Vicisitudes del miedo
A partir del Renacimiento, la ciencia se ha empeñado en persuadirnos de que vivimos en una naturaleza indiferente, ni hostil, ni favorable. Ello ha traído como consecuencia una disminución de nuestras reservas de miedo. Considerable peligro, pues este miedo era uno de los datos y una de las condiciones de nuestra existencia y de nuestro equilibrio.
Confiriendo intensidad y vigor a nuestros estados, aguijoneaba nuestra piedad y nuestra ironía, nuestros amores y nuestros odios, resaltaba, sazonaba cada una de nuestras sensaciones. Cuanto más nos aguijoneaba, más éramos acosados de serlo, ávidos de incertidumbres y de peligros, de cualquier ocasión de triunfar o sucumbir. Sin pudor ni miramientos, desplegaba sus talentos de impertinente, su brío que temíamos y mimábamos. Nuestro fervor por é1 aumentaba en proporción de los estremecimientos que nos procuraba. Nadie soñaba con sustraerse a su imperio. Nos subyugaba, nos gobernaba, en tanto que estábamos felices de verla presidir con tanto aplomo nuestras victorias y nuestras derrotas. Pero incluso él mismo, que parecía al abrigo de las vicisitudes, debía sufrirlas, y de las más crueles. Bajo los golpes del «progreso», impaciente por borrarlo, comenzó, sobre todo en el pasado siglo, a ocultarse, a hacerse tímida y algo así como vergonzosa, a irse, casi a desvanecerse. Nuestro siglo, más lúcido, acabó por alarmarse: ¿cómo, se preguntaba, acudir en su socorro, volver a darle su antiguo estatuto, reintegrarle en sus derechos? La ciencia misma se encargó de ello: se convirtió en amenaza y fuente de espanto. Y esta cantidad de miedo, indispensable para nuestra prosperidad, la tenemos ahora bien segura.
La tentación de existir. E.M. Cioran
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Es apenas creíble hasta qué punto el miedo se adhiere a la carne; está pegado a ella, es inseparable y casi indistinta. ¡Estos esqueletos no lo sienten, dichosos ellos! Es el único lazo fraternal que nos une a los anímales, aunque ellos no lo conocen más que bajo su forma natural, sana si se quiere; ignoran el otro, el que surge sin motivos, que podemos reducir, según nuestros caprichos, sea a un proceso metafísico, sea a una química demente, y que cada día, a una hora imprevisible, nos ataca y nos sumerge. Para lograr vencerlo precisaríamos el concurso de todos los dioses reunidos. Se señala en lo más bajo de nuestro desfallecimiento cotidiano, en el momento mismo en que estaríamos a punto de desvanecernos si un algo no nos lo impidiese; ese algo es el secreto de nuestra verticalidad. Permanecer erguido, en pie, implica una dignidad, una disciplina que nos han inculcado penosamente y que nos salva siempre en el último instante, en ese sobresalto en el que aprehendemos lo que puede haber de anormal en la carrera de la carne, amenazada, boicoteada por el conjunto de los elementos que la definen. La carne ha traicionado a la materia; el malestar que siente, que sufre, es su castigo. De una manera general, lo animado parece culpable respecto a lo inerte; la vida es un estado de culpabilidad, estado tanto más grave cuanto que nadie toma verdaderamente conciencia de ello. Pero una falta coextensiva con el individuo, que pesa sobre él sin que lo sepa, que es el precio que debe pagar por su promoción a la existencia separada, por la fechoría cometida contra la creación indivisa, esta falta, por ser inconsciente, no es menos real y penetra sin duda en el abrumamiento de la criatura.
El aciago demiurgo. E.M. Cioran
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