las primeras horas de la Revolución francesa, es de inmenso valor aleccionador para la actual inteligencia católica, no sólo en España.
Dos concepciones diferentes del hombre: el optimismo ilustrado (que presupone un escepticismo religioso variopinto) y el realismo católico (que parte de la realidad, nada luterana, del pecado original), engendran dos diferentes sistemas políticos. La primera acaba reemplazando la autoridad de lo alto por la autoridad de aquí abajo, que —en última instancia— acaba con toda autoridad.
En el caso español, el conflicto entre ambas lo refleja cabalmente la involución del pensamiento político de Donoso, pero también el de Maeztu (mutatis mutandis, desde liberal convencido hasta monárquico tradicional). Evidentemente, un Dios desterrado en el Cielo y apartado de la vida social y política, de Dios no tiene nada: «Negando Dios —escribe F. Suárez—, fuente y origen de toda autoridad, la más elemental lógica exige una negación igual de radical de cualquier autoridad»(3). Es decir, sin obediencia de la fe son vanas —por imposibles— las apelaciones a principios éticos compartidos, pura ilusión trasnochada del racionalismo típicamente ilustrado.
En esto estamos. Bastaría con leer atentamente el lúcido análisis de la actual crisis de gobernabilidad realizado por A. Llano (4), que sin embargo no llega al fondo de la cuestión. Porque es el espíritu revolucionario, la anti-tradición, que es tal crisis por excelencia. La revolución inglesa, la americana, e incluso la francesa, sólo fueron su vanguardia. Fue decisiva, sin embargo, esta última porque dividió por primera vez el conjunto de la población, dividiendo también a ciertos católicos, sobre todo de los estratos más afectos a las ideas ilustradas.
Esa incipiente falta de cohesión política de los católicos tuvo que padecer también, de un modo análogo —y con el preámbulo anterior de las tres guerras legitimistas, carlistas (monarquía tradicional vs. liberal)— una España acéfala desde abril de 1931(5), dando ocasión a que se desencadenara la triste dinámica de la revolución política y socio-cultural, que llevó a la —por ahora— última victoria de la tradición sobre la revolución, en 1939, aunque fuera a la postre traicionada, una vez más, por los propios católicos.
En la historia post-revolucionaria, resulta que el binomio católicos y vida pública se articula estérilmente en los términos de la creencia, siempre falaz, de que puedan mantenerse efectivamente separados el liberalismo político y económico del liberalismo moral (filosófico) y religioso (teológico). «Como quiera que sea, me parece indudable —escribe también M. Ayuso— que el fervor religioso y el compromiso político han sido siempre convertibles, y cualquiera que fuera la precedencia en el tiempo —ontológicamente no admite duda la primacía—, una mutación en cualquiera de los términos ha concluido siempre por afectar al otro» (6). Por tanto, no cabe sistema de reconciliación posible entre revolución y tradición. Los católicos liberales, sin embargo, ignoran que los sistemas liberal-constitucionales, con sus partidos y disfraz parlamentario, no existen más que para hacernos creer que esa conciliación fuera realizable.
Por supuesto, en la tradicional alianza entre trono y altar, no hay que disimular las dificultades. «Pero existe la manera —así lo entiende toda la doctrina política tradicional, con palabras de R. Havard de la Montagne— que sabe no ser coercitiva, ni arrogante, ni violenta. Sin faltar además a los consejos de la tolerancia que la prudencia dicta para los tiempos y países donde la unidad religiosa se ha roto. Esta tolerancia civil (sin embargo) no se confunde con el liberalismo, que confía el cuidado de arreglar todos los litigios solamente a la libertad» (7). Aparte de la insuficiencia de la fundamentación doctrinal liberal, todos los inconvenientes de la unión trono-altar (resumiendo un documento del Cardenal Billot), «prueban que la perversidad del hombre corrompe a menudo las instituciones divinas, de lo cual no se deduce que éstas deben ser repudiadas». Además, los falsificadores de la historia «se contentan con enumerar los males del régimen de unión sin decir los inmensos bienes (mutuamente derivados, y) nada dicen de los numerosos males que resultan del régimen de separación. ¡Cuánta es, en fin, la incoherencia del liberalismo católico cuando propone como remedio la libertad, inclinada a la irreligión, pronta al mal y causa de todo mal!» (Idem, p.51).
Los hechos cantan, porque hoy por hoy la irreligión es un fenómeno social ampliamente reconocido. Por cierto, la doctrina político-social hasta Pío XII todavía fue otro cantar. Por ello la tradición de la Iglesia juega un papel inmenso. Lo jugará tarde o temprano, se verá forzada a jugarlo. Pues la Iglesia católica ya ha condenado a la Modernidad como ideología, en un tiempo que era todavía difícil comprender los razones de la condena, que ahora justifican los hechos todos los días. El famoso Syllabus, por ejemplo, del que los cristianos demócratas son demasiado cobardes para atreverse a hablar jamás, ha pasado por ser una especie de manifestación puramente reaccionaria. Hoy, sin embargo, aparece como profética. La tiranía no está detrás de nosotros, sino delante, y necesitamos hacerle frente, ahora o nunca.
A mi juicio, el problema aquí es que la doctrina social de la Iglesia ofrece justificaciones tanto para la postura tradicional como para su contraria, al menos desde su giro copernicano hacia los principios revolucionarios.
Y, por cierto, ante este giro no cabe el optimismo sino —en todo caso— una actitud de esperanza contra toda esperanza. Porque, al contrario del optimismo, la esperanza no es una complacencia. Es la más grande y difícil victoria que un hombre puede conseguir sobre su alma; es una virtud —virtus— una determinación heroica del alma. Y la forma más alta de esperanza es la desesperación superada. Sólo ella tiene fuerza legitimadora para vencer al pesimismo, que por defecto de la esperanza sería consecuencia ineludible de una lúcida observación de la marcha de la civilización occidental hacia la barbarie (8). En otras palabras: para un caballero católico, sólo esta determinación heroica tiene título de antídoto eficaz del pesimismo, ante el imperio de las fuerzas del Maligno. Todos sabemos que la des-cristianización de Europa se ha hecho poco a poco. Europa se ha descristianizado tal como un organismo se desvitaminiza. Un hombre que se desvitaminiza puede guardar por mucho tiempo las apariencias de una salud normal. He ahí el problema también de los católicos liberales que —con las excepciones que confirman la regla— sufren un proceso de des-vitaminización imparable.
