domingo, 21 de abril de 2013

Contra Teilhard de Chardin (Titus Burckhardt)


CONTRA TEILHARD DE CHARDIN por TITUS BURCKHARDT

 

 

El Espíritu, o Intelecto humano posee la capacidad de trascender las contingencias biológicas, de ver las cosas objetiva y esencialmente, y de formular juicios. Teilhard de Chardin confunde la facultad cerebral con la facultad que podemos denominar «noética». El Noûs ( = Intelecto = Espíritu) no es reducible a la sola acti­vidad del cerebro; el cerebro «va a tientas» hacia el conocimiento, mientras que el Intelecto resuelve y cono­ce directamente. La facultad verdaderamente intelectual—que consiste en distinguir lo verdadero de lo falso, en operar el discernimiento entre lo Absoluto y lo rela­tivo— es con respecto al plano biológico lo que la línea vertical es a la línea horizontal, metafóricamente hablando: pertenece a una dimensión ontológica enteramen­te diferente. Y precisamente porque lleva en sí mismo esta dimensión, el hombre no puede ser solamente un fenómeno biológico transitorio; al contrario, en este mundo fisico y terrestre, él es un centro absoluto. Esta centralidad se revela también por el don del lenguaje, que sólo pertenece al ser humano y que, precisamente, presupone la facultad de objetivar las cosas, de situarse más allá y por encima de las apariencias.

 

El carácter absoluto del estado humano y de la forma que reviste en esta tierra se encuentra confirmado por la doctrina de la Encarnación del Verbo Divino, doc­trina que pierde toda significación en el sistema de Teil­hard. Si es cierto que el hombre posee fundamental­mente la capacidad de conocer a Dios, si, en otras palabras, el cumplimiento de la función que es la suya por defi­nición es realmente una vía que lleva a Dios, se sigue lógicamente que la aparición de un superhombre en la tierra no tiene ninguna justificación. Semejante criatu­ra sería un pleonasmo.

¡Pobres santos! ¡Han venido un millón de años antes de lo debido! Ni uno solo, sin embargo, habría acep­tado nunca la idea de que se pueda llegar a Dios en el plano biológico, o por la vía de una investigación cien­tífica colectiva.

Según el sistema teilhardiano, la facultad «noética» del hombre está ligada a su génesis biológica, no como el ojo está en relación con las demás partes del cuerpo humano, sino más bien como una fase de un desarro­llo está en relación con el desarrollo tomado en su conjunto, lo que no es en absoluto lo mismo. El ojo puede ver los otros miembros y órganos, aunque sea en un espejo, pero el simple fragmento no puede tener cono­cimiento del todo del que emana. Esto ya lo había esta­blecido Aristóteles: quien afirme que toda cosa está en un estado de flujo no podrá nunca demostrar esta afir­mación por la sencilla razón de que esta última no puede apoyarse en nada que esté fuera de ese flujo; hay, por lo tanto, contradicción interna.

 

Una declaración doctrinal que se refiera no a la metafísica, sino a un dogma o bien a una cuestión moral, puede ser perfectamente válida en el marco de una reli­gión determinada, sin que por ello sea necesariamente válida en el marco de otra religión. Pero esto no se apli­ca a Teilhard de Chardin; su tesis sobre el origen del hombre se opone no sólo a la forma y el espíritu de la doctrina cristiana, sino también a toda la sabiduría tra­dicional. Digamos simplemente que esta tesis es falsa y que no expresa la menor partícula de verdad trascendente. ¿Cómo podría hacerlo, por lo demás, si rechaza la noción misma de verdad?: según Teilhard de Chardin, la inteligencia misma, incluido lo que hay de más profundo y de implícitamente divino en ella, está some­tida a la ley del cambio; evoluciona, paralelamente a la supuesta evolución de la materia, de tal modo que no puede tener un contenido fijo e inmutable; el intelec­to humano, siempre según Teilhard, está enteramente «en devenir». Es aquí, por otra parte, donde la tesis teil­hardiana se contradice a sí misma, pues si la inteligencia humana no tiene existencia fuera de la materia, la cual está en un proceso de transformación progresiva desde la edad de los primeros moluscos, ¿cómo podría, pues, el hombre, ese ser «medio desarrollado», abarcar con la mirada la totalidad del movimiento que lo lleva hacia adelante? ¿Cómo lo que es esencialmente imper­manente podría figurarse la naturaleza de la imperma­nencia? Este único argumento debería bastar para echar por tierra la tesis teilhardiana. Queda por explicar por qué esta tesis ha tenido tanto éxito.

 

El hombre medio de nuestra época «cree» ante todo en la ciencia —la ciencia que ha producido la cirugía y la industria modernas—, y esta fe constituye prácti­camente toda su religión. Si al mismo tiempo se consi­dera cristiano, estas dos «religiones» entrarán en conflicto en el interior de su alma, y este conflicto provoca una crisis latente que exige una solución. Teilhard pudo dar la ilusión de aportar esta solución. Él «reconcilia los opuestos», pero no, como debería hacerlo, operan­do una distinción entre niveles de realidad diferentes, por una parte el de la ciencia, que es exacta en su plano, pero necesariamente fragmentaria y condicional, y por otra el de la fe, que está ligado a certezas eternas. No, Teilhard crea una confusión inextricable entre esos dos niveles: da a la ciencia empírica un carácter de certeza absoluta, que no tiene ni puede tener, y proyecta en Dios mismo la idea de progreso.

Además, aduce la teoría de la transformación de las especies como si se tratara de un hecho probado, mien­tras que no es más que una simple hipótesis, como lo admiten, por otra parte, la mayoría de sus partidarios serios; de hecho, nunca se ha presentado ninguna prueba válida de esta teoría, y si a pesar de todo permane­ce en vigor es porque los espíritus modernos no pue­den concebir otra cosa que una génesis situada en el tiempo. La génesis «vertical» de las formas particulares de la vida, a partir de los grados supraformales y aní­micos de la existencia, supera simplemente su horizon­te intelectual. Sin embargo, la honradez científica exige diferenciar entre la prueba y la hipótesis, y que no se construya, como lo hace Teilhard, toda una filosofía —y, de hecho, una pseudorreligión— sobre una base ente­ramente conjetural. No es en absoluto fortuito que Teil­hard se dejara engañar por la famosa superchería de Piltdown —el Eoanthropos de triste memoria— y que fuera uno de los inventores del no menos quimérico «Sinan­tropo» de Chu-Ku-Tien. Pero el aspecto más perverso y más grotesco del teilhardismo es el hecho de que se vea obligado a considerar a los profetas y los sabios de anta­ño como seres mentalmente «subdesarrollados»: ¿acaso no están un poco más cerca del mono que el hombre moderno? Es verdad que, en este aspecto, la tesis de Teilhard de Chardin no tiene nada de original. Su única innovación es la de ser un caballo de Troya destinado a introducir el materialismo y el progresismo en el seno mismo de la religión.

No hay comentarios: