martes, 12 de marzo de 2019

LABERINTOS (Jean Hani)


LABERINTOS

Le Symbolisme du Temple Chretien
Jean Hani

CAPÍTULO XI

La cuestión de los laberintos trazados en el suelo de algunas iglesias podría parecer, a primera vista, bastante secundaria y, por esta razón, no ser objeto de examen en una obra que, lo repetimos, quiere ceñirse a lo esencial. Si, con todo, hablamos de ella, no es para satisfacer la justa curiosidad de los aficionados al arte que visitan nuestros viejos edificios religiosos, sino también, y sobre todo, porque el estudio de la naturaleza y la utilización de los laberintos puede proyectar una nueva luz sobre el significado del propio templo.
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El uso de los laberintos parece realmente haber sido muy generalizado, cuando menos en algunos países. En Francia se conservan los de Saint-Quentin, Amiens, Bayeux, Chartres, Poitiers y Guingamp, pero había muchos más, hoy desaparecidos, como los de Arras, Auxerre, Reims y Sens. Los hay en Inglaterra y Alemania; y en Italia, en Pavía, Plasencia, Cremona, Luca, etc. Su origen se remonta ciertamente a muy antiguo, puesto que se encontró uno en los restos de la antigua basílica cristiana de Orléansville (Castellar Tingitanum). Su analogía, por lo menos «literaria», con el famoso laberinto de Creta es cierta y viene atestiguada por inscripciones y representaciones, como veremos en seguida. Pero, ¿hay que ir más lejos y buscar en esta dirección el origen histórico de nuestros laberintos, tomando en cuenta, con Evans, el hecho de que el tipo «basilical» de los edificios podría muy bien haber nacido en Creta? Esto queda en el campo de las hipótesis. Señalemos aún la interesante observación de Autran sobre la distribución de los laberintos en las iglesias de Europa, distribución que coincide, según él, con la de los megalitos; se han encontrado, por otra parte, laberintos grabados en piedras megalíticas, como las del Museo de Dublín. La hipótesis de una transmisión por la civilización megalítica no debe, pues, ser descartada. Por lo demás, no nos detendremos en estas consideraciones de orden histórico, que no encajan directamente en nuestra perspectiva, y nos dedicaremos en seguida al estudio de los laberintos como tales.

Algunos de ellos están colocados en la nave a la altura del crucero, pero la mayoría están trazados al comienzo de la nave, y se presentan al fiel tan pronto como éste franquea la puerta. El laberinto está constituido por una serie de círculos concéntricos y, a veces, como en Amiens, por octógonos concéntricos, lo que viene a ser lo mismo, como ya hemos dicho. El centro está dibujado con claridad y, a veces lo ocupa una representación o un motivo geométrico; y este centro es el punto de intersección de dos ejes perpendiculares, que dibujan una cruz visible a través de los repliegues a menudo muy sinuosos de las líneas de los círculos.

¿Cuál era el sentido de estas figuras y a qué se destinaban? Rechazamos, por supuesto, la tesis de quienes no ven en ellas sino un motivo ornamental puro y simple, por las razones ya expuestas al hablar de los campanarios. Además, aparte de estas razones muy generales, existe una, absolutamente decisiva, para que no nos atengamos a esta falsa explicación, y es que sabemos expresamente que los laberintos servían para unos ejercicios de devoción que se beneficiaban de ciertas indulgencias. Pero antes de examinar de qué se trataba, que es lo que constituye el meollo de la cuestión, apuntemos una primera explicación de esos misteriosos dibujos. Se ha querido ver en ellos la firma colectiva de asociaciones de «Compagnons» constructores, lo cual es tanto más verosímil cuanto que, en algunos casos, como en Amiens, por ejemplo, el maestro de obras se había hecho representar en la parte central. Por otro lado, el laberinto está formado por una línea continua, por lo que ofrece una semejanza con la «cuerda de nudos» o los «lagos de amor», símbolos bien conocidos de las corporaciones de artesanos y que representan, entre otras cosas, el vínculo que une entre sí a los miembros de esas organizaciones. Pero afirmar de los laberintos este papel de «firma» no hace más que alejar la verdadera explicación, que está ligada a la naturaleza misma del objeto y que justificaba su adopción por las corporaciones de oficios.

