Tage Lindbom fue antiguo secretario del partido socialdemócrata sueco que se interesó cada vez más a lo largo de su vida por la tradición, en lo que le marcó impronta la obra de René Guenon.
En este artículo se refiere a las tres revoluciones: revolución francesa, revolución rusa de 1917 y lo que denomina tercera revolución, que por otros nombres se podrían denominar revolución burguesa, revolución proletaria y revolución del igualitarismo mundialista, aunque el propio nombre de tercera revolución no deja en su indefinición de ser un nombre bastante coherente para designar el asunto que se trata.
En todos los países del ámbito occidental se han producido episodios más o menos sonados de las tres revoluciones y España no ha sido a este respecto una excepción. Una mención rápida de fechas puede ilustra episodios variados de estas revoluciones, así en lo que se refiere a la revolución burguesa: 182O, el trienio liberal, 1868 “La gloriosa”, 1873 revolución cantonal en la primera república, eso por no hablar de la derrota que supuso para el orden tradicional las tres guerras carlistas del siglo XIX; en lo que se refiere a la revolución proletaria se podría reseñar: 1917 primera huelga general revolucionaria, 1934 revolución de Asturias, 1936 parcial revolución proletaria. Las fechas de la tercera revolución son bastante más difusas: voto femenino –igualdad electoral hombre, mujer-, legalización parcial del aborto y previsible de la eutanasia –igualdad vivo, muerto-, matrimonio homosexual –igualdad hetero, homo-, facilitación del divorcio –igualdad casado, divorciado-, liquidación progresiva de la familia –igualdad hijo legítimo, ilegítimo-, propaganda de profilácticos y de actividades sexuales exentas de convencionalismos - igualdad temperancia, putiferio-, tolerancia al consumo de estupefacientes –igualdad sobrio, colocado-, permisividad de la prostitución, de delincuencia juvenil con suaves leyes del menor, alentamiento de una inmigración masiva indiscriminada –igualdad autótóctono, alógeno- y otra serie de actividades “igualitarias” difícilmente fechables con precisión, a la espera, claro está, de futuras igualizaciones.
Desde luego que la castellana ciudad de Madrid ha sido una buena atalaya desde la que ha sido posible contemplar todos estos episodios y otros muchos que se podrían añadir. En cualquier caso destaca el autor como la revolución en sus diversas fases no ha hecho sino incrementar el poder coercitivo del estado, señalando con precisión una consecuencia fatal:
“Con ello se excluyen todas las formas autonómicas y federales, que han predominado en la sociedad tradicional “
Esto nos trae a la memoria el recuerdo de aquellas pequeñas repúblicas populares en que consistió la genuina Castilla de los orígenes, federadas en virtud una monarquía de carácter cristiano y carismático –muy diferente de la actual-, y que no es probable que retorne. Todos estos efectos revolucionarios ampliamente asimilados por las masas actuales, hacen que la única consideración moderna de Castilla, sea la de una amplio espacio uniforme, sin diferencias, sin historias particulares sin memoria, convenientemente centralizado , urbanizado y castrado. Por lo visto de 38 o 45 provincias más o menos.
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LAS TRES REVOLUCIONES
Tage Lindbom
Texto publicado en la desaparecida revista Sillar, Madrid, octubre-diciembre de 1983.
La Revolución francesa de 1789 completó una empresa y abrió al mismo tiempo las puertas a una nueva época. Completó la secularización occidental: la proclamación de que ya no es Dios, sino el hombre, el soberano en la tierra. Dios queda relegado a su cielo. No interviene ya -se afirma- en los asuntos terrenos; éstos se adjudican desde entonces a la esfera del poder del hombre. En ese momento se abren las puertas a una nueva época. La fraternidad humana bajo el común y todopoderoso Padre del cielo, la "societas" humana de la Cristiandad occidental, queda atacada por la atomización y el pluralismo, y con ello sustituida por los individuos singulares y soberanos.
