miércoles, 27 de diciembre de 2017

GARCIA M. COLOMBAS, O. S. B.: ANTOPOMORFISMO Y ORIGENISMO

        GARCIA M. COLOMBAS, O. S. B.: ANTOPOMORFISMO Y ORIGENISMO

          ( Extracto de "El monacato primitivo", t.I, BAC, Madrid, 1974.)
              
   
El antropomorfismo, por lo que sabemos, fue par­ticularmente vigoroso entre los solitarios de Egipto hacia el año 400 . Su doctrina es muy simple. Según el libro del Géne­sis, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. La re­flexión teológica, elemental y simplista de los buenos anaco­retas coptos dedujo de esta frase que Dios tenía un cuerpo humano, pensamientos humanos, sentimientos humanos. Ca­siano, que nos ilustra especialmente sobre esta cuestión en calidad de testigo ocular -y de víctima- de los acontecimien­tos, considera el antropomorfismo como una reminiscencia o reliquia del paganismo: «El paganismo revestía de forma hu­mana a los demonios que adoraba; en nuestros días, los hay que estiman que se debe adorar la incomprensible e inefable majestad del verdadero Dios bajo los rasgos de una imagen, creyendo que se hallan frente a la nada si no tienen presente una imagen a la que se dirijan al orar, que lleven continuamen­te en su pensamiento y en la que tengan siempre fijos los ojos". Hacía el antopomorfismo tantos estragos  en el país del Nilo, que Teófilo, patriarca de Alejandría, se sintió obli­gado a hacer alguna cosa para combatirlo. Según una costum­bre tradicional, el jefe de la Iglesia copta publicaba todos los años una carta festal en la que señalaba la fecha de la pascua y  al propio tiempo instruía a sus fieles sobre algunos puntos doctrinales. En la carta festal del año 399, Teófilo publicó la refutación y condenación del error de los antropomorfitas. Causó gran revuelo entre los monjes. La mayor parte de los ancianos espirituales llegaron a condenar al patriarca como reo de gravísima herejía y declararon que debía ser considerado por todos como excomulgado. Incluso los solitarios de Escete, superiores en sabiduría y perfección a todos los de Egipto, re­chazaron la carta del patriarca; de los sacerdotes que estaban al frente de las cuatro iglesias de la colonia anacorética, sólo Pafnucio, que presidía la congregación a la que entonces per­tenecía Casiano, hizo leerla y proclamarla en la asamblea do­minical. El asunto era muy grave. «¡ Ay, miserable de mí! Me han quitado a mi Dios y no tengo a quién allegarme, ni sé a quién adorar o dirigirme», exclamó echándose al suelo y hecho un mar de lágrimas el anciano y excelente Serapión al enterarse, después de largos años de vida ascética, de que Dios era un ser espiritual". Nada dice Casiano a este respecto, pero los historiadores Sócrates y Sozomeno añaden que los mon­jes acudieron en masa a Alejandría con el propósito de obligar al patriarca a retractarse. Teófilo fue lo suficientemente listo y diplomático para conjurar la temible tormenta: al presentarse a los solitarios, los saludó de este modo: «Os veo como la faz de Dios», y les prometió condenar los escritos de Oríge­nes. No ignoraba que tal promesa había de agradar mucho a los manifestantes. Los monjes antropomorfitas, en efecto, no podían sentir más que hostilidad por los monjes «origenistas» que vivían entre ellos, pues defendían la naturaleza espi­ritual de Dios: los "Apotegmas" y la "Historia lausíaca" nos lo dan a entender claramente.

              Las controversias origenistas de los siglos IV y V

Mucho más importante que la escaramuza del antopomorfismo del desierto fue la primera de las famosas controversias origenistas, que habían de turbar y agitar tan profundamente el mundo de los monjes. La polémica adquirió caracteres de tragedia sobre todo desde el momento en que el patriarca Teófilo volvió la casaca y de ardiente admirador del célebre maestro de Alejandría, su sede patriarcal, se convirtió en adversario e implacable perseguidor de sus partidarios.

