‘Umar: LA MEMORIA INÚTIL.
En
nuestro artículo sobre “La piedra cúbica en punta” (1) habíamos indicado que
las observaciones sobre los símbolos son accesibles a todo “iniciado” sin
exigir por su parte una “cultura” cualquiera, sea ésta religiosa, científica,
semántica o teológica. El presente artículo se propone desarrollar esta
afirmación y demostrar su fundamento y su veracidad, basándonos en lo que nos
dice René Guénon sobre la metafísica y, más particularmente, en su conferencia
titulada “La Metafísica oriental”, de la cual extraemos las citas que seguirán
a continuación.
Intentaremos
así hacer comprender que la “realización” se obtiene a través de la progresiva
supresión de los “conceptos”, y no por la acumulación, por racional que sea, de
lo que los modernos, erróneamente, acostumbran a llamar “conocimientos”.
Ciertamente,
Aristóteles nos enseña que “el alma es todo lo que conoce”. La lectura
superficial de esta afirmación está en la base de toda la enseñanza actual, que
consiste en acumular “conocimientos” sobre todos los temas posibles, y más
específicamente los conocimientos llamados filosóficos, históricos,
científicos, lingüísticos, tecnológicos, etc., según la idea primaria de que
“cuanto más se sabe, más rico es este saber”.
Ahora
bien, se observará que esta “culturización” exige, sin excepción alguna
posible, la posesión (o la adquisición mediante las técnicas apropiadas) de una
memoria muy sólida. Por otra parte, son innumerables los “institutos” que
proponen métodos de adquisición o de fortificación de la memoria, e incluso
“métodos de lectura rápida”.
E
incluso en el seno de las propias organizaciones iniciáticas esta idea está de
tal forma admitida que se exige a la mayoría de los candidatos a la iniciación
una “cultura” previa a su admisión, pudiendo llegar hasta una preferencia por
los “universitarios”, y esto tanto más cuanto que tales organizaciones creen
absurdamente haber pasado de lo operativo a lo más puramente especulativo.
De
hecho, si juzgamos según la proliferación de los “diccionarios de los
símbolos”, o según la multiplicidad a menudo anárquica de términos hebreos,
desviados o no, en los rituales de los Talleres llamados “superiores”, no se
podría conceder un prejuicio favorable al candidato cuya memoria de
conocimientos profanos o exotéricos no alcance un nivel mínimo.
¿No
se llega incluso a pedir al postulante, según el “tinte” característico del
taller, el conocimiento actualizado del salario mínimo interprofesional, de las
organizaciones sindicales en vigor, de la historia de la revolución francesa o
de los filósofos más recientes, cuando no de los escritores más discutibles, al
estilo de Sartre, Teilhard de Chardin, Aragon, Marcuse, Marx, Freud, Jung y
tantos otros?
Así,
aquel cuya memoria no haya sido solamente mantenida, sino también desarrollada,
no tendría posibilidad alguna de acceder a la “realización metafísica”, que es,
no obstante, el objetivo último de la iniciación.
Ahora
bien, Aristóteles dijo que “el alma es todo lo que conoce”, y no “todo lo que
sabe”. Esta deformación de la idea de “conocimiento”, indebidamente asimilada
al “saber”, conduce incluso a los más aptos a la desilusión y a la renuncia, y
no dejar subsistir, en las altas esferas de la Franc-Masonería, más que a
universitarios, para los cuales, evidentemente, las posibilidades de
realización están, muy a menudo, en razón inversa a sus numerosas
cualificaciones profanas. Y ello porque esta aptitud para la memorización de
los datos o hechos más diversos y a menudo más disparatados es un verdadero
obstáculo en la vía del conocimiento metafísico, que es, como nos dice René
Guénon, “el conocimiento supra-racional, intuitivo e inmediato” de lo que “está
más allá de la naturaleza”, es decir, de lo “sobrenatural”.
Tal
como está aquí enunciado, este conocimiento aparece como la antítesis de la
memoria, definida ésta como “la facultad que consiste en conservar los estados
de conciencia pasados y los conocimientos adquiridos, y de poder evocarlos a
voluntad”.
Incluso
si se admite generalmente que la memoria es evolutiva y que se modifica en
función de la naturaleza de las cosas memorizadas, no es menos cierto que todo
el saber moderno está condicionado por la buena conservación de los conceptos y
de los hechos registrados.
La
definición de la memoria precisa que se trata, ya de estados de conciencia, ya
de conocimientos adquiridos: y esto es evidente, puesto que lo que debe ser
conservado proviene necesariamente del exterior. Se habla incluso de
“almacenar” los datos conceptuales, sean compatibles entre sí o no.