Todo poder sobre la Tierra --según la declaración de derechos y libertades de los revolucionarios franceses- no pertenece ya a Dios, pertenece al hombre. Este hombre tampoco tiene ya una identidad superior --imagen de Dios--este hombre es idéntico sólo a sí mismo. El poder celestial y paterno ya no está en vigor. En la Tierra ya no hay ninguna comunidad, en cuanto unidad orgánica, cohesionada en el fondo como una fraternidad bajo la guía paterna y celeste. Incluso la familia, la piedra fundamental de toda vida comunitaria, tiene que ceder a la concepción atomística. Soberano es sólo el individuo, y este individuo se apoya sólo en su propia identidad.
LAS CONTRADICCIONES INTRÍNSECAS DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Aquí nos encontramos con la primera y mayor contradicción intrínseca en la empresa de la Revolución francesa. En la ideología jacobina se concibe al individuo ante todo como ciudadano.
La sociedad debe formarse por ciudadanos libres e iguales; es simplemente una suma de estos átomos ciudadanos. Al mismo tiempo forman estos átomos -según dicen- una unidad, que se apoya a su vez en una fraternidad. En qué consisten los fundamentos espirituales y morales de esta fraternidad, nunca nos lo han aclarado los jacobinos.
Pero la empresa de 1789 tiene otra fuente más. Se apoya también en una filosofía, que procedente de Inglaterra como lugar de origen se había extendido ampliamente en los cien años precedentes: el sensismo empírico. Se concibe al hombre como un ser totalmente sensible (sinnlich). Mediante las propias impresiones sensibles --las inclinaciones y pasiones- le es posible al hombre realizarse a sí mismo. El hombre --nos dicen- es el centro dinámico de la existencia. Pero como el hombre es un ser totalmente sensible, las manifestaciones de su esencia se convierten en un ilimitado desarrollo de la propia sensibilidad. Los intereses humanos sensibles tienen que realizarse, pues el hombre es un ser de intereses, y todas sus fuerzas espirituales y corporales están al servicio de sus intereses sensibles, pasiones e impulsos.
Aquí surge un conflicto ineludible. El verdadero civismo descansa en el altruismo, cuyo presupuesto es la virtud. ¿Pero qué es, en definitiva, la virtud? La virtud es un esfuerzo para imitar lo divino, para tener lo divino como ideal ejemplar. En cuanto hombres, somos ciertamente imperfectos, pero buscamos la virtud, lo que puede elevarnos sobre el mundo sensible.
Las virtudes más importantes son la moderación, la misericordia y el amor a la verdad. Sin virtud no hay civismo, pues el con-ciudadano debe ser un hombre altruista. Auténticos con-ciudadanos somos solamente cuando reconocemos a Dios y el Reino de Dios, cuando obedecemos la voluntad de Dios. Pero esto significa que el hombre de intereses sensibles no puede ser un verdadero ciudadano. Pues sensualidad significa interés propio, e interés propio significa egoísmo. Aquí estamos, pues, ante un conflicto: no podemos ser al mismo tiempo ciudadanos virtuosos y altruistas e individuos sensibles y egoístas.
¿Podemos solucionar este conflicto? No; es insoluble. Pero esta actitud se elimina en el siglo siguiente y precisamente mediante la manipulación. Europa se hace liberal en el siglo XIX. En el plano social significa esto, sobre todo, comercialización e industrialización. Surge una nueva sociedad, la sociedad industrial. Con ello se forman nuevas clases. En el desarrollo de esta nueva sociedad aparecen nuevas organizaciones, sindicatos, partidos, asociaciones. El hombre de intereses se organiza y se presenta como hombre colectivo. Con ello se disgrega la sociedad como unidad orgánica; se convierte en campo para la lucha de intereses. El egoísmo se manifiesta en formas colectivas. La manipulación consiste precisamente en esto, en que la lucha que surge de este egoísmo colectivo se presenta como tarea ciudadana.
