miércoles, 30 de noviembre de 2016

REALIZACIÓN ASCENDENTE Y DESCENDENTE (René Guenon)


CAPÍTULO XXXII

REALIZACIÓN ASCENDENTE Y DESCENDENTE

(René Guenon . Iniciación y realización espiritual (1952)

En la realización total de ser, hay lugar a considerar la unión de dos aspectos que corresponden en cierto modo a las dos fases de ésta, una «ascendente» y la otra «des-cendente». La consideración de la primera fase, en la que el ser, partiendo de un cier-to estado de manifestación, se eleva hasta la identificación con su principio no mani-festado, no puede suscitar ninguna dificultad, puesto que eso es lo que, por todas par-tes y siempre, se indica expresamente como el proceso y la meta esencial de toda iniciación, desembocando ésta en la «salida del cosmos», como lo hemos explicado en precedentes artículos, y, por consiguiente, en la liberación de las condiciones limi-tativas de todo estado particular de existencia. Por el contrario, en lo que concierne a la segunda fase, la de «descenso» a lo manifestado, parece que no se haya hablado de ella sino más raramente y, en muchos casos, de una manera menos explícita, a veces incluso, podríase decir, con una cierta reserva o una cierta vacilación, que, por lo demás, las explicaciones que nos proponemos dar aquí permitirán comprender; sin duda, ello se debe a que da lugar fácilmente a malentendidos, ya sea porque se mire erradamente esta manera de considerar las cosas como más o menos excepcionales, ya sea porque se equivoque el verdadero carácter del «redescenso» de que se trata.
Consideraremos primero lo que se podría llamar la cuestión de principio, es decir, la razón misma por la cual toda doctrina tradicional, provisto que se presente bajo una forma verdaderamente completa, no puede, en realidad, considerar las cosas de otro modo; y esta razón podrá comprenderse sin dificultades si uno se remite a la enseñanza del Vêdânta sobre los cuatro estados de Atmâ, tal como se describen con-cretamente en la Mândûkya Upanishad1. En efecto, no hay solo los tres estados que están representados en el ser humano por la vigilia, el sueño y el sueño profundo, y que corresponden respectivamente a la manifestación corporal, a la manifestación sutil y a lo no manifestado, sino que más allá de estos tres estados, y por tanto más allá de lo no manifestado mismo, hay un cuarto, que puede decirse «ni manifestado ni no manifestado», puesto que es el principio de uno y del otro, pero que también, por eso mismo, comprende a la vez lo manifestado y lo no manifestado. Ahora bien, aunque el ser alcanza realmente su propio «Sí mismo» en el tercer estado, el de lo no
1 Notes on the Katha Upanishad, 3ª parte.
2 Cf. Brihad-Aranyaka Upanishad, II, 3.
manifestado, sin embargo el término último no es éste, sino el cuarto, únicamente en el cual se realiza plenamente la «Identidad Suprema», pues Brahma es a la vez «ser y no ser» (sadasat), «manifestado y no manifestado» (vyaktâvyakta), «sonido y silencio» (shabdâshabda), sin lo cual no sería verdaderamente la Totalidad absoluta; y, si la realización se detuviera en el tercer estado, no implicaría más que el segundo de los dos aspectos, el que el lenguaje no puede expresar más que bajo una forma negativa. Así, como lo dice A. K. Coomaraswamy en un reciente estudio1, «hay que pasar más allá de lo manifestado (lo que se representa por el paso «más allá del Sol») para alcanzar lo no manifestado (la «oscuridad» entendida en su sentido superior), pero el fin último está aún más allá de lo no manifestado; el término de la vía no se alcanza mientras no se conoce a Atmâ a la vez como manifestado y no manifestado»; así pues, para llegar ahí, es menester pasar todavía «más allá de la oscuridad», o, como lo expresan algunos textos, «ver la otra cara de la oscuridad». Dicho de otro modo, Atmâ puede «brillar» en sí mismo, pero no «irradia»; es idéntico a Brahmâ, pero en una sola naturaleza, no en la doble naturaleza que está comprendida en Su esencia única2.
Aquí, es necesario prevenir una objeción posible: en efecto, se podría hacer observar que no hay ninguna medida común entre lo manifestado y lo no manifestado, de tal suerte que lo primero es como nada frente a lo segundo, y, además, que lo no manifestado, puesto que ya es en sí mismo el principio de lo manifestado, debe con-tenerlo ya de una cierta manera. Todo eso es perfectamente verdadero, ciertamente, pero no lo es menos que lo manifestado y lo no manifestado, mientras se consideren así, aparecen todavía en un sentido como dos términos entre los cuales existe una oposición; y esta oposición, incluso si no es más que ilusoria (como por lo demás toda oposición lo es en el fondo), por eso no debe menos ser finalmente resuelta; ahora bien, esta oposición no puede resolverse más que pasando más allá de uno y otro de sus dos términos. Por otra parte, si lo manifestado no puede decirse real en el sentido absoluto de esta palabra, por eso no posee menos en sí mismo una cierta realidad, relativa y contingente sin duda, pero que, sin embargo, es una realidad a algún grado, puesto que no es una pura nada, y puesto que sería incluso inconcebible que lo fuera, ya que eso lo excluiría de la Posibilidad universal. No se puede decir pues, en definitiva, que lo manifestado sea estrictamente desdeñable, aunque parezca tal en relación a lo no manifestado, y aunque sea eso, quizás, una de las razones por las

