Biblioteca Evoliana.- El artículo del
escritor tradicionalista frances Jean Vareen que reproducimos a continuación,
constituye la introducción a la edición española de "La Doctrina del
Despertar", publicada por Editorial Grijalbo. Varenne resalta especialmente
el carácter aristocrático y guerrero del budismo originario, y dando la razón a
Evola en su percepción del fenómeno budista. Es preciso recordar que la
exposición de Evola es reconocida -todavía- como la mejor exposición del Canon
Budista Palî, es decir, del budismo originario.
El budismo "aristocrático" de Julius
Evola
Jean Varenne
Era 1943 cuando Evola publicaba La doctrina del
despertar, o sea, un momento en que la historia daba un trágico giro, en
particular en Italia, donde el estallido de una de las más crueles guerras
civiles se injertaba en un conflicto mundial que parecía haber echado a doblar
las campanas pregonando la muerte de la cultura europea. Ciudades enteras,
transformadas en piras, habían dejado de existir, y esto no era más que el preludio
del inminente apocalipsis... En esta atmósfera trágica, cuando cabría haber
esperado de los intelectuales una actitud combativa, fundada sobre los valores
de la acción, del coraje y del heroísmo, Julius Evola daba a leer a su público
un libro ¡sobre budismo! Habida cuenta de la imagen que el Occidente se había
formado de las tradiciones orientales y más en particular de la enseñanza de
Shakya Muni, cabe pensar que entre los numerosos posibles lectores de obra tan
inesperada en un periodo crucial de la historia de Italia, hubiera quienes
vieran en este "ensayo sobre el ascetismo budista" una especie de
¡provocación! Tanto más que los orígenes aristocráticos del autor no parecían
predisponerlo, en modo alguno, a interesarse de manera particular por una
religión donde los monjes, ajenos al mundo, desempeñan el papel principal.
Se trataba, en realidad, de un malentendido. Se
olvidaba, por ejemplo, que el futuro Buda era también de estirpe noble o, más
exactamente, era hijo de rey y príncipe heredero y había sido educado en vistas
a que un día heredaría la corona. Se le había enseñado la profesión de las
armas y el arte de gobernar y, a la edad justa, se había casado y tenido un
hijo. Cosas, todas éstas, que evocarían más la formación física y mental de un
futuro samurai que la de un seminarista que se prepara a tomar las Ordenes. Un
hombre como Julius Evola era el mas apropiado para disipar tal error.
Y lo hace en dos frentes: por un lado, no deja de
recordar en su libro cuáles fueron los orígenes de Buda, el príncipe
Siddhartha, destinado al trono de Kapilavastu; por otro, se empeña en demostrar
que el ascetismo budista no es una resignación pusilánime frente a las
desgracias de la vida, sino un combate de orden espiritual no menos heroico que
el de un caballero en el campo de batalla. Como dice el propio Buda (Mahavagga
2, 15): "Mejor morir combatiendo que vivir como vencido". Tal
resolución coincide con el ideal de Evola de triunfar sobre las resistencias
materiales con el fin de alcanzar el Despertar a través de la meditación; no
obstante, hay que señalar que el vocabulario guerrero está contenido en los
escritos más antiguos del budismo, o sea, los que mejor reflejan la enseñanza
viva del Maestro. Evola se entrega incansablemente a borrar esa imagen flaca y
desteñida que el Occidente se ha creado de una doctrina que en sus orígenes se
la quería aristocrática y reservada a "campeones".
Es sabido que después de Schopenhauer, en la cultura
occidental se difundió la idea de que el budismo enseñaba una doctrina de
renuncia al mundo, entendida como actitud pasiva: "dejemos que las cosas
sigan su curso; al fin y al cabo no nos interesan". Dado que en este mundo
inferior "todo es malo", sabio es aquel que, como san Simeón
Estilita, se retira, si no a vivir sobre una columna, por lo menos a un lugar
aislado para meditar. Y la imagen más corriente que nos hacemos de los budistas
es de monjes con hábitos color azafrán que van mendigando su alimento y no
hacen según se cree más que recitar textos aprendidos de carretilla,
puesto que la oración propiamente dicha está prohibida, por lo cual su religión
se antoja una forma de ateísmo.
Evola demuestra muy bien que esa noción del budismo
está radicalmente falseada por una serie de prejuicios. ¿Pasividad?, ¿inacción?
¡Todo lo contrario! Buda no cesa de exhortar a los discípulos a
"esforzarse por la victoria" y él mismo, en el ocaso de la vida,
podrá decir con ufanía: katam karaniyam (¡lo que tenía que hacer lo he hecho!).
¿Pesimismo? Es cierto que Buda, tomando una fórmula del brahmanismo, religión
en la que había sido educado antes de partir de Kapilavastu, afirma que sobre
la tierra "todo es sufrimiento"; pero es así, aclara él mismo, porque
esperamos que nuestros actos nos reporten de inmediato beneficios concretos.
