Continuación
El Comandante: - Y bien, consideremos pues que, para reedificar la ciudad terrestre, solo tenemos necesidad de las lecciones de la naturaleza. Tenemos teólogos que los sostendrán.
Simplicio: - Su análisis no es nuevo. Es tan viejo como el Bajo Imperio, esto es el principio de la era constantiniana, cuando las autoridades cristianas se encontraron frente a los imperativos del orden temporal. Desembocó en una compartimentación de la moral según los objetos a los cuales se aplica. Santo Tomás ha consagrado a esta delimitación el preliminar de su Summa Theologica. La Ética regula los actos de los individuos, lo Económico regula los de los hogares, y la Política los de la Ciudad. Esta clasificación magistral permitió la Cristiandad funcionar durante ocho siglos. Teniendo en cuenta los datos de la experiencia, supo reservar a cada dominio la parte que le permitía organizarse según sus propias reglas de manera a la vez tradicional y humana. Así el príncipe podía guerrear sin faltar a la Caridad, los cristianos podían oponerse entre ellos enarbolando en cada campo las banderas adornadas con la cruz. El poder no era un pecado, la exclusión era generalmente legítima, y la cristiandad estaba erizada de defensas.
El Comandante (exaltándose): ¡- Y bien! Es de eso que tenemos necesidad: de una fe de cruzado, sin reservas mentales ni pesares, de una fe que esgrima la cruz como un emblema sublime, y que permita también ¿como diría yo? Que recomiende, que se la sirva también como de una masa de armas. Una fe que justifique la violencia cuando sirva a la mayor gloria de Dios. Una fe que haga dar espadazos como de los actos de caridad. ¡Quién nos volverá el corazón puro de Balduino IV de Jerusalén, que combatía bajo el sol quemante de la Tierra Santa a pesar de la lepra que lo corroía, cuando su cota de mallas le arrancaba a cada movimiento de su caballo pedazos de carne! ¡Los valientes del siglo XII no conocían estado de ánimo. Ahí está nuestro ejemplo y nuestra vía de salvación.
Simplicio: - Desgraciadamente, parece evidente que esta bello sistema no funciona más desde hace mucho tiempo, y que, a pesar de nuestros esfuerzos, es imposible volver a ponerlo en marcha. En efecto, se basa en la no interferencia de la norma ética sobre la norma de la política desde el momento en que se aplica un acto operado en su esfera, y la aplicación de una ética adaptada para los hombres que ejercen el poder. Dicho de otra manera, en la moral del siglo XI, es una mancha, incluso un pecado personal, para Godofredo de Bouillon, masacrar musulmanes y judíos después de la toma de Jerusalén, el 15 de julio de 1099, pero no necesariamente una falta de política; incluso hubo que llevarse a los altares a este héroe de la pura tradición caballeresca. En cuanto a Bayard, el último gran caballero, el héroe sin miedo y sin reproches, había ordenado colgar en la horca a los todos arcabuceros que sus ejércitos hacían a presos, porque era intolerable que un destripaterrones pudiera tener razón de un caballero a distancia, suprimiendo así la distancia legítima entre los gentilhombres y los plebeyos. En la moral cristiana de siglo XXI, ningún eclesiástico se atrevería a encontrar las excusas que se le prodigaban sin pesar un asesino de viejas damas. La compartimentación moral, ha sido no solamente trastocada, sino invertida, en el sentido de que el acto cometido en la esfera de la Política en violación de regla ética aparece inmediatamente como un pecado contra el espíritu. En "Política", hay polis, que designa la Ciudad. Se basa pues en la distinción fundamental entre el otro (aquél que es extranjero a la ciudad) y el mismo (el conciudadano), distinción que el hombre dotado de responsabilidad debe aplicar en cada instante, en aplicación de una caridad especial para defender a su grupo con relación y, llegado el caso, contra el otro. En el dominio de la gestión de la ciudad, el egoísmo colectivo es pues de rigor. Ahora bien la moral cristiana está precisamente fundada sobre la apertura al otro por compasión. ¿Qué queda de un tal deber de Estado, el de la Política cuándo se suprime la autonomía de los dominios? Nada significativo. Pero es necesario ir más lejos aún. Cuando la sociedad está destruida, cuando las barreras están aplastadas y la sociedad no es más que un magma, la defensa de las identidades no descansa ya sobre la autoridad de los políticos, sino sobre cada uno nosotros, individualmente. Ahí, la moral cristiana hacia el próximo puede revelarse contradictoria con el deber de solidaridad hacia el grupo. Es preciso osar, pienso, plantearse la cuestión. Como Jean Raspail. En una entrevista que otorgó a L’ Opinion indépendant, el 15 de octubre 1999 y cuyas observaciones fueron recogidas por Christlan Authie, el novelista respondió a la cuestión: “¿Pero que hacemos?” que le fue planteada, con las siguientes palabras: “Soy novelista. No tengo teoría, ni sistema, ni ideología a proponer o a defender. Me parece solamente que una única alternativa se presenta ante nosotros: aprender el coraje resignado de ser pobre o encontrar el inflexible coraje de ser ricos. En ambos casos, la caridad llamada cristiana se revelará impotente. Estos tiempos serán crueles.”
