lunes, 22 de abril de 2013

Ser conservador (Titus Burckhardt)


SER CONSERVADOR por TITUS BURCKHARDT

 

 

 

Si se dejan de lado todas las implicaciones políticas que posee este término, el «conservador» es ante todo alguien que se esfuerza por «conservar». Para determinar si tal actitud es acertada o errónea, basta considerar lo que se intenta conservar. Si las estructu­ras sociales que se defienden —y, por otra parte, siem­pre se trata de esto— están en conformidad con la fina­lidad más alta de la vida humana y corresponden a las necesidades profundas del hombre, ¿por qué esas estruc­turas sociales no habrían de ser tan buenas, e incluso mejores, que todas las innovaciones que el transcurso del tiempo puede aportar? Parece normal seguir un razo­namiento como éste, pero el hombre contemporáneo ya no razona normalmente. Incluso cuando no despre­cia sistemáticamente el pasado y no pone todas sus espe­ranzas únicamente en el progreso técnico para mejorar la suerte de la humanidad, tiene generalmente un pre­juicio contra toda actitud conservadora. Pues, de hecho, ya tenga conciencia de ello o no, está influido por la tesis materialista según la cual toda forma de «conser­vadurismo» va contra el principio de cambio inherente a la vida y conduce al «estancamiento».

 

El estado de penuria en que se encuentra hoy el conjunto de los pueblos que no han seguido el tren del progreso técnico parece confirmar esta tesis; en rea­lidad, se omite observar que aquí hay una incitación a un desarrollo cada vez mayor, más que una explicación de los hechos. La idea de que todo deba ser arrastra­do en este cambio constante es un dogma moderno, que tiende a imponerse de forma absoluta en el espí­ritu de nuestros contemporáneos. Se oye proclamar en un tono perentorio, incluso por parte de los que se consideran cristianos, que el hombre mismo está inclui­do en esa evolución general; y no sólo desde el punto de vista de los sentimientos, de los juicios que están efectivamente influidos por nuestro entorno, sino tam­bién de la propia naturaleza humana, la cual, según ellos, está sometida a la ley universal del cambio. Exis­te la idea familiar de que el hombre está en curso de evolución y debe evolucionar hacia una especie supe­rior; el hombre del siglo veinte, por consiguiente, es, según esto, diferente del hombre de las épocas pasadas. En todo esto se pierde de vista esta verdad esen­cial, proclamada por todas las religiones, a saber, que el hombre es el hombre, y no sólo un animal entre los demás, por el solo hecho de que lleva en sí mismo un centro espiritual que no está sometido al principio cós­mico del cambio. En ausencia de este centro espiritual, que es la fuente de nuestras capacidades de razona­miento —y que, por tanto, se puede definir como el ór­gano espiritual que transmite el sentido de la verdad—, no seríamos siquiera capaces de comprobar el cambio que se opera en el mundo que nos rodea. En efecto, como lo enuncia Aristóteles, los que declaran que todo, incluida la verdad, se encuentra en un estado de flujo perpetuo se condenan a la contradicción interna: si nada resiste a ese flujo incesante, ¿sobre qué base pue­den, pues, formular un juicio válido?

 

Aquí, sin duda es necesario recordar que el centro espiritual del ser humano es mucho más que la sola psi­que, la cual está sometida a los instintos y a las impre­siones de toda clase, y que asimismo es muy superior al pensamiento racional. Hay en el ser humano algo que lo enlaza con lo Eterno y que se encuentra precisamente en el punto en que «la luz que ilumina a todo hombre que viene al mundo» (Juan 1,9) se refleja en el plano de nuestras facultades psíquicas y físicas.

 

Si bien este «núcleo» inmutable del corazón del hom­bre no puede ser percibido directamente —del mismo modo que no se puede captar el punto sin dimensio­nes del centro de un círculo—, se sabe sin embargo por qué vías es posible acercarse a él. Semejantes a los radios que convergen hacia el centro de una rueda, estas vías de acceso constituyen la base inmutable de todas las tra­diciones espirituales. Tomadas como reglas normativas para la acción, y para las estructuras sociales que se con­ciben en función del centro espiritual del hombre, estas vías constituyen igualmente la base de toda actitud con­servadora auténtica; tanto es así que el deseo de con­servar ciertas estructuras sociales sólo tiene sentido si estas últimas se fundamentan en el centro inmutable de la condición humana. Esta condición, por lo demás, deter­mina igualmente su capacidad para mantenerse a lo largo del tiempo.