Los hombres de 1789 han proclamado "el Reino del hombre", la "Civitas hominis", y en los siglos siguientes la posición soberana del hombre se ha hecho cada vez más indiscutible. Con esta secularización no desaparece totalmente Dios de la conciencia del hombre. Pero el liberalismo teológico, en sus esfuerzos de acomodación al espíritu del tiempo, da a las afirmaciones bíblicas cada vez nuevas interpretaciones. Nadie ha caracterizado esto mejor que el gran pensador español Juan Donoso Cortés: "Ellos dedican su culto a Dios, pero no le obedecen".
Esta secularización se hace en el siglo XIX cada vez más pronunciada. El hombre de intereses sensibles olvidó muy pronto la jacobina y romántica conexión del civismo virtuoso. En su lugar se orienta cada vez más resueltamente a los goces sensibles: todos tienen que sentarse a la mesa abundante, todos deben tener parte en la "buena vida". Alexis de Tocqueville dice acertadamente: "Vivimos en el Renacimiento de la carne". Una grande y poderosa corriente de sensualidad irrumpe por Europa.
Pero también divisamos en la nueva sociedad otra corriente: el hombre ambiciona no sólo el placer; quiere también dominar el mundo. Quiere tener también poder. El arma más poderosa para ello es la ciencia, especialmente las ciencias naturales aplicadas, y sobre todo la técnica.
Así encontramos en Europa estas dos corrientes, la que tiende al placer y la que tiende al poder. No están siempre separadas, frecuentemente mezclan sus aguas. Pues el poder ofrece frecuentemente los medios a la vida de placer, y en el mundo de la lucha por el poder son las expectativas y estímulos sensuales importantes fuentes de energía.
Poder y placer, el principio del poder y el principio del placer, son las dos estrellas-guía en la progresiva secularización, en el creciente oscurecimiento del espíritu. En este mundo secularizado desaparecen las virtudes cristianas de la humildad, la pobreza espiritual y la misericordia. En los tiempos antiguos, a pesar de todas las deficiencias y miserias humanas, el prójimo era un hermano. En el mundo secularizado, por el contrario, se convierte el prójimo cada vez más en un obstáculo para el libre movimiento. Por eso el hombre secularizado se ve obligado a procurarse constantemente los medios para el poder en la lucha por la existencia. En ello no tiene ninguna importancia que actúe privada o colectivamente.
Tenemos todavía que considerar otra importante consecuencia de la Revolución francesa. La proclamación de la soberanía del individuo significa una atomización de todo el ser social. Se niega la comunidad del pueblo en el sentido tradicional, pues los vínculos sociales --por ejemplo, los gremios- constituyen impedimentos para el libre desarrollo del individuo. Pero esta liberalización y atomización social produce un vacío social. ¿Podemos vivir en un mundo sin una última instancia reguladora? ¿Podemos vivir sin una autoridad común, a la que podamos apelar cuando estamos amenazados?
Aquí nos encontramos nuevamente ante una contradicción. Fieles a su padre y maestro Rousseau, proclaman los jacobinos los derechos inalienables del individuo, dados por la naturaleza. Pero al mismo tiempo pregonan -siguiendo también a Rousseau- algo radicalmente nuevo: el pueblo y la "volonté générale" que emana del pueblo.
El hombre -no Dios- es el soberano. Pero este soberano se revela en dos formas: como individuo y como algo "superior" general. Con esto nos encontramos con una mitología en "el Reino del hombre", pues esta "voluntad general" se concibe como algo superior, algo "supraterreno", una manifestación espiritual de lo que el hombre quiere "interiormente".
Aquí estamos ante una nueva manipulación. Pues con este mito de la universal volonté générale humana ocultan los jacobinos la contradicción entre el hombre individual y las manifestaciones sociales. "La voluntad del pueblo" aparece como algo semidivino, y en esa imagen debemos contemplar nuestro "Yo" superior. Con ello se encubre el hecho de que el hombre secularizado y sensible, como persona egoísta, no puede tener ninguna relación con las exigencias cívicas superiores. En la figura mítica de la "voluntad del pueblo" se imagina el hombre secularizado que puede aparecer como ciudadano universal y altruista.