La primera batalla se riñó en Palestina. Juan, obispo de Jerusalén, que había sido monje en Nitria, pasaba, no sin ra­zón, como el protector oficial de los monjes origenistas. Aho­ra bien, con el fin exclusivo de combatir al obispo Juan y a sus amigos, otro obispo-monje y gran cazador de herejes, San Epi­fanio de Salamina, desembarcó en el país de Jesús y estable­ció su cuartel general en un monasterio. Esto sucedía el año 393. En realidad, Epifanio había denunciado la herejía origenista hacía ya casi dos décadas. En 374 había escrito en su "Anchoratus", tras aludir a uno de los crasos errores atribui­dos a Orígenes: «Todavía recientemente hemos oído hablar de gente que pasa por haber alcanzado la palma entre ciertos ascetas de Egipto, de Tebaida y otros lugares, y niegan la identidad de la carne resucitada con nuestra propia carne». Y en el capítulo dedicado por entero a desenmascarar los erro­res del gran alejandrino que contiene su Panarion (compues­to entre el 374 y el 377): «La herejía que nació de él [= Ori­genes] existió primeramente en el país de los egipcios, y ahora se encuentra incluso en los que pretenden haberse comprome­tido en la vida solitaria, entre aquellos que de hecho se retiran a la soledad y han abrazado la pobreza». Ahora, en el año 393, cree Epifanio que ha llegado la hora de emprender contra tan pestífera herejía una acción más contundente que las simples denuncias literarias. Con todo, no se siente con fuerzas para atacarla en su bastión principal, Egipto, defendido por el om­nipotente patriarca Teófilo. Empieza por Palestina, su propio país natal. Unos meses antes de su llegada, cierto Artabio ha recorrido los monasterios palestinenses con la misión de ha­cer desaprobar las doctrinas de Orígenes. En Jerusalén, Me­lania y Rufino no han querido ni escucharlo; en Belén, al contrario, ha hallado buena acogida en los cenobios de Paula y Jerónimo.Desde este momento, el antiorigenismo ha ganado en este último un acérrimo paladín. La conversión de Jerónimo ha sido total. Había leído con pasión los escritos del maestro alejandrino; había traducido algunos al latín; todavía en 392 o tal vez en el mismo 393, año de su abjuración, dedicó a Orígenes una de las noticias más elogiosas que hayan salido de su pluma. Cambio tan súbito y radical ha sido muy criticado por los historiadores modernos; pero en la actualidad sabemos que Jerónimo podía tener motivos válidos y sobrados para pasarse al bando contrario.
Nada nos impide creer que Artabio y Epifanio lo convencieran sinceramente de los erro­res contenidos en las obras del maestro y de sus seguidores. Jerónimo tiene, como tantos otros monjes de su tiempo, la pasión de la fe católica. Y se lanza a la batalla secundando a Epifanio. Este es un luchador que no respeta las reglas: pro­voca un cisma entre los monjes; ataca al obispo de Jerusalén en discursos pronunciados ante sus propios diocesanos; ejerce sin reparos el ministerio episcopal en una diócesis que no es la suya. Jerónimo, por su parte, rompe con su íntimo amigo Rufino; se atrae la enemistad de su obispo, contra el que publica un opúsculo; traduce al latín las piezas de la polémica con el fin de ilustrar al papa y al mundo occidental. Con in­mensa alegría y júbilo se entera, en el año 399, de la «conver­sión» del patriarca de Alejandría y más tarde de su expedi­ción contra los origenistas de Nitria. Y escribe "al beatísimo papa Teófilo":
«Todo el mundo se regocija y se gloría de tus victorias, y la mu­chedumbre de los pueblos levanta gozosa los ojos al estandarte al­zado en Alejandría y a los fulgentes trofeos contra la herejía. ¡ Ade­lante! ¡ Mi enhorabuena por tu celo de la fe! Has puesto bien de manifiesto que el haber callado hasta ahora no ha sido asentimiento, sino traza. Francamente lo digo a tu reverencia: Nos dolía tu excesiva paciencia e, ignorando la maestría del piloto, ansiábamos el aniqui­lamiento de los piratas. Pero tú has tenido largo tiempo levantada la mano y suspendiste el golpe, para descargarlo luego con más fuerza»
