Dialectique existentielle
du divin et de l’humain
Nicolás Berdiaeff
Editions Arma Artis,
2007
Capítulo VI
El mal
El sufrimiento y el mal están ligados el uno con el otro,
sin que haya identidad entre ellos. El sufrimiento puede no ser un mal, incluso
puede ser un bien. La existencia del mal constituye el mayor misterio de la
vida del mundo y opone las mayores dificultades a la teología oficial y a toda la filosofía monista. La solución
racionalista del problema del mal es tan difícil como la solución racionalista del
problema de la libertad. Está permitido afirmar, y con mucha razón, que el mal
no es por sí mismo una entidad positiva, sino que no seduce más que por lo que
roba al bien (San Gregorio de Nisa, Agustín y otros doctores de la Iglesia lo
consideraban como un no-ser). Sin embargo, es cierto que el mal no existe. Sin
embargo, el mal no sólo existe en el mundo, sino que predomina en él. Lo que se
llama no-ser puede tener a menudo un significado existencial. La Nada tiene una
gran importancia existencial, aunque no se puede decir que exista (En la Evolución Creativa, Bergson niega la
existencia del no-ser, de la Nada, pero sus argumentos no son convincentes.
Heidegger y Sartre atribuyen a la Nada una importancia bastante grande). Una de
las tentativas para resolver el problema del mal y acordarlo con la posibilidad
de una teodicea consiste en declarar que el mal no existe en las partes,
mientras que el todo no contiene más que el bien. Esta era la forma de ver de
San Agustín, de Leibniz y, además, de la mayoría de las teodiceas, porque
admiten que Dios se sirve del mal en vista del bien. Pero tal doctrina está
fundada en la negación del valor absoluto de la persona, y está más de acuerdo
con la moral antigua que con la moral cristiana. Coloca el punto de vista
estético por encima del punto de vista moral. Lo que es verdadero y real, es
que la buena finalidad divina está ausente de este mundo empírico, que por otra
parte no sabría existir en un mundo reconocido como caído. Se podría decir que
la finalidad está implicada en grupos de
fenómenos, cada uno de ellos considerado por separado, pero que no forma un vínculo que garantice la
unidad del conjunto de todo el mundo fenomenal, que no reúne todos los
fenómenos del mundo en vista del bien. La doctrina tradicional de la
providencia se ve obligada a negar el mal y para negar el mal y la injusticia,
y sale del problema planteando la existencia del pecado. Existe en nuestro
mundo un conflicto insoluble entre el individuo y la especie. La vida
individual, humana y animal, es de una fragilidad extraordinaria y
constantemente amenazada, pero no menos extraordinaria es la fuerza generatriz de
la vida específica, de la especie que no deja de producir vidas nuevas. La
doctrina que ve el mal sólo en partes y niega su niega su existencia en el todo
no se preocupa más que de la especie e ignora completamente al individuo. El
genio de la especie está lleno de astucia y siempre sugiere siempre al hombre
desgraciado argumentos justificativos que lo mantienen en la esclavitud. Es por
lo que la vida histórica y social se basa en tantas mentiras. La mentira puede
convertirse en una autosugestión cuando el hombre se convierte en el juguete de
las fuerzas sociales que le asignan un determinado rango en la vida. La mentira
puede aún seguir siendo un medio de defensa de la vida contra los asaltos que
sufre. La cuestión de la verdad y la falsedad es una cuestión moral de primer
orden.
Para sustraerse de la dolorosa cuestión del mal, el hombre
quisiera refugiarse en la esfera de la neutralidad, con la esperanza de ocultar
su traición hacia Dios. Pero la neutralidad no tiene profundidad, es todo superficie.
