lunes, 12 de abril de 2021

El mal (Nicolás Berdiaeff)

 

Dialectique existentielle du divin et de l’humain

Nicolás Berdiaeff

Editions Arma Artis, 2007

 

Capítulo VI

El mal

El sufrimiento y el mal están ligados el uno con el otro, sin que haya identidad entre ellos. El sufrimiento puede no ser un mal, incluso puede ser un bien. La existencia del mal constituye el mayor misterio de la vida del mundo y opone las mayores dificultades a la teología oficial y a  toda la filosofía monista. La solución racionalista del problema del mal es tan difícil como la solución racionalista del problema de la libertad. Está permitido afirmar, y con mucha razón, que el mal no es por sí mismo una entidad positiva, sino que no seduce más que por lo que roba al bien (San Gregorio de Nisa, Agustín y otros doctores de la Iglesia lo consideraban como un no-ser). Sin embargo, es cierto que el mal no existe. Sin embargo, el mal no sólo existe en el mundo, sino que predomina en él. Lo que se llama no-ser puede tener a menudo un significado existencial. La Nada tiene una gran importancia existencial, aunque no se puede decir que exista (En la Evolución Creativa, Bergson niega la existencia del no-ser, de la Nada, pero sus argumentos no son convincentes. Heidegger y Sartre atribuyen a la Nada una importancia bastante grande). Una de las tentativas para resolver el problema del mal y acordarlo con la posibilidad de una teodicea consiste en declarar que el mal no existe en las partes, mientras que el todo no contiene más que el bien. Esta era la forma de ver de San Agustín, de Leibniz y, además, de la mayoría de las teodiceas, porque admiten que Dios se sirve del mal en vista del bien. Pero tal doctrina está fundada en la negación del valor absoluto de la persona, y está más de acuerdo con la moral antigua que con la moral cristiana. Coloca el punto de vista estético por encima del punto de vista moral. Lo que es verdadero y real, es que la buena finalidad divina está ausente de este mundo empírico, que por otra parte no sabría existir en un mundo reconocido como caído. Se podría decir que la finalidad está implicada  en grupos de fenómenos, cada uno de ellos considerado por separado,  pero que no forma un vínculo que garantice la unidad del conjunto de todo el mundo fenomenal, que no reúne todos los fenómenos del mundo en vista del bien. La doctrina tradicional de la providencia se ve obligada a negar el mal y para negar el mal y la injusticia, y sale del problema planteando la existencia del pecado. Existe en nuestro mundo un conflicto insoluble entre el individuo y la especie. La vida individual, humana y animal, es de una fragilidad extraordinaria y constantemente amenazada, pero no menos extraordinaria es la fuerza generatriz de la vida específica, de la especie que no deja de producir vidas nuevas. La doctrina que ve el mal sólo en partes y niega su niega su existencia en el todo no se preocupa más que de la especie e ignora completamente al individuo. El genio de la especie está lleno de astucia y siempre sugiere siempre al hombre desgraciado argumentos justificativos que lo mantienen en la esclavitud. Es por lo que la vida histórica y social se basa en tantas mentiras. La mentira puede convertirse en una autosugestión cuando el hombre se convierte en el juguete de las fuerzas sociales que le asignan un determinado rango en la vida. La mentira puede aún seguir siendo un medio de defensa de la vida contra los asaltos que sufre. La cuestión de la verdad y la falsedad es una cuestión moral de primer orden.