Una primera aproximación nos viene dada por el hecho conocido de que los laberintos fueron utilizados en la Antigüedad para proteger casas y ciudades contra las influencias maléficas. Knigh, en su libro Cumaean Gates (1936), lo ha demostrado, especialmente a propósito de casas griegas arcaicas en modelos reducidos encontradas en Corinto, y en cuyos muros exteriores hay grabados laberintos (nótese, a este respecto, que la Corinto arcaica muy bien pudo haber sufrido una influencia micénica y, a través de ésta, cretense). Por esta razón, lo relacionaremos con la situación de los laberintos de Inglaterra, que son pequeños monumentos levantados en el exterior y junto a las iglesias. Que los laberintos hayan podido desempeñar, pues, un papel de «exorcismo» con respecto a las potencias del mal no queda descartado. En un mismo orden de ideas, los fosos y las murallas de las ciudades, en la Edad Media, eran consagrados ritualmente contra los asaltos del demonio, de la enfermedad y de la muerte. En este caso, su ubicación cerca de la puerta del templo se justificaría plenamente.

Pero, en fin, esta función apotropaica no ha sido probada por lo que respecta a nuestras catedrales, y, en cualquier caso, no es la esencial. Su destino era ante todo de orden espiritual, lo cual viene demostrado tanto por la tradición como por la propia estructura de los laberintos, como hemos indicado antes.

Si, en esta estructura, consideramos los círculos con sus repliegues y los ejes que se superponen a ellos, quedaremos asombrados por la semejanza de la figura con la tela de araña, que es el modelo natural del tejido. Los cuatro brazos de la cruz constituyen la urdimbre del tejido, mientras que la trama viene representada por las lineas concéntricas y sus repliegues. En el simbolismo universal, el tejido representa el mundo, la existencia, concebida a veces como la construcción de la Araña cósmica, imagen del Artesano supremo. Bajo este aspecto, lo que destaca en el laberinto es la complicación de la trama, la dificultad de orientarse en sus repliegues, y la figura representa la existencia humana, la vida con sus vicisitudes de todo tipo, consecuencia del estado humano y de su inmersión en el mundo. La entrada en el laberinto es el nacimiento, y la salida, la muerte. Leemos, a este respecto, en un manuscrito hermético de la Edad Media conservado en San Marcos: «Viendo estas mil espirales, que van del interior al exterior, estas bóvedas esféricas, que de este lado y el otro vuelven sobre sí mismas, reconoce el curso cíclico de la vida, que te revela así sus recodos resbaladizos y sus caminos tortuosos. Él se despliega concéntricamente y se enrosca sutilmente en espirales compuestas, al igual que en sus roscas la Serpiente del Mal repta y se desliza, a veces a plena luz y a veces en secreto...» 1 Abandonado a si mismo, el hombre es incapaz de orientarse, y se pierde, como Dante, en el «bosque oscuro». Para volver a encontrar el camino ha de poseer el «hilo de Ariadna», que no es otra cosa que los propios repliegues concéntricos, cuyo enmarañamiento es sólo aparente puesto que ellos están constituidos, de hecho, por una línea continua, el «hilo de la existencia». En lenguaje cristiano, el «hilo» que permite al hombre volver a encontrar su ca

1. Publicado en Cahiers du Sud, 8-9, 1939.

ino es la Gracia divina. ¿Es temerario ver una interpretación en este sentido del mito de Teseo, en una inscripción grabada sobre el laberinto del Duomo de Luca: «He aquí el laberinto de Creta construido por Dédalo, del que nadie, una vez dentro, puede salir, salvo Teseo, ayudado graciosamente por el hilo de Ariadna...»? Theseus gratis Adriane (sic) stamine jutus. Hay que prestar mucha atención a esta palabra, gratis, la misma que gratia, la Gracia. Ariadna es la gracia divina que ayuda a Teseo en su lucha contra el monstruo, es decir, al hombre que combate el mal. Esta exégesis alegórica de un mito antiguo en sentido cristiano está totalmente en la línea del pensamiento de los primeros siglos y de la Edad Medía. En el centro del laberinto de Chartres, por otra parte, había representada antaño, igualmente, la escena del combate de Teseo, lo cual constituye un fuerte indicio en favor de la exégesis que proponemos.