La «conversión» del patriarca de Alejandría había sido, efectivamente, repentina y espectacular: merecía las retóricas e hipérboles del incorregible literato de Belén. Teófilo no había ocultado hasta entonces su admiración por las obras de Orígenes y sus simpatias por los seguidores del maestro. Había salido en defensa de Juan de  Jerusalén atacada por Epifanio de Salamina. Había tenido en gran estima a los cuatro monjes conocidos por los "Hermanos largos": Dióscoro, Ammonio, Eusebio y Eutimio, fervientes origenistas; en 394 había ordenado al mayor, hasta entonces sacerdote de Nitria, obis­po de Hermópolis, y se había asociado a los otros dos en la administración de su diócesis. Otro origenista insigne, Eva­grio Póntico, había gozado del aprecio del patriarca, quien lo hubiera ordenado obispo si Evagrio no se hubiera dado a la fuga. Todo esto era muy conocido. ¿Por qué cambió tan total y repentinamente en 399? «Por razones que no eran en modo alguno metafísicas», escribe J. Quasten, haciéndose eco de las interpretaciones de los historiadores modernos. No faltan argumentos en apoyo de semejante juicio. Paladio, Sócrates y Sozomeno refieren, aunque no siempre concordes en los pormenores, ciertas historietas nada halagüeñas para el «faraón de Egipto». Teófilo acababa de reñir con uno de sus más ín­timos colaboradores, el sacerdote Isidoro, notorio simpatizan­te con el origenismo del desierto, quien, habiendo sido despe­dido de su cargo y de la ciudad, se refugió en la colonia mo­nástica de Nitria, a la que había pertenecido anteriormente. Los «Hermanos largos» lo recibieron con los brazos abiertos, y uno de ellos, Ammonio, se constituyó en su defensor ante el airado patriarca. Sus diligencias no tuvieron éxito: en vez de aplacar al poderoso prelado, no logró más que granjearse su enemistad implacable para sí mismo, para sus hermanos y para todos los monjes que compartían las mismas ideas. Teó­filo resolvió perderlos. Aprovechó contra ellos la hostilidad de los anacoretas antropomorfitas y sus propias doctrinas ori­genistas. Ante todo, convocó un sínodo en Alejandría, en el que hizo condenar las obras de Orígenes y sancionar a sus lectores. Luego, él mismo quiso encargarse de castigar a los monjes heterodoxos, y en particular a los «Hermanos largos». Paladio, que entonces vivía en Egipto, era uno de los monjes origenistas y posiblemente presenció lo que refiere, ha descri­to tan triste episodio:
«El sumo sacerdote de la diócesis de Egipto entra en el palacio del augustal o prefecto y deposita en propia persona una acusación contra los monjes, a la que juntó los libelos de calumnia, y suplica que aquellos hombres sean arrojados "manu militari" de todo Egipto. Tomó, pues, por pura fórmula soldados junto con el edicto,  reunió una muchedumbre de desalmados, de los que rodean fácilmente a los que mandan, y en plena noche asaltó los monasterios, después de haber em­briagado a todos los esclavos que consigo llevaba. Y lo primero que hizo fue ordenar que fuera arrojado de su sede Dióscoro, hermano que era de los monjes excomulgados y santo obispo de aquella montaña, haciéndolo arrastrar por esclavos etíopes -de ellos, acaso, sin bautizar siquiera-, y quitándole una Iglesia que Dióscoro poseía desde el advenimiento de Cristo. Luego puso saco a la montaña, dan­do por paga a los más jóvenes las casillas de los monjes. Saqueadas, pues. las celdas, iba buscando a aquellos tres [= los Hermanos lar­gos]; pero los monjes los habían descolgado a un pozo, sobre cuyo brocal habían colocado una estera. No dando, pues, con ellos, pegó fuego con sarmientos a sus celdas y allí ardieron todos los libros sa­grados y otros graves, un niño, según contaban quienes lo vieron, y hasta las formas de la eucaristía. Así se sació su irracional furor, vol­viéndose nuevamente a Alejandría y dando lugar a que aquellos san­tos varones se dieran a la fuga. Tomando, pues, sus melotas o pieles de cabra, salieron hacia Palestina y llegaron a Elia. Juntáronse con ellos, aparte los presbíteros y diáconos, trescientos monjes graves, mientras otros se dispersaron por lugares diferentes».
El mismo año 400, por una carta sinodal dirigida a los obis­pos de Palestina y Chipre, Teófilo hacía saber oficialmente al mundo su cambio de actitud respecto al origenismo y las sanciones que había impuesto a los monjes heterodoxos y rebeldes.