Para sustraerse de la dolorosa cuestión del mal, el hombre quisiera refugiarse en la esfera de la neutralidad, con la esperanza de ocultar su traición hacia Dios. Pero la neutralidad no tiene profundidad, es todo superficie. Incluso se podría decir que el diablo es neutro, porque es un error creer que el Diablo es lo contrario de Dios. El polo opuesto a Dios es Dios mismo, su otra hipóstasis: los extremos se tocan. El diablo, que es el príncipe de este mundo, se refugia en la neutralidad. La creencia en los demonios y el diablo ha jugado un gran papel en la vida religiosa en general, y en el cristianismo en particular. Esta ha sido una de las soluciones al problema del mal. Declarar que el diablo es la fuente del mal equivale a la objetivación del drama interior del alma humana. El diablo es una realidad existencial, no objetiva, no  igual a las realidades del mundo natural; es una realidad de la experiencia interna, del camino seguido por el hombre. En la vida social, se ha abusado mucho del diablo; se ha utilizado como espantapájaros para asustar a la gente, extendiendo constantemente su reinado, anexando constantemente nuevos dominios. De este modo, se ha creado un verdadero terror religioso. Sólo una religión espiritualmente purificada es capaz de liberar al hombre de los demonios que lo atormentan. La  demonología y la demonolatría no han sido sino los caminos que el hombre ha sido obligado a seguir para alcanzar el reino del Espíritu, la libertad y el amor, el Reino de Dios. La lucha contra el mal se convierte fácilmente en un mal en sí mismo, por contagio, por así decirlo. Conocemos la sombra dialéctica moral del dualismo maniqueo. Los más grandes  enemigos del mal sucumben ellos mismos al mal y se convierten en malvados. Tal es la paradoja de la lucha contra el mal y los malhechores: para vencer el mal, los mismos buenos   se convierten en malvados, y no creen en otros medios de lucha contra el mal que el propio mal. La bondad se trata entonces con desdén y se considera sin interés e insípida, mientras que la maldad es se impone y parece más interesante y atractiva. Los hombres que se dedican a la lucha creen que la maldad es una cualidad más inteligente que la bondad. El problema consiste en la imposibilidad en que se encuentra de alcanzar los fines del bien, los fines buenos. Esto lleva muy fácilmente al mal a medios malignos. Hay que estar en el Bien, hay que exorcizarlo. Sólo el Evangelio supera esta degeneración de la lucha contra el mal en un nuevo mal, sólo él ve en la condenación de los pecadores un nuevo pecado. Es preciso tratar  al diablo,  con bondad. La actitud hacia el diablo y el mal está sujeta a una cierta dialéctica. Empiezas luchando contra el enemigo y contra el mal en nombre del Bien. Pero terminas por dejarte invadir tú mismo por el mal. El problema moral que hoy en día domina a todos los demás es el de la actitud hacia el enemigo. Se cesa de considerar al enemigo como un hombre, y  y se considera imposible una actitud humana hacia él. Este es el mayor insulto a la verdad evangélica, es la mayor apostasía que se hace culpable ante ella. No creo que haya naturalezas irremediablemente