1 A propósito de esto, conviene agregar que algo semejante puede tener lugar también en un caso diferente del de los «estados místicos», caso que es el de una realización metafísica verdadera, pero que ha quedado incompleta y todavía virtual; la vida de Plotino ofrece un ejemplo de ello que es sin duda el más conocido. Se trata entonces, en el lenguaje del taçawwuf islámico, de un hâl o estado transitorio que no ha podido ser fijado y transformado en maqâm, es decir, en «estación» permanente, adquirida de una vez por todas, cualquiera que sea por lo demás el grado de realización al cual co-rresponde.

que, en la realización, todo lo que se refiere a ello puede encontrarse a veces menos en evidencia y como relegado a la sombra. En fin, si lo manifestado está comprendido en principio en lo no manifestado, es en tanto que conjunto de las posibilidades de manifestación, pero no en tanto que manifestado efectivamente; para que esté comprendido también bajo esta última relación, es menester remontar, como lo hemos dicho, al principio común de lo manifestado y de lo no manifestado, que es verdaderamente el Principio supremo del que procede todo y en el que está contenido todo; y es menester que ello sea así, como se verá mejor todavía después, para que haya realización plena y total del «Hombre universal».
Ahora bien, aquí se plantea otra cuestión: según lo que acabamos de decir, ahí se trata de etapas diferentes en el recorrido de una sola y misma vía, o, más exactamente, de una etapa y del término final de esta vía, y es bien evidente que ello debe ser así en efecto, puesto que es la realización la que se continúa así hasta su acabamiento último; ¿pero cómo se puede entonces hablar en eso, como lo hacíamos al comienzo, de una fase «ascendente» y de una fase «descendente»? No hay que decir que, si es-tas dos representaciones son legítimas, la una y la otra, deben, para no ser contradictorias, referirse a puntos de vista diferentes; pero, antes de ver como pueden conciliarse efectivamente, podemos destacar ya que, en todo caso, esta conciliación no es posible más que a condición de que el «redescenso» no se conciba en modo alguno como una suerte de «regresión» o de «vuelta atrás», lo que, por lo demás, sería in-compatible también con el hecho de que todo lo que es adquirido por el ser en el curso de la realización iniciática lo es de una manera permanente y definitiva. Así pues, aquí no hay nada comparable a lo que se produce en el caso de los «estados místicos» pasajeros, tales como el «éxtasis», después de los cuales el ser se encuentra pura y simplemente en la existencia humana terrestre, con todas las limitaciones individuales que la condicionan, no guardando de esos estados, en su consciencia actual, más que un reflejo indirecto y siempre más o menos imperfecto1. Apenas hay necesidad de decir que el «redescenso» en cuestión no es asimilable tampoco a lo que se designa como el «descenso a los Infiernos»; como se sabe, éste tiene lugar previa-