Es conocida la silueta literaria del patriarca Teófilo trazada por E. Gibbon: «el perpetuo enemigo de la paz y la virtud, un hombre audaz, malo, cuyas manos se manchaban alternativa­mente con oro y con sangre». Las fuentes históricas que es­tán a nuestra disposición parecen apoyar la dura sentencia de Gibbon. «Con toda justicia, no obstante, debemos recordar que la mayor parte de nuestra información proviene de los enemi­gos de Teófilo». La observación de J. Quasten es oportuna. Para su condenación del origenismo de los monjes y su intento de extirparlo radicalmente, sabemos actualmente que existían motivos mucho más serios y loables que el de satisfacer sus deseos de aniquilar a viejos amigos caídos en desgracia.
Los historiadores no han solido tomar en serio el origenismo combatido por Epifanio, Jerónimo y Teófilo de Alejandría, y condenado en el año 400. Al decir de Cavallera, por ejemplo, no era más que un «espantajo» fabricado por la inocente estu­pidez del obispo de Salamina y utilizado por la inexorable saña del arzobispo de Alejandría.  Pero la recién descubierta ver­sion siriaca -íntegra- de los "Kephalaia gnostica", de Evagrio Póntico, obliga a revisar a fondo toda la cuestión. Evagrio no fue el fundador del origenismo del desierto de Nitria: cuando afincó en ella, probablemente en el año 383, halló en la colonia anacorética a numerosos monjes seguidores del gran alejandri­no. Los más conocidos eran los  cuatro "Hermanos largos", que, al decir de Sócrates no sólo se distinguían por su aventajada estatura, sino también por su fama y su sabiduría. Ammonio sobresalía entre los otros, y a él se allegó especialmente Evagrio. Ambos dieron origen, en el desierto de las Celdas,a una agru­pación anacorética que Paladio, uno de sus miembros,  llama "el círculo de San Ammonio y de Evagrio", y, más adelante, el "círculo del bienaventurado Evagrio", «la comunidad de Evagrio» y «la hermandad de Evagrio», sin duda a causa del papel cada vez más importante que éste representaba en la agrupa­ción. Indiscutiblemente, el monje del Ponto se convirtió en la "tête pensante" de la facción origenista. Ahora bien, la obra titulada "Kephalaia gnostica", compuesta por Evagrio en el am­biente mismo de los monjes origenistas durante los años que precedieron inmediatamente a la expedición de Teófilo contra ellos -y que, por lo tanto, presenta un testimonio inestima­ble de las ideas que reinaban en «la hermandad»-, constituye una prueba apodíctica de que su origenismo no era en modo alguno «una quimera nacida del resentimiento del patriarca Teófilo», sino algo muy real y al mismo tiempo mucho más peligroso que una «admiración platónica por Orígenes». El tex­to auténtico de los "Kephalaia gnostica" nos obliga a concluir, como ha probado el magistral estudio de A. Guillaumont, que entre los monjes de Nitria no sólo había entusiastas lectores del gran alejandrino, sino también pensadores originales que, basándose más o menos en sus doctrinas, se entregaban a «especulaciones que, sin duda, iban más allá de los límites de la ortodoxia e incluso de las especulaciones más audaces» del maestro. Los intelectos puros que, después de su caída y su unión a un cuerpo se llamarán almas, preexistían; el pecado de las criaturas racionales determinó que Dios creara el mundo visible; el cuerpo resucitado no es el mismo que el cuerpo de carne, sino un cuerpo de una nueva composición; los hombres se convertirán en ángeles o demonios -que también tienen cuerpo-, a través de sucesivas transformaciones; todo cuerpo -humano, angélico o demoniaco-acabará por desaparecer completamente, lo que implica  y se enseña explícitamente que los demonios dejarán de ser demonios; el reino de Cristo no será eterno, sino que tendrá fin. He ahí un breve catálogo de errores (sic) contenidos en la obra mencionada. Ahora bien, la confrontación del pensamiento  evagriano con las ideas heterodoxas que los acusadores atribuyen a los origenistas, nos muestra las "afinidades más estrechas". Y si se descubren algu­nas diferencias, éstas son debidas a que los autores antiorigenistas deformaron en ciertos puntos las doctrinas que preten­dían exponer. Pero tanto en los "Kephalaia" como en la doctrina atribuida a los origenistas por sus adversarios hallamos la mis­ma cosmología y la misma escatología. La cosmología se dis­tingue por la teoría de dos creaciones sucesivas, la de los seres incorpóreos y la de los cuerpos, esta última motivada por la caída de los seres incorpóreos; la escatología tiene asimismo dos tiempos: en el primero, los seres pasan a través de diversos cuerpos, y en el segundo, abolidos los cuerpos, los seres vuelven a hallarse en su incorporeidad original. Queda, pues, bien claro que el origenismo de ciertos monjes era algo más que un fantasma.