Los guerreros arriesgan su vida por el ansia del saqueo y por el placer de la
gloria; pero quedan inevitablemente decepcionados: el botín es magro y pronto
malversado y la gloria se marchita con rapidez... Más si se toma conciencia de
este estado de cosas (he aquí un aspecto del Despertar), el pesimismo se
disipa, por cuanto que la realidad es la que es, ni buena ni mala de por sí:
pertenece a un devenir que no puede ser interrumpido. Es preciso vivir y
actuar, pues, a sabiendas de que para nosotros ha de contar sólo el instante.
Por lo tanto, el deber (eldhanuna) se afirma como la única referencia válida:
"haz lo que debes", o sea, "haz, pero de modo que tu actuar sea
del todo desinteresado".
Se adivina cómo Evola no ha tenido que fatigarse mucho
para mostrar que este ideal es el de los caballeros andantes de nuestro
Medievo, los cuales ponían su espada al servicio de toda causa noble, sin
aguardar recompensa alguna. Combatían porque un día fueron preparados para
rendir tal servicio y no para enriquecerse despojando a sus adversarios. ¿Eran
pesimistas? Desde luego que no, si al concluir su vida podían decir, como Buda:
"¡Lo que debía hacer lo he hecho!" Tampoco eran optimistas, puesto
que el principio “todo marcha bien en el mejor de los mundos posibles" no
es menos ilusorio que su contrario.
Por fin, el término de "ascetismo" es
susceptible de generar errores en quien observe el budismo desde el exterior.
Evola recuerda, a tal propósito, que el sentido original de esta palabra es
"ejercicio práctico", "disciplina" y, se podría decir
también, "aprendizaje". Mas no, como estamos inclinados a creer, una
voluntad de mortificación ligada a la idea de penitencia que llega, por
ejemplo, a la autoflagelación, pues "es preciso sufrir para espiar los
propios pecados", sino una escuela de la voluntad, un heroísmo puro (o
sea, desinteresado), que Evola, conocedor de la materia, parangona con el
esfuerzo del alpinista. Para el profano, la escalada es un esfuerzo inútil,
para el montañista es un desafío que se lanza a sí mismo con el solo propósito
de poner a prueba su valentía, su perseverancia y, eventualmente, su heroísmo.
Hay aquí una actitud que el brahmanismo conocía ya bajo ciertas formas del
yoga, en especial las tántricas. A esto, Evola, unos años antes, había dedicado
el libro El hombre como potencia (1926).
En el ámbito espiritual el modo de proceder es el
mismo. Buda en determinado momento, según se sabe, estuvo tentado de una forma
de ascetismo semejante a la del ermitaño del desierto; ayunos prolongados,
prácticas tendientes a "quebrantar la resistencia del cuerpo", etc.
Pero llegó a ser verdaderamente él mismo, obtuvo el Despertar, sólo cuando
comprendió que este camino no llevaba a ninguna parte. Con gran escándalo de
sus primeros discípulos dejó de mortificarse, comió hasta satisfacer el hambre
y volvió a mezclarse con el mundo de los hombres. Pero a partir de entonces
comenzó a actuar con desprendimiento: el mundo ya no podía hacer presa de él,
que se había convertido en un “héroe", como habrían dicho los griegos
antiguos, o casi un dios.
Tal es el significado profundo de la enseñanza del
príncipe Siddhartha, transformado en "el Despertado", el buddha, o
"el asceta salido de la dinastía real Shakya (Shakya Muni)". Y todo
el valor del libro de Evola está en poner de manifiesto este budismo auténtico.
Para ello recurre masivamente a las fuentes originales, las recogidas en el
canon en lengua pali, la lengua utilizada por Buda en su predicación. Aunque se
trata siempre de una erudición mantenida bajo control, que no se tiene ella
misma como fin, cual a menudo ocurre con los especialistas, sino que cumple su
papel, esencial pero subalterno, de medio de demostración. La obra de Evola,
como él mismo recalca en el título, es un "ensayo", un compendio, no
una summa. No es una historia del budismo primitivo, antes bien una reflexión
sobre la verdadera naturaleza del ascetismo budista y sobre su posible
integración en el mundo moderno.
¿Quién puede saber lo que Evola pensaba mientras
escribía este libro? Por mi parte me inclino a creer que, presintiendo la
tragedia inminente, quiso ilustrar la virtud de la perseverancia y de la
fidelidad, aunque el combate no tuviera camino de salida. Y cuando, en 1945,
recibió en Viena la terrible herida que lo dejó inmovilizado los treinta años
que aún le quedaban por vivir, se puede creer que, sobreponiéndose a sus
sufrimientos y a su desazón por no poder ya escalar las cimas que siempre lo
habían atraído, se dijo que, como fuera, había hecho lo que tenía que hacer,
habiendo nacido tal día y en tal lugar: testimoniar la verdad. Y si, por
desgracia, en esta edad oscura en la que el universo se precipita hacia su fin
(necesario para que aparezca un mundo nuevo, según la doctrina cíclica del
tiempo), la gente no es capaz de recibir tal testimonio, ¿qué más da? Como dijo
el propio Buda: "Quien ha despertado es semejante a un león que ruge hacia
las cuatro direcciones del espacio". ¿Quién puede saber cómo resonará el
eco de este rugido? Como quiera, es el rugido de un vencedor y esto es sólo lo
que cuenta.
JEAN VARENNE
No hay comentarios:
Publicar un comentario