demoníacas, es decir, naturalezas sobre las que pesaría el fatum de la obsesión demoníaca, al igual que no creo en la existencia de pueblos demoníacos. No hay, para los hombres y los pueblos, estados demoníacos y es por lo que no se puede formular sobre ellos  un juicio definitivo. Al igual que existe una dialéctica de la actitud hacia el enemigo, una dialéctica que hace que el que lucha contra un enemigo malvado se convierte en malvado a su vez, hay una dialéctica de la humildad, gracias a la cual esta se transforma en pasividad ante el mal, en adaptación al mal. También hay una dialéctica del castigo infligido por los delitos, una dialéctica que hace que el propio castigo se transforma en crimen. Los hombres mismos experimentan la irresistible necesidad de tener un chivo expiatorio, un enemigo al que puedan convertir en la causa de todas las desgracias y que uno puede, y debe, incluso odiar: judíos, burgueses, jesuitas, masones jacobinos, herejes, masones, bolcheviques, sociedades secretas internacionales, etc. La revolución siempre necesita un enemigo, pues es el odio al enemigo que la alimenta, y cuando el enemigo no existe, lo inventa. La contrarrevolución no es diferente. El chivo expiatorio una vez encontrados, el hombre siente un alivio. Esto no es otra cosa más que la objetivación del mal, su proyección al exterior. El Estado tiene razón en luchar contra los crímenes y contra las manifestaciones demasiado violentas del mal, pero esto no  impide que se haga culpable de crímenes y de entregarse al mal. El Estado comete crímenes delitos e inflige el mal como "el más frío de los monstruos" (expresión de Nietzsche), en una actitud impasible y abstracta. En tanto defensor de la ley, el Estado es el guardián del bien, pero al mismo tiempo crea un mal que es propio. La malvada alegría que produce la visión de crueldades infligidas, la satisfacción colectiva que procura el derecho a castigar y a presenciar el castigo se encuentran objetivadas. La relación entre el bien y el mal, lejos de ser simples, están sometidos a una compleja dialéctica existencial. El bien puede degenerar en el mal, así como el mal puede transformarse en el bien. Ya la distinción entre el bien y el  mal ha sido una dolorosa escisión y llevaba el sello del paso por la caída (Ver mi libro: Del destino del hombre). Es una concepción servil la que ve el pecado como un crimen contra la voluntad de Dios y por el cual Dios lo hará objeto de un proceso judicial. Es por un movimiento interior, en profundidad, como se puede superar esta concepción servil. El pecado es el producto de un desdoblamiento, de una disminución, de una incompletitud, de una esclavitud, producto del odio, pero no de una desobediencia a la voluntad de Dios, una violación formal de esa voluntad. Edificar una ontología del mal es imposible e inadmisible, y es porque la idea de un infierno eterno es una idea absurda y perversa. El mal no es más que un camino, una prueba, una ruptura. La caída original es ante todo una prueba de libertad. El  hombre avanza hacia la luz a través de la oscuridad. Esto es lo que  Dostoyevski sentía más profundamente que  cualquier otro.