Incluso se podría decir que el diablo es neutro, porque es un error creer que
el Diablo es lo contrario de Dios. El polo opuesto a Dios es Dios mismo, su
otra hipóstasis: los extremos se tocan. El diablo, que es el príncipe de este
mundo, se refugia en la neutralidad. La creencia en los demonios y el diablo ha
jugado un gran papel en la vida religiosa en general, y en el cristianismo en
particular. Esta ha sido una de las soluciones al problema del mal. Declarar
que el diablo es la fuente del mal equivale a la objetivación del drama
interior del alma humana. El diablo es una realidad existencial, no objetiva, no igual a las realidades del mundo natural; es
una realidad de la experiencia interna, del camino seguido por el hombre. En la
vida social, se ha abusado mucho del diablo; se ha utilizado como espantapájaros
para asustar a la gente, extendiendo constantemente su reinado, anexando
constantemente nuevos dominios. De este modo, se ha creado un verdadero terror
religioso. Sólo una religión espiritualmente purificada es capaz de liberar al
hombre de los demonios que lo atormentan. La demonología y la demonolatría no han sido sino
los caminos que el hombre ha sido obligado a seguir para alcanzar el reino del Espíritu,
la libertad y el amor, el Reino de Dios. La lucha contra el mal se convierte
fácilmente en un mal en sí mismo, por contagio, por así decirlo. Conocemos la sombra
dialéctica moral del dualismo maniqueo. Los más grandes enemigos del mal sucumben ellos mismos al mal
y se convierten en malvados. Tal es la paradoja de la lucha contra el mal y los
malhechores: para vencer el mal, los mismos buenos se convierten en malvados, y no creen en otros
medios de lucha contra el mal que el propio mal. La bondad se trata entonces
con desdén y se considera sin interés e insípida, mientras que la maldad es se
impone y parece más interesante y atractiva. Los hombres que se dedican a la
lucha creen que la maldad es una cualidad más inteligente que la bondad. El
problema consiste en la imposibilidad en que se encuentra de alcanzar los fines
del bien, los fines buenos. Esto lleva muy fácilmente al mal a medios malignos.
Hay que estar en el Bien, hay que exorcizarlo. Sólo el Evangelio supera esta
degeneración de la lucha contra el mal en un nuevo mal, sólo él ve en la
condenación de los pecadores un nuevo pecado. Es preciso tratar al diablo,
con bondad. La actitud hacia el diablo y el mal está sujeta a una cierta
dialéctica. Empiezas luchando contra el enemigo y contra el mal en nombre del
Bien. Pero terminas por dejarte invadir tú mismo por el mal. El problema moral que
hoy en día domina a todos los demás es el de la actitud hacia el enemigo. Se
cesa de considerar al enemigo como un hombre, y
y se considera imposible una actitud humana hacia él. Este es el mayor
insulto a la verdad evangélica, es la mayor apostasía que se hace culpable ante
ella. No creo que haya naturalezas irremediablemente demoníacas, es decir,
naturalezas sobre las que pesaría el fatum
de la obsesión demoníaca, al igual que no creo en la existencia de pueblos
demoníacos. No hay, para los hombres y los pueblos, estados demoníacos y es por
lo que no se puede formular sobre ellos un juicio definitivo. Al igual que existe una
dialéctica de la actitud hacia el enemigo, una dialéctica que hace que el que
lucha contra un enemigo malvado se convierte en malvado a su vez, hay una
dialéctica de la humildad, gracias a la cual esta se transforma en pasividad
ante el mal, en adaptación al mal. También hay una dialéctica del castigo
infligido por los delitos, una dialéctica que hace que el propio castigo se
transforma en crimen. Los hombres mismos experimentan la irresistible necesidad
de tener un chivo expiatorio, un enemigo al que puedan convertir en la causa de
todas las desgracias y que uno puede, y debe, incluso odiar: judíos, burgueses,
jesuitas, masones jacobinos, herejes, masones, bolcheviques, sociedades
secretas internacionales, etc. La revolución siempre necesita un enemigo, pues
es el odio al enemigo que la alimenta, y cuando el enemigo no existe, lo
inventa. La contrarrevolución no es diferente. El chivo expiatorio una vez encontrados,
el hombre siente un alivio. Esto no es otra cosa más que la objetivación del
mal, su proyección al exterior. El Estado tiene razón en luchar contra los crímenes
y contra las manifestaciones demasiado violentas del mal, pero esto no impide que se haga culpable de crímenes y de
entregarse al mal. El Estado comete crímenes delitos e inflige el mal como
"el más frío de los monstruos" (expresión de Nietzsche), en una
actitud impasible y abstracta. En tanto defensor de la ley, el Estado es el guardián
del bien, pero al mismo tiempo crea un mal que es propio. La malvada alegría
que produce la visión de crueldades infligidas, la satisfacción colectiva que procura
el derecho a castigar y a presenciar el castigo se encuentran objetivadas. La
relación entre el bien y el mal, lejos de ser simples, están sometidos a una
compleja dialéctica existencial. El bien puede degenerar en el mal, así como el
mal puede transformarse en el bien. Ya la distinción entre el bien y el mal ha sido una dolorosa escisión y llevaba el
sello del paso por la caída (Ver mi libro: Del
destino del hombre). Es una concepción servil la que ve el pecado como un
crimen contra la voluntad de Dios y por el cual Dios lo hará objeto de un proceso
judicial. Es por un movimiento interior, en profundidad, como se puede superar
esta concepción servil. El pecado es el producto de un desdoblamiento, de una
disminución, de una incompletitud, de una esclavitud, producto del odio, pero
no de una desobediencia a la voluntad de Dios, una violación formal de esa
voluntad. Edificar una ontología del mal es imposible e inadmisible, y es porque
la idea de un infierno eterno es una idea absurda y perversa. El mal no es más
que un camino, una prueba, una ruptura. La caída original es ante todo una
prueba de libertad. El hombre avanza
hacia la luz a través de la oscuridad. Esto es lo que Dostoyevski sentía más profundamente que cualquier otro.
