El demonio
Taïsen
Deshimaru
(La práctica
de la concentración, Teorema S.A. Barcelona 1982)
El mito del demonio es
universal. El demonio ocupa las profundidades del mundo subterráneo. Simboliza las fuerzas profundidades
del mundo subterráneo. Simboliza las fuerzas instintivas que brotan del
subconsciente y, por la fuerza de su poder, puede ser parecido a los dioses.
Encarna todas las
fuerzas que turban, ensombrecen, debilitan la conciencia y la hace
regresar hacia lo indeterminado y lo ambivalente. Es el tentador así como el
verdugo, aquí se sitúa su ambivalencia. Es tan necesario como nefasto y
destructor. Aliena al que permanece sumiso a él (aquel que es juguete de las
fuerzas
ocultas del subconsciente), pero sin él, sin instinto, no se puede
esperar ninguna expansión del alma. Es la condición necesaria para la superación
humana.
Es en esta ambivalencia que el Zen toma la noción de demonio. El
demonio es identificado a los bonos a los deseos, a lo ilusorio. Es una
enfermedad intrínseca del ego –y del egoísmo—, del apego, sea cual sea, sea
apego al Buda o la verdad. Es la encarnación de la búsqueda ávida, de los proyectos
fomentados secretamente, del cálculo. Es de naturaleza a inestable, lunática y
versátil, bien esta alegre, bien esta encolerizado. Ya que el espíritu de
demonio oscila siempre entre los polos del placer y del dolor, de la satisfacción
y del
descontento, de la búsqueda y de la huida. Es definido por el término ushotoku,
es decir, el espíritu del deseo que busca la obtención de un aspecto de la
existencia del mundo fenomenal. Su opuesto es mushotoku, la no-búsqueda
de la obtención, el espíritu
libre de todo apego, de todo deseo. Este es el
espíritu que comprende la impermanencia y la inestabilidad de
todas las formas fenomenales, que comprende que intrínsecamente todo es ku y
que por lο tanto no hay nada que obtener. Si el espíritu del deseo es
lamentable en sí cuando se trata de la vida y del mundo, se vuelve deplorable
cuando
se trata de la religión. ¡Numerosas religiones se equivocan en
esto!
En efecto, es corriente encontrar en el espíritu de los creyentes
o de los adeptos a una religión una fuerte tendencia a la esperanza de obtener
algo, una recompensa, tendencia que se funda en una práctica egoísta, puesto
que incita a la compensación, a la recompensa y manifiesta pues una gran falta.
Esta falta es la no comprensión del ku universal, infinito, sin límites. La verdadera actitud
religiosa, una vez rotas todas las barreras discriminativas, dualistas, es
decir todos los límites del ego, consiste en ser esta universalidad, en llegar
a ser ilimitado.
Tener una meta en la práctica, o simplemente tener la mas ínfima
esperanza de un mérito, sitúa inmediatamente la actitud religiosa en las
antípodas de lo que debería ser: totalmente desinteresada, con abandono del
cuerpo y del espíritu, que es el estado puro de concentración donde se efectúa
la abstracción de todo pensamiento, de todo sentimiento, de todo prejuicio y de
toda sensación; estado que solo puede nacer de la postura justa y desinteresada
a la que nos introduce shikantaza.
La perfecta serenidad del espíritu, sin movimiento, ni en el
espacio ni en el tiempo, emana de la perfecta serenidad del cuerpo, instalado
en la inmovilidad. Esto significa volver a encontrar el estado original puro de
nuestro espíritu que trasciende cualquier dimensión y no puede ser encerrado en
nada. Es por eso que es calificada con el término que califica lo incalificable:
fukatoku, lo que no puede ser atrapado ni por el espíritu
ni por el cuerpo, ni por el pensamiento, ni por el acto ni por la palabra.
Cuando el viento sopla
hacía el oeste, la nube es empujada hacía el oeste. El espíritu es parecido a
la nube que se deja dirigir por el viento de los bonnos, por el viento del karma. Desde su nacimiento hasta su
muerte, vaga a capricho del viento, a capricho del demonio.
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