La explicación más corriente del mal es que es un efecto de la libertad. Pero la libertad es un  misterio que sustrae a toda racionalización. La teoría tradicional del libre albedrío es una teoría estática y no está hecha para desvelar el misterio de la aparición del mal. No se comprende cómo naturaleza, toda bondad, del hombre y la del mismo diablo, cómo la vida edénica que, en los rayos de la luz divina, había llevado la criatura gracias a la libertad, considerada como el mayor don de Dios y como signo de la semejanza divina del hombre, no se comprende, digo, cómo de todo esto pudo nacer el mal y esta vida del hombre y del mundo basada en el mal que recuerda al infierno. Es necesario admitir la existencia de una libertad increada, que precedió al ser y que estaba sumergida en una esfera irracional en lo Boehme llama, dándole, sin embargo, un sentido un poco diferente, Ungrund. El reconocimiento de tal libertad, anterior al ser, a la criatura, al mundo, plantea al hombre el problema de la continuación de la creación del mundo y hace del propio mal un camino, una experiencia dura, no un principio ontológico, marcado con el sello de la eternidad (infierno). La libertad debe ser comprendida  como un principio dinámico, comprometido con un proceso dialéctico. La libertad presenta contradicciones, estados variados y está sujeta a ciertas leyes. El mal plantea el problema escatológico y sólo puede ser abolido y superado escatológicamente. La lucha contra el mal es una necesidad, y debe ser definitivamente vencido. Y al mismo tiempo, la experiencia del mal no sólo ha sido un camino descendente, sino también ascendente  y no directamente y por sí mismo, sino gracias a la fuerza espiritual despertada por la resistencia que ha provocado y gracias al conocimiento de la que ha sido la ocasión y la fuente. El mal está desprovisto de sentido, mientras que tiene un significado superior, al igual que la libertad, que  aunque se opone a la necesidad y a la esclavitud,  puede degenerar en necesidad y esclavitud, puede transformarse en su contrario. El hombre debe pasar por la prueba de todas las posibilidades, adquirir a través de la experiencia el conocimiento del bien y del  mal, y dialécticamente el propio mal puede convertirse en un momento del  bien. El mal debe ser superado de una manera inmanente, sufrir lo que Hegel llama Aufhebung, que consiste en que tras la negación lo positivo entra en la siguiente fase siguiente. Por lo tanto, es así también como  el propio ateísmo puede convertirse dialécticamente en uno de los momentos del conocimiento de Dios. Tal es ya la suerte del hombre que debe pasar por fases como el ateísmo, el comunismo, etc., antes de llegar a la luz, enriquecido por la experiencia inmanente que ha adquirido a través de victorias sucesivas. Los "malos" no deben ser suprimidos, sino iluminados, transfigurados. El mal sólo puede ser destruido desde dentro, no por medios de la defensa y de destrucción exteriores. Este no nos impide poner límites externos a las manifestaciones del mal, destructoras de la vida. Es necesario que se haga al mal una lucha que es a la vez espiritual y social. En las condiciones de nuestro mundo, la lucha social no puede llevarse a cabo sin el uso de la fuerza. Pero la lucha espiritual debe apuntar sólo a la transfiguración, a la regeneración interior. La experiencia del mal obtenida al entregarse a él no es en sí misma una fuente de enriquecimiento: solo puede enriquecer la fuerza positiva y luminosa que se manifiesta y afirma en la lucha contra el mal. La luz presupone las tinieblas, el bien presupone el mal, el poder de la creación presupone no "eso" sino también lo "otro". Esto es lo que Hegel y Boehme lo entendieron mejor que muchos otros.  El mal reina en este mundo. Pero no es el que tendrá la última palabra. El mal puede ser un momento dialéctico en el desarrollo de la criatura, pero solamente porque es un medio que hace posible la manifestación de su contrario, es decir, del bien. En cuanto a la idea del infierno y sus torturas, sólo podría servir para eternizar el mal, era una expresión de la impotencia ante el mal. El mal supone la libertad, y no hay libertad sin la libertad del mal, porque en ausencia de esta libertad, el bien sólo puede imponerse por coacción. Pero el mal se dirige contra la libertad, a la que  pretende matar, para hacer reinar la esclavitud. Según Kierkegaard, es por el pecado que el hombre se convierte en un "yo". Sólo quien ha descendido al infierno conoce el cielo. Y el que está más lejos de Dios es quizás el que está más cerca de él. Según Kierkegaard, es la procreación de los hijos lo que sería el pecado original. Y Baader dice que la vida nace en medio de dolor y sólo sale a la luz tras el descenso a los infiernos. El mundo de la oscuridad y el mundo de la luz están separados por un límite donde brilla un resplandor. El mal comienza por tratarnos como si fuéramos sus amos, luego como si fuéramos sus dueños, luego como sus colaboradores, y finalmente se impone como nuestro amo. Estas son ideas dinámicas que implican contradicción y dan lugar a  al proceso derivado de esta contradicción.

