martes, 27 de abril de 2021

Vacío (E. M. Cioran)

 Obsesión de lo esencial

Cuando toda interrogación parece accidental y periférica, cuando el espíritu busca problemas más y más vastos, sucede que en su avance no tropieza ya con ningún objeto, sino con el obstáculo difuso del vacio. Desde ese punto, el impulso filosófico, exclusivamente vuelto hacia lo inaccesible, se expone a la quiebra. Cuando examina las cosas y los pretextos temporales, se impone preocupaciones saludables; pero si inquiere por un principio más y más general, se pierde y se anula en la vaguedad de lo Esencial.

Sólo prosperan en filosofía los que se detienen a propósito, los que aceptan la limitación y el confort de un estadio razonable de inquietud. Todo problema, si se toca el fondo, lleva a la bancarrota y deja el intelecto al descubierto: no hay ya ni preguntas ni respuestas en un espacio sin horizontes. Las interrogaciones se vuelven contra el espíritu que las concibió: se convierte en víctima suya. Todo le es hostil: su propia soledad, su propia audacia, el absoluto opaco, los dioses inverificables y la nada manifiesta. ¡Malhaya quίen, llegado a un cierto momento de lo esencial, no hace alto! La historia muestra que los pensadores que subieron hasta el final por la escala de las preguntas, que pusieron el pie en el último escalón, el del absurdo, no han legado a la posteridad más que un ejemplo de esterilidad, mientras que sus colegas, que se pararon a medio camino, han fecundado el curso del espíritu; han servido a sus semejantes, les han transmitido algún ídolo bien trabajado, algunas supersticiones corteses, algunos errores disfrazados de principios y un sistema de esperanzas. Si hubieran abrazado los peligros de un progreso excesivo, ese desdén de los errores caritativos les hubiera vuelto nocivos para los otros y para sí mismos; hubieran escrito su nombre en los confines del universo y del pensamiento, investigadores malsanos y réprobos áridos, gustadores de νértigos infructuosos, buscadores de sueños que no es licito soñar...

Las ideas refractarias a lo Esencial son las únicas que tienen mordiente sobre los hombres. ¿Qué podrían hacer en una región del pensamiento donde periclita incluso quίen aspira a instalarse en ella por inclinación natural o sed mórbida? No se puede respirar en un dominio ajeno a las dudas habituales. Y si ciertos espíritus se sitúan fuera de los interrogantes convenidos, es que un instinto enraizado en las profundidades de la materia o un vicio producido por una enfermedad cόsmica, ha tomado posesión de ellos y les ha llevado a un orden de reflexiones tan exigente y tan vasto, que la misma muerte les parece sin importancia, los elementos del destino, soserías y el aparato de la metafísica, utilitario y sospechoso. Esta obsesión de una frontera última, este progreso en el vacío conllevan la forma más peligrosa de esterilidad, al lado de la cual la nada parece una promesa de fecundidad. El que es difícil en lo que hace —en su tarea o en su aventura— no tiene más que trasplantar su exigencia de lo acabado al plano universal para no poder acabar su obra ni su vida.

La angustia metafísica se origina en la condición de un artesano supremamente escrupuloso, cuyo objeto no fuera otro que el ser. A fuerza de análisis llega a la imposibilidad de componer, de rematar una miniatura del universo. El artista que abandona su poema, exasperado por la indigencia de las palabras, prefigura el malestar del espíritu descontento en el conjunto de lo existente. La incapacidad de aliñar los elementos —tan desnudos de sentido y de sabor como las palabras que los expresan—lleva a la revelación del vacío. Por eso el versificador se retira al silencio o a los artificios impenetrables. Ante el universo, el espíritu demasiado exigente sufre una derrota semejante a la de Mallarmé frente al arte. Se trata del pánico ante un objeto que ya no es objeto, que ya no es posible manejar, pues —idealmente—se han rebasado sus limites. Los que no permanecen en el interior de la realidad que cultivan, los que trascienden el oficio de existir deben o pactar con lo inesencíal, dar marcha atrás e integrarse en la eterna farsa, o aceptar todas las consecuencias de una condición separada y que es sobreabundancia o tragedia, según que se la mire o que se la padezca.

Breviario de prodredumbre. E. M. Cioran

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Es un signo de indigencia no poder abrirse al vacío purificador, al vacío apaciguador. Estamos tan bajo y tan encallados en nuestras filosofías que no hemos podido concebir más que la nada, versión sórdida del vacío. Todas nuestras incertidumbres, todas nuestras miserias y nuestros terrores, las hemos proyectado ahí, pues ¿qué es en definitiva la nada sino un complemento abstracto del infierno, un logro de réprobos, el máximo esfuerzo hacia la lucidez que pueden realizar seres ineptos para la liberación? Demasiado manchada de nuestras impurezas para que nos permita saltar hacía un concepto virgen como lo es para nosotros el de vacío (que ni es heredero del infierno ni está contaminado por él); la nada, en verdad, no representa más que un extremo estéril, una salida desencaminada, vagamente fúnebre, muy próxima de esas tentativas de renunciamiento que terminan por agriarse porque se mezclan demasiados remordimientos.

El vacío es la nada desprovista de sus calificaciones negativas, la nada transfigurada. Si llegamos a probarlo, nuestras relaciones con el mundo se encuentran modificadas, algo cambia en nosotros, aunque guardamos nuestras antiguos defectos. Pero no somos ya de aquí de la misma manera que antes. Por eso es saludable recurrir al vacío en nuestras crisis de furor: nuestros peores impulsos se embotan al contacto con él. Sin él, ¿quién sabe?, quizá estuviésemos ahora en el penal o con la camisa de fuerza. La lección de abdicación que nos dispensa nos invita también a un comportamiento más matizado frente a nuestros denigradores, a nuestros enemigos. ¿Hay que matarlos o hay que perdonarlos? ¿Qué hace más daño, qué roe más: la venganza o la victoria sobre la venganza? ¿Cómo resolverlo? En la incertidumbre, prefiramos el suplicio de no vengarnos.

Tal es la concesión limite que puede hacerse si no se es un santo.

EL aciago demiurgo. E. M. Cioran


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