1 El recorrido de una tal vía «descendente», con todas las consecuencias que implica, no puede si-quiera considerarse efectivamente, en toda la medida en que es posible, más que en el caso extremo de los awliyâ es-Shaytân (cf. El Simbolismo de la Cruz, p. 186 de la edición francesa).

mente al comienzo mismo del proceso iniciático propiamente dicho, y, al agotar algunas posibilidades inferiores del ser, juega un papel «purificador» que ya no tendría manifiestamente ninguna razón de ser después, y sobre todo en el nivel al que se refiere aquello de lo que se trata al presente. Para no pasar bajo silencio ninguno de los equívocos posibles, agregaremos todavía que ahí no hay absolutamente nada en común con lo que se podría llamar una «realización al revés», que no tendría sentido más que si tomara esta dirección «descendente» a partir del estado humano mismo, pero cuyo sentido, entonces, sería propiamente «infernal» o «satánico», y que, por consecuencia, no podría depender más que del dominio de la «contra-iniciación»1.
Dicho eso, deviene fácil comprender que el punto de vista donde la realización aparece toda entera como el recorrido de una vía en cierto modo «rectilínea» es el del ser mismo que la cumple, puesto que, para este ser, jamás podría tratarse de volver de nuevo atrás y de reentrar en las condiciones de algunos de los estados que ya ha pasado. En cuanto al punto de vista donde esta misma realización toma el aspecto de dos fases «ascendente» y «descendente», no es en suma más que aquel bajo el cual puede aparecer a los demás seres, que la consideran permaneciendo ellos mismos encerrados en las condiciones del mundo manifestado; pero uno puede preguntarse todavía cómo un movimiento continuo puede revestir así, aunque no sea más que exteriormente, la apariencia de un conjunto de dos movimientos sucediéndose en direcciones opuestas. Ahora bien, existe una representación geométrica que permite hacerse una idea de ello tan clara como es posible: si se considera un círculo coloca-do verticalmente, el recorrido de una de las mitades de la circunferencia será «ascen-dente», y el de la otra mitad será «descendente», sin que el movimiento deje jamás de ser continuo; además, en el curso de este movimiento, no hay ninguna «vuelta atrás», puesto que no vuelve a pasar por la parte de la circunferencia que ya ha sido recorrida. En eso hay un ciclo completo, pero, si se recuerda que no podrían existir ciclos realmente cerrados, así como lo hemos explicado en otras ocasiones, uno se da cuenta, por eso mismo, de que no es más que en apariencia que el punto de conclusión coincide con el punto de partida o, en otros términos, que el ser vuelve de nuevo al estado manifestado del cual había partido (apariencia que existe para los demás seres, pero que no es la «realidad» de ese ser); y, por otra parte, esta consideración del ciclo es aquí tanto más natural cuanto lo que se trata tiene su correspondencia
«macrocósmica» exacta en las dos fases de «aspir» y de «expir» de la manifestación universal. En fin, se puede destacar que una línea recta es el «límite», en el sentido matemático de este término, de una circunferencia que crece indefinidamente; y al estar la distancia recorrida en la realización (o más bien lo que se figura por una distancia cuando se emplea el simbolismo espacial) verdaderamente más allá de toda medida asignable, no hay en realidad ninguna diferencia entre el recorrido de la circunferencia de que acabamos de hablar y el de un eje que permanece siempre vertical en todas sus partes sucesivas, lo que acaba de reconciliar las representaciones que corresponden respectivamente a los dos puntos de vista «interior» y «exterior» que hemos distinguido.
Por estas diversas consideraciones, pensamos que se puede desde ahora comprender suficientemente el verdadero carácter de la fase «descendente» o aparente-mente tal; pero queda todavía preguntarse lo que puede ser, bajo la relación de la jerarquía iniciática, la diferencia entre la realización detenida en la fase «ascendente» y la que comprende además la fase «descendente», y sobre todo es esto lo que tendremos que examinar más particularmente a continuación.
Mientras que el ser que permanece en lo no manifestado ha cumplido la realización únicamente «para sí mismo», el que «redesciende» después, en el sentido que hemos precisado precedentemente, tiene desde entonces, con relación a la manifestación, un papel que expresa el simbolismo de la «irradiación» solar por la que todas las cosas son iluminadas. En el primer caso, como ya lo hemos dicho, Atmâ «brilla» sin «irradiar»; pero, aquí todavía, es menester disipar un equívoco: a este respecto, se habla con demasiada frecuencia de una realización «egoísta», lo que es una verdadera sinrazón, puesto que ya no hay más ego, es decir, individualidad, ya que las limitaciones que constituyen la individualidad como tal han sido abolidas necesariamente, y de una manera definitiva, para que el ser pueda «establecerse» en lo no manifestado. Una tal equivocación implica evidentemente una confusión grosera entre el «Sí mismo» y el «mí mismo»; hemos dicho que ese ser ha realizado «para sí mismo», y no «para él mismo», y eso no es una simple cuestión de lenguaje, sino una distinción completamente esencial en cuanto al fondo mismo de lo que se trata. Hecha esta pre-cisión, por eso no permanece menos, entre los dos casos, una diferencia cuyo verda-dero alcance puede comprenderse mejor refiriéndose a la manera en la que diversas tradiciones consideran los estados que se les corresponden, ya que, incluso si la realización «descendente», en tanto que fase del proceso iniciático, no está generalmente indicada más que de una manera más o menos velada, no obstante se pueden en-