La maldad inherente al hombre proviene de dos fuentes opuestas. A veces el mal es atraído por el vacío que se forma en el alma. A veces la pasión, convertida en idea fija, repele y degenera en maldad: tal es, por ejemplo, el caso de la ambición, la avaricia, los celos, el odio. Sin ser un mal en sí misma, la pasión degenera fácilmente en el mal, lo que lleva a la pérdida de la libertad interior. La pasión de la muerte también es algo posible (Ribot define la  pasión como una emoción durable e intelectualizada. Es importante tener en cuenta que la emoción en su estado puro y aislado no existe; que incluye a todo el hombre, aunque desgarrado y desdoblado y que incluso el estado más insensato, el más irracional del hombre comporta un elemento intelectual). El hombre ya en posesión de una conciencia moral y religiosa sólo cometerá su primer crimen con gran dificultad. Pero un crimen engendra fácilmente otro, y el hombre acaba sumergiéndose definitivamente en la atmósfera mágica de la criminalidad. Esto es lo que Shakespeare describió notablemente en Macbeth. Es difícil entrar en el camino del terror, pero una vez que lo haces, no puedes parar, no puedes detener el terror. El mal es principalmente el resultado de la pérdida de integridad, la ruptura con el centro espiritual y la formación de centros autónomos que comienzan a vivir una vida independiente. El bien inherente al hombre testimonia una integridad, una unidad interior, una subordinación de la vida del alma y del cuerpo a un principio espiritual. El mal es un más acá que no se puede trasladar al más allá, siempre que se mantenga la concepción apofática de Dios. La idea del infierno, lejos de haber sido una victoria sobre el mal, sólo ha servido para perpetuarlo, para eternizarlo. Ante el doloroso problema del mal, el optimismo y el pesimismo son igualmente falsos. Hay que ser más pesimista, en el sentido de que hay que reconocer la existencia del mal en este mundo fenomenal, donde reina el príncipe del mal,  y al mismo tiempo más optimista al negar la posibilidad del mal en el mundo del más allá. El conocimiento de la vida, el conocimiento de su parte inferior es un conocimiento muy amargo. Las revoluciones políticas y religiosas no son más que intentos simbólicos de conseguir una vida mejor, pues en realidad no dan lugar a una vida mejor ni a hombres nuevos. No impiden que las tendencias más bajas de la vida humana se manifiesten en represalias y persecuciones que se justifican por razones religiosas, nacionales, políticos, ideológicas o por intereses de clase. El entusiasmo colectivo lleva fácilmente a la institución de una Gestapo o una Cheka. La vida del hombre dentro de la civilización tiene una tendencia irresistible a la decadencia, a la descomposición, a  la degeneración, a la decadencia, al vacío. Uno siente entonces la necesidad de salvación, que buscan satisfacer con una vuelta a la naturaleza, con una vida en el campo, por el trabajo, por el ascetismo, por el monacato. Es sorprendente observar que cuando los hombres se arrepienten, no es precisamente de lo que exige el arrepentimiento. Torquemada no se arrepintió de su pecado como inquisidor, que era real, y creía firmemente que estaba al servicio de Dios. Los cristianos buscan tanto la transformación  y la  transfiguración de su naturaleza como el perdón de sus pecados. Las ideologías y creencias religiosas se convierten en objeto de nuevos odios y hostilidades. La religión del amor y la religión del perdón también se utilizan para enmascarar la lucha por el poder.  Los Estados y las sociedades son siempre agresivos, y la persona humana siempre se ve obligada a defenderse. El amor de la mujer puede tener un efecto redentor, salvador, como en el Barco Fantasma, como en el caso de Sollweg en Peer Gynt o Jouhandot en Verónica. La mujer aparece aquí casi siempre como la imagen de la Santísima Virgen. Pero es más frecuente que el amor de una mujer sea causa de perdición. Los sacrificios sangrientos propiciatorios debían haber tenido un significación de expiación, sin ser una manifestación de la crueldad humana y la sed de sangre. Incluso hoy en día, hay sacrificios sangrientos humanos, hechos en nombre de ideas y creencias que se consideran sublimes. Todo este conocimiento amargo de la vida no es el conocimiento final, el conocimiento de las últimas cosas. Detrás de las tinieblas en la que el hombre y el mundo están sumidos, una luz brilla, y esta luz es a veces tan fuerte que uno  queda deslumbrado por ella. El hombre debe mirar al mal a la cara, sin ilusiones, pero nunca debe dejarse aplastar por el mal. La verdad está más allá de la del pesimismo y optimismo. La absurdidad del mundo no significa que el mundo esté desprovisto de sentido, ya que denunciarlo  es ya reconocer implícitamente que ese sentido existe. El mal del mundo presupone la existencia de Dios, porque en ausencia del mal la existencia de Dios no puede ser reconocido.

