VIII. Porque se querría convertirla en una religión...
La democracia que fue, recordémoslo, un modo entre otros de designación de gobernantes, se nos presenta hoy como una suerte de religión o, incluso, una religión de religiones. Y tiene de la religión lo esencial: la pretensión de monopolizar la verdad.
En las religiones, se comprende. Sin necesariamente tener la ambición de exterminar a todos los que no son cristianos, o a todos los que no practican la religión cristiana exactamente como nosotros (por más que tampoco nos privamos demasiado de esto a lo largo de los siglos), nosotros los cristianos creemos que Dios es trino, que Jesús de Nazareth era Hijo de Dios, que eso es verdad y que, por consiguiente, todos aquellos que piensan lo contrario están equivocados. Creemos esto allí donde se supone que deberíamos creerlo: si repudiamos esta creencia, ya no somos cristianos.
Por su parte, los musulmanes creen que no hay más Dios que Dios, que nunca tuvo un hijo y que Mahoma es su profeta. Si los cristianos tienen razón los musulmanes se equivocan, y viceversa. Hay que agregar que los musulmanes tienen el deber, ellos, de pasar a degüello a los infieles mientras que nosotros habitualmente no lo hacemos sino por exceso de celo, aunque el principio es el mismo: sí, ellos presumen tener el monopolio de la verdad y nosotros... también.
Si, como lo afirman en los días que corren, todas las religiones valen por igual, es que no son religiones.
En política, esta monopolización de la verdad, justificada o no, se comprende menos. Un mínimo de esta tolerancia tan declamada por los partidarios de la democracia alcanzaría para que se admita que los distintos procedimientos para elegir gobernantes son igualmente estimables, sobre todo si se tiene en cuenta la geografía y la historia. Pero allí es donde la democracia moderna desnuda sus pretensiones de alcanzar el status de religión: ya no es más un sistema de designación de gobernantes, ahora es un cuerpo de doctrina infalible y obligatoria, y tiene su catecismo: los derechos del hombre, y fuera de los derechos del hombre, no hay salvación.
La democracia moderna tiene otras notas indispensables de cualquier religión.
Un paraíso: los países democráticamente liberales con, preferentemente, una legislación anglosajona.
Un purgatorio: las dictaduras de izquierda.
Un infierno: las dictaduras sedicentemente de derechas.
Un clero regular: los intelectuales encargados de adaptar las tesis marxistas a las sociedades liberales.
Un clero secular. los periodistas encargados de distribuir esta doctrina.
Oficios religiosos: los grandes programas de televisión.
Un index tácito que prohíbe tomar conocimiento de cualquier obra cuya inspiración fuera reprensible. Este índice resulta admirablemente eficaz bajo la forma de conspiración del silencio mediático, aunque a veces se lo utiliza de un modo más draconiano: si bien todavía no van a parar a la hoguera, algunos libros juzgados deficientes desde el punto de vista democrático son retirados de las bibliotecas escolares como sucedió en Saint-Ouen L’Aumone.
Una inquisición. Nadie tiene el derecho de expresarse si no está en la línea recta de la religión democrática y, si con todo llega a hacerlo, pagará las consecuencias. A este respecto resulta ejemplar el linchamiento mediático al que se lo sometió en Francia a Régis Debray (al cual nadie sospecharía de no ser democrático) porque puso en duda la legitimidad de los crímenes de guerra cometidos por la NATO en 1999 en territorio de Yugoslavia.
Congregación de propaganda de la fe: las oficinas de desinformación, autodenominada de “comunicación” o de “relaciones públicas”.
Misas dominicales: y obispos que utilizan escudos protectores tomados en préstamo a las diversas ONG o a la ONU.
Indulgencias varias generalmente otorgadas a viejos comunistas.
Una legislación penal y tribunales encargados de castigar a quienquiera se atreva a poner en duda la versión oficial de la historia.
E incluso tropas encargadas de evangelizar a los no-demócratas “a sangre y fuego”. Lo hemos visto claramente cuando diecinueve naciones democráticas bombardearon a un país soberano con el que no estaban en guerra.
Hoy, una frase tal como “en el nombre de los derechos del hombre” se va extendiendo tal como “en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” se extendió durante los siglos. Quizás rescatamos el sentido de lo sagrado, pero no creo que sea un sagrado de buena ley.