1 El caso del Pratyêka-Buddha es uno de aquellos a los cuales los intérpretes occidentales aplican de buena gana este término de «egoísmo» cuya absurdidad acabamos de señalar.

contrar fácilmente ejemplos que la suponen muy claramente y sin ninguna duda posible.
Para tomar primero el ejemplo quizás más conocido, aunque no el mejor comprendido habitualmente, la diferencia de que se trata es, en suma, la que existe entre el Pratyêka-Buddha y el Bodhisattwa1; y es particularmente importante a este res-pecto, destacar que la vía que tiene por término el primero de esos dos estados se designa como una «pequeña vía» o, si se quiere, como una «vía menor» (hînayâna), lo que implica que no está exenta de un cierto carácter restrictivo, mientras que es la que conduce al segundo estado la que se considera verdaderamente como la «gran vía» (mahâyâna), y por tanto la que es completa y perfecta bajo todas las relaciones. Esto permite responder a la objeción que podría sacarse del hecho de que, de una manera general, el estado de Buddha se considera como superior al de Bodhisattwa; en el caso del Pratyêka-Buddha, esta superioridad no puede ser más que aparente, y se debe sobre todo al carácter de «impasibilidad» que, aparentemente también, no tiene el Bodhisattwa; decimos aparentemente, porque es menester distinguir en eso entre la «realidad» del ser y el papel que tiene que desempeñar en relación al mundo manifestado, o, en otros términos, entre lo que él es en sí mismo y lo que parece ser para los seres ordinarios; por lo demás, encontraremos que hay que hacer la misma distinción en casos pertenecientes a otras tradiciones. Es verdad que, exotéricamente, al Bodhisattwa se lo representa como teniendo que efectuar todavía una última etapa para alcanzar el estado de Buddha perfecto; pero, si decimos exotéricamente, es por-que, precisamente, eso corresponde a la manera en que aparecen las cosas cuando se consideran desde el exterior; y es menester que ello sea así para que el Bodhisattwa pueda desempañar su función, en tanto que ésta es mostrar la vía a los demás seres: él es «el que ha ido así» (tathâ-gata), y así deben ir aquellos que pueden llegar como él a la meta suprema; así pues, para ser verdaderamente «ejemplar», es menester que la existencia misma en la que cumple su «misión» se presente en cierto modo como una recapitulación de la vía. En cuanto a pretender que se trata realmente de un esta-do todavía imperfecto o de un menor grado de realización, eso equivale a perder enteramente de vista el lado «transcendente» del ser del Bodhisattwa, lo que es quizás conforme con algunas interpretaciones «racionales» corrientes, pero hace perfecta-mente incomprensible todo el simbolismo que concierne a la vida del Bodhisattwa y que le confiere, desde su comienzo mismo, un carácter propiamente avatârico, es