La nobleza, la dignidad, lo que yo llamo el verdadero aristocratismo, requiere que el hombre reconozca sus faltas. En el fondo, la conciencia, que a menudo no está suficientemente despierta o que está oprimida,  siempre es conciencia de la falta. Es necesario cargar la conciencia con el mayor número posible de fallos y atribuir el menor número posible a los demás . El aristócrata no es el que declara con orgullo que es el primero que es un privilegiado, y que quiere mantener su posición. Sino que es aristócrata el que ve una culpabilidad y un pecado, en el hecho mismo de que ocupa una situación primera y privilegiada. Es demasiado fácil acusar de resentimiento a los oprimidos, a los que ocupan los últimos lugares de la sociedad,  como hizo Max Scheler demasiado injustamente, poniéndose en el punto de vista de un cristianismo nietzscheano (Max Scheler: El hombre del resentimiento), que comporta una gran dosis de celos, es ciertamente un sentimiento que carece de nobleza, pero a menudo puede justificarse. No son los que causan el resentimiento de los oprimidos los que están capacitados para denunciarlo. No es  la conciencia de la culpabilidad, que puede no superar los límites de la esfera psicológica y moral que es la más profunda de todas, sino la consciencia metafísica de la situación del hombre en el mundo, situación caracterizada por la oposición entre las infinitas aspiraciones del hombre y las condiciones de su existencia finita, aprisionadas dentro de estrechos límites. Es en esto en lo que consiste el estado de decadencia del hombre, es esta la fuente de la que extrae los materiales con los que construye mundos falsos e ilusorios, dando rienda suelta a  sus pasiones no transfiguradas. El hombre se acostumbra difícilmente a la idea de que es en este mundo una criatura y que todo lo que le sucede es igualmente mortal. Es por eso que el problema del mal es sobre todo el problema de la muerte. El mal es la muerte, la victoria sobre la muerte  es la resurrección de la vida, el nacimiento a una vida nueva. El asesinato, la venganza, el odio, la traición, la perversión, la esclavitud: todo esto es la muerte. La victoria del Hombre-Dios sobre el último enemigo que es  la muerte es la victoria sobre el mal. Es la Victoria del Amor, de la libertad, del poder creador sobre el odio, la esclavitud y la inercia, la victoria de la persona sobre lo impersonal. La muerte, este último enemigo, también tiene un significado positivo. El sentimiento trágico de la muerte está ligado al sentimiento agudo de la persona, del destino personal. Para la vida de la especie, no hay nada trágico en la muerte, porque esta vida se renueva sin cesar, constantemente continua, y siempre encuentra compensaciones. La muerte golpea sobre todo a los organismos más perfectos e individualizados. Con el sentido agudo de la persona va a la par  el sentido agudo del mal. El sentido positivo de la muerte consiste en que, como acontecimiento inevitable de la vida individual, muestra la imposibilidad para el hombre de resolver las tareas infinitas de la vida y de alcanzar la plenitud en los límites de esta vida y de este mundo (Ver mi libro :El destino del hombre). La muerte es el mal límite, uno de los caminos que llevan a la eternidad. Una vida infinita sería, en las condiciones de nuestra existencia limitada y acotada, una verdadera pesadilla. El paso por la muerte es  una necesidad desde el punto de vista de nuestro destino personal y  eternidad personal, al igual que el fin del mundo es necesidad de la realización de su destino eterno. Las contradicciones y problemas que surgen de la vida del hombre y del mundo son insolubles en este eón, lo que hace necesario pasar a otro eón. Esto explica la posibilidad no sólo del terror a la muerte, sino también de la atracción ejercida por la muerte. El pensamiento de la muerte es siempre un consuelo para el hombre, cuando las contradicciones de la vida se vuelven demasiado insolubles, cuando la nube formada por el mal se vuelve demasiado espesa alrededor de él. Freud veía en el instinto de la muerte no sólo como un instinto de orden superior al instinto sexual, sino el único instinto elevado del hombre (ver sus Ensayos sobre el psicoanálisis). Heidegger  también se vio obligado a reconocer que la muerte ocupa un nivel superior al Dasein, inmerso en la vida cotidiana y en el Man (Sein und Zeit). La última palabra de su filosofía se refiere a la muerte. Es interesante observar que el espíritu germánico se siente atraído por la muerte, por la victoria y la muerte. La música de Wagner está impregnada del pathos de la victoria y la muerte. Nietzsche predicaba la voluntad de poder, y  cantaba la alegría extática de la victoria; pero las últimas palabras que la haya dictado su desesperado y trágico sentido de la vida fueron: amor fati. El espíritu germánico tiene profundidad, pero lo que le falta son las fuerzas de regeneración, de resurrección. Estas fuerzas existen en el espíritu ruso y N. Fedorov fue la más alta expresión de estas fuerzas de resurrección. Y no es  efecto de la casualidad que la fiesta principal de la ortodoxia rusa sea la de la Resurrección de Cristo. No son la muerte ni el nacimiento los que son el factor de la victoria sobre el mal de la vida y de este mundo: es la Resurrección. La experiencia del mal que reina en el mundo o es una experiencia que lleva a la pérdida, pero las fuerzas creativas en la resurrección triunfan sobre el mal y la muerte. La actitud de la ética cristiana hacia el mal y los malos no puede ser más que paradójica. En el Cristo Hombre-Dios y el proceso de la humanidad divina se prepara la transfiguración del cosmos entero. El mal y la libertad que se relacionan con él no pueden ser el objeto de una representación ontológica y estática, no se las puede pensar más que  dinámicamente, en términos de una experiencia espiritual y existencial

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