En todo caso los Estados disimulan tras ellos las naciones,
con sus interese y sus fracasos, sus amores y sus odios respectivos. La nación
representa incontestablemente un valor superior al Estado que no tiene más que
una significación funcional, en relación con la formación, la protección y el desarrollo de la primera. Pero el valor
nacional, como todos los otros valores, puede desfigurarse y pretender una
significación suprema y absoluta. Llega a ser entonces nacionalismo
egocéntrico, enfermedad de la que todos los pueblos están más o menos aquejados
y que execra a todas las naciones salvo la suya, tiende a apoderase de la totalidad de los valores. Incluso
reconociendo el valor de la nación, la ética debe pues condenar la aberración
del nacionalismo, comparable a las del estatalismo, del clericalismo, del
cientifismo, del moralismo, del esteticismo, que ofrecen todas formas de
idolatría. En todo caso, si debe condenarlo, debe pronunciarse también contra
la mentira que se le opone: el internacionalismo. Las naciones, en tanto que
valores positivos, forman parte jerárquicamente de la unidad concreta de la
humanidad que engloba su diversidad
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