La explicación más corriente del mal es que es un efecto de
la libertad. Pero la libertad es un misterio que sustrae a toda racionalización.
La teoría tradicional del libre albedrío es una teoría estática y no está hecha
para desvelar el misterio de la aparición del mal. No se comprende cómo
naturaleza, toda bondad, del hombre y la del mismo diablo, cómo la vida edénica
que, en los rayos de la luz divina, había llevado la criatura gracias a la libertad,
considerada como el mayor don de Dios y como signo de la semejanza divina del
hombre, no se comprende, digo, cómo de todo esto pudo nacer el mal y esta vida
del hombre y del mundo basada en el mal que recuerda al infierno. Es necesario
admitir la existencia de una libertad increada, que precedió al ser y que estaba
sumergida en una esfera irracional en lo Boehme llama, dándole, sin embargo, un
sentido un poco diferente, Ungrund.
El reconocimiento de tal libertad, anterior al ser, a la criatura, al mundo,
plantea al hombre el problema de la continuación de la creación del mundo y
hace del propio mal un camino, una experiencia dura, no un principio
ontológico, marcado con el sello de la eternidad (infierno). La libertad debe
ser comprendida como un principio
dinámico, comprometido con un proceso dialéctico. La libertad presenta contradicciones,
estados variados y está sujeta a ciertas leyes. El mal plantea el problema
escatológico y sólo puede ser abolido y superado escatológicamente. La lucha contra
el mal es una necesidad, y debe ser definitivamente vencido. Y al mismo tiempo,
la experiencia del mal no sólo ha sido un camino descendente, sino también
ascendente y no directamente y por sí
mismo, sino gracias a la fuerza espiritual despertada por la resistencia que ha
provocado y gracias al conocimiento de la que ha sido la ocasión y la fuente.
El mal está desprovisto de sentido, mientras que tiene un significado superior,
al igual que la libertad, que aunque se
opone a la necesidad y a la esclavitud, puede degenerar en necesidad y esclavitud,
puede transformarse en su contrario. El hombre debe pasar por la prueba de
todas las posibilidades, adquirir a través de la experiencia el conocimiento
del bien y del mal, y dialécticamente el
propio mal puede convertirse en un momento del bien. El mal debe ser superado de una manera
inmanente, sufrir lo que Hegel llama Aufhebung,
que consiste en que tras la negación lo positivo entra en la siguiente fase
siguiente. Por lo tanto, es así también como el propio ateísmo puede convertirse
dialécticamente en uno de los momentos del conocimiento de Dios. Tal es ya la
suerte del hombre que debe pasar por fases como el ateísmo, el comunismo, etc.,
antes de llegar a la luz, enriquecido por la experiencia inmanente que ha
adquirido a través de victorias sucesivas. Los "malos" no deben ser
suprimidos, sino iluminados, transfigurados. El mal sólo puede ser destruido
desde dentro, no por medios de la defensa y de destrucción exteriores. Este no
nos impide poner límites externos a las manifestaciones del mal, destructoras
de la vida. Es necesario que se haga al mal una lucha que es a la vez
espiritual y social. En las condiciones de nuestro mundo, la lucha social no
puede llevarse a cabo sin el uso de la fuerza. Pero la lucha espiritual debe
apuntar sólo a la transfiguración, a la regeneración interior. La experiencia
del mal obtenida al entregarse a él no es en sí misma una fuente de
enriquecimiento: solo puede enriquecer la fuerza positiva y luminosa que se
manifiesta y afirma en la lucha contra el mal. La luz presupone las tinieblas,
el bien presupone el mal, el poder de la creación presupone no "eso"