Acabamos de hablar del centro de la figura, y esto nos lleva a la segunda forma de considerarla. Ya no consideraremos ahora los repliegues y su desorden, sino los cuatro brazos o ejes cuya intersección pasa por el centro de la figura. Pues bien, notémoslo, nos encontramos ante un diagrama análogo al que rige la fundación del templo: una cruz inscrita en un círculo. Además, la existencia de laberintos cuadrados, como el de Orléansville, muestra claramente que nos encontramos aquí en el mismo terreno simbólico del círculo y su cuadratura. Así, el laberinto se nos presenta con evidencia como un símbolo cósmico, un microcosmo, una «imagen del mundo», en la cual la cruz cardinal, emanación del centro, ordena el «caos», al menos aparente, de los repliegues 2. Lo que cuenta, pues, en la figura, es el centro, el cual se identifica con el Centro del mundo, y al cual van a dar las líneas. Esta es la razón por la cual, en la Edad Media, se llamaba a los laberintos «caminos de Jerusalén», al estar situada necesariamente la ciudad santa, como ya hemos dicho, en el centro del mundo. El recorrido del laberinto hacía las veces,  en algunos casos, del peregrinaje a Jerusalén y había indulgencias asociadas a esta práctica, prueba de que se la tomaba muy en serio. No se trataba sino de lo que se denomina el «viaje al centro» o, si se quiere, «la orientación espiritual» del ser, del que el peregrinaje constituye sólo un aspecto exterior. El peregrinaje, en cuanto marcha ordenada a un centro consagrado, constituye una victoria sobre el espacio y el tiempo, porque su objetivo se identifica ritualmente con el Objetivo supremo, con el Centro supremo, que no es otro que Dios, y, a niveles inferiores, con la Jerusalén celeste y con la Iglesia. Así, en el centro del laberinto de Orléansville puede verse un «cuadrado mágico» cuyas letras componen las palabras Sancta Ecclesia.

2. La Iglesia Sainte Foy de Saverne posee un laberinto en cuyos ángulos están representados los cuatro ríos del Paraíso.

Puede encontrarse quizá una confirmación a lo que decimos en la concepción y el empleo del mandala de los hindúes. El mandala es un diagrama formado por círculos concéntricos inscritos en un cuadrado y, en la tradición hindú, se le considera expresamente una imago mundi. Sirve para las iniciaciones: se traza en el suelo, y el neófito recorre sucesivamente sus distintas zonas para alcanzar el centro. Este viaje al centro es, en el fondo, lo mismo que la procesión ascendente de los fieles hindúes por las escaleras que, por la pendiente del templo-monña, les conducen a la capilla de la cúspide, situada sobre el eje vertical e identificada al Paraíso. El mandala puede ser considerado como la proyección sobre un plano de las espiras del camino por las pendientes del templo, imagen de la ascensión de la montaña cósmica del paraíso. Ocurre exactamente lo mismo con el laberinto: análogo a la figura crucicírcular de los ritos de fundación, él constituye, en el templo, algo así como el diagrama esencial del propio templo en cuanto imagen del cosmos y del Centro espiritual.
En consecuencia, podemos apreciar la importancia y el sentido que recobra, en esta perspectiva, la deambulación del fiel medieval por esa red mística. Esta última no era en absoluto, como decía bastante a la ligera Cisternay, canónigo de Chartres, un «entretenimiento en el que los que no tienen nada que hacer pierden el tiempo dando vueltas». La eminente dignidad de este «peregrinaje», como por otra parte la de cualquier peregrinaje, responde al hecho de que simboliza el auténtico peregrinaje, el auténtico «viaje al centro», que es un viaje «interior» a la búsqueda del Yo. El Yo verdadero del hombre no se identifica ni con su cuerpo, esfera de las sensaciones, ni con su alma, esfera de los sentimientos, ni tampoco con su mente, campo de las ideas y de la razón, sino con su espíritu, o, para emplear el lenguaje tradicional, su corazón. Este espíritu, este corazón, es denominado también, según las escuelas espirituales, el «fondo», el «castillo interior», la «cúspide» o la «cima del alma». Allí es donde reside la esencia humana, «la imagen de Dios en el hombre»: allí está el centro de su ser. Y todo el trabajo espiritual, el objetivo único de la vida, el unum necessarium, es el de «realizar» ese Yo, es decir adquirir conciencia, con la gracia de Dios, no de forma discursiva, sino vital y ontológica, de que sólo ése es nuestro ser verdadero, de forma que todas las demás coberturas del individuo se reabsorben en ese centro vivo y luminoso, que es el «reino de Dios en nosotros», y que, en virtud de la analogía entre el macrocosmo y el microcosmo humano, se identifica con el Centro del mundo. El hombre que, por la gracia de Dios, se ha instalado en este centro, lo ve todo, el mundo y él mismo, con el propio ojo de Dios.