Ahora bien, en situaciones difíciles, la esperanza tiene que unirse al coraje desesperado, a la energía desesperada. Es precisamente esta clase de coraje y energía la que hoy necesitan los católicos para reconquistar la vida pública. He aquí la postura del catolicismo tradicional, tan hostigado, ya no desde fuera sino desde dentro de la Iglesia. La presión del pensamiento único, de lo políticamente correcto, impera también entre los católicos, laicos o no. No obstante, creo firmemente que los católicos de hoy necesitamos justamente ese coraje para actuar. Lo necesitamos también para pensar. Los católicos que se unen para hacer frente al gran impostor no pueden hacerlo sin inquietar ni chocar a nadie. A una gran causa corresponde una disposición al riesgo de igual magnitud. Pero la disposición de correr grandes riesgos siempre fue virtud solitaria de los magnánimos, de las elites, no sólo de cabeza sino también de corazón (9).
En concreto, quiero referirme al riesgo de pensar y actuar. El pensamiento de una nación como la española es inseparable de su probada fidelidad a la tradición católica. He ahí también su vocación histórica (10). No es en absoluto la suma de las opiniones contradictorias de cien mil intelectuales que piensan. No se trata, por tanto, de distinguir entre pensamiento católico y fuerza católica, puesto que es nuestro pensamiento el que justifica nuestra fuerza, en la acción, especialmente la pública y política. Pero la libertad de pensamiento ¿existe todavía en las democracias? Está inscrita en sus programas, pero sería preciso estar loco para no ver que el ciudadano de las democracias la usa cada vez menos. Este mundo no se está construyendo, por mucho que quisieran hacérnoslo creer. No se está construyendo, sólo da la impresión de construirse porque en él se trunca, mutila y suprime todo lo que pertenecía antaño al hombre libre.
No percibir esto significa no entender el altercado profundo en la concepción de Europa, que hace sólo unos veinte años ha terminado por imponerse también en España (11); altercado en definitiva en la consideración de cuáles son instancias directivas en la vida social, tanto a nivel de una comunidad política, como es España, como considerado globalmente el plexo de las naciones y pueblos. Dicha consideración está en estricta correlación con otra referida a la historia, su significado y papel para la vida social, porque las diferentes praxis humanas (sociales) son fruto de un largo caminar histórico y, a la vez, son el surco que abre el presente, condicionante del futuro —para bien y para mal— sin necesidad de hablar de determinismos.
El olvido del estatuto trascendental de la historia conduce a graves desequilibrios a la hora de enfocar, individual o colectivamente, las acciones por acometer. En el ámbito político, esto es especialmente grave cuando en nombre de la legitimación democrática —que de hecho se traduce y reduce al juego caprichoso de las mayorías parlamentarias de cada momento— un consenso multisecular (la tradición) se pone a libre disposición de las simples fuerzas del presente: y por ese mismo reduccionismo han de calificarse de arbitrarias (12). Para esa ideología, antropocéntrica, lo que importa es hacer irreversible la experiencia liberal-democrática, destruyendo así al hombre cristiano. Es hacer al mundo de mañana tan inhabitable para el cristiano como el de la época glaciar para el mamut. La civilización europea in profundis, la Cristiandad, cede a medida que aumenta desmesuradamente por todas partes el número de hombres envilecidos y desnaturalizados, desconocedores de los principios de la ley divina natural, para los que la civilización cristiana no es un deber con respecto al pasado, ni una carga necesaria de cara al futuro. Para ellos, civilización no es más que el agregado de derechos, goces y provechos. Su multiplicación es la señal de una crisis universal, coincidiendo precisamente con el hundimiento de los cimientos espirituales e intelectuales.
Por supuesto, el tradicional edificio político de la Cristiandad, este monumento ilustre, tuvo que sufrir el primero, más peligrosamente que ningún otro, las consecuencias de semejante cataclismo, porque era una obra de arte de dimensiones afortunadas, en nada comparable con las simplificaciones propias de la ideología de la soberanía popular, incapaz de admirar las grandezas del pasado, es decir, incapaz de reconocer que la civilización de hoy no es necesariamente superior a la de ayer. He aquí un profundo desajuste en la consideración de las dimensiones temporales (pasado, presente, futuro) constitutivas de toda unión política. Si el criterio de unión política son las simples fuerzas del presente, la política se reduce a geometría, al cálculo astuto de espacios de poder, muy propio del régimen de partidos políticos. Tal régimen, pese a sus apariencias contrarias, agota su legitimidad en el simple nivel pasional-sentimental del hombre, porque no hay nada más transitorio(13) que pasiones y sentimientos. Frente a esta consideración antropológicamente unilateral —y social y políticamente estéril— se alza la tradición política católica. Frente al astuto cálculo político de las pasiones en presencia se sitúa una realidad política multisecular, emanada del magisterio, de la mística y la ascética católicas, que el establishment políticamente correcto suele o condenar al silencio, por falta de tolerancia, o tachar de fascista, por falta de compenetración intelectual(14).
Ocurre que el sentido común —político— se ha puesto patas arriba. Porque, ciertamente, el hecho de tomar en serio las conquistas del pasado, al margen de los vaivenes de las pasiones en presencia, no significa otra cosa que estar realmente abierto a un futuro mejor. No hay trascendencia (capacidad de futuro) sin el amor o respeto a la tradición (presencia del pasado), no sólo a la religiosa y moral sino también a la política del catolicismo. La capacidad creativa (de futuro) de la monarquía tradicional fue precisamente su vinculación a la doctrina católica. De ahí también su capacidad histórica de trascender el miope anhelo del escurridizo interés común, porque el bonum honestum (el progreso en virtudes, que son bienes internos) no se identifica con el bonum utile (el progreso en cosas, bienes externos), si bien ambas categorías de bien no han de excluirse por naturaleza.
La tradición aristotélica definió la virtud como bien arduo, argumentando una escala de bienes felicitarios que está en estricta correlación con la cualidad de los hábitos que cada uno tenga. Y esto se aplica tanto al individuo como a la comunidad política, es decir: el bien común igualmente es un bien arduo, que —como tal— necesita ser defendido contra las simplificaciones reduccionistas(15). No nos engañemos. El proyecto europeo no está precisamente centrado en la virtud (bien arduo), sino en la simple ampliación del reino de los placeres, claudicando ante el dinamismo propio de la globalización (económica, jurídica y política). Y, en España, el «reinado» de Juan Carlos I no ha propiciado otro reino sino precisamente éste.