sino también lo "otro". Esto es lo que Hegel y Boehme lo entendieron
mejor que muchos otros. El mal reina en
este mundo. Pero no es el que tendrá la última palabra. El mal puede ser un
momento dialéctico en el desarrollo de la criatura, pero solamente porque es un
medio que hace posible la manifestación de su contrario, es decir, del bien. En
cuanto a la idea del infierno y sus torturas, sólo podría servir para eternizar
el mal, era una expresión de la impotencia ante el mal. El mal supone la libertad,
y no hay libertad sin la libertad del mal, porque en ausencia de esta libertad,
el bien sólo puede imponerse por coacción. Pero el mal se dirige contra la
libertad, a la que pretende matar, para
hacer reinar la esclavitud. Según Kierkegaard, es por el pecado que el hombre se
convierte en un "yo". Sólo quien ha descendido al infierno conoce el
cielo. Y el que está más lejos de Dios es quizás el que está más cerca de él.
Según Kierkegaard, es la procreación de los hijos lo que sería el pecado
original. Y Baader dice que la vida nace en medio de dolor y sólo sale a la luz
tras el descenso a los infiernos. El mundo de la oscuridad y el mundo de la luz
están separados por un límite donde brilla un resplandor. El mal comienza por
tratarnos como si fuéramos sus amos, luego como si fuéramos sus dueños, luego
como sus colaboradores, y finalmente se impone como nuestro amo. Estas son ideas
dinámicas que implican contradicción y dan lugar a al proceso derivado de esta contradicción.
La maldad inherente al hombre proviene de dos fuentes
opuestas. A veces el mal es atraído por el vacío que se forma en el alma. A
veces la pasión, convertida en idea fija, repele y degenera en maldad: tal es,
por ejemplo, el caso de la ambición, la avaricia, los celos, el odio. Sin ser
un mal en sí misma, la pasión degenera fácilmente en el mal, lo que lleva a la
pérdida de la libertad interior. La pasión de la muerte también es algo posible
(Ribot define la pasión como una emoción
durable e intelectualizada. Es importante tener en cuenta que la emoción en su
estado puro y aislado no existe; que incluye a todo el hombre, aunque
desgarrado y desdoblado y que incluso el estado más insensato, el más
irracional del hombre comporta un elemento intelectual). El hombre ya en
posesión de una conciencia moral y religiosa sólo cometerá su primer crimen con
gran dificultad. Pero un crimen engendra fácilmente otro, y el hombre acaba sumergiéndose
definitivamente en la atmósfera mágica de la criminalidad. Esto es lo que Shakespeare
describió notablemente en Macbeth. Es difícil entrar en el camino del terror,
pero una vez que lo haces, no puedes parar, no puedes detener el terror. El mal
es principalmente el resultado de la pérdida de integridad, la ruptura con el
centro espiritual y la formación de centros autónomos que comienzan a vivir una
vida independiente. El bien inherente al hombre testimonia una integridad, una
unidad interior, una subordinación de la vida del alma y del cuerpo a un
principio espiritual. El mal es un más acá que no se puede trasladar al más
allá, siempre que se mantenga la concepción apofática de Dios. La idea del
infierno, lejos de haber sido una victoria sobre el mal, sólo ha servido para
perpetuarlo, para eternizarlo. Ante el doloroso problema del mal, el optimismo
y el pesimismo son igualmente falsos. Hay que ser más pesimista, en el sentido
de que hay que reconocer la existencia del mal en este mundo fenomenal, donde
reina el príncipe del mal, y al mismo
tiempo más optimista al negar la posibilidad del mal en el mundo del más allá.