1 Se podría decir también que un tal ser, cargado de todas las influencias espirituales inherentes a su estado transcendente, deviene el «vehículo» por el cual estas influencias son dirigidas hacia nuestro mundo; este «descenso» de las influencias espirituales está indicado bastante explícitamente en el nombre de Avalokitêshwara, y es también una de las significaciones principales y «benéficas» del triángulo invertido. — Agregamos que es precisamente con esta significación como el triángulo inver-tido se toma como símbolo de los grados más altos de la Masonería escocesa; en ésta, por lo demás, puesto que el grado 30º se considera como nec plus ultra, por eso mismo debe marcar lógicamente el término de la «escalada», de suerte que los grados siguientes no pueden referirse propiamente más que a un «redescenso», por el cual son aportadas a toda la organización iniciática las influencias des-tinadas a «vivificarla»; y los colores correspondientes, que son respectivamente el negro y el blanco, son todavía muy significativos bajo la misma relación.
2 El rasûl manifiesta el atributo divino de Er-Rahmân en todos los mundos (rahmatan lil-âlamîn), y no solo en un cierto dominio particular. — Se puede destacar que, en otras partes, la designación del Bodhisattwa como «Señor de compasión» se refiere también a un papel similar, puesto que la «com-pasión» extendida a todos los seres no es en el fondo más que otra expresión del atributo de rahmah.
3 Remitiremos aquí a lo que ha sido dicho sobre la noción del barzakh, lo que permite compren-

decir, le muestra efectivamente como un «descenso» (es el sentido propio de la pala-bra avatâra) por el que un principio, o un ser que representa a éste porque se identifica con él, se manifiesta en el mundo exterior, lo que, evidentemente no podría alterar de ninguna manera la inmutabilidad del principio como tal1.
En la tradición islámica, lo que acabamos de decir tiene su equivalente en una amplia medida, teniendo en cuenta la diferencia de los puntos de vista que son naturalmente propios a cada una de las diversas formas tradicionales: este equivalente se encuentra en la distinción que se hace entre el caso del walî y el del nabî. Un ser puede ser walî sólo «para sí mismo», si es permisible expresarse así, sin manifestar nada al exterior; por el contrario, un nabî sólo es tal porque hay una función que des-empeñar con respecto de los demás seres; y, con mayor razón, la misma cosa es ver-dad del rasûl, que es también nabî, pero cuya función reviste un carácter de universalidad, mientras que la del simple nabî puede estar más o menos limitada en cuanto a su extensión y en cuanto a su meta propia2. Podría parecer incluso que aquí no de-be haber la ambigüedad aparente que hemos visto hace un momento a propósito del Bodhisattwa, puesto que la superioridad del nabî en relación al walî se admite gene-ralmente e incluso se considera como evidente; y sin embargo a veces se ha sosteni-do también que la «estación» (maqâm) del walî es, en sí misma, más elevada que la del nabî, porque implica esencialmente un estado de «proximidad» divina, mientras que el nabî, por su función misma, está necesariamente vuelto hacia la creación; pe-ro, también aquí, eso no es ver más que una de las dos caras de la realidad, la cara exterior, y no comprender que ella representa un aspecto que se agrega a la otra sin destruirla ni afectarla verdaderamente3. En efecto, la condición del nabî implica pri-

der sin esfuerzo cómo deben entenderse estas dos caras de la realidad; la cara interior esta vuelta hacia El-Haqq, y la cara exterior hacia El-khalq; y el ser cuya función es de la naturaleza del barzakh debe unir necesariamente en él estos dos aspectos, estableciendo así un «puente» o un «canal» por el que las influencias divinas se comunican a la creación.