IX ... Pero de hecho es una idolatría
Le falta a la democracia un factor esencial en cualquier religión verdadera o falsa: la trascendencia.
Esta trascendencia puede adquirir todas las formas que uno quiera, desde la metempsicosis hasta el apocalipsis, pero en todos los casos supone que el hombre venera alguna cosa que está más allá del hombre. ¿ Y bien? Digan todo lo que quieran pero los derechos del hombre no pueden ir más allá del hombre. Son, por definición, antropocéntricos.
Para mi, lo admito sin ambages, la noción misma de “derechos del hombre” constituye un sinsentido, no sólo porque reposa sobre un postulado, sino porque el postulado está mal expresado.
Se comprende que un indio patagón tenga los derechos que le otorga su jefe patagón o que los franceses tienen los derechos que le son garantizados por su republicano gobierno, o que el miembro de un club o el paciente de un hospital o el cliente de un restaurante tenga los derechos que le garantiza tal restaurante, tal hospital o tal club. Pero que el hombre tenga derechos en absoluto, que él mismo se los garantice a si mismo mediante declaraciones periodísticas, nacionales o internacionales – cosa que habitualmente de poco vale – me parece, perdón si escandalizo, una broma gigantesca.
Los chicos juegan a esta clase de juego: “Tu serás el papá y yo seré la Mamá” o “Tú serás el marinero y yo seré el almirante”. Con semejante espíritu se pueden entender las juguetonas expresiones tales como “derecho a la salud” o “derecho a la felicidad”. Ahora bien, toda vez que con semejantes declamaciones no se impide que la gente se convierta en infeliz o se enferme, no me parecen que tengan ni sombra de realidad.
Tomo la Declaración de 1789 y me pregunto sobre afirmaciones como las que siguen:
“El fin de la sociedad es el bienestar de todos” ¿Qué cosa es un bienestar para todos? Que se me suministre una definición que no sea la suma de los bienestares individuales.
“Todos los hombres son iguales por naturaleza” ¿Verdaderamente? ¿Los grandes y los pequeños, los lindos y los desgraciados?
”La ley es la expresión libre y solemne de la voluntad general”. Muy bien. ¿Y qué es, por favor, la voluntad general?
“Los delitos de los mandatarios del pueblo y de sus agentes en ningún caso deben quedar impunes. Nadie debe pretender ser más inviolable que los demás ciudadanos”. ¡Estaría bueno si se pudiera aplicar bien, si siquiera se pudiera aplicar! ¡Riámonos, oh mis contemporáneos, vosotros que no juráis sino por la inmunidad o la amnistía!
Tomo la Declaración universal de 1984 y allí leo que “todos los seres humanos... deben interactuar con espíritu de fraternidad”. Atención: ¡deben! ¿ Se trata de un derecho o de un deber? ¿Y en nombre de quién se establece semejante deber?
“Nadie será sometido a la tortura...”. El tiempo futuro del verbo es conmovedor: me hace acordar a “Tú serás Papá y yo seré la Mamá”.
“Nadie puede ser arbitrariamente detenido...”. ¿Pero qué quiere decir “puede”? ¿No habría que leer allí “debe” puesto que “puede” es obviamente absurdo?
“La voluntad del pueblo es el fundamento de la autoridad de los poderes públicos”. Una vez más, ¿no será demasiado suponer que el pueblo tiene voluntad colectiva?
“La familia es la célula fundamental de la sociedad y tiene derecho a que la sociedad y el Estado la protejan” ¿Y si la sociedad favorece el concubinato de los pederastas y si el Estado remunera a los hacedores de lesbianas...?
No niego que algunas de las ideas que sostienen esta monserga tienen cierto poder seductor, pero, para significar alguna cosa me parece que deberían, por una parte, expresarse bajo la forma de deberes concretos antes que derechos abstractos y, por otra parte, debería fundarse sobre la autoridad más allá de la del hombre y, por tanto, nunca sobre la humanidad que no es más que la adición de todos los hombres vivientes, que hayan vivido o llamados a vivir.
Ya lo constataba Dostoievsky: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Y si los hombres se arrogan el derecho de Dios de decir qué está bien y qué está mal, nada bueno puede resultar, por lo menos según el Génesis.
[Tomado de ¿Por qué soy medianamente democrático? de Vladimir Volkoff.]
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