Tras este breve inciso sobre la perenne necesidad de equilibrar, también en la vida política, las tres dimensiones del tiempo humano, resultará evidente la consideración de que la tradición es para la sociedad humana lo que la memoria es para el individuo humano. Sin memoria no hay capacidad de futuro. No solo vital y socialmente, sino ante todo especulativamente, resulta ilusoria la pretensión ilustrada y analítica de pensar fuera de toda tradición. La tradición no es un mero recuerdo del pasado, sino que más bien constituye el reconocimiento de un patrimonio. Es más: nosotros pertenecemos a la tradición católica y no podemos disponer de ella como queramos. Precisamente el tener las raíces en la tradición es lo que nos permite hoy expresar un pensamiento que no anule el futuro.
Al rechazo de la concepción de virtud en la teoría y praxis morales, se corresponde así el rechazo a la tradición en la teoría y praxis políticas. La tradición, en su acepción socio-política, es la memoria colectiva, una posesión o hábito colectivo que a la hora de actualizar el rico potencial humano, pero no en el sentido de un dinamismo ciego que no está finalizado, sino en constante diálogo con el fin último, es orientación segura y guía firme para recibir y encauzar todo lo nuevo, novedad que por naturaleza surge sin cesar de la entraña humana. Es más: tanto mayor resulta la capacidad de innovación cuanto más «lo nuevo» descanse efectivamente en el Alfa (origen) y Omega (fin) de la vida, que es Cristo, que en sí recapitula todas las cosas. Esta apuesta católica es mucho más que el commonwealth británico, cuyo dios es el dinero. Pues bien: resulta que el proyecto europeo, o la aldea global, no rebasa esa aspiración genuinamente protestante al commonwealth. He ahí su intrínseca limitación y frustración(16).
Resulta obvio que cuando se interrumpe ese diálogo con el Alfa y el Omega —y es patente que la fuerza espiritual de unos individuos aislados no basta: he ahí el dilema del régimen no confesional católico— irrumpe forzosamente el silencio de Dios en la vida, pública y privada(17). Frente a la interpretación modernista, revolucionaria, la tradición católica —cuyas enseñanzas significativamente divergen de buena parte de la orientación y producción teológica actual(18), desesperantemente antropocéntrica, auto-secularizadora— ha mantenido siempre que el individuo humano no es ni sólo instrumento (Marx), ni tampoco primordialmente fin en sí mismo (Kant), sino que —ante todo— tiene un fin (Tradición católica). El olvido individual y colectivo de Dios es el olvido de que el hombre tiene un fin(19).
Este punto muestra de modo paradigmático uno de los grandes dilemas en que se encuentra el Estado moderno nacional, basado en el concepto de soberanía. La tendencia universalizadora del subsistema social economía, implícito en el principio liberal de libre comercio, amenaza con vaciar de contenido real a la soberanía —política— de los Estados nacionales, puesto que no cabe pensar que exista soberanía política al margen de la soberanía económica. Es decir, el generalizado desborde del «mercado» de los límites de los respectivos Estados-nación está agudizando el profundo desajuste —propio de la sociedad moderna— entre el subsistema económico y el subsistema político. La mengua, o incluso inexistencia, de soberanía nacional en las cuestiones político-económicas (tasas de interés y de cambio, creación de crédito, subvenciones, etc.) confirma la subordinación progresiva de lo político (forma, símbolo, aristocracia) a lo económico (materia, función, masa).
La existencia de múltiples aporías políticas, con el vaciamiento lógico de la soberanía popular (nacional), para dar sólo un ejemplo, no son nada extrañas cuando se analiza a fondo el hecho de que el Estado moderno —siempre absolutista, no sólo el democrático sino también antes el monárquico— está constituido en torno a un dinamismo implacable, llamado capitalismo (el dinero como espíritu informe, cuantitativo y abstracto). Y la ideología materialista de éste se traduce en buscar la redención en la ideología del progreso (emancipación, desvinculación)(20). Para la tradición política católica no se trata, por supuesto, de detener sin más el curso del río, o de simplemente remontarlo. Se trata, por el contrario, de abrir una salida a la historia. Al margen del infernal movimiento exterior, se puede observar que, en realidad, el mundo se mueve cada vez menos. El dinamismo superficial alimentado por la soberanía popular (todavía reivindicada, si bien cada vez más vacía de contenido real) y el mercado global, más bien tiende a la inmovilidad, a cada vez más de lo mismo, puesto que dar vueltas sobre sí mismo es estar inmóvil.
La idea —bastante común también entre católicos— de oponer el capitalismo al comunismo, no sería sino un signo de simpleza, por la sencilla razón de que los dos son aspectos o síntomas de una misma civilización de la materia. El error del liberalismo está en creer que la mecánica marcha sola, pero el comunismo no cambia de mecánica, sino que la hace girar a la fuerza. En tal civilización de la materia, el hombre, como otro animal, no vive nada más que para su bien-estar, no hay nada que sea más preciado para él que la vida, y nada en la vida que le sea más preciado que disfrutar, y la actualidad social parece confirmarlo.
Sin embargo, el mundo capitalista –y lo mismo el marxista– no es más que una experiencia falseada, que en diverso grado institucionaliza la desgracia ajena, que en clave católica significa la asombrosa dificultad de salvarse, porque para salvarse hace falta el perdón, y no hay perdón si no se siente necesidad alguna de pedir perdón, ni al prójimo, ni mucho menos a Dios.
Al menos se intuye que esa civilización de la materia se inspira en una concepción del hombre gradualmente opuesta al hombre cristiano, puesto que no tiene en cuenta para nada el pecado original. Porque los defensores de la tradición política creemos en el pecado original y sus consecuencias para el buen orden político, se nos acusa fácilmente de desesperar del hombre. Pero no es sólo la parte degradada del hombre lo que hace imposible la organización de un paraíso material, es más bien lo que tiene de divino: una libertad que sólo se realiza en la verdad del hombre, que es Cristo.