En el esfuerzo, largo y difícil, de concentración sobre sí mismo que debe hacer para lograr esta penetración al centro, el espíritu necesita el sostén de soportes exteriores, que canalicen la corriente sensible y la mental y las hagan entrar en la perspectiva del objetivo, ayudando así a que el hombre encuentre su propio centro. Ésta es la función de las imágenes, sean cuales fueren; aparte de los santos iconos, ha habido desde los comienzos figuras simbólicas abstractas, geométricas, construidas de forma que pusieran de manifiesto el punto central que las engendra. Es posible que el laberinto sea una de éstas. Él encaja, sin duda alguna, en la categoría de los yantras, palabra hindú que designa toda figura que sirva de soporte para la meditación y la concentración. El mandala, como hemos visto, es un yantra de uso ritual. Ahora bien, la analogía entre el mandala y el laberinto es demasiado evidente como para que uno no piense en seguida en unα utilizaciόn similar del segundo 3

Podremos hacernos una idea de lo que representaba el laberinto para el hombre de la Edad Medía, creemos, mediante un ejemplo que ofrece la doble ventaja de ser actual y bien vivo γ, por otra parte, haberse desarrollado, por lo menos en parte, en un medio cristiano. El P. Dournes ha publicado páginas excelentes sobre el arte de los Sré, una tribu de las altiplanicies vietnamitas; entre todos los temas que aborda, seleccionaremos el que nos da a conocer motivos de decoración de la cestería de los Sré.

El punto de partida de todos los trabajos es un cruce de briznas que dibujan un centro llamado nus (corazón), el cual se multiplica y se propaga en cuadrados concéntricos para formar una labor. Este «punto» de cestería es conocido como guung nus, es decir, el «camino del corazón». El cuadrado inicial agrupa las líneas de construción, γ es la figura esencial que concentra la mirada. La observación atenta de este guung nus conduce de forma natural al ojo a buscar el corazón y a concentrarse en él. Un Sré cristiano, instado a decorar una cruz, puso un nus en el centro y, en los cuatro brazos, un movimiento de espiguillas que conducía al centro, lo cual constituye un auténtico Sagrado Coracán. Otro definía el nus como el punto primordial del que todo proviene (= el centro del mundo) γ decía que el cristiano era movido de ese modo a considerar el Corazόn de Jesús como el modelo a seguir, el «punto» a continuar para «tejer» la comunidad de los hombres (L'Art Sacré, 7, 1955).

Esta noción de centro es absolutamente capital para el trabajo espiritual γ, por consiguiente, para la construcción de los objetos que son, de algún modo, sus «herramientas». Hemos comprobado ya como ella gobernaba la fundación del templo, «herramienta de meditación»; acabamos de encontrarla en el laberinto; veamos ahora como el «camino del corazón» ordena la estructura interior del templo alrededor del altar.

3. Para elucidar de forma más completa el papel del laberinto, habría que estudiar, por unα parte, por qué sirvió para ejecutar determinadas danzas rituales, y, por otra parte, considerar su emplazamiento en la Iglesia, en el centro de ésta —como el omphalos de la iglesia bizantina— o hacía la parte inferior de la nave, y la correspondencia de ese emplazamiento con las partes del cuerpo humano. Pero éstas son ya cuestiones muy complejas y que no podemos abordar aquí.

1 comentario:

Raul dijo...

Respecto al tema que toca, podemos ver que el laberinto,
como aquello que impide y permite la llegada al estado edénico, es la misma manifestacion del ser, qtue se pierde una vez que la cruz se produce, es su fortuna la que lo estravía; cuando el espirítu sopla sobre las aguas, se olvida quien es y enamorado de su imagen se pierde en la multiplicidad, sin darse cuenta que la urdimbre del tejido procede de la aguja y que el samsara y el nirvana son lo mismo.