El conocimiento de la vida, el conocimiento de su parte inferior es un conocimiento
muy amargo. Las revoluciones políticas y religiosas no son más que intentos
simbólicos de conseguir una vida mejor, pues en realidad no dan lugar a una
vida mejor ni a hombres nuevos. No impiden que las tendencias más bajas de la
vida humana se manifiesten en represalias y persecuciones que se justifican por
razones religiosas, nacionales, políticos, ideológicas o por intereses de
clase. El entusiasmo colectivo lleva fácilmente a la institución de una Gestapo
o una Cheka. La vida del hombre dentro de la civilización tiene una tendencia
irresistible a la decadencia, a la descomposición, a la degeneración, a la decadencia, al vacío. Uno
siente entonces la necesidad de salvación, que buscan satisfacer con una vuelta
a la naturaleza, con una vida en el campo, por el trabajo, por el ascetismo,
por el monacato. Es sorprendente observar que cuando los hombres se
arrepienten, no es precisamente de lo que exige el arrepentimiento. Torquemada
no se arrepintió de su pecado como inquisidor, que era real, y creía firmemente
que estaba al servicio de Dios. Los cristianos buscan tanto la
transformación y la transfiguración de su naturaleza como el
perdón de sus pecados. Las ideologías y creencias religiosas se convierten en
objeto de nuevos odios y hostilidades. La religión del amor y la religión del
perdón también se utilizan para enmascarar la lucha por el poder. Los Estados y las sociedades son siempre
agresivos, y la persona humana siempre se ve obligada a defenderse. El amor de
la mujer puede tener un efecto redentor, salvador, como en el Barco Fantasma,
como en el caso de Sollweg en Peer Gynt o Jouhandot en Verónica. La mujer
aparece aquí casi siempre como la imagen de la Santísima Virgen. Pero es más
frecuente que el amor de una mujer sea causa de perdición. Los sacrificios sangrientos
propiciatorios debían haber tenido un significación de expiación, sin ser una
manifestación de la crueldad humana y la sed de sangre. Incluso hoy en día, hay
sacrificios sangrientos humanos, hechos en nombre de ideas y creencias que se
consideran sublimes. Todo este conocimiento amargo de la vida no es el conocimiento
final, el conocimiento de las últimas cosas. Detrás de las tinieblas en la que
el hombre y el mundo están sumidos, una luz brilla, y esta luz es a veces tan
fuerte que uno queda deslumbrado por
ella. El hombre debe mirar al mal a la cara, sin ilusiones, pero nunca debe
dejarse aplastar por el mal. La verdad está más allá de la del pesimismo y
optimismo. La absurdidad del mundo no significa que el mundo esté desprovisto
de sentido, ya que denunciarlo es ya reconocer
implícitamente que ese sentido existe. El mal del mundo presupone la existencia
de Dios, porque en ausencia del mal la existencia de Dios no puede ser reconocido.
La nobleza, la dignidad, lo que yo llamo el verdadero aristocratismo,
requiere que el hombre reconozca sus faltas. En el fondo, la conciencia, que a
menudo no está suficientemente despierta o que está oprimida, siempre es conciencia de la falta. Es
necesario cargar la conciencia con el mayor número posible de fallos y atribuir
el menor número posible a los demás . El aristócrata no es el que declara con
orgullo que es el primero que es un privilegiado, y que quiere mantener su
posición. Sino que es aristócrata el que ve una culpabilidad y un pecado, en el
hecho mismo de que ocupa una situación primera y privilegiada. Es demasiado fácil
acusar de resentimiento a los oprimidos, a los que ocupan los últimos lugares
de la sociedad, como hizo Max Scheler
demasiado injustamente, poniéndose en el punto de vista de un cristianismo
nietzscheano (Max Scheler: El hombre del
resentimiento), que comporta una gran dosis de celos, es ciertamente un
sentimiento que carece de nobleza, pero a menudo puede justificarse. No son los
que causan el resentimiento de los oprimidos los que están capacitados para
denunciarlo. No es la conciencia de la culpabilidad,
que puede no superar los límites de la esfera psicológica y moral que es la más
profunda de todas, sino la consciencia metafísica de la situación del hombre en
el mundo, situación caracterizada por la oposición entre las infinitas
aspiraciones del hombre y las condiciones de su existencia finita, aprisionadas
dentro de estrechos límites. Es en esto en lo que consiste el estado de