Esta manipulación tiene, sin embargo, una importante consecuencia. La forma en que la voluntad del pueblo se manifiesta y formula sólo puede existir centralizada, la "voluntad del pueblo" sólo puede aparecer universalmente válida si es uniforme, pues "el Reino del hombre" no puede tener diversas voluntades del pueblo. Con ello se excluyen todas las formas autonómicas y federales, que han predominado en la sociedad tradicional. La voluntad del pueblo exige un poder centralista y el instrumento político para ello es el Estado con su capital, sede del Parlamento.
Ahora comienzan a dibujarse más claramente los contornos. La proclamación del individuo libre y del pueblo todopoderoso nos trae inevitablemente dos magnitudes absolutas: el individuo y el Estado. Pues solamente el Estado nos puede proporcionar el instrumento de poder que es necesario para proclamar "la voluntad del pueblo". Por tanto, una nueva contradicción. Los jacobinos con la doctrina del individuo libre, nolens volens, nos han regalado el Estado absolutista, el polo opuesto y la contradicción de la libertad individual. ¿Cómo puede realizarse una libertad universal, cuando la forma suprema de este deseo humano de libertad es un aparato coercitivo?
ESTADO Y SOCIEDAD
La Revolución francesa niega, por principio, la sociedad, pero abre las puertas a una evolución, que produce el Estado moderno. La sociedad en el sentido tradicional era una convivencia humana en todas las formas y en todos los niveles. Una sociedad desarrolla su vida en el terreno económico, social, cultural, ético y espiritual. La célula originaria de la sociedad es la familia, y el trabajo profesional constituye el fundamento material de la sociedad. Todo ello pertenece ineludiblemente a una sociedad viva.
El Estado, por el contrario, es un instrumento para el ejercicio del poder, la suma de las funciones políticas, jurídicas, administrativas y militares. En este sentido, el Estado es soberano. La sociedad es un organismo vivo. El Estado es un aparato. Podemos hablar de una sociedad cristiana, pero no de un Estado cristiano, lo mismo que no podemos hablar de una máquina de vapor cristiana.
Así pues, las exigencias de libertad personal están en contra del Estado absoluto y soberano. Lo individual está contra el poder centralizado. Tenemos dos soberanos. ¿Cómo va a solucionar este conflicto "el Reino del hombre"? La evolución histórica en los dos últimos siglos nos da la respuesta.
La progresiva secularización sigue dos corrientes, como ya hemos dicho. El principio del placer tiende a satisfacer lo sensible; el principio del poder, a realizar el sueño del hombre individual y del pueblo: conseguir todo el poder sobre la tierra. El siglo XIX trae un desarrollo sin precedentes de los recursos materiales, nuevas riquezas en un mundo comercial e industrial. En este "Renacimiento de la carne", el hombre secularizado empieza a creer que --como dijo Henri de Saint Simon- la edad de oro no está detrás, sino delante de nosotros.
Al mismo tiempo, el nuevo orden industrial trae también problemas sociales. En primer lugar, rompe la antigua relación de familia patriarcal entre señor y servidor. En el nuevo orden industrial surge una nueva clase social: el trabajador a sueldo y sin propiedad, el proletariado. Esta nueva clase, en una sociedad atomizada y liberal, se encuentra abandonada y huérfana. Los trabajadores buscan una salida a su situación desesperada en la colectividad. Forman grupos de interés: sindicatos, partidos, economatos. Buscan un nuevo "kosmos" social, una seguridad social.
Pero con ello se acaba la clásica fe liberal en la posibilidad de vivir en un orden de libertad personal, variado y vertebrado, con un equilibrio siempre garantizado. No, la convivencia humana es algo más que un intercambio de mercancías, el mundo no se puede convertir simplemente en un gigantesco almacén.
La colectivización allana el camino para algo totalmente nuevo. Las formas colectivas de cooperación tienen una doble finalidad. En primer lugar, el hombre no puede vivir atomísticamente, en total soledad; quiere encontrar de alguna manera y en algún sitio un "kosmos". En segundo lugar, las organizaciones sociales abren la posibilidad de la seguridad y el bienestar. Ahora todos pueden participar de la "buena vida", también los pobres y sin fortuna.
