Resumen de metafísica integral
Frithjof Schuon
José J. Olañeta Editor. Palma de Mallorca 2000 Pp 108-110
FELICIDAD
Una de las primeras condiciones de la felicidad es renunciar a la necesidad superficial y habitual de sentirse feliz. Pero esa renuncia no puede surgir del vacío; ha de tener sentido, y ese sentido sólo puede venir de lo alto, de lo que constituye nuestra razón de ser. De hecho, para demasiados hombres el criterio de valor de la vida es un sentimiento pasivo de felicidad, que viene determinado a priori por el mundo exterior; cuando este sentimiento no se produce, o cuando se difumina —cosa que puede tener causas tanto objetivas como subjetivas—, se alarman y están como poseídos por la pregunta: «¿Por qué no soy feliz como antes?» y por conseguir algo que pueda devolverles la sensación de ser felices; lo cual, no hace falta insistir en ello, es una actitud perfectamente mundana, luego incompatible con la menor de las perspectivas espirituales. Encerrarse en una felicidad terrena es crear una barrera entre el hombre y el Cielo, y es olvidar que en la tierra el hombre está exiliado; el propio hecho de la muerte lo prueba.
La primera respuesta a la espera profana del sentimiento de felicidad —o a la mala costumbre de aprisionarse en esa espera como si no hubiese encima de nosotros un cielo ilimitado y sereno—, la primera respuesta, pues, es el recuerdo del Sumo Bien o, en otros términos, la conciencia de su Realidad y de su Felicidad. Es esa conciencia lo que permite percibir la relatividad y la pequeñez de nuestro «complejo» de felicidad, y constatar que hay en la espera en cuestión dos vicios fundamentales, a saber, la concupiscencia y la idolatría; dos cosas, pues, que nos alejan de Dios y por consiguiente de la Felicidad en sí, fuente de toda felicidad.
Pero hay algo más: a la renunciación de la que hemos hablado más arriba, ha de añadirse lo que cabe llamar, del modo más simple, la «vida de oración». Hay que llegar a encontrar felicidad en el acto espiritual, el don de sí, más que en el disfrute pasivo y narcisiano de un bienestar que se espera que el mundo nos ofrezca. «Mayor felicidad hay en dar que en recibir», dijo Cristo 1
Sin embargo, el hecho de hacer fructificar la actitud negativa de renunciación mediante la actitud positiva de afirmación o de don no puede constituir por sí solo la alquimia del contento espiritual; tenemos necesidad igualmente de un estado de ánimo que corresponda más directamente a la felicidad propiamente dicha, y es en primer lugar y con toda evidencia el amor a Dios: el sentido de lo sagrado y por tanto el recogimiento ante la Divinidad, o ante determinada expresión sacramental de su presencia. Esa es la beatitud contemplativa en el santuario, y éste es ante todo nuestro corazón; porque «el reino de Dios está dentro de vosotros».
Otro polo de la felicidad espiritual —complementario del anterior— es la esperanza: nuestra certidumbre condicional de la salvación, certidumbre que depende de nuestra certidumbre de Dios y de la sinceridad de esa certidumbre; pues estar realmente cierto de lo Absoluto es sacar las consecuencias operativas de esa convicción; pues lo Absoluto compromete todo cuanto somos. La fe exige las obras; no son éstas por sí solas las que obran la salvación, pero forman parte de la fe, que abre nuestra alma
1. Hechos de los apóstoles, XX, 35. También Artajerjes, según Plutarco: «Dar es más regio que recibir».
inmortal a la Misericordia salvadora. Las obras —o la obra a secas— son ante todo el diálogo con el Cielo; el aura moral de esta alquimia es la belleza del alma, luego también la actividad exterior que la manifiesta.
La felicidad es la religión y el carácter; la fe y la virtud. Es un hecho que el hombre no puede encontrar la felicidad en sus propios límites; su naturaleza misma lo condena a elevarse por encima de sí mismo, y, haciéndolo, a liberarse.
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