El Comandante: - Olvidan que el próximo, es el más cercano, y soy más cercano de mi hermano que de mi primo, de éste que del extranjero que vive en China. Me siento en el deber pues ocupar en primer lugar cuidar al primero en detrimento del segundo, y así sucesivamente. En fin, conocen el razonamiento.
Simplicio: Bello razonamiento, querido Comandante, que he sostenido muchas veces con la convicción de mi delgado talento. Usted me dice que es necesario distinguir deberes según la jerarquía, los que se tiene hacia sus prójimos, y los que se tienen hacia los menos cercanos. Hay toda una gama de contrafuegos y sutilezas casuísticas que se han construido pacientemente por teólogos preocupados con razón defender el orden social. Sin embargo, no se le puede escapar a usted que ha perdido su fuerza, estos últimos tiempos. En efecto, cuando distancias inmensas separan al otro de usted, es casi imposible no dar prioridad a los suyos, en sentido amplio, ya que la eficacia de la relación humana se impone. La moral del prójimo es una evidencia. Pero cuando el otro está por todas partes en torno ustedes, cuando el extranjero está en su calle, su comercio, su escuelas, cuando sus hijos juegan con vuestros hijos que acaba por hablar como él, imitando su acento o sus idiotismos, es difícil no considerarlo como el prójimo en el sentido cristiano, a menos de construir en su propia cabeza las murallas que remplacen las de la ciudad, que se hundieron. Ahí, la moral de apertura al otro interfiere en nuestras acciones, volviendo más difícil el ejercicio de los derechos del grupo, puesto que declara que nada esencial cuenta más que lo búsqueda de la salvación, para las cual la libertad humana es inalienable. Ahora bien ¿de qué argumento moral dispone, por ejemplo, un padre de familla que desea, en una voluntad de continuidad familiar, impedir una unión de su hijo cuya naturaleza misma implica su ruptura irremediable, por ejemplo una diferencia de raza, de clase o de cultura? Muy pocas cosas. Frente a la soberanía del yo, que trastorna todas las lealtades, afirmando que el individuo no pertenece más que a si mismo, y que la cadena inmensa de generaciones pueden ser rota sin respeto ni remordimiento, la teología moral cristiana (que no se suma) no opone más que la virtud de la prudencia, dicho de otra manera una virtud menor, y mientras que nuestras solidaridades se desmantelan por este brecha, su firmeza se disuelve infaliblemente por otra parte bajo el efecto de la moral de la compasión, también segregada en las glándulas del yo íntimo. Asistimos, en uno periodo muy cortos de cuarenta años apenas, al anonadamiento de siglos de humildes tradiciones que daban una identidad a millones de famillas, quienes no se acuerdan más de nada, cuyos retoños han enajenado la totalidad de su memoria, para reducirse voluntariamente a la condición servil como se la definía en la antigüedad, propia de un ser que no conocía sus ascendientes y vive en el simple instante. El vagabundeo marital que constatamos hoy en porciones cada vez más numerosas de la sociedad no hace más que reforzar esta similitud. ¿Quién volverá a dar a los hombres desgraciados de nuestro tiempo el sentimiento de pertenencia a un grupo natural si ninguna voz trascendente habla a su alma para intimarle a perpetuar su grupo como un derecho y un deber? No sé si usted es teólogo, querido Comandante, pero si lo es, y ya que a usted se lo ve en la vía de la devoción, ¿no podría hacernos un buen razonamiento de teología moral que permita restituir a las comunidades naturales lo que la doctrina de la autonomía del sujeto le ha retirado? ¿Nos puede elaborar minuciosamente una buena ética de grupo, religiosa a la manera del Júpiter Capitolino, o del Shinto, una moral de nosotros al lado de la del otro? O tomar ejemplo de las iglesias orientales, como la Iglesia Armenia que no hace más que una con su pueblo, o, de una manera menos neta, como la ortodoxia; forjar un nuevo razonamiento remplazando esas mecánicas benefactoras que se han convertido en inoperantes, o reforzándolas para volver a poner lo divino en armonía con el buen orden. Para responder este desafío formidable, debemos reformar nuestros argumentos ideológicos, adaptarlos a las nuevas situaciones. ¿Lo puede usted?