mero en sí misma la del walî, pero es al mismo tiempo algo más; hay pues, en el caso del walî, una suerte de «carencia» bajo un cierto aspecto, no en cuanto a su naturaleza íntima, sino en cuanto a lo que se podría llamar su grado de universalización, «carencia» que corresponde a lo que hemos dicho del ser que se detiene en el estado no manifestado sin «redescender» hacia la manifestación; y la universalidad alcanza su plenitud efectiva en el rasûl, que así es verdadera y totalmente el «Hombre universal».
En casos tales como los que acabamos de citar, se ve claramente que el ser que «redesciende» tiene, frente a la manifestación, una función cuyo carácter en cierto modo excepcional muestra bien que no se encuentra en ella en una condición comparable a la de los seres ordinarios; estos casos son también los de aquellos seres que se pueden decir «enviados» en el verdadero sentido de esta palabra. En un cierto sentido, se puede decir también que todo ser manifestado tiene su misión, si por ello se entiende simplemente que debe ocupar su sitio propio en el mundo y que es así un elemento necesario del conjunto del cual forma parte; pero no hay que decir que no es de esta manera como lo entendemos aquí, y que se trata de una «misión» de un alcance completamente diferente, que procede directamente de un orden transcendente y principial y que expresa en el mundo manifestado algo de ese mismo orden. Como el «redescenso» presupone la «escalada» previa, así también una tal «misión» presupone necesariamente la perfecta realización interior; no es inútil insistir en ello, sobre todo en una época donde tantas gentes se imaginan muy fácilmente tener «mi-siones» más o menos extraordinarias, que a falta de esta condición esencial, no pue-den ser más que puras ilusiones.
Después de todas las consideraciones que hemos expuesto hasta aquí, debemos insistir todavía sobre un aspecto del «redescenso» que nos parece explicar, en muchos casos, el hecho de que este tema haya pasado bajo silencio o haya sido rodeado de reticencias, como si hubiera algo ahí de lo que no se quiere hablar claramente: se trata de lo que se podría llamar su aspecto «sacrificial». Ante todo, debe entenderse bien que, si empleamos aquí la palabra «sacrificio», no es en el sentido simplemente «moral» que se le da vulgarmente, y que no es más que uno de los ejemplos de la degeneración del lenguaje moderno, que empequeñece y desnaturaliza todas las co-
1 Tenemos que precisar que lo que decimos aquí señala al punto de vista específicamente moder-no de la «moral laica»; incluso cuando ésta no hace en cierto modo, como ocurre frecuentemente a pesar de sus pretensiones, más que «plagiar» preceptos tomados de la religión, ella los vacía de toda significación real, suprimiendo todos los elementos que permitían ligarlos a un orden superior y, más allá del exoterismo simplemente literal, transponerlos como signos de verdades principiales; y a veces incluso, aunque parece guardar lo que se podría llamar la «materialidad» de estos preceptos, esa mo-ral, por la interpretación que da de ellos, llega hasta «volverlos» verdaderamente en un sentido anti-tradicional.
2 A propósito de esto, podemos hacer incidentalmente una precisión que no carece de importan-cia: la vida de algunos seres, considerada según las apariencias individuales, presenta hechos que están en correspondencia con los del orden cósmico y que son en cierto modo, bajo el punto de vista exterior, una imagen o una reproducción de éstos; pero, bajo el punto de vista interior, está relación debe ser invertida, ya que, siendo estos seres realmente el Mahâ-Purusha, son los hechos cósmicos los que verdaderamente se modelan sobre su vida o, para hablar más exactamente, sobre aquello de lo cual esta vida es una expresión directa, mientras que los hechos cósmicos en sí mismos no son más que su expresión por reflejo. Agregaremos que es eso también lo que funda en la realidad y hace váli-dos los ritos instituidos por seres «enviados», mientras que un ser que no es nada más que un indivi-duo humano, por su propia iniciativa, jamás podrá más que inventar «pseudoritos» desprovistos de toda eficacia real.