 

En una cultura que, desde su misma fundación, y en virtud de sus orígenes sagrados, está orientada hacia ese centro espiritual, y por ello mismo hacia el orden eterno, la cuestión del valor, o de la justificación, de la actitud conservadora ni siquiera se plantea. No existe, por otra parte, ninguna palabra para definir este con­cepto, de tan evidente que es. En una sociedad cristia­na se es cristiano, al igual que se es musulmán en una sociedad islámica, budista en una sociedad budista, y así sucesivamente. Sin lo cual no se puede pertenecer a estas sociedades respectivas, ni tomar parte en su fun­cionamiento; uno sólo podría mantenerse aislado, o bien oponérseles de modo secreto y disimulado.

 

Este tipo de culturas viven en función de una ener­gía espiritual que pone su sello en todas las formas, desde las más altas hasta las más mínimas; es así como estas culturas son verdaderamente fecundas y creativas. Al mismo tiempo, estas culturas necesitan fuerzas de conservación, sin las cuales su organización no tardaría en disolverse. Basta, por lo demás, que este tipo de socie­dad tradicional sea más o menos coherente y homogénea para que la fe, la fidelidad a lo sagrado y una acti­tud «conservante» o conservadora se reflejen unas en otras como una serie de círculos concéntricos.

 

La actitud llamada conservadora sólo se vuelve pro­blemática a partir del momento en que el orden social ya no está determinado por el orden eterno de las cosas, como es el caso en la Europa de los tiempos modernos. La cuestión que se plantea entonces es la de saber qué fragmentos o vestigios del orden tradicional, que anta­ño englobaba todos los ámbitos, merecen ser preserva­dos prioritariamente para tal o cual ámbito de la vida colectiva. En cada fase histórica de una sociedad (y estas fases se suceden ahora a un ritmo cada vez más rápi­do), los prototipos originales se vuelven a encontrar en un grado o en otro. Aunque el orden primordial esté destruido, quedan de él, sin embargo, ciertos elementos, que conservan una relativa eficacia. Después de cada ruptura con el orden antiguo se establece un equi­librio nuevo, por muy fragmentario e incierto que sea. Ciertos valores esenciales se han perdido irremediable­mente en el camino, mientras que otros, más secundarios al principio, se ven situados en primer plano. Si se quiere evitar que incluso estos últimos se pierdan a su vez, vale más conservar el equilibrio existente que vol­ver a ponerlo todo en cuestión en un intento arriesga­do de efectuar una renovación total.

 

Cuando la alternativa se presenta concretamente en la Historia, la palabra «conservador» hace su aparición. En Europa hizo fortuna por primera vez en la época de las guerras napoleónicas. Este término está definitivamente marcado por el dilema que lleva en sí intrínse­camente. El «conservador» siempre es sospechoso de querer preservar solamente sus privilegios, por modes­tos que sean. En estas condiciones, la cuestión de saber si lo que se quiere conservar vale o no la pena está vicia­da de entrada. Y sin embargo: ¿por qué habría que excluir que las ventajas privadas de tal o cual grupo coincidie­ran con la justicia? ¿Y por qué determinadas jerarquías y obligaciones sociales no podrían ser fuente de buena inteligencia entre los individuos?

 

La manera en que razonan nuestros contemporá­neos demuestra claramente que la inteligencia profun­da tiene muy pocas posibilidades de desarrollarse a falta de un medio favorable desde este punto de vista. Sólo muy escasos individuos —en general los que en su juven­tud han podido conocer algunos recuerdos del orden antiguo, o los que han tenido la ocasión de entrar en contacto con una cultura todavía tradicional en Orien­te— son capaces de imaginar la felicidad y la paz inte­rior que puede conferir un orden social jerarquizado de acuerdo con las vocaciones naturales y las funciones espirituales. Y todavía hay que añadir que procura estos beneficios no sólo a la élite dominante, sino también a las clases trabajadoras.

 

Dicho esto, no hay ninguna sociedad humana, por muy justa que sea globalmente, que no contenga males relativos. Sin embargo, hay un medio seguro y fácil de determinar si tal o cual orden social ofrece o no la feli­cidad a la mayoría de sus miembros: la consideración de los objetos de arte y de todos los productos artesanales, que no sólo tienen una vocación utilitaria, sino que mani­fiestan cierto gozo creativo. Una cultura en la que las artes son privilegio exclusivo de una clase particularmente educada, de modo que ya no se encuentra en ella arte popular o un lenguaje artístico que pueda ser comprendido por todos, es un fracaso completo desde este punto de vista. El éxito extrínseco de una profesión se mide por los beneficios que garantiza; pero su éxito intrínseco resi­de en su capacidad para recordar al hombre su verdadera naturaleza, querida por Dios. A este respecto, éxito extrínseco y éxito intrínseco no coinciden siempre. Labrar la tierra, rezar para que llueva, crear objetos útiles y for­mas inteligibles a partir de las materias primas que ofre­ce la naturaleza, compensar la indigencia de unos con el exceso de riqueza de otros, reinar estando dispuesto a sacrificar la propia vida por aquellos sobre quienes se reina, enseñar por amor a la Verdad: he aquí algunas de esas ocupaciones tradicionales que llevan en sí mis­mas su propia recompensa. Uno tiene derecho a pre­guntarse si el «progreso» las ha promovido o rebajado.