decadencia del hombre, es esta la fuente de la que extrae los materiales con
los que construye mundos falsos e ilusorios, dando rienda suelta a sus pasiones no transfiguradas. El hombre se
acostumbra difícilmente a la idea de que es en este mundo una criatura y que
todo lo que le sucede es igualmente mortal. Es por eso que el problema del mal
es sobre todo el problema de la muerte. El mal es la muerte, la victoria sobre la
muerte es la resurrección de la vida, el
nacimiento a una vida nueva. El asesinato, la venganza, el odio, la traición,
la perversión, la esclavitud: todo esto es la muerte. La victoria del Hombre-Dios
sobre el último enemigo que es la muerte
es la victoria sobre el mal. Es la Victoria del Amor, de la libertad, del poder
creador sobre el odio, la esclavitud y la inercia, la victoria de la persona
sobre lo impersonal. La muerte, este último enemigo, también tiene un
significado positivo. El sentimiento trágico de la muerte está ligado al
sentimiento agudo de la persona, del destino personal. Para la vida de la especie,
no hay nada trágico en la muerte, porque esta vida se renueva sin cesar,
constantemente continua, y siempre encuentra compensaciones. La muerte golpea
sobre todo a los organismos más perfectos e individualizados. Con el sentido
agudo de la persona va a la par el
sentido agudo del mal. El sentido positivo de la muerte consiste en que, como
acontecimiento inevitable de la vida individual, muestra la imposibilidad para
el hombre de resolver las tareas infinitas de la vida y de alcanzar la plenitud
en los límites de esta vida y de este mundo (Ver mi libro :El destino del hombre). La muerte es el mal límite, uno de los
caminos que llevan a la eternidad. Una vida infinita sería, en las condiciones
de nuestra existencia limitada y acotada, una verdadera pesadilla. El paso por
la muerte es una necesidad desde el
punto de vista de nuestro destino personal y eternidad personal, al igual que el fin del
mundo es necesidad de la realización de su destino eterno. Las contradicciones
y problemas que surgen de la vida del hombre y del mundo son insolubles en este
eón, lo que hace necesario pasar a otro eón. Esto explica la posibilidad no
sólo del terror a la muerte, sino también de la atracción ejercida por la
muerte. El pensamiento de la muerte es siempre un consuelo para el hombre,
cuando las contradicciones de la vida se vuelven demasiado insolubles, cuando
la nube formada por el mal se vuelve demasiado espesa alrededor de él. Freud veía
en el instinto de la muerte no sólo como un instinto de orden superior al instinto
sexual, sino el único instinto elevado del hombre (ver sus Ensayos sobre el psicoanálisis). Heidegger también se vio obligado a reconocer que la
muerte ocupa un nivel superior al Dasein,
inmerso en la vida cotidiana y en el Man (Sein
und Zeit). La última palabra de su filosofía se refiere a la muerte. Es interesante
observar que el espíritu germánico se siente atraído por la muerte, por la
victoria y la muerte. La música de Wagner está impregnada del pathos de la
victoria y la muerte. Nietzsche predicaba la voluntad de poder, y cantaba la alegría extática de la victoria;
pero las últimas palabras que la haya dictado su desesperado y trágico sentido
de la vida fueron: amor fati. El
espíritu germánico tiene profundidad, pero lo que le falta son las fuerzas de
regeneración, de resurrección. Estas fuerzas existen en el espíritu ruso y N.
Fedorov fue la más alta expresión de estas fuerzas de resurrección. Y no es efecto de la casualidad que la fiesta
principal de la ortodoxia rusa sea la de la Resurrección de Cristo. No son la
muerte ni el nacimiento los que son el factor de la victoria sobre el mal de la
vida y de este mundo: es la Resurrección. La experiencia del mal que reina en
el mundo o es una experiencia que lleva a la pérdida, pero las fuerzas
creativas en la resurrección triunfan sobre el mal y la muerte. La actitud de
la ética cristiana hacia el mal y los malos no puede ser más que paradójica. En
el Cristo Hombre-Dios y el proceso de la humanidad divina se prepara la
transfiguración del cosmos entero. El mal y la libertad que se relacionan con
él no pueden ser el objeto de una representación ontológica y estática, no se
las puede pensar más que dinámicamente,
en términos de una experiencia espiritual y existencial
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