. sas para rebajarlas a un nivel puramente humano y hacerlas entrar en los cuadros convencionales de la «vida ordinaria». Por el contrario, tomamos esta palabra en su sentido verdadero y original, con todo lo que ésta implica de efectivo e incluso de esencialmente «técnico»; en efecto, no hay que decir que el papel de seres tales como los que se trata en los casos que hemos citado precedentemente no podría tener nada en común con el «altruismo», el «humanitarismo», la «filantropía» y otras pequeñeces «ideales» celebradas por los moralistas, y que no sólo están evidentemente des-provistas de todo carácter transcendente o suprahumano, sino que incluso están perfectamente al alcance del primer profano que llegue1
Una vez que el ser ha realizado su identidad con Atmâ, y no siendo efectivamente su «redescenso» a la manifestación, o lo que aparece como tal bajo el punto de vista de ésta, más que la plena universalización de esta identidad misma, ese ser no es entonces otro que «el “Atmâ” incorporado en los mundos», lo que equivale a decir que el «redescenso» no es en realidad, para él, nada diferente del proceso mismo de la manifestación universal. Ahora bien, precisamente, a este proceso se le describe con frecuencia tradicionalmente como un «sacrificio»: en el símbolo vêdico, es el sacrificio del Mahâ-Purusha, es decir, del «Hombre universal», al cual, según lo que ya hemos dicho, el ser de quien se trata es efectivamente idéntico; y este sacrificio primordial no solo debe entenderse en el sentido estrictamente ritual, y no en una acepción más o menos vagamente «metafórica», sino que es esencialmente el prototipo mismo de todo rito sacrificial2 .
1 Es menester observar también que lo que se trata no tiene ninguna relación con el uso que algu-nos místicos hacen de buena gana de la palabra «víctima» o de «inmolación»; incluso en los casos donde lo que ellos entienden por eso tiene una realidad propia y no se reduce a simples ilusiones «subjetivas», siempre posibles en ellos en razón de la «pasividad» inherente a su actitud, es una reali-dad cuyo alcance no rebasa en modo alguno el orden de las posibilidades individuales.
2 Rig-Vêda, X, 51.
3 Esta expresión tiene también su aplicación, en otro orden, en el «rechazo de los poderes»; pero, mientras que esta actitud está no solo justificada, sino que es incluso la única enteramente legítima, para el ser que, no teniendo ninguna «misión» que desempeñar, no tiene que aparecer al exterior, es evidente que, por el contrario, una «misión» sería inexistente como tal si no fuera manifestada exte-riormente.
4 Recordaremos, como «ilustración» de lo que acaba de ser dicho, un hecho cuyo carácter históri-co o legendario importa poco bajo nuestro punto de vista, ya que nos no entendemos darle más que un