En nuestros días son numerosos los que piensan que el hombre realiza su verdadero destino en el trabajo, manejando una máquina. No: su destino verdadero e integral, el hombre lo realiza cuando reza e invoca la bendición divina, cuando dirige y combate, siembra y cosecha, sirve y obedece. He aquí lo que conviene a la naturaleza humana.

 

Cuando la urbanización que tiende a caracterizar a la vida moderna exige que el sacerdote se despoje de los signos exteriores de su función y se ponga a imitar tanto como sea posible el modo de vida de los laicos, tenemos ahí una prueba de que esta mentalidad urbana ha perdido de vista la verdadera naturaleza del hombre. En efecto, percibir al hombre en el sacerdote equivale a reconocer que la naturaleza humana, en su fondo, se revela infinitamente mejor en la dignidad sacerdotal que en la condición del hombre «corriente». Toda cultura teocéntrica reconoce una jerarquía más o menos explícita de clases, o «castas», sociales. Esto no quiere decir que esa cultura vea al hombre como un fragmento aislado que sólo puede alcanzar su plenitud en el marco de una comunidad. Al contrario, esto significa que la naturaleza humana como tal es con mucho demasiado rica para que todo el mundo, en todo momento, pueda realizar todas sus diferentes facetas. La perfección humana no reside en la suma de todas estas facetas, o funciones, sino más bien en su quintaesencia. Si ha habido sociedades fuertemente jerarquizadas que han podido mantenerse durante milenios, esto no se explica por la pasividad de los pueblos ni por el poder de los soberanos, sino por el hecho de que ese orden social correspondía a la naturaleza humana.

 

    Existe un error muy difundido según el cual la clase más naturalmente conservadora es la  burguesía. Ahora bien, esta última se identifica en el origen con la cultura de las ciudades, en las que, desde hace quinientos años, han nacido todas las revoluciones. Es cierto, sin embargo, que la burguesía, sobre todo después de la Revolución francesa, ha desempeñado a menudo un papel conservador, e incluso, a veces, ha adoptado ciertos ideales aristocráticos, aunque no sin explotarlos en su prove­cho, lo que ha tenido como consecuencia su gradual falsificación. En el seno de la burguesía hubo igualmente individuos cuyo conservadurismo descansaba en bases inteligentes, pero siempre fueron una minoría, y esto desde el principio.

 

El campesino, en cambio, es generalmente conser­vador; lo es, si puede decirse así, por experiencia, pues él sabe —pero ¿cuántos lo saben todavía?— que la vida de la naturaleza depende de la renovación constante de innumerables fuerzas estrechamente vinculadas unas con otras y que deben mantenerse en equilibrio. Y no se puede tocar un solo componente de este equilibrio sin provocar el hundimiento de todo el conjunto. Basta des­viar el curso de un río para modificar la flora de una región entera o para eliminar una especie animal, lo que dará lugar inmediatamente a la proliferación catastrófica de otra especie. El campesino no cree que la llu­via y el buen tiempo puedan crearse a voluntad.

 

De todo esto no hay que concluir que el punto de vista conservador esté ligado ante todo al sedentarismo y a la vinculación a una tierra: está demostrado que nadie en el mundo es más conservador que los nóma­das. En el viaje perpetuo que es su vida, el nómada se dedica a preservar el patrimonio que constituyen su len­gua y sus costumbres; resiste con pleno conocimiento de causa a la erosión del tiempo, pues ser conservador no significa ser pasivo, ni mucho menos.