Ciertamente,
René Guénon admite que “…los medios de la realización metafísica… deben estar
al alcance del hombre”, y que “ …es en las formas que pertenecen a este mundo,
donde se sitúa su manifestación presente, que el ser tomará un punto de apoyo
para elevarse por encima de este mundo; palabras, signos simbólicos o
procedimientos preparatorios cualesquiera no tienen otra razón de ser ni otra
función… son soportes, y nada más”.
Así,
se podría creer, como muchos piensan, que cuantos más símbolos, palabras y
signos conoce un iniciado, derivados de las lenguas sagradas antiguas o
actuales, más oportunidades tendrá de acceder al conocimiento metafísico. Abundan
así los “trabajos” llenos de citas en sánscrito, en hebreo, en árabe, con el
loable aunque a menudo estéril objetivo de enriquecer e ilustrar los conceptos
desarrollados. Si a veces ocurre que estas citas tienen como efecto el poner de
relieve la universalidad de un concepto, a menudo el resultado obtenido
consiste en dispensar al lector de profundizar por sí mismo su propia reflexión
sobre los símbolos.
Ahora
bien, Guénon nos pone inmediatamente en guardia a este respecto al precisar que
“…no confundamos un simple medio con una causa en el verdadero sentido de la
palabra”, y que “no debemos entender la realización metafísica como un efecto
cualquiera de algo, porque no se trata de la producción de algo que no exista
todavía, sino de la toma de conciencia de lo que está, de manera permanente e
inmutable, fuera de toda sucesión temporal o de otro tipo, pues todos los
estados del ser, considerados en su principio, están en perfecta simultaneidad,
en el eterno presente”.
Lo
que es permanente e inmutable no tiene evidentemente ninguna necesidad de ser
memorizado ni conservado. Mientras que la memoria supone un conocimiento
cronológico de los hechos memorizados, el conocimiento puro exige, por el
contrario, una abolición de las condiciones temporales, y quien está en la vía
debe primeramente franquear las limitaciones de las condiciones temporales, a
fin de que la aparente sucesión de las cosas pueda transmutarse en
simultaneidad y pueda nacer en él “el sentido de la eternidad, facultad ésta
desconocida por el hombre ordinario”.
E
insiste: “Esto es de una extrema importancia, pues quien no pueda escapar del
punto de vista de la sucesión temporal y considerar todas las cosas de modo
simultáneo es incapaz de la menor concepción de orden metafísico. Lo primero
que debe hacer quien verdaderamente quiere llegar al conocimiento metafísico es
situarse fuera del tiempo, diríamos incluso situarse en el no-tiempo”.
Se
podría objetar que la memoria permite, precisamente, restituir en un instante
dado hechos que están registrados en el tiempo, incluso en épocas muy alejadas
unas de otras, y que sería así una herramienta al servicio del no-tiempo, o que
podría dar una buena imagen de éste.
Esto
sería olvidar que la memoria está totalmente sometida a la cronología, ya que
es la “conservadora” por excelencia. Hay entonces un verdadero abismo entre el
eterno presente, o no-tiempo, y el recuerdo de acontecimientos que no pueden
ser memorizados sino en el tiempo.
Es
ésta la razón de que tal distinción sea de una extrema importancia, pues es a
causa del aparente mecanismo de la memoria que el hombre experimenta grandes
dificultades para evadirse de la condición temporal. Cuando Sri Nisargadatta
Maharaj nos ofrece el ejemplo del niño que dice “yo” y, convertido en anciano,
continúa diciendo “yo”, nos hace entrever el no-tiempo del “Sí”, absolutamente
independiente de la memoria. Precisa incluso que nuestros miedos son el
producto del recuerdo de nuestros dolores, y que nuestros deseos nacen del
recuerdo de nuestros placeres.
Así,
quienes entran en la iniciación deben comprender que la metodología ritual que
practican, lejos de beneficiarse de sus adquisiciones profanas, tiende, por el
contrario, a ponerlas en duda.
Ciertamente,
como dice Guénon, “estos medios podrán, en el punto de partida, ser casi
indefinidamente variados, pues, para cada individuo, deberán ser apropiados a
su naturaleza especial, conforme a sus aptitudes y sus disposiciones
particulares”.
Pero
añade que “no hay ninguna dificultad en reconocer que no existe medida común
entre la realización metafísica y los medios que conducen a ella, o, si se
prefiere, que la preparan. Ésta es por otra parte la razón de que ninguno de
estos medios sea necesario, de una necesidad absoluta; o, al menos, no hay sino
una sola preparación verdaderamente indispensable, y es el conocimiento
teórico”.