En nuestro mundo secularizado, el principio del placer echa raíces cada vez más profundas. El hombre se entiende a sí mismo cada vez más corno una criatura totalmente sensible, que vive su vida solamente en esta tierra. En esta existencia corporal la cuestión es ganar más y más, explotar la tierra. Al mismo tiempo es necesario conseguir, efectivamente, todo esto en el tiempo más corto posible. Pues la vida humana pasa volando. La cuestión es racionalizar continuamente, procurar siempre nuevos recursos, acelerar el ritmo cada vez más. Así conseguimos más tiempo libre y un acrecentado goce de la vida.
Secularización e ideología del bienestar van inseparablemente unidas. "El hombre tiende al placer y evita lo desagradable", dijo John Locke en el siglo XVII. La estrella-guía es la comodidad. Pero, ¿pueden las modernas organizaciones, sindicatos, sociedades de seguros y otras formas colectivas libres similares lograr todo esto? Es un hecho que, a pesar de todo, la moderna sociedad industrial lleva consigo mucha inseguridad, y además crecen continuamente las exigencias humanas para una vida cómoda. No; las organizaciones libres no bastan.
Pero tenemos todavía a nuestra disposición otro instrumento: el Estado. Con este instrumento de poder es como aparece propiamente "el Reino del hombre". En el antiguo orden patriarcal, la necesidad, la pobreza y la enfermedad se mitigaban, sobre todo, por la Iglesia y por los gremios. Era el mundo de la misericordia, de la caridad cristiana y social.En el moderno orden industrial esto no basta. Paro, enfermedad, invalidez, todo esto no lo pueden dominar adecuadamente los poderes privados. Bienestar social e inseguridad social, ambas cosas van unidas indisolublemente con el moderno industrialismo. Quien dice industrialismo, menta al mismo tiempo al Estado social. El moderno Estado social sigue al orden industrial como la sombra al cuerpo.
El Estado se convierte cada vez más en el gran garante, en la roca firme sobre la que "el Reino del hombre" debe construir su "Iglesia" profana. El principio del placer consigue en el aparato del Estado su mejor e insuperable instrumento. Ninguna esfera de la vida humana se deja ahora -al menos, por principio- fuera de la esfera del poder del Estado. Puesto que el Estado es soberano, puede intervenir en todos los terrenos de la vida humana.
La secularización avanza en dos corrientes poderosas. Búsqueda de placer y ambición de poder son esas dos corrientes, a veces separadas y a veces confluentes. Pero que al final pueden unirse permanentemente. El principio de poder y el principio del placer constituyen ahora, en nuestra época actual, una simbiosis. El Estado se convierte así en el punto de cristalización para todo lo que ansia el hombre secularizado.
El hombre secularizado se cree que es el todopoderoso sobre la tierra. Por ello se afana en conquistar siempre nuevos terrenos. "Saber es Poder", dijo ya Francis Bacon. Ciencia y técnica están entre los medios más importantes. Se añade el poder social y político, la voluntad humana de poder convertida en acciones sociales y políticas. Ya el hombre del Renacimiento concibió el poder como arte, a saber, como arte de alcanzar el poder, de mantenerlo y extenderlo. El mundo ya no es la imagen de Dios, un reflejo de la belleza del cielo, sino que el mundo es más bien un objeto de explotación.
La antigua cuestión acerca de la relación entre sociedad y Estado encuentra en nuestro tiempo su trágica solución. No es como Marx y Engels prometieron: "El Estado se marchita". No; la sociedad es la amenazada y el Estado se hace cada vez más grande y más poderoso. Es verdad que muchos de los habitantes del "Reino del hombre" dicen: "Tenemos que encontrar otro camino". En vano. Pues el camino que el hombre secularizado y ateo ha elegido conduce con lógica necesaria a este totalitarismo estatal.
Los ateos modernos sueñan utopías, construyen quimeras siempre nuevas. Pero no pueden eliminar de sus sueños las tendencias sensibles, su ansia de placer y de poder. Están encadenados en la cárcel de su propia sensualidad, y esta cárcel toma cuerpo en el aparato del Estado.
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