Pese a ello, el discurso católico actual —ejemplificado por la mano tendida al liberalismo, como demuestra la encíclica «Centesimus Annus»— sigue cautivado por ese supuesto ideal cultural del liberalismo, una concepción del orden social que confía en exclusiva en una estructuración mejor del mercado y un rearme ético-individual, tan ineficaz, sin embargo, como el liberalismo a secas a la hora de favorecer la salvación eterna. De este modo, el discurso católico liberal apenas rebasa el simple recurso o apelación a la constricción interna, propia de la conciencia (ética individual), y/o a aquella clase de constricción externa que sobre los agentes económicos ejercen las leyes del mercado y del Estado. De verdadera autoridad política, nada de nada.
Sin duda no faltarán autoridades políticas de abolengo católico que saben irrealizable un orden societario desde la simple conjugación entre economía y ética, sin consideración de la dimensión propiamente política de la vida social. Sin embargo, o por sus compromisos político-prácticos, o por incongruencia con las exigencias últimas de su fe, admiten como aceptable —en términos del tan abusado mal menor"— que el orden societario se resuelva dialécticamente entre lo económico (mercado, producción, dinamismo) y lo político (intervención redistributiva del Estado, justicia y estabilización sociales).
Tampoco faltan católicos que perciben con mediana claridad la necesidad de una seria reformulación del liberalismo político y económico ante la crisis de la sociedad, tanto ayer como hoy(21). Así, también la «Centesimus Annus» insiste en que las leyes del mercado no suplen a su fundamento extra-económico: el hombre, todo hombre, todo el hombre. Pero de régimen católico, igualmente nada de nada.
En resumen, el catolicismo liberal sí se plantea la urgencia de buscar una «tercera vía» que reconcilie el carácter dinámico de lo técnico-económico con la necesidad humana de integración afectiva y estabilidad societaria, señalando la insuficiencia del subsistema económico ante la fenomenología de desintegración social (22).
Sin embargo, no bastan la simple mesura y moderación como principios de un orden social y un estado sanos. La defensa de un buen orden social, más que un mero equilibrio, es la armonía de las partes, estructuradas y articuladas adecuadamente. Fracasan necesariamente las acomodaciones católicas al modelo liberal de armonía social, porque no arrancan, en primer lugar, de un postulado metafísico-religioso, plasmado con toda consecuencia en el propio orden político, sino que, por el contrario, se conforman con simples principios extraídos de la observación empírica de la naturaleza humana y social, tal como lo pregona la doctrina liberal desde sus comienzos.
Tampoco bastan los esporádicos esfuerzos para recordar a la gente que existe tal naturaleza humana (ley natural), frente a la presencia omnímoda de la ideología historicista y multi-culturalista imperante. Sin encarnación en un orden político concreto, que respete y defienda los derechos de Dios y de la Iglesia, resultan absolutamente estériles las ya frecuentes afirmaciones por parte de católicos liberales de que el hombre no es un homo œconomicus o sapiens-consumens, sino un homo religiosus.
Nada eficaz se muestran los discursos bonitos cuando falta en la actuación de los católicos en la vida pública todo serio empeño colectivo de instaurar todo en Cristo —también el orden político— empeño que, por tanto, no se puede limitar a la mera idea de una instancia social directiva, la doctrina católica, la única desde la cual han de armonizarse los diversos subsistemas sociales. El poder ir más allá de la oferta y la demanda implica reconocer una gama más amplia de niveles de mediación societaria que la económica (dinero) y jurídica (contractualidad). Y esto es absolutamente ilusorio sin el carácter naturalmente público de la fe católica, que también en la España democrática ha quedado relegada a simple privacidad, a merced de los caprichos de la soberanía popular.
Por otra parte, los ahora tan corrientes defensores católicos de la sociedad civil curiosamente no se dan cuenta de que la posibilidad de reivindicar con éxito la necesidad de contrapesos frente al Estado, precisa un efectivo poder social de los principios de la fe. Pero no hay tal poder efectivo sin autoridades y jerarquías en un sentido lato; y esto no es otra cosa que volver a insistir en la doctrina política de la tradición católica, señalando sin contemplaciones las aporías propias del régimen político democrático. Si no hay voluntad decidida de recuperar el sano orgullo y convencimiento de que sin esas autoridades la masa se quedaría sin fermentar, la tradición política católica no podría ejercer de contrapeso. Pero sólo tal contrapeso constituye una limitación efectiva a los abusos de la idea y del régimen de soberanía popular. El respeto a las instancias directivas de la sociedad (la ética enraizada en la doctrina católica), de las que se hace cargo en virtud de su función de aristocracia social, implica una limitación frente a la dogmatización de las nociones democráticas de representación, pluralismo y consenso. Un Estado sano precisa el valor de la legitimidad frente a la mera legalidad de un gobierno constituido por el poder de los hechos.
El modo de plantearse la tensión entre patria y mundo podría ser revelador al respecto. El católico tradicional piensa que no puede haber mundo sin patria, es decir, no cabe realizar bien la ampliación económica del espacio societario (mercado común o global) sin los elementos de autoridad (saber socialmente reconocido) y potestad (poder socialmente reconocido) significados ambos en el concepto de paternidad.
La tradición política católica significa aquí también, más allá de la verborrea al uso, el efectivo respeto a la subsidiariedad en las relaciones sociales, como única garantía para una efectiva integración social. Subsidiariedad significa aquí la descentralización espacial y vertical en varios niveles. ¿Qué otra cosa fue la monarquía tradicional? No así la liberal, ya bajo Isabel II, y definitivamente desde la restauración de Cánovas.
Tras la muerte de Franco, el invento de las autonomías, el famoso «café para todos» de Suárez, amparado por un rey que ha traicionado su juramento —lo vemos con más o menos indignación (23)— no conduce sino a la destrucción del poder y el orden políticos y no a una efectiva descentralización de la potestas, ni tampoco al fortalecimiento de las capas de nobilitas tan necesarias para lograr la diversificación gradual de la auctoritas.
Esta diversificación gradual es también la única medida eficaz contra las insinuaciones anti-autoritarias de la sociedad abierta. El gran desafío en la organización y dirección del cambio social consiste en evitar dos extremos: el caos de la dispersión cultural o, por el contrario, el sometimiento de la cultura a una institución social predominante (p. ej.: al Estado o al mundo empresarial, etc.), o a una relación humana predominante (p.ej.: a lo político o a lo económico-jurídico, etc.). Los supuestos filosófico-políticos de la doctrina tradicional de la Iglesia podrían arrojar luces nuevas sobre esta vieja problemática tan olvidada o menospreciada, ayer como hoy, por el catolicismo liberal.