El Comandante: ¡- Adaptar, reformar! ¡Pero a usted le parezco un progresista, querido amigo! ¿Para qué raciocinar si es para cambiar lo que es intangible? ¿Qué valor tendrá una religión católica que la se revisa como un anuario telefónico?
Simplicio: - Pero, querido Comandante, usted la revisa sin darse cuenta, y en dominios no desdeñables. La manera como recibe usted las palabras del papa hubiera asombrado mucho a su bisabuelo, para el cual la simple crítica de un gesto del Santo Padre representaba un principio de herejía. El rechazo de ciertos realistas a suscribir la República según el deseo de León XIII era ya considerado como sospechoso y pecaminoso. La lectura de la Acción Francesa les ponía fuera del sacramento en algunas diócesis después de 1926. Incluso a su cuerpo vetado, la religión que practica dejaría muy sorprendido a un devoto de del siglo XVI. Sin embargo, hay algo mucho más grave en este registro. Usted ha estado en disposición de observar, no lo dudo, el horror que los hombres de nuestro tiempo, sobre todo los jóvenes, sean creyentes o no, experimentan por la valorización del sufrimiento, tal como fue practicada durante dos mil de años de cristianismo. Las maceraciones, el ayuno, los golpes de disciplina que los santos de los siglos pasados se infligían para participar en el misterio de la cruz son muy buenamente incomprensibles, incluso obscenos, para la inmensa mayoría de los cristianos de nuestro época Le dejaré el cuidado de deducir lo que quiera en lo que concierne a la fe de nuestros contemporáneos en lo que es el segundo gran dogma de la religión cristiana: la Redención.
Como lo remarcaba Ortega y Gasset, hay en toda convicción una parte de inercia y una parte de voluntad. Ciertas concepciones son aceptadas porque forman parte del entorno, sin haber sido inventariadas, sin que sus implicaciones hayan sido registradas. Ortega las llama los objetos de la creencia. Otras son objeto de una fuerte asociación del pensamiento y de la voluntad, son, siempre según él, los verdaderos objetos de la fe. La imposibilidad en el cual usted está de diferenciar estos dos datos: el que tienerealmente y el que le vincula solamente la fuerza del hábito, y que estaría desolado de perder, sin que adoptara las medidas necesarias para preservarlos. Es el papel del pensamiento viviente hacer esta división. Por otra parte, grandes controversias han sacudido la cristiandad durante siglos, y vivimos siempre sobre los conclusiones de una de las más famosos: la Controversia de Valladolid. Deberíamos interrogarnos sobre su pertinencia, que tiene una singular actualidad.
El Comandante ' – No creo acordarme perfectamente de esta controversia Recuérdeme de que se trata, se lo ruego.' Simplicio: - En medio del siglo XVI se celebró en Valladolid, en presencia de los representantes del Papa et del rey de España un coloquio entre dos teólogos:" el obispo dominicano de Chiapas Bartolomé de Cansa uno de los padres del derecho de gentes, y el filosofe tomista Ginés de Sepúlveda. El primero sostenía que el estado de servidumbre en el cual los españoles habían reducido a los indios de América era incompatible con la fe cristiana. Proclamaba la necesidad de convertirlos por la única fuerza de la persuasión misionero. Por lo demás, España debía reembarcar sus soldados, sus feudatarios y sus mercaderes si quería evitar la maldición divina. El segundo, basándose en los escritos de Aristóteles, sostenía al contrario que las poblaciones autóctonas de este continente estaban predestinadas a la esclavitud por su naturaleza inferior, y que solamente una pequeña parte de entre ellos podían merecer recibir la revelación de los evangelios. Justificaba su disminución y la destrucción de su cultura por su naturaleza semi-humana y el horror de sus costumbres, especialmente los sacrificios humanos y la antropofagia.
El Comandante: ¿- Y que decidieron el papa y el muy católico rey?