Observamos
así inmediatamente que el conocimiento teórico no precisa de la ayuda de la
memoria, puesto que se apoya en principios inmutables y no en la sucesión
aparente de los efectos que pueden ocasionarse y que, por otra parte, son lo
único que puede ser memorizado.
Incluso
el conocimiento teórico, según nos dice Guénon, “no podría llegar muy lejos sin
un medio al que debemos considerar como el que desempeñará el papel más
importante y más constante: este medio es la concentración… Todos los demás no
son sino secundarios con respecto a éste; sirven sobre todo para favorecer la
concentración y para armonizar entre sí los diferentes elementos de la
individualidad humana, a fin de preparar la comunicación efectiva entre esta
individualidad y los estados superiores del ser”.
Ahora
bien, esta “concentración”, que puede ser identificada con la “meditación”, es
la actitud opuesta al acto de memorización, que es la expresión misma de la
exteriorización de las cosas individuales memorizadas.
Y
para volver de nuevo a nuestro anterior artículo, no se puede,
“geométricamente”, situar mejor y simbolizar esta “concentración” sino en la
Punta de la Piedra cúbica, donde no puede subsistir ningún acto de
memorización.
Observemos,
por lo demás, que la memoria no está sometida sólo a las condiciones
temporales: ella comprende igualmente las condiciones espaciales, en la medida
en que lo que tiende a conservar pertenece también al dominio de la forma. Ya
se trate de fórmulas matemáticas, de conceptos sobre la materia, de cosmología,
de imágenes del pasado o incluso de reglas gramaticales, todos nuestros
recuerdos revisten, más o menos, una cierta forma espacial que contribuye, por
su propia naturaleza, a facilitar la memorización. Y, quizá, reflexionando un
poco, descubramos que es ésta la condición necesaria de la memorización.
Ahora
bien, nos dice Guénon que la segunda fase de la realización metafísica “se
refiere a los estados supra-individuales, pero todavía condicionados, aunque
sus condiciones sean distintas a las del estado humano… Lo que se supera es el
mundo de las formas en su acepción más general, comprendiendo aquí todos los
estados individuales, sean cuales sean, pues la forma es la condición común a
todos estos estados, aquella por la que se define la individualidad como tal.
El ser que ya no puede ser llamado humano ha escapado a la “corriente de las
formas”, según la expresión extremo-oriental”.
Así,
la vía de realización metafísica impone, desde su inicio, el abandono de las
condiciones a la vez temporales y espaciales, que son, precisamente, las
condiciones de la existencia, del ejercicio y del aprovechamiento de la
memoria. Se comprenderá entonces no solamente la inutilidad de ésta en la búsqueda
metafísica, sino igualmente su verdadera nocividad con respecto al esfuerzo de
superación que esta búsqueda exige.
Pero
hay más. Tras haber expuesto las dos principales fases de la progresión en el
verdadero conocimiento, René Guénon precisa que “por elevados que sean estos
estados con respecto al estado humano, por alejados que estén de éste, no son
aún sino relativos, y ello es verdad incluso del más alto de ellos, el que
corresponde al principio de toda manifestación. Su posesión no es entonces más que
un resultado transitorio, que no debe ser confundido con el objetivo último de
la realización metafísica; es más allá del ser donde reside este objetivo, con
respecto al cual todo el resto no es más que encauzamiento y preparación. Este
objetivo supremo es el estado absolutamente incondicionado, liberado de toda
limitación”.
Incluso
para el debutante que se atiene todavía a la “letra” de lo que dice René Guénon
aparece totalmente evidente que en este camino toda utilización de la memoria
está absolutamente excluida, no pudiendo ésta en modo alguno franquear las
condiciones limitativas que la justifican necesariamente, como por definición.
Se
comprende así que la “vía masónica”, a la que consideramos como esencialmente
metafísica, no podría consistir en acumular “conocimientos”, con la ayuda no
solamente del intelecto, sino también de la memoria. Pues esta vía simbólica de
“constructores” es, por la inversión normal de los símbolos, una vía de
“destrucción de las ilusiones” en vistas a la comprensión de lo “Real”.
Como
dice René Guénon, “incluso todo lo que se puede expresar no es literalmente
nada con respecto a lo que supera toda expresión, al igual que lo finito, sea
cual sea su magnitud, es nulo frente a lo Infinito”.
Por
lo demás, la extrema punta de la flecha de las catedrales no es para la memoria
sino las “piedras” que ella sintetiza.
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1. Vers la Tradition, nº 60, junio-julio-agosto de 1995.
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