La limitación última del cuerpo doctrinal liberal —en su dimensión política y económica— consiste en que su núcleo duro, a saber, la irrelevancia o, al menos, la simple privacidad de las convicciones religiosas, no admiten, ni mucho menos estimulan, una universalización suficiente de los juicios religiosos, en la medida en que ellos quedan enfocados desde la sola conciencia individual. Por ello, cabe también preguntarse cómo el católico actual, defensor más o menos entusiasta de ese liberalismo, pretende impedir —con presunción de eficacia— la desintegración de la ética común por él defendida. Resulta problemático insistir en ella como condición imprescindible del funcionamiento socialmente inocuo de la economía libre de mercado, cuando se acepta expresamente el paradigma de la «fe como pura interioridad», sin obediencia, no sólo individual sino comunitaria, a una instancia mediadora entre el alma y Dios, que es la Iglesia. Esta incongruencia se debe definitivamente al presupuesto —implícito en la filosofía social liberal, y asumida poco a poco por los católicos desde los albores de la Revolución francesa (24)— de que la relación con Dios no es una relación societaria, en sentido estricto. La voluntad de defender la fe católica frente al liberalismo teológico-religioso y filosófico-moral, se ve contrariada por la aceptación más o menos fervorosa del liberalismo político (democracia) y económico (mercado libre). Pero la re-invocación de una ética común requiere de una instancia social que le dé fuerza práctica. No faltan autores que —pese a su ideario democrático— declaran la dificultad de hacer compatible la idea de libertad religiosa con una ética societaria que pueda defender su pretensión de validez universal. Fe y razón han de darse la mano, pero eso no sólo en el plano personal y privado, sino también en el social y público.
La versión ilustrada del pueblo como soberano no enfoca el poder popular como relativa autonomía sino como radical independencia del poder de Dios. He ahí su error básico, que estamos pagando tan caro. Es decir, las formas democráticas de gobierno, resurgidas con fuerza a partir del Renacimiento y la Ilustración, que reemplazan la visión cristo-céntrica por otra neo-pagana, que es antropocéntrica, son, por su propia índole, negadoras de la soberanía de Dios. Los católicos, de cara a la vida pública, no tienen derecho de claudicar los derechos supremos de Dios, porque son irreconciliables los principios de la fe católica y los principios de la revolución, sea la norteamericana, francesa, mexicana, rusa o asturiana. Sin embargo, es corriente que la violencia que ejercen las ideas dominantes sobre las conciencias produzca el demoledor efecto de ya no saber rebasar o elevarse por encima de los prejuicios contemporáneos, emanados de la manipulación universal de la historia a partir de la revolución francesa y de la instauración paulatina del pensamiento único (25).
Si la religión es «asunto privado» —así lo afirma toda la Modernidad con Hegel— o mero «opio para el pueblo» —según el materialismo dialéctico del marxismo— o incluso «ficción mitológica» y, por tanto, irrelevante —según el tenor actual del criticismo post-nietzscheano— la ética necesariamente sufre el mismo destino (26), con la lógica consecuencia —salvo notables excepciones más o menos heroicas— de que la búsqueda del bien se confunda habitualmente con el búsqueda del interés y el placer (27). El olor predominante en las democracias modernas es —no nos sorprenda— un sinsabor, es decir, una falta de sabor y perfume propios, siendo precisamente esa falta de cualidad propia la nota esencial del dinero, omnipotente y omnipresente mediador, y símbolo de la aldea global bailando alrededor del becerro de oro.
Si el régimen católico estaba al servicio del espíritu, el nuevo régimen —emanado del espíritu del sæculum— lo está del cuerpo. A pesar de que el acento del discurso europeísta y mundialista reside en valores aparentemente meta-económicos, como son libertad (28), democracia (29) y derechos humanos (30), esos no son más que una hiper-estructura ideológica a los propósitos del cuerpo, una vez asentada la exclusión de la noción de trascendencia, es decir, la ausencia de los derechos de Dios en la vida pública (31). No nos ha de extrañar, sin embargo, la preeminencia de los valores del cuerpo sobre los del espíritu en el proyecto europeo, espejo y motor, todo en uno, del proyecto satánico (32) de la aldea global. La concepción actual del cometido de la política que, sin más, parece consistir en favorecer una siempre creciente disponibilidad de bienes que se adscriben al cuerpo, es signo inequívoco de que la pugna de las ideas no ha ido más allá del economismo. La en sí noble función de la política ha quedado absorbida por las pretensiones del cuerpo que instrumentaliza a la razón para sus fines económicos, variando hacia el infinito la espiral entre producción y consumo(33).
Sin necesidad de polémicas, creo que la tradición política del catolicismo señala una clara alternativa al régimen de la soberanía popular, alternativa digna de ese nombre; digna, porque sabe decir un no contundente —multisecular— a la política del más de lo mismo, con que parece conformarse el catolicismo liberal.
NOTAS__
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(1) "Digo que la cobardía de tantos cristianos frente al mundo de mañana, que fingen no ver o reconocer, es una tentación verdaderamente demasiado peligrosa para esta clase de humanidad feroz que precisamente está formando este mundo" (La libertad, ¿para qué? – Ed. Encuentro, Madrid, 1989, p.89).
(2) Es evidente que un incrédulo se queda del todo indiferente cuando haces ante él profesión de creer en los grandes misterios de la fe, cuyo significado apenas entiende y que no dicen gran cosa a su imaginación. He ahí la razón también del error del catolicismo liberal, que ha hecho las paces con la revolución, pensando que nunca faltará la posibilidad y oportunidad de dialogar con el incrédulo. Pero el incrédulo, o no quiere o ya no puede ni escuchar, ni entender, ni obedecer, o ninguna de ellas.
(3) Introducción a Donoso Cortés – Rialp, Madrid, 1964, p. 254.
(4) La nueva sensibilidad – Espasa-Calpe, Madrid, 1988, ps. 27-39.