Simplicio: - El Papa rechazó el imprimatur a Sepúlveda a causa de la falsedad de sus tesis; puesto que las uniones entre indios y españoles no eran estériles, no se podía rechazar la plena condición humana a los indios, y por tanto su derecho a la salvación. Las Casas había pues ganado en lo esencial. Sin embargo su victoria estaba teñida de amargura: en efecto, para ahorrar a los Indios los trabajos demasiado duros que les hacían perecer en gran número, autorizó al rey de España, según los consejos que el pobre obispo habían dado imprudentemente, a hacer venir por barcos cargamentos de esclavos negros, estando consideradas las poblaciones negro-africanas resistentes al trabajo. Bien entendido que no era cuestión de renunciar a las Indias Occidentales, ni a las plantaciones, ni a las minas de oro y plata. Fue este debate famoso el que dio la señal inicial de la trata de negros que duró cerca de tres siglos. Se ve ahí en obra un escenario que se reproducirá más tarde: buenas intenciones y principios "inmaculados" dan lugar, por ignorancia o menosprecio de las necesidades, a consecuencias desastrosas.
El Comandante: - ¿Y cuales son las consideraciones que le inspiran hoy día la controversia en cuestión? ¿Sobre todo, en que concierne este debate a nuestra época?
Simplicio: - Esta controversia es un ejemplo característico de la dificultad insuperable a que ha experimentado la Iglesia en responder a una cuestión que esconde otra, que esa, no le concierne. En efecto, el razonamiento propuesto por Sepúlveda es extraño, en el sentido de se ve mal cómo los tribunales eclesiásticos habrían podido admitir que los Indios solo pertenecían “parcialmente” a la especie humana, mientras que la principal justificación de la conquista era la conversión. Por tanto, tenía detrás de él a lo los funcionarios imperiales del Consejo de Indias y las autoridades coloniales, que temían las consecuencias catastróficas que una decisión real inducida por el sentencia pontificia hubiera provocado inevitablemente sobre la administración de los territorios conquistados, si hubiera impuesto las soluciones que Las Casas deseaba. Se trataba pues de preservar una institución humana, amenazada por la aplicación intransigente de un principio de teología moral. La respuesta de la autoridad religiosa, reafirmando el principio, pero concediendo compromisos cuestionables, es típica de los problemas sin solución. En efecto, el problema es saber que consecuencias se debe sacar de la unidad de la especie humana. Si esta unidad se aplica con menosprecio de las barreras necesarias, ninguna obra humana resiste, y el cristianismo opera como una bomba de efecto retardado.
El Comandante: - Pero no es la Iglesia ni la Fe quienes reclaman estas destrucciones. Al contrario, usted mismo dice que sus enseñanzas han buscado, incluso torpemente, compromisos para preservar el orden. ¿Entonces que queda de sus observaciones?
Simplicio:-Efectivamente, pero cuando la Fe se eclipsa, cuando las instituciones religiosas se secularizan, los instintos de conservación colectiva que la religión ha sustituido no se reconstituyen ya. En un sentido, estamos hoy en frente de un rompecabezas similar, pero invertido. Nuestras sociedades, en su fundamento mismo, el de la transmisión biológica de la herencia, sin la cual nada puede durar, están amenazadas a muy corto término por el individualismo universalista que el cristianismo no ha predicado, pero que ha salido de su seno. Parafraseando a Pablo VI, digamos que, si es cierto que las causas de nuestra decadencia no está en el cristianismo, ellas vienen de ahí sin embargo. Todas las cosas iguales por otra parte, nuestro hundimiento moral no carece de semejanzas con la brutal dimisión de la voluntad que afectó a las sociedades Indias el tiempo de Conquista. Mismo disgusto por el esfuerzo, misma negativa a parir, misma certeza de no merecer transmitir una tradición en quiebra, mismo rechazo de su sacralidad, mismo suicidio de una cultura que encontraba en sus propios mitos un anuncio de su propia destrucción, puesto que los guerreros españoles eran reconocidos por ellos como encarnación de sus dioses. Los Aztecas y los Incas, si no encontraron en las filas sus sacerdotes una puesta en orden de la mitología de manera para organizar su renacimiento, tuvieron al menos en frente ellos una religión compasiva que les garantizó una supervivencia humillada. Nosotros no tendremos esa “suerte”. Cada pueblo del mundo verá en la desaparición o el mestizaje de la raza blanca una sabrosa venganza. No contemos ni con el reconocimiento, ni con la piedad. Es pues a los clérigos testarudos y caritativos de los que hablaba ahora mismo que incumbe dar una nueva visión de la teología moral que permita a nuestros pueblos sobrevivir y reconstruir un orden social, echando a bajo las ideas falsas que imponen cada día una represión totalitaria de todo lo que se opone ellas.
Lo que la situación actual requiere nosotros, en efecto, es la reconstrucción, en nuestro fuero íntimo, de una sociedad, por un acto de voluntad que no tiene precedente en la Historia, a pesar de que toda nuestra herencia religiosa plantea que el mundo real se sitúa en lo invisible y que la relación que el hombre mantiene con este mundo está en el seno del alma individual. La Necesidad, en efecto, no pesa más en favor del orden social, sino contra él.