 

Se trata de un signo eminente de nobleza; el nóma­da, en esto, se parece al aristócrata, o, más exactamen­te, la nobleza inherente a la casta guerrera tiene muchos puntos comunes con el alma del nómada. Por otro lado, la experiencia de una aristocracia que no ha sido corrompida por la vida de corte o por las costumbres urbanas, sino que ha permanecido próxima a la tierra, se pare­ce al tipo campesino descrito más arriba, con la dife­rencia de que el noble del campo siempre tiene un terri­torio y un entorno humano más vastos que el simple campesino. Cuando la aristocracia es consciente, por herencia y por educación, de la unidad esencial de las fuerzas de la naturaleza y las potencias del alma, posee una superioridad que no se puede adquirir de ninguna otra manera. Y quien se sabe dotado de una auténtica superioridad tiene derecho a ejercerla, exactamente igual que quien ha alcanzado la maestría total de un arte tiene derecho a poner su propio juicio por encima del juicio de los ignorantes.

 

Debe quedar bien claro, sin embargo, que la posi­ción predominante de la aristocracia está ligada a dos condiciones, una natural y la otra ética: la condición natural es que, en el seno de una misma tribu o fami­lia, se puede esperar, por regla general, la transmisión hereditaria de ciertos dones y ciertas cualidades; la con­dición ética viene resumida en el dicho nobleza obliga. Cuanto más elevados son el rango social y los privilegios que le corresponden, más grandes serán los deberes y las responsabilidades. Inversamente, cuanto más bajo es el rango, más reducido es el poder y más limitados son los deberes; en lo más bajo de la escala se encuentran las personas completamente pasivas, que apenas tienen responsabilidades éticas. Si las cosas, en este terreno, no son siempre lo que deberían ser, no hay que buscar la causa principal de ello en la herencia natural, pues esta última funciona bastante bien como para garantizar inde­finidamente la homogeneidad de una casta. Hay que bus­car más bien la fuente de esa imperfección en la trans­gresión del principio moral mencionado antes, y que exige un justo equilibrio entre derechos y deberes. Ningún sistema social puede impedir los abusos de poder; semejante sistema, si existiera, no sería humano, puesto que el hombre sólo es hombre si responde al mismo tiempo, y por su propia volición, a una vocación natu­ral y a una vocación espiritual. El abuso de una autori­dad hereditaria, por consiguiente, no prueba nada con­tra la validez del principio de la aristocracia. En cambio, la vocación ética de esta última queda demostrada ente­ramente con el ejemplo del pequeño número de aque­llos que, cuando fueron despojados de sus privilegios ancestrales, no renunciaron por ello a la responsabili­dad moral que habían heredado.

 

Numerosos son los países en los que la aristocracia ha perdido el poder a causa de su autoritarismo; pero la nobleza ha sido desposeída no tanto por su autori­tarismo respecto a las clases inferiores como a causa de sus transgresiones tiránicas de la ley superior de la reli­gión, su única base moral de legitimidad y la única capaz de templar con la misericordia la autoridad de los pode­rosos de este mundo.

 

Después del derrumbamiento no sólo de la jerar­quía social, sino de casi todas las estructuras tradicionales, las personas que han conservado, con toda lucidez, una mentalidad conservadora ya no tienen nada a lo que agarrarse. Se encuentran aisladas en un mundo completamente esclavizado que hace alarde de libertad, que se jacta de ser rico y diverso mientras que su uni­formidad lo aplasta todo. No se cesa de clamar que la humanidad está en la vía de un progreso continuo, que el ser humano, después de haber «evolucionado» duran­te millones de años, ha iniciado ahora una mutación decisiva que debe conducirle a su victoria final sobre las condiciones materiales de la vida. El conservador lúcido e inteligente está solo en medio de una multi­tud delirante, es el único que permanece despierto en medio de un pueblo de sonámbulos que toman su sueño por la realidad. Sabe, por experiencia y por discerni­miento, que el hombre, a pesar de su obsesión por el cambio, sigue siendo el mismo, para lo mejor y para lo peor. Las preguntas fundamentales que plantea la condición humana siguen siendo las mismas; las respuestas a estas preguntas son conocidas desde la noche de los tiempos, y, en la medida en que el lenguaje humano puede expresarlas, han sido transmitidas, desde siem­pre, al hilo de las generaciones. Este legado precioso es lo que importa ante todo al conservador lúcido e inteligente.

 

Dado que en nuestros días casi todas las formas de vida tradicional han sido destruidas, el conservador no tiene sino raramente la ocasión de tomar parte en una tarea que posea, por su significado y su utilidad, un valor universal. Pero toda medalla tiene su reverso: la desaparición de las formas tradicionales nos pone a prue­ba y nos obliga a dar muestras de discernimiento. En cuanto a la confusión que reina a nuestro alrededor en el mundo, nos impone dejar de lado todos los accidentes para volvernos resueltamente hacia lo esencial.

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