(5) La casi totalidad de los políticos alzados al poder en 1931 eran tan enemigos declarados de la Iglesia que pretendieron apresuradamente un Estado laicista. He aquí la fuerza revolucionaria detrás de las Cortes Constituyentes, tras la victoria en las urnas (28/6/31), consecuencia directa de la excusable "gripe" que asoló la España tradicional, bastante "indispuesta" con motivo del abandono poco "real" del trono por parte de Alfonso XIII, y algo perpleja por el precipitado reconocimiento pontificio de los "poderes constituidos", mediante carta del Nuncio a los obispos, trascurrido escasos diez días desde la declaración de la República (cf. F. de Meer : La cuestión religiosa en las Cortes Constituyentes... – Pamplona, 1975, ps. 30 y ss.). Acaso fue señal de notable ingenuidad el hecho de que la Santa Sede confiara en que el gobierno anticatólico respetara los derechos de la Iglesia y el Concordato vigente, sobre todo teniendo a la vista las múltiples lecciones de la historia contemporánea —incluso reciente— sobre la futilidad e infertilidad social de una paz a toda costa, como son, p. ej., la dolorosa orden de la Santa Sede en el curso del verano de 1926, de cara al conflicto mexicano, de que «los sacerdotes se abstengan de ayudar material o moralmente a la revolución armada», hecho que, además del desengaño popular con respecto a la jerarquía —nunca recuperado— llevó, en última instancia, a que hayan podido darse los sistemáticos asesinatos de los Cristeros, desde septiembre de 1929 hasta mayo de 1931, sólo escasos meses desde que, en Junio de 1929, los obispos mexicanos, con espíritu "interesado" de obediencia al teledirigido voluntarismo reconciliador vaticano (al que obedece el diseño de Acción Católica en el mundo católico), y de confianza ilusa o incluso malévola respecto a las motivaciones del gobierno revolucionario, habían firmado con Calles los famosos «Arreglos» (cf. Ahora Información nº 34, «Cristeros, cruzados del siglo XX», Barcelona, 1998, ps. 20-22). Los ejemplos de México y España muestran que desde la Revolución Francesa la Jerarquía eclesiástica ha ido perdiendo su fino sentido de las cuestiones del poder, poniendo sus buenas "intenciones" por delante de lo que razonablemente puede esperarse de gentes e instituciones que, con más o menos furor, se declaran y comportan como anticatólicos.
(6) Cito aquí a su libro reciente sobre Koinós. El pensamiento político de Rafael Gambra – Speiro, Madrid, 1998, p. 56.
(7) Historia de la democracia cristiana – Trad. española en Ed. Tradicional, Madrid, 1950, p. 26.
(8) Por cierto, la barbarie es algo muy distinto a la ignorancia. No hay que confundir al bárbaro con el hombre primitivo. El bárbaro no es un bárbaro porque ignora o rechaza las elevadas disciplinas espirituales que hacen al hombre digno de llamarse hombre. Uno puede perfectamente imaginarse una humanidad que ha retrocedido o vuelto a la barbarie. No son los técnicos del mundo moderno los que mantienen esas disciplinas. Ellos lo deberían saber de sobra. Por eso no tienen excusa cuando garantizan y ratifican la opinión de los necios, para los que la idea de civilización es inseparable de la de confort.
(9) Al hombre medio le tiene totalmente sin cuidado la humanidad regenerada en Cristo, y no pide, en el fondo, sino un pretexto para renegar de la libertad metafísica, cuyo riesgo (ya) no quiere correr. El hombre medio no está en modo alguno orgulloso de su alma, no desea más que negarla. Lejos de ser la consoladora ilusión de los simples, de los ignorantes, la creencia en la libertad, en la responsabilidad del hombre, es a lo largo de los milenios la tradición de las elites. Pero en cuanto se debilita el prestigio de los sabios, la autoridad de los poderosos, en cuanto flaquean civilización y cultura, los hombres de masa vuelven a buscar un solar, un rincón de calle donde perder su alma inmortal, con la esperanza de que nadie se la vuelva a traer. Sin embargo, los que siempre se habían mirado como los guardianes de la más alta tradición de la especie, la "inteligencia" católica, rechazan ahora esa carga. Sin duda, apenas habían esbozado el gesto de traición y renuncia, ese era el que esperaban las masas desde siempre, desde la salida del Paraíso.
(10) Lo menos que puede decirse de la civilización actual es que no encaja en absoluto con las tradiciones y el genio de España. Al tratar de ajustarse para vivir en ella, es muchísimo, es una inmensidad lo que ese pueblo ha perdido. Corre el riesgo de perderlo todo en este esfuerzo contra sí mismo, contra su historia.
(11) «Lo característico del 98 —escribe Maeztu situando a España en este proceso, análisis todavía válido hoy— es que los lugares comunes de índole antagónica, como el de la sacrosanta libertad y la virtud de las damas, o el honor de los caballeros, convivieron en los mismos pechos sin darse cuenta de que eran incompatibles... en aquel momento se confundían los temas de la tradición con los de la revolución y había muchos republicanos que eran conservadores en todo, salvo en su concepto de la forma de gobierno, ... y hasta grandes patriotas que reclutaban sus huestes entre los elementos que después se ha visto que constituían la antipatria. Esta confusión era propia del momento y del país, que desde hacía mucho tiempo no se había dedicado a precisar los contenidos de las ideas generales. ... Quizá ahora... pretendamos suplir con papeletas y fichas la falta de talento creador ... muchos españoles (viven) sin darse cuenta de que los pueblos sólo viven mientras hay hombres dispuestos a morir por ellos. ...Unamuno sintetizaba: "Robinson ha vencido a don Quijote". ... Entonces empezaba a propagarse por España la interpretación económica de la historia, que es la de Sancho Panza, y parte de los intelectuales y del pueblo soñaron que al descargarse de las altas responsabilidades históricas viviría la gente mejor o, por lo menos, más a gusto» ("La novela del 98", en La Prensa, Bs.As., 27.XII.31).
(12) Tomando como marco de argumentación el famoso y nefasto «café para todos», promovido por Suárez y el sujeto que detenta actualmente la Corona, como principio del actual régimen autonómico que está conduciendo al arbitrario, y de paso carísimo, desmantelamiento de España como unidad histórica, Licinio de la Fuente no hace más que confirmar la tesis del olvido del estatuto trascendental de la historia, es decir, del desequilibrio en la consideración de las dimensiones del tiempo (pasado, presente, futuro) propias de la condición humana: «Nosotros no disponemos de España. España no es una herencia que se pueda partir y repartir. España es la obra de muchas generaciones de la que una generación determinada no tiene facultad de disposición» (Razón Española, nº 95, mayo-junio 99, Madrid).
