Forma límite de involución
y reacción total
La Doctrina del
Despertar. Capítulo V. La llama y la conciencia samsárica
Julius Evola
Biblioteca Julius Evola
No estará de más añadir esta consideración: ya se ha
señalado que las dos primeras verdades de los ariya, en especial con referencia
a la doctrina de la sed del fuego, pueden no resultar directamente evidentes al
hombre moderno. Éste puede comprenderlas plenamente sólo en momentos críticos
especiales, porque la vida que de ordinario lleva es como exterior a sí misma,
semi-sonámbula, movida entre reflejos psicológicos e imágenes que le ocultan la
sustancia más profunda y más temible de la existencia. Sólo en dadas
circunstancias se rasga el velo de una ilusión, en el fondo algo providencial.
Por ejemplo, en todos los momentos de un peligro súbito, cuando se nos ataca o
cuando se hunde el suelo porque se abre una brecha en el hielo o al tocar por
descuido un tizón o un objeto electrizado, se manifiesta una reacción
instantánea, la cual no procede ni de la "voluntad" ni de la
conciencia, ni del yo, pues éste llega sólo después, una vez realizado el
ademán, puesto que en ese momento fue descabalgado por algo más profundo, más
rápido y más absoluto. En el hambre, en el pánico, en el deseo sensual, en el espasmo,
en el terror, se manifiesta de nuevo la misma fuerza, y quien sabe captarla
directamente en esos momentos se crea la facultad de percibirla gradualmente
incluso como el sustrato invisible de toda la vida de vigilia. Las raíces
subterráneas de las inclinaciones, de la fe, de los atavismos, de las
convicciones invencibles e irracionales, de los instintos, los hábitos, el
carácter, de todo lo que llega como animalidad, como raza biológica, toda la
voluntad del cuerpo, todo esto se reduce al mismo principio. Frente a éste, la
"voluntad del yo" tiene a menudo una libertad semejante a la de un
perro amarrado con una cadena bastante larga, de la que no se percata sino
hasta que llega a un cierto límite. Si se pasa ese límite, la fuerza profunda
no tarda en despertar para descabalgar al "yo" o para embromarlo,
haciéndole creer que es él quien quiere, cuando en realidad es ella la que
quiere. La fuerza salvaje de la imagen y de la sugestión lleva al mismo punto:
según la misma ley del "esfuerzo convertido", se vuelve tanto más
fuerte cuanto más se "quiere" en su contra, como en el sueño, que
huye cuanto más se "quiere" dormir, o como en la sugestión de caer al
caminar junto a un abismo, que lleva de fijo a que la mayoría caiga si se
"quiere" en su contra.
Tal fuerza, que se confunde pues con la de las potencias
emotivas e irracionales, se identifica por grados con la fuerza misma que
gobierna las funciones profundas de la vida física, sobre las que poco puede la
"voluntad", el "pensamiento", el "yo", que le son
externos y semejantes a parásitos que viven de ella, extrayendo las linfas
esenciales incluso sin poder descender dentro, hasta el tronco profundo. Es
preciso pues llegar a preguntarse qué cosa de este "mi" cuerpo puedo
justificar con "mi" voluntad: si "yo" quiero "mi"
respiración o el fuego de las mezclas en que arde el alimento o mi forma, mi
carne, el que yo sea este hombre determinado así y no de otra manera. Y quien
esto se interrogue, ¿no podría quizá ir más allá y preguntarse si esta misma
voluntad "mía", esta conciencia mía, este mi mismo "yo" los
quiero o, simplemente, están ahí?
Veremos que la doctrina del despertar acaba planteando
problemas de este cariz. Y quien es lo bastante fuerte para ir más allá de la
ilusión no puede sino llegar a esta desconcertante constatación: "tú no
eres vida en ti. Tú no existes. ’Mío’ no puedes decirlo en modo alguno. La
vida, no la posees; es ella la que te posee. Tú la sufres. Y es una quimera que
este fantasma de ’yo’ pueda subsistir inmortal al deshacerse del cuerpo, cuando
todo te dice que le es -la correlación con este cuerpo- esencial y tiene -un
malestar, un trauma, un accidente cualquiera- una influencia precisa sobre
todas sus facultades por ’espirituales’ y ’superiores’ que sean".
Hay quien, en momentos determinados, tiene la posibilidad de
desprenderse de sí, de descender más allá del umbral, siempre más abajo hacia
las oscuras profundidades de la fuerza que gobierna su cuerpo y donde esta
fuerza pierde nombre e individuación. Y entonces se tiene la sensación de esa
fuerza que se extiende a retomar el "yo" y el "no yo",
extendiéndose a toda la naturaleza, posesionándose del tiempo, transportando
miríadas de seres como si estuvieran ebrios o alucinados, reafirmándose en
miles de formas, irresistible, salvaje, inexhausta, carente de apoyo, de
límite, encendida por una eterna insuficiencia y privación. Quien llegue a esta
percepción temible, semejante a una vorágine que se formara de repente, capta
el misterio del samsara, comprende y vive a plenitud el sentido de la doctrina
budista del anatta referida al hombre (o sea, la doctrina que niega la
existencia del yo). El paso de la conciencia puramente individual a la
samsárica, que retoma indefinidas posibilidades de existencia (desde el
inframundo a las celestiales), tal es el punto de apoyo, al fin y al cabo, de
toda la doctrina del despertar. No se trata aquí de una "filosofía",
antes bien de una experiencia que, por cuanto corresponde a la realidad, no es
patrimonio sólo del budismo. Rastros yecos de la misma se hallan incluso en
otras tradiciones, en Oriente y en Occidente (aquí, sobre todo, como saber
secreto y experiencia iniciática). La teoría del dolor universal, de la vida
como sufrimiento no es más que algo del todo exterior, algo profano y
exotérico, como ya se ha dicho; que sólo adoptan formas de manifestaciones
populares.
Desde el punto de vista de la mentalidad occidental se
aceptan dos formas o grados de existencia y de conciencia samsárica: una que es
de verdad samsárica y la otra que se limita al espacio y tiempo de una única
existencia individual. La conciencia que priva en el Occidente moderno es esta
segunda, pero no deja de constituir sólo una parte, la sección de una
conciencia o de una existencia samsárica que atraviesa los tiempos; no sólo
eso, sino que, como ya se ha señalado, puede comprender estados libres de la
misma ley temporal que conocemos. En el antiguo mundo oriental subsistía aún,
en buena medida, esta más vasta conciencia samsárica.[41] Y la vía
ascético-iniciática como primera fase o premisa consistía en el paso de la
conciencia común, ligada a una única vida y definida por la ilusión del yo
individual, a la conciencia verdaderamente samsárica, a la que le corresponde
también la noción de santana, del yo como flujo, corriente o serie indefinida
de estados no sustanciales determinados por la dukkha. Sólo después de esto se
ofrece la posibilidad del paso a lo verdaderamente incondicionado y
extrasamsárico. Pero, como en seguida veremos al hablar de las vocaciones, en
Occidente es rarísimo que no se tome por celeste y divino lo que corresponde
únicamente a estados superiores de una existencia que nunca deja de ser
samsárica.
[41] Está atestiguada, v. gr., en el Extremo Oriente, en el
concepto de la "corriente de las formas" o de las "transformaciones".
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