Contagio
de la tragedia
No es piedad, es envidia lo que nos inspira el héroe trágico, suertudo, cuyos sufrimientos devoramos, como si fuesen nuestros de derecho y él nos los hubiese sustraído. ¿Por qué no intentar volver a cogérselos? De cualquier forma, estaban destinados a nosotros... Para asegurarnos mejor, los declaramos nuestros, los engrandecemos y les damos proporciones desmesuradas; él, por mucho que se agite o gima ante nosotros, no conseguirá conmovernos, pues no somos sus espectadores, sino sus competidores, sus rivales en el patio de butacas, capaces de soportar sus desdichas mejor que él: tomándolas por nuestra cuenta, las exageramos más allá de sus posibilidades en escena. Provistos de su suerte y corriendo hacía la derrota más rápidamente que él, le dedicamos todo lo más una sonrisa superior, mientras que nos reservamos para nosotros solos, los méritos de la falta o del asesinato, del remordimiento o de la expiación. ¡Qué poca cosa es a nuestro lado y cuán vulgar nos parece su agonía! ¿Acaso no estamos cargados con todos sus dolores, no representamos la víctima que él quena encarnar sin lograrlo? Pero, ¡oh, irrisión!, finalmente ¡es él quien muere!
(La tentación de
existir E.M. Cioran)
Condiciones
de la tragedia
Si Jesús hubiera acabado su carrera en la cruz y no se hubiera comprometido a resucitar, ¡qué hermoso héroe de tragedia hubiese sido! Su vertiente divina ha hecho perder a la literatura un tema admirable. Comparte así la suerte, estéticamente mediocre, de todos los justos. Como todo lo que se perpetúa en el corazón de los hombres, como todo lo que se expone al culto y no muere irremediablemente, no se presta nada a esa visión de un «fin total» que marca un destino trágico. Para eso hubiese hecho falta que nadie le siguiese y que la transfiguración no viniese a elevarle a una ilícita aureola. ¡Nada más extraño a la tragedia que la idea de redención, salvación e inmortalidad! El héroe sucumbe bajo sus propios actos, sin que le sea dado escamotear su muerte por una gracia sobrenatural; no se prolonga —en tanto que existencia— de ningún modo, permanece distinto en la memoria de los hombres como un espectáculo de sufrimiento; al no tener discípulos, su destino infructuoso no fecunda nada salvo la imaginación de los otros. Macbeth se desploma sin esperanza de rescate: no hay extremaunción en la tragedia... Lo propio de una fe, aunque deba fracasar, es eludir lo irreparable. (¿Qué hubiera podido hacer Shakespeare por un mártir?) El verdadero héroe combate y muere en nombre de su destino, no en nombre de una creencia. Su existencia elimina toda idea de escapatoria; los caminos que no le llevan a la muerte le resultan callejones sin salida; trabaja en su «biografía»; cuida su desenlace y hace todo lo posible, instintivamente, para componerse acontecimientos funestos. Puesto que la fatalidad es su savia, cualquier escapatoria no podría ser más que una infidelidad a su perdición. Por eso el hombre del destino no se convierte nunca a ninguna creencia, fuera la que fuese; equivocaría su fin. Y si estuviese inmovilizado sobre la cruz, no sería él quien levantase los ojos hacia el cielo: su propia historia es su único absoluto, como sυ voluntad de tragedia su único deseo...
(Breviario de
podredumbre E.M. Cioran)
Antitragedia
Atengámonos a lo concreto y a lo vacío, proscribamos todo lo que se sitúa entre los dos: ≪cultura≫, ≪civilización ≫, ≪progreso≫, rumiemos la mejor fórmula que se ha encontrado en este mundo: el trabajo manual en un convento... No hay verdad más que en el derroche físico y en la contemplación; el resto es accidental, inútil, malsano. La salud consiste en el ejercicio y en la vacuidad, en los músculos y en la meditación; en ningún caso en el pensamiento. Meditar es absorberse en una idea y perderse en ella, en tanto que pensar es saltar de una Idea a otra, complacerse en la cantidad, almacenar naderías, perseguir concepto tras concepto, meta tras meta. Meditar y pensar son dos actividades divergentes, léase incompatibles.
.Limitarse al vacío no es igualmente una forma de búsqueda? Sin duda, pero es buscar la ausencia de búsqueda, aspirar a una meta que aparte de golpe todas las otras. Vivimos en la inquietud porque ninguna meta sabría satisfacernos, porque sobre todos nuestros deseos y, con mayor razón, sobre el ser en tanto que ser, planea una fatalidad que afecta forzosamente a esos accidentes que son los individuos. Nada de lo que se actualiza escapa a la decadencia. El vacío —salto fuera de esa fatalidad— es, como todo producto del quietismo, de esencia antitrágica. Gracias a el deberíamos aprender a encontrarnos, remontándonos hacia nuestros orígenes, hacia nuestra eterna virtualidad. ¿Acaso no pone fin a todos nuestros deseos? !Y que son estos, en su conjunto, al lado de un solo instante en que no se persiga ni se experimente ninguno! La dicha no está en el deseo, sino en la ausencia de deseo, más exactamente en el entusiasmo por esa ausencia, en la cual quisiera uno revolcarse, abismarse, desaparecer, exclamar...
(El aciago
demiurgo. E.M. Cioran)
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