Para resumir nuestra conversación, formulemos nuestra hipótesis en forma de proposiciones:
1º La decadencia que sufrimos no es (solamente) el resultado de una conspiración pero sino el resultado de una tendencia milenaria del espíritu occidental al individualismo, facilitada y fomentada por los progresos científicos.
2º- El sobrepasamiento del individuo para seguir el deber de la especie es de naturaleza religiosa y espiritual." Sin el recurso esta dimensión del hombre, nada es posible para oponerse a la entropía.
3 º- La religión de Europa es, sin discusión posible, el Cristianismo.
4º- Es nuestra religión que está en la fuente de este individualismo. Su Historia no es más que una larga sucesión de rupturas imperceptibles, produciendo una evolución que condujo la secularización de sus principios. No que el sea conforme a la religión cristiana, al contrario, pero se ha derivado dentro de él.
5º-Es imposible volver de nuevo un estado previo de la religión por una razón bien simple: cada estado previo contiene los otros en germen. Sin deber adherir a un determinismo mecanicista, es necesario de todos modos reconocer a la evolución del pensamiento una cierta recurrencia, a la cual no escapan las religiones, cualquiera que sea su verdad. El problema es aún más inextricable cuando se los examina en su relación con la política, en la medida en que la forma de las sociedades no es, para el cristianismo, más que una contingencia.
Como ve, estamos en plena pesadilla. Nuestra situación es profundamente trágica, en el sentido que nos encierra en una contradicción sin salida.
¿Se puede pensar la religión y su moral de una manera diferente , dejándonos una tabla de salvación colectiva?. Es digno de notarse que la cuestión se estudió, todavía en el siglo XVI, durante las tentativas de conversión de China. En esta época, los Jesuitas habían comprendido que la irrupción de un cristianismo universal en este inmenso y viejo país, si se acompañaba de una adopción de los esquemas de pensamiento extranjeros, no podía hacerse sin destruir los fundamentos de la cultura y de la identidad china. Nos encontramos hoy en la misma problemática, desenraizados de nuestras propias creaciones mentales, que se vuelven contra nosotros. Necesitamos pues, si queremos sobrevivir, demandar a nuestra Fe y a la moral que ella induce los compromisos indispensables para escaparse a la entropía y a la indiferenciación del magma universal. Yo no sé si esto es posible, ya que mis luces son demasiado débiles, pero si los Europeos son capaces de expresar una manera europea de vivir religiosamente, compatible con la perennidad de nuestras razas, entonces, les prometo que me juntaré a sus procesiones, agitaré sus banderas, llevaré sus cilicios, (aunque sea muy quisquillosos, lo reconozco tanto) sin reclamar mérito por tanto. El temor de Dios, el culto de los santos y los ángeles, la veneración Virgen María, la llamada a la inmensa multitud de seres poderosos e invisibles de que la tradición cristiana ha poblado el cielo, son alimentos del alma europea que no pueden sino lo elevar más allá de ella misma nuestra conciencia colectiva. Se dice incluso de ciertos ángeles, como el Arcángel San Miguel, han recibido la misión de velar por la perennidad de las naciones. Usted perdonará, estoy seguro, mi ingenuidad. Mi única recompensa será que la Francia europea, la mía, naturalmente, que es también la suya, perdure y renazca.
Notas
(1) Spengler, Le déclin d ' Occident (Der Untergang des Abendlands, Munich "1923."
(2) Mg Hippolyte Simon, La France païanne , Éditions Cana, 1999.
(3) Georges Dllinger sur Radio Courtoise.
(4) Marc Augé, Génie du Paganisme, Gallimard 1982
(5) Marc Augé, ibid.
(6) La documentación católica mensaje de Pascua 2000.
(7) Saint Augustin, La cité de Dieu, 19, 13.
(8) VoirJean Delumeau, Historia del miedo en Occidente., Plural, 1999 (Éédition) y también las obras del profesor Michel Roüche que ve en la legitimización de Clodoveo por la Iglesla la elección de la dinastía más capaz de quebrar las solidaridades clánicas de los Francos
(9) Radio Notre-Dame el 15 de noviembre de 1998.
(10) Juan-Pablo II radicalizó su oposición a la pena capital en su vlaje a EE.UU. en 1995. Desde entonces, no pasa un año sin que haga una declaración en este sentido.
Pierre de Meuse.
Essai sur les contradictions de la droite. Dialogues avec les hommes de ma tribu.
Éditions de L’Aencre. Paris 2002
pp. 85-114
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