Las drásticas medidas del patriarca Teófilo dieron el re­sultado apetecido: el desierto egipcio quedó libre de monjes origenistas. Pero no terminó aquí el asunto. Un centenar de los perseguidos, entre los que se encontraban los «Hermanos largos» y probablemente Casiano, llegaron a Constantinopla hacia fines del año 401. El patriarca, San Juan Crisóstomo, los hizo hospedar con toda caridad, aunque sin admitirlos en su comunión, mientras hacía presión a Teófilo para que se reconciliara con ellos. Pero Teófilo no quiso aplacarse. Muy al con­trario, envió a Constantinopla a algunos monjes de su devoción para acusar a los «Hermanos largos» ante el emperador. Así lo hicieron. Mas los «Hermanos largos» supieron defenderse muy bien y hasta llegaron a pedir que se hiciera comparecer al propio patriarca de Alejandría. Las cosas empezaron a tomar mal cariz para Teófilo. Los monjes que enviara a Constantinopla fueron condenados por calumnia a la pena capital, y sólo a fuerza de dinero se logró que la pena les fuera conmutada por la de trabajos forzados en las minas. El propio Teófilo fue invitado a presentarse en la capital del imperio ante un tribunal presi­dido por Juan Crisóstomo. Este último extremo era ilegal; pero ¿qué remedio queda en un Estado totalitario sino cumplir la voluntad del que manda? El patriarca Teófilo envió primeramente a un precursor : el viejo Epifanio de Salamina, siempre dispuesto al combate contra los herejes. La actitud del precursor no pudo ser más descortés: rehúsa la hospitálidad que le ofrece Juan Crisóstomo, celebra sus propias asámbleas litúrgicas, recoge firmas, provoca enredos y turbulencias; y logra, finalmente, que se le invite a regresar a su diócesis. Murió el viejo luchador  en el camino de vuelta, el 12 de mayo del año 403, cuando Teófilo decidía finalmente hacer su aparición en la gran ciudad, rodeado de una corona de veintinueve obis­pos de Egipto. ­
Teófilo es poderoso y hace ostentación de su fuerza. Cuenta con la preciosa ayuda de los marineros de la flota annonaria --egipcios en su totalidad-- , de sus monjes, de sus ilustres devotas, de los clérigos mundanos, de todos los enemigos de Juan Crisóstomo. Dispone de importantes cantidades de oro para comprar a los dignatarios de la corte. Al cabo de tres semanas las cosas se han vuelto completamente a su favor. El patriarca Juan Crisóstomo declara no tener ningún derecho a intervenir en los asuntos de Alejandría y, por lo tanto, no ser de su incumbencia juzgar al patriarca Teófilo. Este, en cambio, toma la iniciativa contra el patriarca de Constantinopla. En efecto, en compañía de sus obispos, sufragáneos o amigos,  se instala cerca de Calcedonia, en la villa llamada de la Encina, celebra un concilio, cita ante él a Juan Crisóstomo. Naturalmente, Juan no comparece, sino que convoca otro concilio en la capital, en el que reúne a cuarenta obispos de diversas provincias, siete de los cuales son metropolitanos. Su  concilio es, por lo tanto, más importante que el de Teófilo. Pero Teófilo gana la batalla. Los de la Encina deponen a Juan Crisóstomo por la sola razón de no haberse presentado a ellos, y, como tienen el favor de la corte, acaban por lograr que lo destierren. En todo este desgraciado asunto se mostraron especialmente activos los fanáticos monjes partidarios de Teófilo. Camino del destierro, tiene Juan Crisóstomo ocasión de quejarse de ellos en una carta a la diaconisa Olimpia: "Súbitamente, hacia la aurora, una horda de monjes --es preciso hablar así y sugerir con este vocablo su furor-- se lanzaron contra la casa en que estábamos, amenazando con quemarla y desvalijarla y reducirnos al último extremo si no salíamos"; tanta era la cólera que respiraban, que los mismos guardias tenían miedo de aquellas «bestias feroces».



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