(13) El filósofo y periodista alemán Alexander Lohner, en un ensayo a caballo entre texto académico y divulgativo, analiza la insuficiencia del sentimiento en general y de la compasión en particular, como fundamentación de la moral (y por lo mismo también como fundamento de la política). En línea con la Theorie der Sympathiegefühle de Max Scheler (1913), refuta la validez de la doctrina ética schopenhaueriana que desvincula lo moral de lo racional y lo personal, quedándose con un vago sentimiento de compasión. Y en este contexto desarrolla lúcidamente la noción de la «transitoriedad de los sentimientos», sean de compasión o de otra índole, diciendo que «hay muchas ocasiones que estimulan los afectos de compasión y que sin embargo no conducen a un juicio éticamente válido: ante el tribunal del sentimiento de compasión no sólo tiene razón el supuestamente más débil frente al supuestamente más fuerte, sino también el que está presente frente al que está ausente, y de modo habitual impera lo presente sobre lo pasado (tradición) y lo futuro (caso de la “madre” que quiere abortar su “nasciturus”). No debe olvidarse el hecho de que el sentimiento de compasión) sólo tiene vigencia como tal cuando y mientras exista como afecto realmente presente. Muchos mandatos morales requieren sin embargo nuestra actuación también más allá del estado de una actual afectación emocional» (Die Tagespost, nº 49, 24 de abril de 1999). Se observa por tanto que el reduccionismo temporal del hombre al mero hic et nunc no sólo trae graves consecuencias para una recta comprensión de las cuestiones morales sino también de las políticas, y viceversa.
(14) Acaso hace falta la fina ironía de un José Mª Pemán para que, riéndonos un poco, aceptemos sin alterarnos este estado de cosas (cf. «El otro es fascista», en Obras Selectas, Barcelona, 1971, Vol.I, ps. 118 y ss.; cf. también G. F. de la Mora, «Orwell en las Cortes», Razón Española, n° 97, 1999, Fundación Balmes, Madrid).
(15) El mundo actual padece de una incomprensión casi visceral de la correlación entre hábito y placer. Es un problema práctico que interpela tanto a la teoría moral como la política. Habría que volver a asimilar la enseñanza clásica de que la calidad, intensidad y duración de un sentimiento de placer está en función directa con la índole y cualidad de los hábitos (virtudes o vicios). La repetición de actos es el responsable primordial para que brote y se consolide un sentimiento de placer. Si leo mucho, me acabará por gustar. Si me doy frecuentes baños en la música “tecno”, eso me gustará. Sería erróneo pensar que no leo, pienso, rezo, etc. porque no me gusta leer, pensar o rezar. El hábito hace al monje, nunca mejor dicho. Podría decirse en analogía a la sentencia escolástica de que la verdad es la adecuación de la inteligencia con la cosa, que el placer es la adecuación de los sentidos a las cosas. He aquí el problema, ¿a qué cosas me induce aplicar la atención la sociedad actual? Conforme al modelo de “adecuación” que se estila en una comunidad política, impera lo material o lo espiritual. La “defensa del espíritu” (Maeztu) tiene claras consecuencias, también para la dirección política. He aquí, “la adaptación al siglo”, signo inconfundible de la crisis actual de la Iglesia. Porque la aceptación de los principios del liberalismo, avalando el espíritu gnóstico del Renacimiento, oculta prácticamente la primacía de los bienes internos, pero son estos, las virtudes —tanto las intelectuales como las morales— las que permiten al hombre trascender el tiempo y las que lo insertan en la eternidad, anticipándola en cierto modo. La virtud es un modo de anticipar el cielo; el vicio, de anticipar el infierno. Este es el auténtico sentido de la idea católica, no protestante, por cierto, de que cielo y infierno respectivamente comienzan en esta vida, o dicho de otra manera, todo aquel que no alcanza cierta paz del alma en este mundo (en el sentido de la noción de tranquilitas ordinis de San Agustín, «De Civitate Dei», XIX, 10-13), ya está con un pie en el infierno.
(16) La Iglesia católica nunca ha negado el papel que, sólo después del pecado original, tiene para la "humanización" del hombre la transformación de la naturaleza. Hablando en serio, significa una participación accidental del hombre en las obras de Dios, en la transfiguración del mundo. Defender la vida y ensancharla, resucitándola así en cierta medida: en esto ha de consistir la actividad económica del hombre. Ha de ser una reacción positiva del principio vivificante contra el principio mortífero. Es parte de la obra de la Sofía encarnada (Cristo) para restaurar el mundo, obra que lleva a cabo por intermediación de la parte redimida de la humanidad (la Iglesia). Y es ella la que establece la teleología del proceso de la historia. El mundo, caído en una condición de no-verdad, o sea, de mortalidad, debe volver a la razón de la Verdad. La causa material o simple condición, no más, de esta repuesta en orden es el trabajo (la actividad económica). Pero el fin de la historia se halla más allá de sus fronteras, ella no representa más que un camino. Además, del mismo modo que la economía es meta-económica, el origen del trabajo económico se halla más allá de la historia y la economía en su sentido actual. Partiendo de las condiciones ontológicas de posibilidad de la economía, es muy sugerente, a pesar de su toque gnóstico, el hilo argumentativo del filósofo-teólogo ortodoxo S. Bulgakov (cf. Philosophie de l’économie (1912), Collection Sophia, Ed. L’Age d’Homme, 1987, Lausanne). Sus análisis culminan en la cuestión por el sentido de la economía: su teleología y escatología, afirmando que, si bien, mediante el trabajo, el hombre intenta reconciliarse con Dios y con la naturaleza, no obstante, no puede acabar esta «obra común» de la cual habló otro ruso emblemático, Nicolas Fedorov, atribuyendo al trabajo una eficiencia escatológica real. Bulgakov, por el contrario, expone con muchos matices una ontología, axiología (ética), teleología y fenomenología de la economía sin admitir que el trabajo de la humanidad tuviera una «fuerza» transfiguradora inmanente. En sus obras posteriores a la Filosofía de la economía, a saber, La lumière sans declin (1917, idem, 1990) y Orthodoxie et Economie, en: Orthodoxie (1921, idem, 1982), va profundizando en estos temas en un marco