El «enviado», en el sentido en el que hemos tomado esta palabra precedentemente, es pues literalmente una «víctima»; por lo demás, entiéndase bien que esto no implica en modo alguno, de una manera general, que su vida deba terminarse por una muerte violenta, puesto que en realidad, es esta vida misma, en todo su conjunto, la que es ya la consecuencia del sacrificio1. Se podrá destacar inmediatamente que es en eso donde reside la explicación profunda de las vacilaciones y de las «tentaciones» que, en todos los relatos tradicionales, y cualquiera que sea la forma más especial que revistan según los casos, se atribuyen a los Profetas, e incluso a los Avatâras, cuando se encuentran en cierto modo en presencia de la «misión» que tienen que cumplir. En el fondo, estas vacilaciones no son otras que las de Agni a aceptar devenir el conductor del «carro cósmico»2, así como lo dice A. K. Coomaraswamy en el estudio que ya hemos citado, que vincula así todos estos casos al del «Avatâra eterno», con el cual no forman más que uno en su «verdad» más interior; y, ciertamente, la tentación de permanecer en la «noche» de lo no manifestado se comprende sin esfuerzo, ya que nadie podría contestar que, en este sentido superior, «la noche es mejor que el día»3. A. K. Coomaraswamy explica también de este modo, y con justa razón, el hecho de que Shankarâchârya se esfuerce siempre visiblemente en evitar la consideración del «redescenso», inclusive cuando comenta textos cuyo sentido lo implica bastante claramente; en efecto, sería absurdo, en un caso como ese, atribuir una tal actitud a una falta de conocimiento o a una incomprensión de la doctrina; así pues, su actitud no puede comprenderse más que como una suerte de retroceso ante la perspectiva del «sacrificio», y, por consecuencia, como una voluntad consciente de no levantar el velo que disimula «la otra cara de la oscuridad»; y, generalizando sobre todo lo precedente, esa es la razón principal de la reserva que se guarda habitualmente sobre esta cuestión4. Por lo demás, puede agregarse a eso, a título de razón

valor exclusivamente simbólico: se cuenta que Dante no sonreía jamás, y que las gentes atribuían esta tristeza aparente a que «volvía del Infierno»; ¿no habría sido menester ver más bien la razón de ello en que había «redescendido del Cielo»?

secundaria, el peligro de que esta consideración, mal comprendida, sirva de pretexto a algunos para justificar, ilusionándose ellos mismos sobre su verdadera naturaleza, un deseo de «permanecer en el mundo», cuando no se trata en absoluto de permanecer en él, sino, lo que es completamente diferente, de volver a él después de haber salido ya, y cuando esta «salida» previa no es posible más que para el ser en el que ya no subsiste ningún deseo, como tampoco ningún otro apego individual cualquiera; es menester tener buen cuidado de no equivocarse sobre este punto esencial, a falta de lo cual se correría el riesgo de no ver diferencia alguna entre la realización última y un simple comienzo de realización detenido en un estado que no rebasa siquiera los límites de la individualidad.

Ahora, para volver a la idea del sacrificio, debemos decir que implica todavía otro aspecto, que es incluso el que expresa directamente la etimología de la palabra: «sacrificar», es propiamente «sacrum facere», es decir, «hacer sagrado» lo que es objeto del sacrificio. Este aspecto no conviene menos aquí que el que se considera más ordinariamente, y que hemos tenido en vista primeramente al hablar de la «víctima» como tal; en efecto, es el sacrificio el que confiere a los «enviados» un carácter «sagrado», en el sentido más completo de este término. Este carácter no solo es evidentemente inherente a la función de la que su sacrificio es verdaderamente la investidura; sino que todavía, ya que eso también está implícito en el sentido original del término «sagrado», es eso lo que hace de ellos seres «aparte», es decir, esencialmente diferentes a la vez del común de los seres manifestados y de los que, habiendo llegado a la realización del «Sí mismo», permanecen pura y simplemente en lo no manifestado. Su acción, incluso cuando es exteriormente semejante a la de los seres ordinarios, no tiene en realidad ninguna relación con ella que llegue más lejos que esta simple apariencia exterior; en su «verdad», ella es necesariamente incomprensible a las facultades individuales, pues procede directamente de lo inexpresable. Así mismo, este carácter muestra bien que se trata como ya lo hemos dicho, de casos excepcionales, y de hecho, en el estado humano, los «enviados» no son ciertamente más que una ínfima minoría en relación a la inmensa multitud de los seres que no podrían pretender a un tal papel; pero, por otra parte, puesto que los estados del ser son en multiplicidad indefinida, ¿cuál razón puede haber que impida admitir que, en un estado o en otro, todo ser tenga la posibilidad de llegar a este grado supremo de la jerarquía espiritual? 

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