de investigación que sucesivamente va rebasando los límites de la mera investigación filosófica. Así, la economía tiene un límite, se topa con su misma incapacidad regeneradora. Además, el reconocimiento mismo de aquel límite es precisamente la salvaguardia ante el pesimismo y escepticismo que acosan al «materialismo económico», sea en su vertiente socialista o liberal-utilitarista-individualista. El trabajo y el consiguiente poder y la riqueza, que mediante aquél adquiere el hombre, indudablemente suponen una cierta victoria de la vida sobre la muerte. Pero no puede vencer definitivamente a la muerte. (En la actualidad, esto lo pretenderían, como su expresión quizá más contundente e irrisoria, aquellas personas que hacen congelar su cuerpo para que por medio de alguna magia de la ciencia y técnica puedan resucitar algún día en este mundo). Esta transformación, que es en realidad un nuevo acto creador de Dios de cara al hombre, el trabajo económico (a pesar de su «magia» de poder y riqueza) justamente no puede efectuarlo. Bulgakov denuncia así la falsedad de una «escatología» económica (del signo que fuera) que no significa más que una nueva vuelta al «mesianismo judaico»: «la seducción por el reino de este mundo, objeto de la primera tentación diabólica: el hombre anhelando manifestarse como mesías económico que por el poder de su regulación de la naturaleza se vivifica y resucita» (La lumière sans declin: 355; cfr. 336). Por la fuerza de las cosas todos los esfuerzos del economismo miran a la perpetuación de la existencia de este siglo.«Todas las teorías económicas, sobre todo las del socialismo, lo ponen de manifiesto: bajo el manto de la libertad mediante la acumulación de la riqueza pretenden consolidar la servidumbre económica del hombre, incitándole a realizar el ideal contradictorio de una libertad mágica o económica». Pero la economía no tiene escatología, aunque se refiere a ella. Por el contrario "se provoca una definición errónea de la economía por olvido de su contingencia y su carácter relativo" (idem: 337).
(17) Ver la ya clásica obra de Rafael Gambra, El silencia de Dios, Prensa Española, Madrid, 1968 (4ª ed., Criterio-libros, Madrid, 1998).
(18) El ahora “cardenal” Leo Scheffczyk es uno de los pocos teólogos adictos al concilio vaticano segundo capaz de discernimiento suficiente para denunciar este hecho lamentable, que por ahora parece culminar en la confusión de los fieles católicos mediante la claudicación ante un falso ecumenismo tal como subyace en la labor del cardenal Prefecto Cassidy, que –por desgracia– firmó el 31 de Octubre, día de la reforma protestante en Alemania, la controvertida declaración conjunta (de nulo valor magisterial, sobre todo luego de las objeciones formuladas por la Congregación para la Doctrina de la Fe) de cara a la doctrina de la justificación. En un conferencia reciente, ante un círculo de “sacerdotes conciliares” (Linzer Priesterkreis) austriacos, el cardenl Scheffczyk afirmó que aquí la cuestión de la unidad práctica se ha resuelto a costa de la verdad, en concreto, sobre todo a costa de la efectiva «existencia de la gracia en tanto don creado», doctrina de la gracia que rebasa con mucho las angustiosas, deficientes e imprecisas afirmaciones de Lutero sobre la justificación como el famoso «simul iustus et peccator» (cf. Deutsche Tagespost, 21 de Junio de 1999, p.7).
(19) Hablando de la crisis teleológica de la modernidad, no deberíamos dudar de que el campo semántico de la "ley natural" de la tradición católica, no iusnaturalista-racionalista, no se identifica con lo que los revolucionarios franceses —y mundialistas actuales (ONU)— entienden cuando hablan de los "derechos humanos" (cf. José Zafra Valverde, La Torre de Babel de los Derechos del Hombre, Pamplona, 1993). He aquí una evidencia más de que crisis teológica y crisis teleológica se implican mutuamente.
(20) Cf. A. Böhmler, El ideal cultural del liberalismo. La filosofía política del ordo-liberalismo, Unión Editorial, Madrid, 1998, p. 208).
(21) Temática extensiva y agudamente analizada por Röpke en su Die Gesellschaftskrisis der Gegenwart (1942), 6ª ed., Verlag Paul Haupt, 1979, Berna (vers. española: La crisis social de nuestro tiempo, Revista de Occidente, Madrid, 1947).
(22) La actividad económica, aun considerada en sí misma, no es mera producción, sino que tiene que dotar de sentido a la persona humana, contener elementos de otium en el sentido clásico (contemplación). La felicidad no se alcanza en la espiral entre producir y consumir, cuyas patologías sociales son analizadas con detenimiento (soledad, marginación, aburrimiento, tedio, agresividad, embrutecimiento, mal gusto, excentricismo, etcétera).
(23) Remito una vez más al muy cuerdo ensayo de L. de la Fuente sobre La España de las Autonomías, en op.cit., ps. 261-78.
(24) Cf. A. Böhmler, La Iglesia y la Revolución. La "cristiada" mexicana y la "cruzada" española en la encrucijada del pensamiento político tradicional y moderno, comunicación para el X Simposio Historia de la Iglesia en España y América sobre «La nueva relación España-América en el proyecto europeo», 17 de Mayo, Sevilla; publicada en las Actas de la Academia de Historia Eclesiástica (Sevilla).
(25) Se discrepe o no con multitud de afirmaciones y valoraciones hechas en la realmente prodigiosa producción literaria de R. de la Cierva, es una constante meritoria a mi juicio el no sucumbir al "pensamiento único"; más lo es el combatirlo con todos los medios de historiador a su alcance, que al menos rozan con ser enciclopédicos. En este esfuerzo inconformista se inscribe también La victoria y el caos (Madridejos, 1999) donde pone el dedo en la falsificación de la historia de España: «Airado e irracional rechazo —escribe— provoca en sectores decisivos del mundo cultural y el mundo político cualquier exposición sobre.. la historia de España y la historia de las ideas y formas políticas que no se ajuste a los cánones de lo políticamente correcto. Una poderosa fuerza —como se llamaba en los años treinta a la Masonería..— intenta con todos los recursos imponer en el conjunto mundial de los medios de comunicación, con inclusión de las editoriales de prensa y de libros, una versión de pensamiento único que veta implacablemente cualquier línea de opinión discrepante».
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